Un hombre hondureño intenta cruzar la frontera entre México y Estados Unidos a bordo de un tren de mercancías, Nuevo Laredo, 2006. Fotografía: Carlos Barria / Cordon Press.
La pared que separa Estados Unidos de México en Tijuana empieza en la playa y se detiene en mitad de un cerro. Sin más. Por ahí, cerca de Tecate, cuenta Betty que cruzó a los quince años con su madre y sus hermanas pequeñas guiadas por un pollero. El grupo andaba toda la noche y se ocultaba bajo una piedra con la luz del sol, para burlar a la Migra. A los dos días no podían más. Betty se tiró al suelo y empezó a gritar que se quería morir, que los encontraran ya: «¡Vengan, atrápenme, no puedo caminar!». Se habían quedado sin agua. La llave de riego de una granja que encontraron en el camino estaba cerrada, pero uno de los muchachos que iban con ellas succionó el resto que quedaba en la manguera y pudo llenar una cantimplora de su boca. Salvaron la vida y no los descubrieron. Llegaron con bien «del otro lado», que es como se le llama aquí a Estados Unidos. Otros no tuvieron tanta suerte. A los doscientos veinticinco que murieron intentando cruzar en el transcurso de la Operación Guardián, puesta en marcha por el presidente demócrata Bill Clinton en 1994, están dedicadas las cruces blancas que decoran la parte de la valla fronteriza que transcurre por la Vía de la Juventud, saliendo del aeropuerto.
Más adelante, la avenida gira a la izquierda, pero la cerca sigue. Planchas oxidadas, restos reciclados de la primera guerra del Golfo. La costura sube y baja según el desnivel del terreno, serpentea y se pierde a lo lejos como la muralla china. Una cicatriz que divide el mismo paisaje con un orden distinto a cada lado. En este recodo, donde empieza el camino sin asfaltar, está una de las pintadas más famosas y cuidadas: «De este lado también hay sueños». Allá, la limpieza del vigía, ninguna urbanización hasta San Ysidro, a siete kilómetros; acá, la calle de tierra, casas bajas construidas sin ninguna planeación, perros sueltos. Para rematar el lugar común, se oye cantar un gallo.
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Pero en Tijuana siempre cabe la sorpresa. El 26 de mayo de 2016, algo insólito empezó a ocurrir. Ese día, en la garita de San Ysidro, el punto fronterizo más transitado del mundo, la fila que correspondía a los migrantes que entraban a Estados Unidos para solicitar asilo estaba a rebosar. Había unas trescientas personas, según calcula el pastor Isaac Olvera, del Ejército de Salvación, que las vio con sus ojos. Haitianos. Haitianos que no venían de Haití, sino de Brasil, dando un rodeo de siete años y diez países. Después del terremoto de 2010, muchos huyeron del país para buscarse la vida en otro que estuviera en pie. El principal de ellos fue Brasil, que en aquel tiempo tenía por construir todas las obras del mundial de fútbol y los juegos olímpicos. Cuando la crisis se le vino encima al gigante sudamericano, los haitianos volvieron a quedarse en la calle. Comenzaron entonces un viaje por tierra al norte, aprovechando que Estados Unidos tenía, por razones humanitarias, suspendidas las deportaciones de haitianos. No contaban con verse desbordados. Y México, menos.
Ante la avalancha, el 22 de septiembre pasado, el Gobierno de Barack Obama anunció que se reanudaban las deportaciones de haitianos, pero nada estaba claro: los haitianos varados en la frontera mexicana recibían noticias de compatriotas que sí habían cruzado y logrado quedarse, así que siguieron llegando a Baja California. Y entonces los albergues, afirma Olvera, «le salvaron el pellejo al Gobierno».
Los cuatro refugios formales que existían en la ciudad se quedaron cortos para los miles de haitianos que esperaban cita con las autoridades migratorias estadounidenses, y veintiséis iglesias abrieron sus puertas. El Instituto Nacional de Migración mexicano organizaba «la salida»: repartía a los migrantes un turno, hasta ochenta por día, y si había espacio para algunos más, llamaba a los albergues, que priorizaban a mujeres, niños y enfermos. Olvera y los directores de otros albergues se quejaban a Migración: «¿Por qué le trabajamos a Estados Unidos? Ellos abrieron la puerta; que los metan y allá que hagan lo que quieran».
