Caleb Swanigan en un partido contra Iowa State, 2017. Foto: Trevor Mahlmann (CC).
With the 26th pick in the 2017 NBA draft, the Portland Trail Blazers select Caleb Swanigan, from Purdue University.
Cuando en julio de 2015 LaMarcus Aldridge abandonó la ciudad más poblada de Oregón para unirse al imperecedero proyecto de Gregg Popovich en San Antonio, la nube negra de la reconstrucción se cernió sobre Portland. Lo más lógico era pensar que los Trail Blazers, al quedarse sin su líder y mejor jugador, perderían el cartel de equipo ganador. En ese ambiente de pesimismo y resignación, Damian Lillard se erigió como jugador franquicia, tomó los mandos ayudado por un C. J. McCollum del que pocos se esperaban tanto y tan pronto y llevó a su equipo hasta las semifinales de la Conferencia Oeste.
Pero esta historia no trata ni sobre Lillard, ni sobre McCollum ni sobre el contrato de Meyers Leonard. El protagonista, de momento, es solo un candidato más a experimentar una de esas evoluciones que tanto bien hacen a las franquicias incapaces de atraer a grandes agentes libres, a las franquicias que esperan en silencio por lustros hasta que se les presenta una —y muy posiblemente solo una— oportunidad de asaltar unas finales.
Caleb Swanigan es hijo biológico de un padre cocainómano y una madre incapaz de cubrir sola las necesidades más básicas de sus seis vástagos.
Atendiendo a la primera definición que la RAE atribuye a «infancia», «periodo de la vida humana desde el nacimiento hasta la pubertad», podríamos incluir perfectamente a Swanigan en un «conjunto de los niños» global, que es, curiosamente, el segundo significado que la RAE atribuye a la misma palabra. Pero la realidad, desgraciadamente lejana a una semántica utópica, es que Caleb nació y se crio envuelto en un cúmulo de desgracias. De hecho, todo comenzó cuando él era aún un bebé y su padre, Carl Swanigan, vivía lejos de casa, entre drogas, robos, disparos, cárceles y asesinatos. Una noche, Caleb se precipitó accidentalmente de los brazos de su madre. Le salió un moratón en la cara. La mujer, acostumbrada a que su marido la maltratase, temió la reacción de Carl y decidió meterse con todos sus hijos en un autobús que los llevaría hasta Utah.
El traslado a Salt Lake City, no inesperadamente, resultó ser totalmente ineficaz. En los siguientes años todos los hermanos de Caleb dejaron el instituto y tres de ellos se enfrentaron a cargos penales por robo armado, hurto y agresiones. La madre de los Swanigan no llegó a encontrar trabajo fijo en Salt Lake City, por lo que la familia se vio obligada a rebotar entre Indianápolis y Utah durante toda la «infancia» de Caleb. La constante inestabilidad los llevó a pasar por etapas sin techo ni sustento propios. Durante meses buscaron cobijo en casas de acogida. Y, simplemente a través de un proceso de observación reiterada, Caleb estaba ya capacitado para grabar un videotutorial para consumidores de heroína novatos.
Solo tenías que andar por allí para verlo. Justo en tus narices. Era lo normal, supongo. Simplemente te acostumbras.
Por supuesto, en esta situación de insuficiencia extrema, el pequeño Biggie —así lo apodó una tía suya que solía cantar «Biggie, Biggie, Biggie, can't you see?», el estribillo de Pamela Long en «Hypnotize» de The Notorious B.I.G.— tenía que contentarse con comer lo que su madre podía permitirse y lo que las casas de acogida le ofrecían. Su dieta se basaba en los helados en formato sándwich y los burritos que se vendían a un dólar en las gasolineras.
