Imagen: Voltage Pictures.
Hay un tipo de mi barrio con el que me he cruzado dos veces junto a los congelados del supermercado. Se para frente a la puerta donde se amontonan los cadáveres culinarios que el consumidor solo tendrá que descriogenizar, la abre y coge una bolsa de anillas de pota. La primera vez vi que entrecerraba los ojos, como un gato que acaba de despertar de la siesta, y refunfuñaba algo así como: «Pota no es calamar, es que no es lo mismo». La bolsa ya anunciaba que aquello era una cosa y no la otra pero él había decidido indignarse. Entonces lo vi claro: aquel tipo frente a los congelados es el mismo que levanta el puñito y lo agita con ira cuando ve que la que manda en Fury Road es Imperator Furiosa y no Max, cuando se entera de que cuatro féminas serán las Cazafantasmas, cuando le dicen que la nueva protagonista de Doctor Who será una mujer o cuando ve su masculinidad cuestionada gracias a la Gloria que Nacho Vigalondo ha perfilado en su último filme, Colossal. Es probable que sea el mismo tipo que venera a Walter White mientras desprecia a Skyler.
La ciencia ficción está masculinizada y perder ese espacio conquistado escuece. De repente es como si un grupo de espectadores se sintiera traicionado porque cree que le están vendiendo pota por calamar y rejo por pulpo. No son conscientes de que en realidad llevan casi toda su vida comiendo lo primero y no lo segundo.
El objetivo de este artículo no es reivindicar la figura de la mujer en la ciencia ficción, sino explicar por qué Vigalondo ha pergeñado una metáfora sobre la violencia machista en su última película. Lo ha hecho a través de una historia de un monstruo y un robot, un hilo conductor impensable para tratar un tema como el maltrato.
Colossal funciona como una especie de secuela de todas las películas del cine romántico, algo que en realidad ya hizo con su filme Extraterrestre. Es la cámara que se queda a ver qué pasa después, observando la vida de una pareja que, por lo visto, vivirá feliz para siempre. Lo explica el propio Vigalondo por teléfono mientras se prepara unas lentejas con setas y ajo: «Quería algo muy concreto sobre los mecanismos de cierto tipo de películas que encuentran su beneficio en el momento en que terminan. ¿Qué pasa si en ese tipo de relatos seguimos un par de años más a ver qué sucede? ¿Qué pasa si en Pretty Woman seguimos a los personajes un año más?».
Vivian (Julia Roberts) se asoma a su balcón y ve aparecer a Edward (Richard Gere) con un ramo de flores y abriendo los brazos. Después hay un beso, un plano que se aleja y un fundido a negro. Esa escena final conformó en gran parte nuestra idea colectiva de qué es una comedia romántica. Siguiendo con el planteamiento de Vigalondo, uno se pregunta: ¿y si Edward se pasaba el día celoso perdido porque sospechaba que Vivian, que había sido prostituta, estaba con otros hombres? ¿Y si él le echaba en cara su pasado a cada ocasión que tuviese? Es muy probable que la gente le dijese a Vivian: «Pero te quiere. Te esperó bajo tu ventana con un ramo de flores». La sociedad difumina los actos de control y sumisión por parte del hombre precisamente porque ha asociado el amor al sufrimiento. Pero el cineasta, que lleva cuestionando la masculinidad desde su corto 7:35 de la mañana, ha decidido revertir este género: «Siempre me ha interesado mucho algo para lo que antes no tenía nombre: la toxicidad masculina. Siempre me ha gustado tirar piedras a la condición masculina o asomar las grietas. Sabe Dios qué problemas tendré yo para insistir en esta idea», confiesa.
En esta ocasión, Vigalondo ha bajado el volumen de la música, ha recogido las sillas del garito y ha encendido las luces. Nos ha echado a todos de la fiesta. Colossal es el fin de la comedia romántica. Es la épica del despertar. Bosteza, desperézate y toma algo para la resaca. Si interpretas Colossal como una comedia romántica, tienes una idea perversa del amor.
Imagen: Voltage Pictures.
[A partir de aquí hay SPOILERS]
Decía Juan Tallón que el humor, a menudo, brota en las situaciones más atroces porque es cuando más se necesita. A Colossal ya le han colgado la etiqueta de «comedia». Algunos dicen que «absurda»; otros, que «romántica». Es cierto que Vigalondo no puede escapar de sí mismo; ni puede ni quiere evitarlo. No se engañe: que un chico y una chica aparezcan sentados en un banco al amanecer no significa que esté ante 500 días juntos pero en versión marcianitos. No, Haneke no es el único autorizado a hablar de la maldad, la violencia y la crueldad humanas solo porque su cine sea realista y controvertido. La ciencia ficción, sobre todo la low cost como esta, puede ocupar ese trono y hacerlo, además, con guiños al gore clásico.
