Fotografía: Begoña Rivas
Isabel Villanueva (Pamplona, 1988) cogió su primera viola con nueve años y casi por casualidad; ahora es una de las violistas emergentes más importantes del panorama internacional y toca un instrumento construido por Enrico Catenar en 1670. Ha estudiado con algunos de los maestros más destacados del mundo y ha recibido premios y ganado concursos por toda Europa, desde Madrid hasta San Petersburgo, incluyendo el Prix Albert Lullin de Ginebra al instrumentista más destacado del año 2014. En 2015 recibió el reconocimiento institucional «Marca España» y en 2016 fue la nominada más joven de la historia al Premio Príncipe de Viana de la Cultura. Aún no ha cumplido los treinta y ya componen obras expresamente para ella; algo comprensible, entre otras razones, porque es capaz de llenar salas de conciertos, auditorios y hasta iglesias cristianas en Oriente Medio.
Ahora que nos enseñas la viola, cuéntanos cómo la mantienes.
La cuido como si fuera una persona. Hay que mantener la humedad tanto en invierno como en verano. En verano por el aire acondicionado y en invierno por las calefacciones. Usamos aparatitos como este [del interior de la viola extrae una especie de esponjita alargada]. Se le pone agua. Es una esponja recubierta de plástico alargado que se rellena con agua y se mete dentro para que se mantenga la humedad en el interior del instrumento.
Tú has dicho en alguna ocasión que la viola es un instrumento imperfecto. ¿Por qué?
Durante mucho tiempo, la viola no se consideraba con la importancia suficiente como para componer como solista, entre otras cosas por las dimensiones del instrumento, su forma arquitectónica no es proporcional. Hay muchas violas de distintos tipos, de tamaños diferentes; eso hace que el sonido sea distinto, más difícil de sacar técnicamente. Investigando un poco, nos damos cuenta de que no existe una viola de igual tamaño que otra, en longitud y en anchura. Eso no pasa con el chelo o el violín. El tamaño del violín o el chelo para un adulto es siempre estándar. No se fabrican chelos más pequeños para adultos. En viola sí que pasa y hace que se hagan como las personas: más altas, más bajas, más gruesas, más delgadas. Y, claro, también varían las distancias del instrumento. Y eso hace que tenga esa imperfección; esa complicación y, a la vez, esa magia, porque cada instrumento es único.
El timbre de cada ejemplar también será distinto, ¿no?
En mi opinión, es aún más mágico que el de un violín o un chelo. Cuando una viola distinta se une a una persona totalmente distinta y logran encontrar una voz, es increíble. También hay que decir que un instrumento muy antiguo, por ejemplo, una viola Stradivari, no significa que vaya a gustarle a cualquiera que la toque. Es un instrumento que ya tiene su personalidad. Tienes la afinidad o no, puedes encajar o no. No por tener un nombre famoso va a sonar bien; es fundamental la unión del intérprete y el instrumento.
¿Y el sonido de la viola también es imperfecto?
Es ambiguo, ni agudo ni grave; nostálgico, desgarrador. A veces es como un lamento, otras brilla por sí solo. Permite expresar las emociones. De hecho, desde hace tiempo tengo muy presente el momento actual de incertidumbre en el mundo, en muchos ámbitos, y con toda la velocidad de la vida, el caos que hay, la inseguridad social, global, cultural… Y todo eso nos afecta en el ámbito personal. ¿Qué es lo que hemos hecho mal? Creo que la viola tiene mucho que decir en todo esto porque esa voz desgarradora, rota, expresa las emociones de esta época y a la vez puede aportar nuevas ideas esperanzadoras. Prácticamente todos los compositores de hoy en día componen conciertos y obras para viola. Con lo cual estamos ahora mismo iniciando la edad dorada, me parece a mí. Es un momento muy humano, también.
Me pregunto si hay algún tipo de reivindicación ambiental, en la propia respiración del siglo XX, por sacar a flote al «secundario». Por recuperar ese instrumento imperfecto.
La viola es el antihéroe de la película. El héroe era el violín, el chelo o el piano. La viola es otro personaje que no se puede comparar con el violín, porque son distintas personalidades. Se han querido equiparar los instrumentos porque visualmente parecen similares, pero son totalmente distintos. La viola tiende más a lo grave, se parece más al chelo que al violín, tanto en la expresión y la manera de sacar el sonido como en la propia forma de tocar.
¿En la técnica también?
Sí, porque la forma requiere mucha profundidad, y más sensibilidad de los dedos, de construir el sonido. En el chelo y el violín, sobre todo en el violín, tú coges el arco y necesitas una gran técnica, evidentemente, pero no tienes que ahondar tanto para construir algo continuamente. Se proyecta naturalmente. Sin embargo, en la viola tienes que estar cada instante modificando el peso de tu cuerpo, sintiéndolo, es muy importante. El punto de apoyo, el contacto con el arco, la mano izquierda, la precisión, es mucho mayor que en el violín. Es más parecido al piano o al chelo. La viola es compleja, por eso digo que es un antihéroe.