Carl Swanigan, padre de Caleb, murió a los cincuenta años debido a complicaciones de la diabetes que sufría. Pesaba alrededor de 225 kilos y se había visto afectado por la adicción al crack y a la cocaína. Caleb tenía dieciséis años en ese momento; la genética era la mayor herencia, claramente por delante de la influencia que su padre biológico había ejercido sobre él: el progenitor podía pasarse meses alejado de su familia, volver repentinamente y, al día siguiente, marcharse de nuevo.
Biggie llevaba engordando toda su vida sin poder hacer nada por evitarlo: la escasez de opciones de calidad y las leyes de Mendel jugaban en su contra. A los trece años medía 1,88 metros y pesaba 180 kilos. Y los problemas de salud que ya sufría su padre no hacían más que alimentar la incertidumbre que rodeaba su futuro.
A esas alturas, Caleb estaba a punto de acompañar a su madre en otra mudanza más. Esta vez tocaba Houston. Pero Carl Swanigan Jr., su hermano mayor, no estaba por la labor de verlo echarse a perder irremediablemente. Algo debía cambiar.
Carl Jr. sabía que Caleb quería llegar a ser jugador profesional de baloncesto, pero era también consciente de que sería necesaria una gran transformación. Los cimientos existían: su hermano tenía talento, aquello se le daba especialmente bien, dominaba los movimientos. Pero de poco le valía cuando apenas podía moverse.
Esta visión no era solo la de un protector; era también la visión de un joven que había perdido tontamente su oportunidad de jugar para la Universidad de Ole Miss. Carl Jr. quería a su hermano, lo apreciaba y se oponía a verlo caer en los mismos errores que él había cometido.
Por eso decidió pedir ayuda a Roosevelt Barnes, un prestigioso agente deportivo que años antes había sido su entrenador en Fort Wayne. Barnes, antiguo alumno de Purdue y exjugador de la NFL, no dudó en adoptar a Caleb Swanigan siempre que se cumpliera una condición: lo educaría y lo criaría como si de su propio hijo biológico se tratase.
En ese momento, Biggie, que ya había vivido suficientes desplazamientos inútiles, no debía de ser consciente de que gracias a su hermano y a Roosevelt Barnes estaba ante la primera mudanza efectiva de su vida, una mudanza que supondría un punto de inflexión en todos los aspectos. Podría decirse que Swanigan conocía de vista a Barnes, pero al llegar a Fort Wayne le confesó que ya había estado en trece colegios distintos y no había permanecido durante más de un año en ninguno de ellos. Barnes comprendió la situación y le ofreció algo que hasta ese momento le había faltado: estabilidad.
Por supuesto, los comienzos no fueron del todo fáciles, pues Caleb estaba ante el reto de desechar la mayor parte de las costumbres que había adquirido desde su nacimiento.
El primer día, le dije que se levantase y desayunase. Cuando bajé, había una caja de cereales gigante sobre la mesa. Estaba vacía. El galón de leche estaba vacío también. «¿Qué ha pasado?», pregunté. «Me dijiste que comiera», me respondió.
Barnes se encontraba de vez en cuando con trozos de pizza escondidos en lugares que raramente revisaba, pero era cuestión de tiempo que Swanigan se acostumbrase a su nueva vida y enderezase sus hábitos alimenticios. Brécol, verduras, pollo y pescado sustituyeron a helados, caramelos y burritos.
Caleb Swanigan en un partido contra Kansas, 2017. Foto: Cordon.
Roosevelt Barnes acompañó a Biggie al cardiólogo para comprobar qué esfuerzos podría soportar su cuerpo obeso. Los médicos evaluaron la situación y le dieron permiso para llevar a Swanigan al gimnasio. El chico se sometió al mismo entrenamiento que su padre adoptivo había seguido hasta destacar en fútbol americano, béisbol y baloncesto. Según Barnes, Caleb mostraba una actitud y una mentalidad propias de un profesional: debido a su peso podía tardar el doble o el triple de lo establecido para terminar cada ejercicio, pero nunca abandonaba.
