Viñeta de La familia Cebolleta, ilustración de Manuel Vázquez.
Hemos oído hasta la saciedad eso de los tipos Peter Pan, que no crecen y quieren seguir siendo niños, pero poco se dice de los que sí crecen pero sienten que incluso han crecido más de lo que debieran. Ya que tienen la deferencia de leer esto seamos sinceros desde el principio: no voy a decir que es algo que le pasa a un amigo, ustedes ya me entienden. Ya puestos, voy a caer en la grandilocuencia más pedante al asociar esto a la historia de España con la siguiente tesis: la modernización acelerada de este país ha producido un cambio tan rápido que a aquellos que ha pillado en medio les ha hecho envejecer antes de la cuenta. Hablo de la percepción propia, claro. Para decirlo de forma gráfica, yo me he llegado a sentir el abuelo Cebolleta, contando batallitas, antes de cumplir los cuarenta.
Un ejemplo. Cuentas que de pequeño pasaba el lechero con su tinaja por el séptimo piso de tu edificio de vecinos, que todos dejaban la cazuela en la puerta para que se la llenara y luego hervías la leche, y sacabas la nata. Los que tienen ya solo algunos años menos te miran como alguien venido de las cavernas, pero quien te saca hasta veinte o treinta años sabe perfectamente de qué estás hablando y recuerda algo parecido. Quienes fuimos niños en los setenta nacimos en un mundo aún antiguo que se dejó atrás de un salto, de modo que aterrizamos en el actual un tanto descolocados, o más que el resto. Hay ahí un tajo generacional muy acusado, de forma que desde siempre me siento mucho más cerca de los que son bastante más mayores que yo que de aquellos de quienes apenas me separan unos años.
Que esto tiene que ver con la modernización de España es aún más evidente si sales al extranjero, a países europeos vecinos: ya ni te identificas con los de tu edad, porque sus países se desarrollaron en los años cincuenta, y tus experiencias se parecen más bien a las de la infancia de sus padres. Allí el cuento del lechero es algo que ocurrió incluso décadas más atrás. No creo que nuestros padres se sintieran viejos o tan superados por los tiempos a los treinta o cuarenta años. Solo mayores, padres de familia, hombres hechos y derechos, que es lo que se suponía que eran.
España no cambió mucho en años y luego lo hizo todo de repente. No fue gradual. Naturalmente, los que en el arranque de la democracia eran jóvenes, y los que no lo eran tanto, lo estarían deseando, que no fuera gradual, que fuera de golpe. No verían la hora de desempolvar España y mandar la caspa a la porra, y al lechero detrás. Dicho sea de paso, hemos perdido cosas por el camino, como al pobre lechero. Pero para los niños de la Transición —aquí vuelvo a desbordar petulancia, lo sé— fue vertiginoso. Nuestro mundo infantil se hizo viejo muy rápido. Naturalmente esto lo ha rematado la revolución tecnológica e internet. En décadas anteriores, en el paso de los veinte a los cuarenta años no había tantos inventos, ni a un ritmo tan rápido, ni con un perfeccionamiento tan fulgurante. Entre el Seiscientos y el Seat Ritmo pasan eso, veinte años, de 1957 a 1979, y no es precisamente un salto en la evolución; son dos coches simpáticos de otra época. Pero piensen ahora en el entrañable ordenador Spectrum 48 kB, que es de 1982. Cargabas el juego con una cinta y tardaba media hora con ruidos de psicofonía, entre grandes nervios, porque si no tenías suerte había que volver a empezar (otra batallita). Sin embargo, pasan lo mismo, veinte años, hasta el iMac G4, de 2002, que ya es de otra galaxia.
Ahora me doy cuenta de que también pudo haber surgido entonces esa perniciosa idea del progreso sin fin que solo terminaría cuando todos fuéramos millonarios, y acabó con buena parte de mi generación empantanada en hipotecas absurdas. Nacimos en la línea de salida del país que se iba a poner a correr para ser moderno y desde entonces fue un no parar. Recuerdo lo que significaban para nuestros ojos las películas de Spielberg con niños, valga la redundancia, como E. T. o Los Goonies: esas casas enormes, con jardín, con televisión en la cocina, rebosantes de comida, con electrodomésticos desconocidos, decenas de juguetes. En definitiva: casas llenas de cosas. Quizá los más mayores en E. T. se fijaran en el marciano, pero muchos yo creo que flipábamos más con cómo vivían esos humanos.