Como Humphrey Bogart o Han Solo.
Hay muchos tipos de antihéroes; puede ser un antihéroe salvador, pero puede ser antihéroe derrotado. Y también está el antihéroe que es la parte oscura de la película; no es el malo, pero tampoco es el bueno.
Puestos a comparar con el cine, el timbre de la viola recordaría a la voz profunda de Lauren Bacall.
Podría pertenecer perfectamente a esa época de mujeres que empezaron reivindicar su papel en la sociedad. La personalidad de la viola podría ser como una autorreivindicación. Pero, a la vez, es un instrumento que puede ser dulcísimo y, en cuanto a expresión y colores, se puede camuflar en una flauta. Puede ser incluso un suspiro. En mi opinión, tiene más contraste y más rango, más paleta de colores que otros instrumentos de su familia.
¿Qué lleva a una niña de cinco años a tocar la viola? Porque, por lo que sé, no fue tu primer instrumento.
No, en realidad, a los cinco años empecé en la música con la guitarra porque mi padre, que había estudiado toda la carrera de guitarra, la tocaba en casa muy a menudo, y supongo que vio que yo le prestaba atención y empezó a enseñarme. Me dejé enseñar y empecé a aprender. Se me daba bien y participaba en concursos. A los ocho años gané un concurso internacional. Así que, a los nueve, quise entrar en el conservatorio profesional.
¿Por voluntad propia? ¿Con nueve años?
Sí, sí. Yo quería ser guitarrista. Quería aprender y ser cada vez mejor. Y ahí es cuando entró la viola en mi historia. En el conservatorio de Pamplona no había plaza libre de guitarra, así que, para no dejarme fuera, me ofrecieron elegir cualquier otro instrumento y, al cabo de un año, me pasarían otra vez a la guitarra. Hice una ronda de instrumentos, y entonces fue cuando descubrí la viola. A simple vista pensaba que era un violín, por lo tanto tenía en la imaginación que iba a sonar agudo, pero cuando el profesor tocó —porque cada profesor explicaba un poco el instrumento y después tocaba— descubrí ese sonido y apareció la magia. Además, el profesor había explicado lo que era la viola de una forma muy bonita, para que los niños lo entendiéramos.
¿Cómo lo explicaba?
Dijo que la viola era la madre de todos los instrumentos de cuerda, que sin ella no existirían los instrumentos de cuerda. Pero luego, cuando cogió la viola y tocó, que además eligió una de las cuerdas graves, me dije: «¿Qué instrumento es este?». No tenía ni idea de que iba a sonar así, ni idea, pero supe que quería tocar la viola. Llegué a casa convencida de que quería tocar la viola. Ni siquiera había escuchado ese nombre hasta entonces, y hasta me parecía exótico.
Mis comienzos fueron con un violín de adulto con cuerdas de viola.
¿Un violín de adulto?
Eso es. Hice los dos instrumentos hasta los catorce años; después ya me dejé llevar por la viola. De hecho, a los doce años ya tenía clarísimo que quería ser violista. Empecé el grado superior a los dieciséis, dos años antes de lo habitual. No sé si fue el destino o la casualidad, primero, de querer entrar en el conservatorio, y luego de tener que elegir un instrumento.
O sea, que tocar no era una obligación.
Algunas veces, en los primeros años estás estudiando un rato y luego se te olvida o estás pensando en otra cosa y quieres ir a jugar. Eso es normal. Siempre hay esa cosa de niño: te llaman tus amigos y quieres ir a jugar, y están ahí tus padres, a los que les debo todo, que te dicen: «Isabel, hoy tienes que estudiar una hora». Porque, si eso no te lo dicen, es muy fácil que un niño se despiste.
Pero no lo vivías como un sacrificio.
No, claro. Si hubiera sido un sacrifico, lo habría dejado pronto.
Y tampoco un juego.
Yo lo veía como algo profesional; no era un juego. Era una niña responsable y mentalizada con cosas serias, por así decirlo. A los diez años hacía más actividades: gimnasia artística, y otros deportes, seguía con la guitarra… De hecho, la viola y la guitarra eran otras actividades más, pero de alguna forma la música siempre tenía que estar. Luego, poco a poco, fui descubriendo esa parte en la que entiendes que tocar un instrumento no es solo sacar sonido. Es cuando dejas de pensar en las cosas puramente técnicas y te adentras en otro mundo, que es el que de verdad importa.
Tu primer contacto con el público es a los catorce años, cuando debutas como solista en el auditorio Príncipe Felipe de Oviedo con la Joven Orquesta de Asturias.