Con el tiempo la rutina se afianzó. Caleb perdió veinte kilos de grasa y Roosevelt Barnes llamó a John Lucas, exentrenador NBA, con la intención de que este admitiera a Swanigan en su campamento deportivo en Louisville. Tras un par de carreras de un lado a otro de la pista, al chico ya le faltaba el aire. «No me puedo creer que lo hayas traído aquí», le dijo un sorprendido John Lucas a un no tan sorprendido Roosevelt Barnes. Este rio por lo bajo. Todavía era pronto, pero años de experiencia le servían para empezar a intuir que detrás del chaval que apenas podía esprintar se escondía alguien especial.
Swanigan seguía un horario estricto: cardio a las seis de la mañana, clases, entrenamiento de tiro y bote, estudio, y otra vez cardio antes de dormir. No tardó en destacar más por potencial deportivo que por energía potencial. Barnes y él soñaban con que llegara a ser «el mejor ala pívot de todos los tiempos». Para alcanzar el objetivo, o al menos un nivel relativamente cercano a ello, se requería disciplina en lo deportivo, algo con lo que Caleb era capaz de convivir sin problemas. Las dificultades acecharon al dúo desde otro flanco: la confianza, tanto la que Caleb tenía en sí mismo como la que tenía depositada en su padre adoptivo. A Swanigan se le exigía cambiar demasiado en demasiado poco tiempo. Y él podía hacerlo, pero seguía sin tener claro si aquello era realmente lo que quería hacer, si de verdad quería estar allí.
La relación —y, con ella, la posterior carrera de Swanigan— pudo romperse cuando el chico, en su segundo año de instituto, estuvo a punto de volver a Utah. Finalmente, el retorno no se dio y el trabajo anterior no cayó en saco roto. Caleb reafirmó su voluntad de seguir mejorando su físico y Barnes no se despegó de él.
A partir de ahí, nada más y nada menos que el despegue de Caleb Swanigan. Biggie adelgazó; el sufrimiento de la báscula se mantuvo inversamente proporcional al sufrimiento de sus rivales en la pista. En el instituto Homestead de Fort Wayne, Swanigan se consolidó como uno de los ala pívots más prometedores del país. En 2015, su último año antes de dar el salto a la universidad, lideró al Homestead hasta el primer título estatal de su historia. Este hito, tanto por lo colectivo como por lo individual, le valió para ganarse inmediatamente la atención de los ojeadores y recibir el reconocimiento individual que merecía: se llevó el Indiana's Mr. Basketball y tuvo el honor de participar en el McDonald's All-American Game de ese año, un evento cuyo nombre no refleja de una manera precisamente legítima el nivel del jugador de baloncesto si aplicamos la analogía entre deporte y gastronomía.
El 10 de abril de 2015 Caleb Swanigan, sin decir nada a Barnes, alcanzó un acuerdo verbal para unirse a la Universidad de Michigan State. Pero no pasó ni un mes hasta que Swanigan dio marcha atrás para cancelar lo apalabrado y firmar con Purdue, curiosamente la misma universidad a la que había asistido su padre adoptivo.
Según Barnes, el motivo de la rectificación era puramente deportivo: Caleb quería jugar y ganar en Indiana, que además contaba con una plantilla en la que encajaría mucho mejor que en Michigan. Sin embargo, esta explicación no contentó a los omnipresentes conspiranoicos, que llevaban tiempo desconfiando de la generosidad de Barnes basándose en que sus dotes de agente deportivo predominaban sobre sus buenas intenciones. Surgió entonces una polémica que Barnes ha tratado zanjar en más de una ocasión.
Adopté a un niño negro que no podía saltar por encima de una hoja de papel. Si lo hubiera hecho por intereses profesionales, habría buscado a un Chris Webber o a un Shaquille O'Neal, a una bestia. Pero lo único que tenía de bestia Caleb era el número de calorías que podía devorar. Si yo hubiera querido desarrollar al próximo campeón del mundo en comer perritos calientes, la gente tendría derecho a quejarse.