Unos veinte mil haitianos pasaron por Tijuana en nueve meses, según el Consejo Estatal de Atención al Migrante. Su presidente, Carlos Mora, asegura que la crisis va remitiendo. En la ciudad calculan que quedan tres mil setecientos, que ante la posibilidad de ser deportados, sobre todo después de tomar posesión Donald Trump, decidieron quedarse en territorio mexicano. Más de quinientos han comenzado un proceso de regularización migratoria. Es el principio de un color más en las calles de Tijuana.
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Comparándola con su vecina San Diego, el perfil de Tijuana es bajo e irregular. Los edificios más altos se concentran en torno a Zona Río, dibujada por el cauce artificial del río que comparte nombre con la ciudad. Más allá de la cuadrícula de las calles principales, la mancha urbana alfombra varios cerros y barrancas. Las subidas y bajadas harían difícil orientarse, si no fuera por el muro y por el mar.
«Tijuana mira a San Diego y San Diego mira al mar. En realidad no se ven». La frase tajante es del productor audiovisual Abraham Ávila, uno de los fundadores del proyecto Relaciones Inesperadas, que pretende ser catalizador de todo el arte experimental que se da en la frontera. Al calor de varias cervezas artesanales de moda, describe así el lugar donde vive: «Tijuana está inacabada como proyecto de ciudad, incluso como proyecto de vida. La migración es eso: llegar y volver a empezar. Y ese sentimiento genera situaciones emocionales positivas o negativas: una, que hay todas las posibilidades; otra, que puede haber todos los miedos».
Lo cierto es que, sin frontera ni migración, no se entendería esta ciudad. Para encontrar datos duros, nada como acudir a los profesores de El Colegio de la Frontera Norte, balcones privilegiados frente al mar, camino de Rosarito.
El sociólogo José Manuel Valenzuela, por ejemplo, dice que la actitud agresiva de Estados Unidos hacia México no empezó con Donald Trump, sino muchos años atrás. Concretamente, con el fin de la guerra fría. Estados Unidos, «que siempre necesita enemigos externos para justificar la producción, distribución y venta de armas», palabras de Valenzuela, cambió su perspectiva sobre la frontera de un asunto económico a uno de seguridad nacional. Un muro caía en Europa y otro se levantaba en América. «¿Qué costo tuvo esto? Bueno, son más de diez mil muertos desde la Operación Guardián en el intento de cruzar esta frontera».
Y otra consecuencia inesperada para Estados Unidos, que recuerda el antropólogo Víctor Clark, director del Centro Binacional de Derechos Humanos. Cuando el muro era un delgado alambre a cincuenta centímetros de altura y al cruce lo llamaban «el brinco», la emigración era circular: el bracero mexicano iba a Estados Unidos, hacía dinero, volvía a su pueblo, al cabo de un tiempo volvía a cruzar y así sucesivamente. Cuando en 1994 levantaron la valla y aumentaron el número de agentes, cruzar se convirtió en algo caro y peligroso, así que los mexicanos empezaron a cruzar para no volver y, además, se llevaron con ellos a su familia y sus costumbres.
Ese año de 1994 fue axial para las relaciones bilaterales, pues además de construirse la valla física, se firmó el Tratado de Libre Comercio entre los tres países norteamericanos, pero no fue la única fecha determinante. Antes, Tijuana sufrió la Operación Intercepción, de Nixon, en 1969, que pretendía evitar la entrada de marihuana desde México, y después, en 2001, el cierre de la frontera tras el 11S y el endurecimiento de todas las medidas migratorias.
Por otra parte, el presidente que llevó a cabo el mayor proceso regulatorio de migrantes fue Ronald Reagan y el que más deportó, dos millones setecientos mil, Barack Obama. Se equivocará quien intente explicar la relación bilateral en términos de blanco o negro. Desde la crisis de 2009 son más los mexicanos que han regresado a su país que los que han emigrado a Estados Unidos, según el Pew Research Center. En cuanto al poder disuasorio de las bardas, Víctor Clark es contundente: «Tú puedes cruzar a Estados Unidos ilegalmente dependiendo del dinero que tengas en la bolsa».
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Cuando a Emma Sánchez la llamaron las autoridades migratorias para presentarse en el consulado estadounidense de Ciudad Juárez, en 2006, pensó que por fin le daban su residencia permanente. Se había casado en diciembre de 2000 con Michael Paulsen y tenían tres hijos en común. Él había iniciado los trámites de regularización de ella, pero no contaron con algo que, sin ayuda de un abogado, hace casi imposible la green card: Emma había entrado ilegalmente en el país.
