Imagen: Warner Bros. Pictures.
Si algo queda meridianamente claro después de ver Dunkerque es que Christopher Nolan jamás pudiera haber hecho esta película si antes no hubiera llenado las arcas de Warner Brothers con la trilogía de Batman. Ahora, envuelto en el manto protector que ha generado su condición de director comercial ha podido —por fin— dedicarse única y exclusivamente a cosechar su vocación autoral. Nolan ya había enseñado la patita con Interstellar, aunque algunos detalles al final del metraje delataran un desarrollo más comercial de lo previsto (el improbable villano interpretado por Matt Damon, sin ir más lejos).
Dunkerque no tiene un solo momento de pirotecnia emocional y como mucho concede al espectador dos alivios temporales: la llegada de los barcos a la playa y la frase de Kenneth Branagh casi en el desenlace. El resto es un relato en los confines de la antiépica, que podría resumirse perfectamente en aquella frase del director de cine Samuel Fuller: «Cuando estás en el campo de batalla, la supervivencia es todo lo que hay». La propia estructura de la película, casi en tiempo real, permite intuir la voluntad naturalista del director (impresionista, han clamado algunos críticos estadounidenses): no hay ninguna intención de crear vínculo dramático del espectador con los personajes a través de un arco dramático. A Nolan no le interesa explicarnos quiénes son esos tipos atrapados en una playa, a cuarenta y cinco kilómetros de casa, y la empatía surge de forma puramente intuitiva, cegados por un apocalipsis diminuto que parece envolver a los personajes y les obliga a hacer aquello que Ned Scotty, el personaje de El enigma que vino de otro mundo, grita al final del filme: «Mirad a los cielos. Seguid mirando. Seguid vigilando los cielos».
Dunkerque es una película en la frontera del cine bélico con el drama, que tiene algo de thriller y algo de reflexión sosegada sobre la inequívoca condición caótica del ser humano. Los primeros minutos de la película, sin diálogos (solo un par de imprecaciones al viento) recuerdan —y mucho— al trabajo de Paul Thomas Anderson en There will be blood, de la misma forma que la partitura de Hans Zimmer (alejado aquí del ruidismo de sus últimos trabajos) es hermana gemela de la Jonny Greenwod para el mencionado filme de Anderson.
Pero —sobre todo— la película es lo más cercano al arte y ensayo que jamás ha estado Nolan del género, en algunos tramos plenamente consciente de esa búsqueda sensorial (el torpedeo del barco y las posteriores escenas en las bodegas inundadas de agua) y en otras bordeando el nihilismo en el que acaba inmersa cualquier guerra (los soldados tratando de tapar con las manos los agujeros de bala de los francotiradores en el casco de una embarcación), Dunkerque no cesa nunca de perseguir al espectador a través de una narración pluscuamperfecta, llena de hombres cuya única victoria es la supervivencia porque ya han sido derrotados de todas las formas posibles.
El sonido de los ataques en picado de los stukas alemanes y la visión fugaz de los mismos es la única mirada del realizador al enemigo. Nolan prescinde del villano, de la esvástica y de la —obvia— tentación de recurrir a los nazis como contrapeso dramático para alejarse del mantra bélico (casi como Stanley Kubrick en Senderos de gloria) y focalizarse en el conflicto que vive cada soldado abandonado en esa playa. No le interesan al director los grandes conflictos éticos o el calado de la operación de rescate, sino el infierno aparentemente tranquilo y ordenado (esas colas para abordar las embarcaciones que nadie parece querer saltarse) que solo puede producirse en un ejército que se siente más cansado que derrotado, incapaz hasta de huir.
Dunkerque puede haber costado ciento treinta millones pero es una película que se esfuerza por ser pequeña y que va reduciendo su tamaño a medida que avanza, y que coloca a Nolan en las arenas de Memento o de su primer filme, Following. Además, y aunque el realizador tiene fama de ser frío como la Antartida, su último trabajo tiene la extraordinaria habilidad de inocularnos (vía sonora y visual) la tensión que irriga de la simpleza de la misión de los soldados: seguir vivos.
Rodada en 70 mm (*), casi como si fuera una epifanía y con la inestimable ayuda de Hoyte Van Hoytema (que ya ejerció de director de fotografía en Interstellar), Nolan planta un inmenso fresco que lejos de embadurnar a brochazos rellena con una suerte de puntillismo lleno de matices, donde el negro y el azul toman la pantalla y los encuadres parecen más fruto de la obsesión que de la necesidad. Es tal el preciosismo que resulta difícil no sucumbir a la hipnosis creada por la destreza y el ansia de perfeccionismo y olvidarse de las bondades de un guion (del mismo Nolan) de una inteligencia perversa: en una hora y cuarenta y cinco minutos el británico es capaz de perfilar un relato bélico por tierra, mar y aire.
Sabido es que Nolan tiene tantos admiradores como cinéfilos que han puesto precio a su cabeza, pero se antoja complicado a estas alturas dudar del talento de un hombre que ejecuta con una elegancia impecable un filme tan poco convencional como este.
Dunkerque es —caben pocas dudas— su película más personal y también la menos preocupada por la taquilla, aun sabiendo que el director de El caballero oscuro es un seguro de vida para los productores porque no acostumbra a resbalar en el plano financiero. De ahí el reparto de desconocidos (solo Tom Hardy puede presumir de apellido, aunque Mark Rylance —un Óscar— y Kenneth Branagh —otro— exhiban galones en el filme, no es que puedan ser considerados estrellas al uso) y la discreción de su campaña de promoción, alejada de los fuegos artificiales habituales en tráilers y redes sociales. Incluso el final de la película, con el legendario discurso de Winston Churchill leído a modo de cantinela por un soldado y alejado completamente del contexto original del mismo, resulta ser una declaración de intenciones que enlaza con el principio de la película: no hay heroísmo posible en la batalla; la mayor recompensa (y la mayor gloria) es regresar.
(*) Obviamente, y al igual que pasaba con el Super Ultra Panavision de Los odiosos ocho, ver la película en 70mm es una recomendación indispensable pero lamentablemente solo hay ciento veinte copias en ese formato y únicamente una en nuestro país (la sala Phenomena en Barcelona).
La entrada Yo sobreviví a Dunkerque aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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