Nunca sabremos a ciencia cierta si Barnes dijo toda la verdad o solo parte de ella, pero su buen juicio y la validez de sus métodos se ganaron una vez más la categoría de innegables cuando en la pista se demostró que Purdue era un claro acierto para Caleb.
Una de las claves de la decisión consistía en la alimentación, una amenaza constante para el hijo biológico de Carl Swanigan. Roosevelt Barnes era consciente del riesgo que suponía que Caleb viviese en una residencia junto a los demás estudiantes, que tienden a ganar entre siete y nueve kilos en su primer año en la universidad. Por ello estableció como condición que Swanigan viviese apartado del resto o, como mucho, con un compañero de piso. Según el propio Barnes, en Michigan no ofrecieron las facilidades necesarias de cara a satisfacer su petición. Con Purdue ocurrió todo lo contrario y, efectivamente, Caleb terminó viviendo solo en un apartamento que su padre adoptivo le pagaba.
A partir de ese momento, Biggie adoptó el dorsal 50, la edad con la que su padre había muerto. En su año freshman, Swanigan promedió 10,2 puntos y 8,3 rebotes en casi 26 minutos por partido, saliendo siempre de titular. Se convirtió en el jugador de primer año con más rebotes, titularidades y dobles-dobles de toda la historia de la universidad de Purdue y consiguió una plaza en el mejor equipo de novatos de la conferencia Big Ten. Teniendo presentes las buenas sensaciones, Caleb se presentó al draft de 2016. Sin embargo, no le convencieron las opiniones que equipos y ojeadores tenían sobre él, así que decidió dar un paso atrás y jugar otra temporada en Purdue antes de lanzarse a la NBA.
Una vez más, la decisión fue la correcta. Como sophomore, Swanigan promedió 18,5 puntos, 12,5 rebotes y 3 asistencias por partido, anotando el 78% de sus tiros libres y el 45% de los triples que intentó. Esta vez se convirtió en el jugador de Purdue con más rebotes y dobles-dobles en una temporada. Al final del curso fue nombrado Jugador del Año de la Big Ten por los entrenadores y terminó entre los cuatro mejores en la carrera por el Naismith Award. Biggie estaba preparado para dar el salto a la NBA. Volver a mirar hacia atrás no era ya una opción.
El 22 de junio de 2017 los Portland Trail Blazers seleccionaron a Caleb Swanigan con la vigésimo sexta elección de la primera ronda del draft.
Los promedios y los récords dejados por Biggie durante su etapa en Purdue, al compararlos con los de otros jugadores elegidos en puestos mejores, invitan a pensar que Swanigan podría haber estrechado la mano de Adam Silver bastante más temprano. Sin embargo, en una ceremonia en la que las franquicias se pelean por cazar talento a largo plazo, potencial e insinuación —también inmadurez— pesan más que todo aquello que ha sido demostrado sin prometer una evolución tan notoria. Basta con aportar un dato frío e imparcial: de los veinticinco jugadores elegidos antes que Swanigan, dieciséis venían de su temporada freshman y solo cuatro llegaban en condición de sophomores, como él.
¿Significa esto que Caleb y todos los jugadores que han permanecido durante más de un año en la universidad están condenados a un techo más bajo que el de aquellos que se presentan cuando aún están por desarrollar? Por supuesto que no; Biggie podría haber jugado en la NBA tras su año freshman, pero ¿acaso no es indudable que nada le habría venido mejor que su segunda temporada en Purdue? Al fin y al cabo de eso precisamente se trata el draft, de analizar a cada jugador y estudiar su pasado con la intención de predecir su futuro.