Es aquí cuando cuelo otro recuerdo y gente más joven me vuelve a mirar asombrada. Recuerdo el cumpleaños de un niño de mi clase, en preescolar, que nos invitó a algunos compañeros a su casa. Después de merendar nos pusimos a jugar el Exin Castillos o, coloquialmente, «las construcciones». Al cabo de un rato le sugerimos que sacara otro juguete y entonces dijo: «No tengo más juguetes». Ahora un niño recibe en un solo cumpleaños más regalos que yo en los de toda mi vida, quizá incluyendo las Navidades. Es con frases como esta, ya digo, con las que me siento como el abuelo Cebolleta. Y evidentemente solo algunos de ustedes saben quién es el abuelo Cebolleta.
Sin salir de los tebeos, no sé si se han fijado en los paisajes urbanos de las historietas de Mortadelo y Filemón. Siempre hay vallas de tablones de madera, solares sin construir donde asoman árboles. Yo los recuerdo de mi barrio. De las ciudades enseguida te salías, estaba el campo. En los Mortadelos también aparecen a menudo tipos de pueblo con boina e incluso un burro. En mi colegio muchos venían del pueblo, sus padres eran los primeros que habían ido a vivir a la ciudad. De hecho, recuerdo que nos mandaron una redacción con el título «Mi pueblo» y yo, que no tenía pueblo, y lo sigo sin tener y así me va, tuve que copiarla de mi compañero de pupitre. Todos los demás sí tenían, era el lugar donde volvían los fines de semana y pasaban el verano. Si escarbabas una o dos generaciones era casi imposible no llegar al terruño, casi todo el mundo salía de ahí. Ahora tenemos media España vacía.
Dicho esto, yo detecto desde hace tiempo una operación de nostalgia creciente, que también he practicado pero que ya me cansa, un fenómeno que no se ha dado con ninguna generación anterior, que yo recuerde. No con quienes eran niños en los sesenta, ni en los cincuenta ni por supuesto en los cuarenta. Ellos no echan de menos el pasado. Pero los niños de los setenta no quieren perder sus juguetes. Conozco gente que guarda como tesoros hasta sus primeras caligrafías de Rubio. Es muy significativo lo que ha sucedido con la palabra «mítico». Ya se usa para calificar cualquier cosa del pasado, la que sea, porque su condición de mito deriva únicamente del hecho de pertenecer al pasado. Una marca (hay camisetas de Norit el borreguito), un helado (¡el mítico Colajet!), un personaje de una serie de dibujos animados (¡el mítico Amo del Calabozo!). Un pasado que se mitifica. Quizá porque tuvimos la primera infancia pop, con tele en color, y si añado que yo no tenía tele de pequeño vuelve a haber aspavientos.
El libro Yo fui a EGB es ya una tetralogía que ha vendido más de medio millón de ejemplares, tiene 1,2 millones de seguidores en Facebook y 115 000 en Twitter. Ponen fotos de juguetes, series, dibujos y todo lo que sea de aquella época. Epi y Blas, Espinete y Super Ratón, Sugus, cliks de Famobil y las ceras Manley. Luego tienes a la gente buscando en las redes sociales a sus compañeros de clase, exnovias y puede que incluso a familiares. Se produce un extraño híbrido de adultos tontorrones —en el mejor de los casos—, empeñados en no cambiar. Muchos se siguen vistiendo igual que cuando tenían veinte años.