Ese momento fue muy decisivo para mí. Era la primera vez que me presentaba en un escenario delante de una orquesta. Toqué el Concierto para viola de Händel y tengo el recuerdo de una sensación que me hizo realmente darme cuenta de que eso es lo que yo quería hacer en mi vida. Me sentía como flotando; toda la orquesta acompañándome y yo tocando. Entonces sí era el héroe de la película.
¿Habías tocado antes como miembro de la orquesta? ¿Como parte de la cuerda de violas?
Yo había tocado por primera vez a los trece años. El Réquiem de Mozart con la orquesta del conservatorio. Pero no había tocado nunca como solista, que es totalmente distinto; toda la orquesta está acompañando expresamente tu interpretación y además estás haciendo música de cámara, interactúas con ellos. Eso me parece extraordinario, aunque también hay que tener la personalidad para hacerlo, no todo el mundo se atreve. No es fácil, y tienes que adaptar la forma de tocar. No es lo mismo tocar dentro que fuera de una orquesta, con un solo o acompañada de un piano. Por eso es más demandante tocar como solista. También es muy riguroso y cansado tocar dentro de una orquesta, pero tocar como solista es quedar expuesto al límite. Lo das todo y lo arriesgas todo.
Después de aquello, ¿has vuelto a tocar dentro de una cuerda en una orquesta?
Cuando he sido alumna en los conservatorios, porque es obligatorio.
¿Y te sentías segunda voz? ¿Tenías la sensación de que aquello no era para ti?
Me siento más yo cuando me expreso libremente. También hay que decir que tocar en una orquesta es una profesión muy difícil, porque hay que tener unas cualidades muy específicas: tienes que acoplarte muy bien a un grupo, tienes que ser capaz de unificar el sonido, hacer lo que el director pide, ser muy precisa. Tienes que ser un engranaje perfecto. Cuando tocas de solista puedes ser un caballo desbocado con diez mil centímetros cúbicos aunque también muy preciso y cuidar todos los detalles. Tienes que tener pasión, carisma y virtuosismo técnico, pero también algo que decir dentro de tu corazón. Algo muy profundo. Eso es para mí lo más importante. No es la velocidad ni la técnica que utilices, si tienes dentro algo realmente especial, es único. Es lo que hoy en día no hay, y sobre todo está desapareciendo mucho con la globalización y con las redes sociales. Con internet.
¿Por qué?
Porque tenemos acceso a todo y a nada. No tenemos fácilmente un espacio, no nos paramos a pensar, ni nos retiramos, ni mantenemos un margen con lo que es el mundo de internet y el mundo real. Pero eso pasa a todos los niveles, no solamente a los músicos. Vivimos en el mundo de internet a la vez que en el mundo real.
Los músicos de hace cincuenta años no tenían nada de esto. Bernstein, Menuhin, Rostropóvich dedicaban el tiempo a estar en la naturaleza, con sus amigos, hablando, investigando, haciendo nada. Hoy en día, si hacemos eso, es casi «el momento del año». Y realmente deberíamos ser capaces de cortar con el mundo virtual y ahondar más en el mundo humano.
¿Levantar el pie del acelerador?
Sería ideal, pero creo que eso no es tan fácil, con todo lo que está pasando. Pero, al menos, saber discernir. Tenemos demasiada información, demasiados estímulos digitales, y todo eso llegará a un límite que, de hecho, creo que ya está pasando.
Un creador, un pintor o un compositor, puede tomarse mucho tiempo para generar esa expresión. En cambio, los intérpretes tenéis un cronómetro, ¿no?
Claro, nosotros tenemos el presente. Tenemos media hora para tocar por ejemplo la sonata de Shostakóvich y es la media hora que tenemos para expresarnos. Y pasa en un parpadeo. Hay deportistas que tienen tres oportunidades; tres saltos o tres lanzamientos. Nosotros no.
Y para eso es necesario el trabajo. Además, al contrario de lo que casi todos creen, cuanto más talento, más tienes que trabajar, porque el listón de tu máximo nivel está mucho más alto.
¿En esta etapa de Oviedo es cuando estudias con Igor Sulyga?
Sí, desde los once hasta los dieciocho años.
¿Tienes constancia de estar ante un maestro o solo haces lo que te pide y ya está?
Era una niña cuando empecé con él, y ya solamente el simple hecho de que mi profesor fuera ruso me predisponía y me ilusionaba mucho. Yo viví ese periodo y luego necesité estudiar con maestros distintos. Empecé a viajar, estuve en Londres estudiando en el Royal College of Music con Lawrence Power; estuve varios años en la Academia Chigiana de Siena de Italia con Yuri Bashmet, y finalicé mis estudios en la Haute École de Musique de Ginebra, con Nobuko Imai. Todos ellos son máximos representantes de mi instrumento. Muy diferentes artistas de los que he aprendido mucho, tanto a nivel artístico como humano.
A los dieciocho años apareces en las pantallas de todo el país.