«Jamás fue mi idea quedarme a vivir a Estados Unidos», asegura. Su plan era trabajar un tiempo allá, ahorrar para volver a su Guadalajara natal y montar su propio laboratorio de técnico dental, para lo que había estudiado. Pero nada más llegar, conoció a Michael, exmarine alto, rubio, de ojos azules. Desde el taller mecánico donde él trabajaba veía bajar del autobús a esa bonita mexicana, de ojazos negros, y no pasó mucho tiempo desde que los tímidos «Hi!» se convirtieran en una historia de amor fulminante. Apenas seis meses después, estaban casados. Los dos primeros niños, Alex y Ryan, vinieron enseguida, con año y medio de diferencia. El tercero, Brannon, nació dos meses antes de que su madre fuera deportada.
Tijuana, 2013. Fotografía: Guillermo Arias / Cordon.
Llevaba a ese bebé de pecho en brazos cuando le dieron la sentencia en Ciudad Juárez: tendría que quedarse en México y, al menos durante diez años, no podría volver a pisar Estados Unidos. Era el 6 de junio de 2006, por eso su marido siempre lo ha llamado el día del diablo. Emma se quiebra cuando recuerda a Michael deshacer el camino hasta la casa familiar, en Vista, California, doce horas conduciendo, llorando por su familia, desde ese momento dividida. «En un minuto te destruyen todo lo que has construido».
Aunque lo consideró, para él no era una opción fácil vivir en México, sin hablar español, así que decidió alquilar para su mujer y sus hijos una casa a las afueras de Tijuana. Él iría y vendría cuando pudiera desde Vista, a noventa y tres kilómetros. También decidieron que los niños irían al colegio en Estados Unidos, así que él se los llevó de uno en uno cuando fueron cumpliendo cinco años. En estos diez años, su marido ha sido padre y madre de lunes a viernes, y ella, madre de sábado y domingo.
El año pasado se cumplieron los diez años de condena. Emma fue a Juárez en febrero para tramitar el «perdón» por haber violado las leyes migratorias estadounidenses, paso previo a solicitar su residencia por reagrupación familiar. Tendrá que esperar entre seis meses y un año. La angustia es mayor ahora que está más cerca que nunca poner fin a lo que llama su tortura. «En las noches no puedo dormir, se me va el sueño», vuelve a llorar. «Es muy duro no ver a mis hijos cada día, despertar y no poderles dar un beso en la mañana».
Su matrimonio, inusualmente unido ante la adversidad, ha sido su principal sostén. Tanto que en 2015 se casaron por la Iglesia en Playas de Tijuana, junto a los barrotes, haciendo de su boda religiosa un acto reivindicativo. «Nos dividía un muro y a pesar de eso estábamos ahí, conviviendo de los dos lados».
La familia Sánchez Paulsen es el buque insignia de la asociación de la que Emma es codirectora, Dreamers Moms USA/Tijuana, que apoya a madres o padres en su misma situación. Por ejemplo, una de las fundadoras, Yolanda Varona, que fue detenida y deportada por hacer el favor a la tía de su novio de acercarla a la frontera con Tecate para celebrar el año nuevo con su familia mexicana; sus dos hijos, adolescentes, se quedaron esperando a su madre para la cena de Nochevieja mientras ella iba a dar a un galpón con cientos de mujeres expulsadas. El caso de Robert Vivar, el otro fundador de la organización, es distinto. Llegó con sus padres de Aguascalientes a California a los seis años y era residente legal, pero nunca tramitó la ciudadanía. Algo funesto si se comete un delito, como fue su caso. «Me metí en problemas con la ley y en lugar de enviarme a un programa de rehabilitación de drogas, me pasaron a Migración para ser deportado». Tenía cincuenta y seis años. Había pasado medio siglo en Estados Unidos. Su voz envejecida es un acento extraño con ligeros errores gramaticales. «La opción era pelear en Corte, pero si no tienes dinero para pagar un buen abogado…».
Ahora trabaja en un call center de los muchos que hay en Tijuana, una de las pocas oportunidades de trabajo que encuentran los deportados. Los que tienen menos suerte, acaban de indigentes. Otros más acaban empleados en el crimen organizado.