Por la parte que toca a lo que ya hoy en día podemos ver, hay que decir que ciertos ojeadores y entrenadores dudaban de que Biggie pudiera trasladar su dominio de las canchas universitarias a los pabellones —o más bien centros comerciales— de la NBA. El potencial de Swanigan, especialmente en el costado defensivo, está en teoría limitado por su físico: no es atlético, ni rápido ni explosivo. Su falta de velocidad le impide defender con garantías a jugadores exteriores ágiles, algo primordial en una liga en la que los ataques se hilan constantemente a partir del bloqueo y continuación. Caleb tiene constitución de pívot, pero sus 2,06 metros de altura le impiden asumir el rol de protector del aro.
¿Y Draymond Green? ¿Es tan rápido como para defender con garantías a los exteriores más rápidos? ¿Es tan alto como para defender a los interiores más hábiles en el poste?
Draymond Green, obviamente, no es nada de eso. Pero tiene algo especial: es capaz de localizar aquellos rasgos que teóricamente deberíamos tachar de defectos y convertirlos en virtudes que hacen de él un jugador único. Cuando la envergadura se queda corta o las piernas no reaccionan tan rápido como deberían, la mente se anticipa. Cuando el talento individual no se manifiesta, el nervio lo suple, despierta y nutre a los talentos circundantes.
Si Caleb Swanigan encaja bien en la NBA, si consigue los minutos necesarios para ganar confianza y experiencia al máximo nivel, aspira como mínimo a ser un Draymond nuevo y mejorado. Por supuesto, el contexto jugará un papel fundamental: de Caleb no se espera un anotador compulsivo o un líder de ofensivas, por lo que su contribución y su valor irán de la mano del rendimiento de sus compañeros. Biggie para todos y todos para Biggie. Tiene una clase de potencial poco común, es el portador del espíritu combativo y la mentalidad ganadora que inclinan la balanza cuando el talento se reparte de forma equitativa. Probablemente no atesore más calidad técnica que el resto, pero no parece descabellado afirmar que ningún otro tiene tanta hambre como él o una preparación mental mejor que la suya.
Josh Bonhotal, preparador físico y entrenador asistente en Purdue, fue testigo de la férrea fuerza de voluntad y el sentido de la responsabilidad que han llevado a Swanigan hasta la NBA. Bonhotal lo acompañó a diario durante las horas extra invertidas en el gimnasio, y aun así se sorprendió cuando Caleb, después de jugar un partidazo y terminar con 28 puntos y 22 rebotes contra Minnesota, le pidió las llaves de la sala de pesas. Tras semejante actuación individual, la grandísima mayoría de los jugadores se habrían contentado con un descanso merecido. Pero a Swanigan poco le importaba que el esfuerzo no fuera merecido siempre y cuando fuera necesario.
Esa es precisamente la actitud que Roosevelt Barnes le inculcó cuando decidió adoptarlo. Sin su confianza y sin la lucidez de Carl Jr., ¿dónde estaría Caleb Swanigan hoy en día? Seguramente, como tantos otros entre aquellos que comparten unos inicios como los suyos, seguiría sometido al cruel determinismo genético-ambiental. Sin embargo, para él, lo peor ya ha pasado. Como decía su entrenador en Purdue, Matt Painter, «Caleb observa los problemas del resto como si no lo fueran al compararlos con todo por lo que ha tenido que pasar él».
La «infancia» —«primer estado de una cosa después de su nacimiento o fundación», dice la tercera definición de la RAE— de la carrera profesional de un chico distinto se acerca. Caleb Swanigan se ha convertido en aquello que en su día lo salvó, en el hombre que su hermano logró ver en él cuando 180 kilos le impedían correr de un lado a otro de la pista. Seguramente no sea el más fuerte, ni el más rápido, ni el mejor. Pero tiene algo especial, tiene detrás una historia que lo acompañará allá a donde vaya. Juega con ventaja.
Le pongan lo que le pongan por delante, Biggie ya habrá pasado por algo más gordo.
Caleb Swanigan en un partido contra Vermont, 2017. Foto: Cordon.
La entrada Biggie, Biggie, Biggie, can’t you see? aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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