A raíz de ganar el Certamen Intercentros, que es un concurso para todos los instrumentos que se cursan en grado superior en todos los conservatorios de España, toqué una de las obras más importantes escritas para mi instrumento: el Concierto para viola de Béla Bartók; fue con la Orquesta Sinfónica de RTVE. Bartók dedicó ese concierto a William Primrose, otro de los grandes solistas de la viola. Tanto él como Lionel Tertis fueron los primeros en recolocar la viola como instrumento solista. Estamos hablando de principios del siglo XX. Durante mucho tiempo la viola no se consideró como instrumento solista, como sí pasó con el violín, el violonchelo o el piano. Y sin solistas no se hace historia, no se asienta el instrumento.
Este concierto además coincidió que fue el día que murió Rostropóvich. El 27 de abril de 2007, y me acordaré siempre. Hubo un momento en el ensayo general que se paró la orquesta y dijeron: «Vamos a guardar un minuto de silencio porque ha muerto Rostropóvich».
¿El concierto fue el mismo día?
Sí, el mismo día. Yo estaba formándome aún con mi profesor, que conocía personalmente a Rostropóvich. Hablé por teléfono con él y me dijo: «Unos acaban su carrera y otros la empiezan». Esa frase me quedó grabada. Porque realmente este evento fue el comienzo de mi actividad profesional de concertista.
Entonces es cuando te conviertes, como tú misma dices, en freelance de la música clásica.
Sí, no sé si decir freelance o decir solista, concertista, pero con freelance se entiende muy bien que no estoy atada a nada.
¿Cómo es la vida cotidiana de una violista freelance?
Por decirlo de forma simple y rápida, mi vida no es fácil y creo que está fuera de lo normal. A la viola, a la música le dedico todos los días, toda mi vida. Paso la mayor parte del tiempo estudiando, viajando, tocando conciertos, organizando proyectos futuros, atendiendo cosas extramusicales pero imprescindibles… hasta que al final llega un momento en el día que me digo, por ejemplo: «Ahora me voy a tomar dos horas libres». Porque, si no, podría realmente estar día y noche dedicada a ello, así que debo tener un momento al día para decir: «Isabel, basta», e irme de cañas.
Por otro lado, soy solista, pero un freelance de clásico puede serlo de muchas formas: dentro de una orquesta, que estás coordinando o haciendo conciertos varios, por ejemplo. Ahora bien, un solista y viola es como ser la aguja en el pajar. Tienes que construir tu propio camino totalmente de cero. Y para construir ese camino se necesita una enorme pasión e ilusión. Sin eso no podría estar haciendo lo que hago.
Sí, leí que decías: «Si luchas por algo grande, necesitas fuerza y pasión». Pero también se necesita mucho trabajo, ¿no?
Muchísimo. Eso es lo primero y lo último. La vida de un músico, de un artista, da muchas vueltas. Por eso siempre debes tener un objetivo claro, porque luego en el camino te vas a encontrar muchas decepciones, muchos altibajos, muchas complicaciones. De alguna manera, los músicos somos como deportistas de élite, incluso en el plano físico: tenemos una vida de viajes, de estar en un escenario un día aquí y otro allí, con la adrenalina a tope. Cuando eres solista, en cada concierto tienes que estar delante de una orquesta en el mejor estado físico y psicológico para poder estar al cien por cien. Es un desgaste importante. Además, luego tienes que organizarte muy bien. El plan del día a menudo consiste en: viajas, llegas por la tarde, tienes que descansar, comer, estudiar un poco, concierto, te levantas pronto al día siguiente y cambias de ciudad. Además muchas veces tienes que preparar programas distintos. Depende de lo que toques es bastante frecuente que en un concierto no coincidan piezas de la misma época.
No se toca igual un compositor del XVIII como Franz Anton Hoffmeister que a Béla Bartók, que es del siglo XX.
Efectivamente, y no te preparas de la misma manera, ni técnica, ni estilística, ni emocionalmente. Detrás de cada autor y cada obra hay una historia, una época y unas características únicas que hacen que esa obra de ese autor en concreto sea única. Hoffmeister y Bartók escribieron ambos conciertos para viola en siglos diferentes y el resultado es totalmente diferente, además del uso de la viola. Solo esto ya daría para una entrevista entera. Por ejemplo, esta temporada en el mes de marzo tuve cinco o seis conciertos con programas completamente distintos y en un intervalo de menos de una semana. Tengo que estar continuamente al límite. Pero es que, aparte de la condición física, tenemos que estar en buena condición psicológica. Esta parte es muy importante. Hay que tener inteligencia emocional o inteligencia artística diría yo, para saber medirte y saber en qué momentos quieres dar más o dar menos y también sentir al público y la sala.
Se suele pensar que los artistas son personas alocadas porque es cierto que no tenemos una vida corriente y, por tanto, no podemos ser personas totalmente corrientes, pero detrás tenemos que tener una inteligencia y una disciplina completamente dedicadas.