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Dreamers Moms comparte local con una asociación aún más singular: Deported Veterans Support House, veteranos deportados. Rodeado de banderas de barras y estrellas, carteles militares en inglés, medallas y chapas de identificación, Mario Enrique Rodríguez cuenta su historia. Nació en Durango y se instaló con su familia en Estados Unidos en 1957, con doce años. A los veinte, lo reclutaron para Vietnam. «Me podía negar y regresar a México, pero no lo hice». Estuvo cinco años en la guerra. Asegura que no fue una experiencia muy dura, pero al volver empezó con su «problema»: «Comenzó primero pa’ olvidar poquito, y fui cambiando, y fue empeorando la cosa». Aunque tenía derecho a pedir la ciudadanía por haber servido en el Ejército, no lo hizo, y nadie le informó nunca de los riesgos que corría. Después de su divorcio, recayó en la droga y el alcohol, «hasta que me pusieron el alto y terminé en la prisión». No quiere detallar el delito por el que le cayeron siete años y medio. «Cuando cumplí mi sentencia, el Estado me dejó ir, pero me estaban esperando los de Migración». Estaba por cumplir sesenta años, hace once. ¿Qué sintió cuando lo dejaron en México? «Como si me pusieran en otro planeta». Sin familia, sin trabajo, vive de la ayuda de la asociación. A sus setenta y un años, tiene muy pocas posibilidades de volver al país por el que un día luchó contra el Viet Cong.
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En un extremo de la noche tijuanense, los nuevos restaurantes hipsters. En el otro, la calle Coahuila y su trasiego sexual. A medio camino está Las Pulgas, en el corazón de la avenida Revolución, arteria de la ciudad. Se vende como «el mejor antro para bailar» y de él se dice que es el sitio donde se vende más cerveza de toda Latinoamérica. Ocupa la mitad de una manzana que comparte con dos estacionamientos, dos hoteles y varios comercios, todo perteneciente, dicen, a la misma familia. El espacio está dividido en cinco pistas de baile, cada una con un tipo de música distinta. Puede apabullar, pero es «la Tijuana real», en palabras del periodista Jorge Nieto, que sirve de guía en esta ocasión. «La gente ahorra para venir a este lugar». No hay etiqueta y los precios son baratos. Aquí y allá, hombres recios vestidos de norteños, algunos sentados acompañados de mujeres escotadas y en minifalda; otros solos, de pie, vigilando cada movimiento. ¿Llevan bultos bajo las americanas?
Es difícil olvidar que Tijuana también es droga y violencia. Después de un lustro de tranquilidad, la ciudad sufrió el año pasado más de novecientos asesinatos, superando la cifra de ochocientos cuarenta que arrojó 2008, el año más crudo de la guerra entre el cártel de Sinaloa y los hermanos Arellano Félix. En lo que va de 2017, Tijuana encabeza la lista de las ciudades con más asesinatos de México, más de doscientos.
Pero en Las Pulgas no se piensa en la muerte. En una de las barras, una pareja en los treinta y tantos se besa con furia. De pronto son un espectáculo más interesante que los dieciocho miembros de la banda encaramada en lo alto de un balcón sobre el escenario, con sus trajes bermellón y su jaleo de trompetas, tambores y platillos. Los voyeurs inevitables observan cómo al par se le multiplican las manos, cómo él las mete bajo el pantalón y le agarra ambas nalgas, cómo ella se deja hacer. Salen al paso las palabras que escribió Sándor Márai en su olvidada crónica sobre Tijuana, adonde cruzaba como a una tierra prometida en la época de su precario exilio en San Diego: «Todo lo diferente que me rodea es para asirse y olerse». Se hace de día. «Tequila, sexo y marihuana». Sigue siendo difícil huir del lugar común.