Es una especie de Yugonostalgia ibérica, como en los países balcánicos y excomunistas, donde por cierto mis historias sí son reconocibles para mis coetáneos, e incluso son más modernas que algunas de las suyas. Quizá por eso en esos países hay algo extrañamente familiar. Lo nuestro en España sería parecido: aquel era un mundo más simple y el progreso resulta que luego no ha sido lo que era. Aquí no puedo evitar hablar también de política, y como ven sigo enredándome en pretenciosos análisis en todas las ramas del saber. Toda la plana mayor de Podemos es de mi quinta. Están en una horquilla de diez años, de Carolina Bescansa (1971) a Teresa Rodríguez (1981), y también Ada Colau (1974) o Xavier Domènech (1974). Solo se salen, y nunca mejor dicho porque de hecho les sacan, Juan Carlos Monedero (1963) e Íñigo Errejón (1983). El día que Pablo Iglesias (1978) cerró el pacto con Izquierda Unida y pensó que era el mejor día de su vida, que iba a ganar las elecciones, no citó a Gramsci, no, citó al Equipo A: «Me encanta que los planes salgan bien». Es un enganche sentimental para una generación, porque es una frase que seguramente no comprende bien quien tenga más de cincuenta años y menos de dieciocho, que no votan.
En esta frustración generacional, en fin, también puede haber algo de desengaño de que este no es el país maravilloso que nos prometieron de pequeños. Otra batallita: recuerdo bien la primera vez que me tocó votar. Era 1993, había cumplido dieciocho años en 1990, y ya entonces entre los jóvenes manejábamos esa idea de que el PP y el PSOE eran la misma mierda, en los tiempos del último González y el primer Aznar. Viene de entonces, no se crean. Tardó veinte años en articularse —el 15M es de 2011—, pero ya estaba ahí, lo sabíamos todos y lo ha convertido en base de un partido gente de mi edad. Cuando, francamente, ya no esperaba gran cosa de los de mi edad. No los esperaba levantado. Es un partido del que muchos se fían, creo yo, porque sintonizan con ellos en un estadio incluso anterior al de la ideología, por complicidad sentimental, como pudo pasar en su día con el PSOE. Felipe González fue presidente del Gobierno con cuarenta y un años.
Recuerdo que cuando trabajaba en la sección de sucesos la regla asumida para describir a alguien como «joven» era que tuviera menos de treinta años. También es verdad que calificabas de «anciano» a alguien de setenta y llamaba para quejarse. A todos nos parecía lógico aquello porque la mayoría teníamos menos de treinta (sí, ya sé, es increíble: trabajabas en un periódico con veintipico años). Sobra decir que cuando yo tuve treinta años me pareció un criterio pero que muy revisable. Pero asumí que se trataba de un claro efecto de distorsión del observador, y que debía de tener razón cuando era realmente joven. Que haría mejor en fiarme del que era yo cuando era joven, que era más de fiar. Pero no debió de ser algo generacional, y así estamos, con gente de cuarenta y pico que se cree joven cuando lo que es, en cambio, es infantiloide. Gente que se asombra de lo duro que es tener niños como si nunca se lo hubieran explicado en clase y eso no entrara en el examen. Que se deja una pasta en el Decathlon en disfrazarse de runner fosforito y de ahí se va directo a correr un maratón cuando no ha hecho deporte en su vida. Que no se informa, solo se entera de cosas, porque hace años que no lee un periódico. Que todavía juega con el móvil al Tetris, el mítico Tetris. Y se sigue haciendo pajas con Cindy Crawford, aunque es verdad que la tía es que está igual.
Luego te hace viejo de forma implacable un mocoso de cinco años que antes de ver la película ya sabe, sin que le suponga ninguna emoción especial, quién es el padre de Luke Skywalker, cosa que a nosotros nos llevó unos años descubrir y aún más comprender. Mensaje para aquellos de mi generación que creen que logran zafarse del destino adaptándose a toda velocidad a la última moda: desengáñense, nunca serán como ellos, nunca les verán igual, para ellos ya son ustedes unos vejestorios.
La paradoja es que es aún más dramático para los más jóvenes. Les obligan a ser jóvenes más tiempo: sin trabajo; y si lo tienen, sin contrato; y si lo tienen, muy precario; y sin hijos, aunque los quieran. Cerca de los treinta aún son becarios, y seguro que en la sección de sucesos «joven» es hasta los cuarenta, o más. Disculpen que al final hasta haga sociología barata. Al menos en esto soy un hombre de mi tiempo: hablo de todo sin tener ni idea. Ayuda que soy periodista, pero no me quiten también esto, que si no ya me quedo en nada.
La entrada De cómo me convertí en abuelo Cebolleta demasiado pronto para mi tierna edad aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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