Hay obras que generan un desgaste emocional casi intolerable, por la propia pieza, pero también por el momento o el lugar donde se compusieron, por lo que significan. ¿Recuerdas alguna obra especialmente exigente o significativa a ese respecto?
En el repertorio de viola hay muchas, quizá por su enigma y particular personalidad. Ahora mismo me viene en mente el Concierto para viola de Alfred Schnittke, que lo escribió para el solista Yuri Bashmet y pocos días después de componerlo tuvo un ataque al corazón. Él mismo cuenta que compuso ese concierto tan intensamente que le provocó un shock. Realmente es un concierto extraordinario, uno de los grandes conciertos de la segunda mitad del siglo XX para viola y orquesta. Otra obra, por ejemplo, es la Sonata para viola y piano de Shostakóvich, que es la última obra que escribió, ya en 1975, y la compuso desde el hospital, sabiendo que se iba a morir. Se la dedicó a un amigo suyo, el violista Fyodor Druzhinin, que precisamente fue el profesor de mi primer profesor, Igor Sulyga. Curiosamente, Druzhinin estrenó la sonata en septiembre de ese mismo 1975 con un gran pianista, Mikhail Muntian, con quien he tenido el honor de tocar esta misma obra en tres ocasiones. Esta sonata es como si fuera el testamento vital de Shostakóvich. Durante mucho tiempo ha sido mi obra preferida de viola. Quizá porque la estudié en profundidad durante mucho tiempo y, además, pude hacerlo con mi profesor, que la conocía de primera mano. Después la trabajé con Yuri Bashmet, que también fue uno de mis maestros. Shostakóvich y tantos otros compositores soviéticos tenían que expresarse a través de su música para reivindicar en la sociedad en la que vivían, y a veces hasta les prohibían que su música sonase o incluso que compusieran en un cierto tipo de estilo.
Si el camino de la viola solista es tan duro, ¿cómo hay que hacer para sacarlo adelante?
Tienes que salirte de los márgenes, tienes que romper moldes, tienes que arriesgar. Sin riesgo no hay gloria. Y más siendo viola, siendo española y siendo mujer. Aunque parezca que este tema ha transcendido y pasado a la normalidad dentro de la sociedad, siento que no es así.
Para construir este camino casi pionero has superado muchos obstáculos, pero también habrás tenido unas cuantas experiencias divertidas o gratificantes.
La inmensa mayoría son gratificantes, y divertidas me han pasado muchas, algunas extraordinarias. La que me viene a la cabeza ocurrió cuando participé en un concurso de viola en Moscú. Fue el último concurso internacional de viola al que me he presentado.
¿Cuándo fue?
En 2013. Yo ya había estado en San Petersburgo, pero cuando llegué a Moscú estábamos a dieciocho grados bajo cero. Me había preparado para ese concurso durante meses, incluso a años vista. Había cuatro fases y tenía que tocar unas obras concretas en cada fase, y yo tenía mi vestimenta pensada para cada una de ellas, mi forma de salir al escenario premeditada para cada fase. Cuando llegué al aeropuerto de Moscú habían perdido mi maleta, y tenía la primera prueba al día siguiente. Me fui sin maleta y además no tenía ningún teléfono, nadie a quien llamar. Me metí en un piso donde había alquilado una habitación con mi viola, el abrigo, unas botas de montaña, un vaquero, una camiseta negra rota y unos calcetines, y me puse a repasar el programa. Ni pijama, ni cepillo de dientes, ni ropa, ni vestidos, nada. Y fuera con nieve hasta las rodillas. Estaba hecha polvo psicológicamente, pensando que todo me iba a salir mal.
Al día siguiente era el sorteo del orden de los participantes y me tocó el décimo lugar. Eso quería decir que sería una de las primeras. Me acerqué a un miembro del jurado y le conté lo sucedido. Dormí con el vaquero y al día siguiente salí al escenario con el vaquero. Además era una ronda pública, como un concierto, en la sala Rajmáninov del conservatorio de Moscú, con todo el jurado en el balcón. Todo el mundo iba con sus trajes de gala y yo aparecí con el vaquero, la camiseta negra rota y calcetines, sin las botas. Me pareció feo salir con botas de montaña a tocar sola Bach y Stravinski. Cuando salí al escenario, antes de tocar, conté al público y al jurado lo que me había pasado, para que no pensasen que era algún tipo de falta de respeto. Hubo un momento de aplausos y ya me sentí mejor y pude comenzar.
Después de dos días, una amiga de San Petersburgo llamó al aeropuerto y dijeron que la maleta se había quedado en Fráncfort por culpa del temporal de nieve. Llegó dos días más tarde, cuando yo ya había pasado a la segunda ronda y me tocaba competir al día siguiente. Tuve que volver al aeropuerto. Dos horas casi de ida y otras dos de vuelta que, además, tenía que estar aprovechando para estudiar, pero no; la vida se vuelve muy complicada a veces cuando no tienes otro medio para poder conseguir lo que quieres.