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Hace un día de perros y el taxi se abre camino en la cortina de agua para llegar a uno de los barrios más pobres de la ciudad, encajado en una barranca. Ahí espera Salvador (nombre ficticio), que se presenta como «coyote en paro». La cita es en el centro comunitario de la colonia, pero está cerrado y se está cayendo el cielo, así que un pabellón deportivo sirve de refugio a la conversación. «La lluvia es trabajo», explica. «En los días así hay menos vigilancia». Salvador insiste varias veces en que dejó «el negocio», pero lo cierto es que a veces se le escapa el tiempo presente: «Nunca imaginé que iba a durar los años que tengo ahorita; se me hizo corto el tiempo». Tiene cincuenta y siete y lleva desde los trece viviendo en esta frontera. Originario de un pueblo de la sierra mixteca, en Oaxaca, trabajó primero en la agricultura, pero el tío que lo acogió enseguida lo animó a que «había otro modo de sobrevivir, un poquito mejor»: el cruce de ilegales. Cuando empezó, en 1974, «el brinco» a San Diego costaba solo cincuenta dólares, a Los Ángeles ciento veinticinco, a Oregón doscientos cincuenta. Con el paso de los años, fueron aumentando las tarifas. «Conforme cambiaban las leyes en Estados Unidos y el castigo era más duro». Ahora, dice, el cruce por el desierto cuesta entre seis mil y siete mil dólares, y «por la línea», hasta quince mil. La línea es alguna de las garitas oficiales, con los migrantes escondidos o, directamente, con algún funcionario avenido. «Había agentes, ahora ya son jefes de Migración, que me daban permiso de pasar con mi gente y no les daba ni un cinco», asegura. «Si llevaba niños y mujeres, me dejaban paso libre. A mí nada más».
En ese tiempo Salvador tenía papeles legales para entrar en Estados Unidos. «Y esa misma persona que me daba permiso para pasar fue la que me quitó los papeles, porque me agarraron con ilegales. No podía hacer nada porque un grupo de agentes secretos me agarraron y él era el jefe. Me preguntó si me acordaba de lo que me había dicho, y yo: sí, sin llorar. Simplemente le agradecí por todo lo que hizo por mí, pero sin mencionar otra cosa, agarró mi permiso y lo cortó por la mitad». Por esa falta, le dieron seis meses de prisión, que pasó en cárceles de California y Arizona, en 1997.
Las cosas se habían puesto muy difíciles desde la Operación Guardián. «Los guardianes de la línea nos empezaron a arrinconar hacia la sierra, hacia el desierto. Y si a mí no me gustaba sufrir, menos a la gente. Yo me fui retirando poco a poco de ese trabajo porque no me gusta sacrificar a la gente, porque son muchos días de camino».
—¿En ningún momento sintió que lo que hacía no estaba bien?
—Siempre lo pensé. Se llama fuera de la ley. Pero la ley de la vida es la que me empujaba a eso. Yo miraba a la gente que tenía necesidad, secos de los labios, con hambre. Sabrá Dios con qué ilusiones vendrían. Quería que ellos sintieran la emoción de estar dentro de América. Sí sabía yo que algún día habría un castigo para mí, que algún día me iban a cachar, pero viendo la historia, Estados Unidos lo hizo peor: ellos encadenaban a los negros para meterlos a trabajar en su país. Así se hizo de su riqueza, por medio de esclavos. Es delito lo que ustedes me dicen que estoy haciendo, les decía, pero yo a la gente no la estoy llevando a fuerzas, como tu país llevó a la gente negra.
—¿Y si Trump termina el muro en toda la frontera?
—Pues la vida sigue igual. Está el mar, está el aire… Uno lo busca. El muro no impide que la gente siga cruzando, porque es más fuerte el hambre y la necesidad.
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Sobre la playa, junto a la plaza de toros, un obelisco señala el punto inicial del límite entre Estados Unidos y México según el tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848. Aquí se inició el muro, una valla metálica a principios de los noventa, siendo presidente George Bush padre. Ahora se levanta en forma de barrotes de acero de unos cinco metros de altura, reforzados con una malla que no deja pasar ni un meñique. Hasta aquí ha llegado Fernando desde Ensenada, cien kilómetros costa al sur, para enseñarles a sus tres hijos qué es «la línea». «Pensaba que Estados Unidos estaba allá lejos, pero ahora veo que está aquí, cerquitas de Tijuana», observa el mayor, de siete años. El padre dice que cruzar el muro es difícil pero no imposible. «Así pongan un cerco de diez, veinte o treinta metros».
Hay marejada y despeina un viento gris. Las olas del Pacífico, océano que se ríe del conquistador español que le puso el nombre, embisten contra los hierros. El agua se arremolina, avanza, retrocede, hiende la arena, brota de nuevo, pasa de un lado a otro, indiferente a la frontera.
Una pareja contempla la ciudad estadounidense de San Diego desde el lado mexicano de la frontera en Tijuana, 2013. Fotografía: Jorge Duenes / Cordon Press.
La entrada Tijuana, la vida al borde aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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