Al día siguiente mi ronda era por la tarde, así que por la mañana decidí destensarme un poco e ir a la peluquería. [Risas] A hacerme algo porque me quería morir. La segunda ronda era a dúo con piano, y también a dúo con un violinista al que no conocías, para ver cómo tocabas con alguien con quien no habías ensayado. Ahí ya salí de la peluquería, con el vestido que tenía planeado. Todo el mundo se quedó maravillado del cambio, y el jurado también. Aunque parezca una anécdota, vivir aquella experiencia fue muy duro, sobre todo en esas condiciones de temperatura, de desconocimiento y de necesidad de adaptación continuas. Es una de las tantas experiencias en mi vida que me ha hecho crecer. Para resumir el final del concurso, después hubo una última ronda en la que se tocaba con orquesta dos conciertos en el mismo día, teníamos que estar literalmente encerrados en un edificio todo el día completo, entre ensayos y las dos pruebas, hasta altas horas de la noche, cuando el jurado ya deliberó y por fin pudieron saberse los resultados de los cinco finalistas. Quedé en cuarto lugar.
También recuerdo otra anécdota que me pasó cuando fui a Irán ese mismo año 2013 a dar un par de conciertos. Allí debía tener un permiso político para confirmar que yo no era una terrorista ni encajaba en el perfil de terrorista. Aunque fuese músico, da igual. Y ese permiso tenía que haber llegado con meses de antelación. El caso es que yo iba a tocar con una guitarrista iraní, y el día antes el concierto me dijo: «Isabel, te tengo que decir una cosa: no hemos conseguido el permiso para ti». No podía creerlo y, a la vez, sabía que no podría tocar, porque si lo haces te puedes arriesgar a que realmente te detengan. Se me vino el mundo abajo. Y cancelamos el concierto porque no quería arriesgarme. Después de dos días e innumerables contactos con políticos persas que quisieron ayudar, conseguimos el permiso, así que pospusimos el concierto para los dos días siguientes consecutivos. Los conciertos fueron un gran éxito, se vendieron todas las entradas y salió en el periódico lo que me había pasado con el permiso. Había mucha expectación. Era la primera vez que un solista de viola internacional tocaba en Irán. Los conciertos fueron en el Roudaki Hall de Teherán, la sala principal del país. Al final hubo mucho movimiento y cariño. La vivencia de esos días en Irán fue una de las mejores experiencias que he tenido como músico y como persona.
Con este ritmo de viajes y conciertos por todo el mundo, ¿tienes el tiempo o el apego suficiente para vivir en un sitio concreto?
De momento tengo base en Ginebra y Barcelona, dependiendo de los proyectos que tenga. Es posible que dentro de poco esté viviendo en una nueva ciudad, aunque tampoco tengo muchos días libres para pasar. Una persona en mi situación puede vivir en cualquier ciudad. Pero tengo la teoría de que hay que sentirse bien y estar a gusto allí donde estés.
En España has ganado varios concursos y te han dado varios premios, eres imagen de la iniciativa «Hechos de talento» y también tienes el reconocimiento Marca España. Aun así, ¿notas diferencia en el trato que se da a la música clásica respecto a otros lugares?
Todo lo que estoy consiguiendo es fruto de muchos años de trabajo y perseverancia. Tampoco sé si en otro país habría sido distinto; lo que sé es que en España tenemos una forma de ser en la que, de algún modo y lamentablemente, cuesta en general apoyar a las personas que sobresalgan y, sobre todo, cuesta mucho apoyar la cultura en general y, por la parte que me toca, a la música clásica escénica y la educación musical en particular.
¿Y la recepción del público es también distinta aquí que en otros países?
Cada país tiene un público diferente. En marzo, por ejemplo, estuve en Beirut, donde estrené un concierto para viola del compositor Houtaf Khoury con la Orquesta Filarmónica del Líbano.
Si no me equivoco, es una obra escrita expresamente para ti, ¿verdad?
Sí, su Concierto para viola y orquesta n.º 3. Además tiene un título bastante significativo: Perdido en este mundo (Lost to this World). El público está muy involucrado. Y es cierto que en los países de Oriente Medio donde he estado he notado esto claramente. La sociedad de estos lugares tiene hambre de música, de cultura, de nuevas corrientes, y son muy hospitalarios. Yo tenía una percepción del país y de la gente totalmente equivocada, que es la que percibía por los medios de comunicación. Me parece extraordinario que existan países como Irán o Líbano que, de alguna forma, están aún vírgenes del consumismo de música de este tipo. Ellos están deseando escuchar conciertos nuevos, ver a gente que viene de otros países a tocar; están descubriendo y degustando muchas cosas por primera vez. Y esa ilusión se transmite continuamente. Los conciertos están siempre llenos. La sala donde toqué estaba hasta arriba.
¿El público está más desgastado en Europa?
Aquí hay una cosa que quizá allá no hay tanto, o al menos no ha arraigado todavía: un cierto elitismo respecto a la música clásica. Respecto a los conciertos, por ejemplo; en el mundo occidental hay muchas veces elitismo sobre cómo ir a un concierto, con quién ir, qué hacer. Y, claro, eso deja fuera a mucha gente, gente que dice: «Como yo no entiendo de música, no voy a conciertos». ¡Pero es que no tienes que entender nada! Es música, como si fueras a escuchar un concierto de pop, pero sencillamente es otro estilo. Vas a ver unos músicos que hacen cosas distintas, se van a vestir distinto y van a hacer un papel distinto, pero sucede igual cuando vas a un museo y ves cuadros de Rothko, de Picasso, de Degas, de Monet o de Rafael; tienes una variedad inmensa. No es que exista la música de hoy y la música clásica. Es que la música es la música.
Cuando vivía Mozart, su música era la música moderna de esa época, y la de Bach en la suya, y la de Vivaldi en la suya. Era el rock de esa época. Eran los Beatles. En Europa, la gente en general piensa que tienen que saber mucho, por ejemplo, de ópera. Y hay un público de ópera bastante entendido y bastante completo. O de conciertos sinfónicos, o de voz. Pero son públicos concretos. Yo creo que se debería de difundir más la idea de que no es necesario entender de música para disfrutarla. Incluso dentro de la música clásica, barroca, romántica o contemporánea, no es necesario ser un entendido. Se puede conocer o ir conociendo algunos aspectos, igual que cuando uno va a ver un museo se interesa por el contexto y lo que hay detrás de un cuadro. De hecho, quizá es mejor que no entiendas mucho, porque así vas a ser capaz de recibir las impresiones de primera mano, las emociones que te causa, todo. Directamente, sin el filtro de pensar en la técnica, en lo que el intérprete está haciendo, en cómo está tocando. Al final, cualquier música se resume en si te gusta o no te gusta. Es bastante simple. Todos tenemos el instinto de sentir si algo que escuchamos es noble, nos gusta, es coherente, es bello y nos transmite. Transmitir lo que muchas veces no puede expresarse con palabras. Ese es el fin de la música.
¿Crees que ese elitismo viene desde los propios conservatorios?
Sí, puede venir también de la educación en los conservatorios. Incluso desde la educación en el colegio, porque, al fin y al cabo, primero somos personas y luego somos músicos, no es al contrario.
¿El elitismo se puede convertir en una cámara de eco? ¿En saber mucho de música pero casi nada de todo lo demás?
Yo creo que, si eres un artista, tienes que ser una persona con curiosidad por lo que está pasando en el mundo, en el arte, en la cultura. Hay que ser humanista y saber al menos un poco de historia, vivir experiencias humanas, entre otras muchas cosas, porque si no, no puedes, por ejemplo, tocar a Brahms. Hay que vivir todo y hay que informarse de todo cuanto sea posible que esté relacionado con la música que se va a interpretar.
Sueles decir que uno de tus objetivos es dar a conocer la viola a todo el público. ¿El repertorio de viola sigue siendo tan desconocido?
Sí que lo es. Incluso para el público más entendido. Los mismos programadores dicen a veces: «En la viola no tenéis casi repertorio, solo el Walton y el Bartók». Tenemos repertorio de sobra. Es más, ojalá que el concierto de Walton y el de Bartók fueran muy conocidos y la gente dijera: «Ah, pues yo quiero escuchar el Concierto para viola de Walton» como se dice: «Voy a escuchar el Concierto para violín de Chaikovski». Si la gente lo conociese podría decirlo, porque es un concierto muy bueno, pero distinto de los que la gente está acostumbrada a escuchar. Pero no pasa. Hay otras muchas piezas para viola que directamente ni se tocan, y los programadores no son conscientes de que existen. Si se llegaran a tocar diez conciertos para viola importantes, si llegaran a rodar, si se llegaran a hacer populares…
El concierto de William Walton me parece muy asequible para el público general, y eso que es del siglo XX.
Sí, muy asequible. De hecho, Walton componía música para el cine, también. Este concierto tiene una historia dramática y bonita. Él le dedicó el concierto a una amante que le duplicaba la edad. Se llamaba Christabel [Christabel McLaren] y era una mujer de la nobleza inglesa, pero su amor era imposible. La BBC había encargado a Walton esa pieza, así que descargó en ella todas sus emociones y toda su intensidad. Y se lo dedicó a su amante. Tienes desde un enorme lirismo, como si fuera música para voz, ritmos de jazz, hasta un drama de película. Es un concierto muy completo y también muy virtuosístico.
¿Cómo es la vida cotidiana de un violista? ¿Con quién te relacionas? ¿Solo te juntas con violistas?
De hecho, no me junto con violistas. [Risas] Tampoco escucho demasiada música clásica en casa. Estoy todo el día dedicada a ella, así que tampoco es lo que más me apetece cuando desconecto. Tengo muchos colegas del mundo de la música, claro, pero también tengo amigos cercanos de otras disciplinas. Me parece muy enriquecedor, porque no se puede dejar de aprender y, además, tienes que estar abierta a todo lo que está pasando en el mundo. Me interesa mucho la comunicación, la pintura, el deporte y la naturaleza. Y también me gustan otras músicas como el pop, el rock, el flamenco o hasta la música tecno. Me gustan los iconos pop, me gustan las personalidades de artistas concretos. La historia que tienen detrás.
¿Te gustaría ser un icono pop?
Igual es osado decirlo, pero sí, me gustaría ser un icono de la música clásica.
¿Más como Warhol que como los Beatles?
Sería un icono nuevo, adaptado al mundo de la música clásica y al general [Risas].
¿Que te reconociese la gente que no está en el circuito de la música?
Claro, porque eso significaría que yo habría cumplido ese objetivo que citabas antes, que es dar a conocer la viola a cuanta más gente, mejor. No solamente por cantidad, sino por calidad. Que fueran capaces de saber que la viola suena así, tener la curiosidad de ir a un concierto, que les gustase y se aficionasen. Eso me ha pasado. Cuando toqué el Walton aquí en Madrid vino gente que me sigue en el resto de ciudades pero que nunca me habían visto en directo, y se morían por verme. De Elche, de Sevilla. Ese día, el camerino y varios metros posteriores estaban realmente llenos de público que quería saludarme. Eso en clásica no es tan fácil que pase; y aún más con violistas. Es muy bonito ver a gente que no se dedica a la música ni sabe de música pero sigue tu trayectoria y la música que haces tú.
Has tocado música de todos los periodos; barroco, clásico, romántico, contemporáneo… ¿Has tocado alguna pieza de las más extremas dentro de la música contemporánea? ¿Algo de Stockhausen o de Xenakis?
Yo participé en un proyecto de Iannis Xenakis en el Auditorio Nacional de Madrid. Fue en el 2009. Se nos invitó a muchísimos músicos, muchos más que una orquesta y, claro, no estábamos en la disposición convencional sino que estábamos esparcidos por el público. Además de nuestros instrumentos, tocábamos instrumentos de percusión y silbatos. El director era Arturo Tamayo, y estaba en medio de la sala y de toda la masa humana. Había cuatro pantallas en cada lado para que los músicos pudieran verle, con el público sentado entre todos nosotros. Fue una experiencia bestial. Como público supongo que también, pero como músico yo nunca había hecho nada parecido y no lo he vuelto a repetir.
¿Tocabas la misma viola que ahora?
No, una distinta. He pasado por muchas violas.
Lo decía porque es curioso pensar en un artefacto de hace tres siglos generando un sonido absolutamente impensable para el lutier que lo construyó.
Pues sí, es verdad. En la época de Bach se construyeron instrumentos, y la música de Shostakóvich, más de tres siglos después, se toca con esos mismos instrumentos. Eso demuestra que el arte no tiene fecha, no tiene tiempo. Puedes tocar cualquier música con cualquier instrumento de cualquier época.
Como violista, habrás tocado a Paul Hindemith.
Sí, claro, es imprescindible en la viola. Opino que se debería tocar más. Tiene muchísimas obras para viola en todos los formatos y realmente exprime todas las cualidades de la viola. Él mismo era violista, además de compositor de referencia del siglo XX.
La pregunta viene porque la expresividad de Brahms o del mismo Walton es más reproducible, más literalmente comprensible, pero ¿cómo se transmite esa expresividad en piezas como las de Hindemith?
Cada época tiene su estilo y su expresividad. Hay expresividad en cualquier estilo, barroco, romántico, posromántico, expresionista, contemporáneo… He visto a gente que no conocía la música de Hindemith, la ha escuchado y ha dicho: «¡A mí esto me encanta!». Por ejemplo el pintor Paul Klee y el compositor Paul Hindemith, que eran de la misma generación, podrían ser ejemplos ambos de la misma línea artística.
¿Cómo se expresan en música cosas tan difíciles de representar incluso pictóricamente? ¿Cómo se expresa, por ejemplo, la ironía o el sarcasmo cuando tu herramienta es un instrumento de música?
Shostakóvich tiene mucho que decir en eso. Las cosas más intensas y más profundas se expresan más intensamente en el piano que en el forte. En todos los extremos: el amor, el odio, la vida, la muerte. Cuando susurras al oído, e incluso sin música, solamente con un silencio, se puede tener mucha más intensidad que con un grito.
La entrada Isabel Villanueva: «Al contrario de lo que casi todos creen, cuanto más talento, más tienes que trabajar» aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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