Pero empecemos por algo simple: el argumento. Gloria (Anne Hathaway) está en paro y vive junto a su novio Tim (Dan Stevens) en un apartamento de Nueva York. Tras una noche (otra de tantas) de borrachera, Tim echa a Gloria de su piso porque está «descontrolada». Ella se ve obligada a volver a la antigua casa de sus padres, en un pueblecito de Canadá. Nada más llegar se cruza con Oscar (Jason Sudeikis), quien la invita a subir a su furgoneta y tomarse algo en el bar que regenta. Allí le presenta a sus amigos: Garth (Tim Blake Nelson) y Joel (Austin Stowell).
Al día siguiente, resacosa y con el cuello dolorido de dormir en el suelo, recibe una llamada de su hermana: un monstruo gigante ha atacado Seúl. Pronto descubrirá que ese engendro es ella: cada vez que cruza por el parque del pueblo a las ocho y cinco de la mañana, el monstruo se materializa en Seúl, convirtiéndose la tierra que ella pisa en una réplica a pequeña escala de la capital coreana. Poco después, debido a un incidente, ambos descubren que cuando Oscar atraviesa el parque un robot hercúleo aparece también en Seúl. Al principio es un juego: ella hace bailar a su monstruo, él aparece como robot, ella envía un mensaje de paz a los seuleses y hasta ahí transcurre la primera parte del filme.
Pero incluso antes de que la película desvele todo esto, en el minuto catorce, Vigalondo deja la primera miguita. La secuencia de apenas un minuto deja traslucir la historia real: Garth está en el baño y Oscar ha ido a por unas cervezas; Joel y Gloria se quedan solos en el sofá y él se lanza a besarla. Ella le rechaza pero Oscar llega justo en ese instante. «Eh, ¿qué coño te pasa?», le dice a Joel. Gloria interrumpe con gesto conciliador. Él la manda callar: «No, déjame a mí». «Tu primera noche aquí y alguien te la tiene que joder», le dice a ella. Y se marcha mohíno e indignado. En realidad, Oscar no está preocupado por Gloria. En primer lugar porque de ser así, sin alzar la voz, le preguntaría si está bien. Y en segundo lugar, porque la dejaría hablar y no tomaría el control de la situación. Lo que molesta a Oscar es que haya una mínima posibilidad de que Gloria revuelva otras sábanas que no sean las suyas.
Este desagradable gesto pasa desapercibido. El villano no se muestra como tal hasta la mitad del metraje, rompiendo así una de las reglas básicas de un relato: «Hay cierto público que lo detecta en seguida; para otro público el cambio es repentino, muy brusco, como: “¿Qué pasa?, ¡se ha vuelto malo de repente!”. En cine, el villano o se desvela en el primer acto o ya lo hace en el tercer acto, como una sorpresa; lo que no puede hacer el antagonista es aparecer a mitad de película. Pero con ello quería relatar historias reales que he vivido de cerca. Dinámicas en una relación en las que no hay un villano que aparezca en un primer acto o en un tercero, sino que suele ser algo más paulatino. En casos de violencia psicológica o física, las sorpresas suelen acaecer a mitad de camino», explica Vigalondo.
El personaje de Gloria no es una heroína perfecta y diamantina como podría serlo Wonder Woman. Bebe y engaña a su novio para montar fiestas en su piso; alberga defectos y culpa. Oscar, sin embargo, es aparentemente perfecto: tiene su propio negocio, es amable, le ofrece trabajo como camarera cuando sabe que está en la ruina, le regala una tele, le amuebla la casa y se muestra comprensivo cuando le confiesa que el monstruo que ataca Seúl es ella. También es el chiquillo que se enamoró de ella en la infancia y cuyos sentimientos, parece ser, perduran.
Imagen: Voltage Pictures.
Es en la segunda mitad del filme cuando se acaba el rollo nice guy y aparece el tipo misógino, violento y manipulador. Tras haber hecho aparecer a su monstruo por última vez para pedir perdón a los habitantes de Seúl, Gloria decide pasar la noche con Joel. Al despertarse por la mañana ve en la televisión que quien sí ha vuelto a Seúl es el robot (Oscar). Avisa a Joel, se montan en la furgoneta y se dirigen al parque. Oscar los ve llegar juntos, ata cabos y oh, oh. Ese gesto, esa cara de ira contenida, ese odio, esa expresión de «la acabas de joder, Gloria, y te voy a castigar», ese tono de voz haciendo explícito que aquello no le gusta. Ella le exige que salga del parque y deje de asustar a los seuleses; él accede pero a cambio le espeta un: «Hoy entras a trabajar antes». Ahí está la represalia casi imperceptible por haberse acostado con otro tío que no era él.
La ciencia ficción, que para muchos es el hermano tonto del cine, ese género estigmatizado por buscar la diversión, aquí es un terreno fértil para un historia tan dolorosa como esta. Vigalondo temía frivolizar con el asunto: «Cuando vi que tomaba forma me aterroricé, pero también sentía que tenía que seguir adelante. Es como que ese mismo terror por equivocarme hacía que me resultase atractivo, no podía alejarme de ahí». Sin embargo, hace mucho tiempo que la sci-fi dejó de representar un simple entretenimiento, como explica Elisa McCausland, periodista, experta en analizar la cultura popular con perspectiva de género y autora de Wonder Woman. El feminismo como superpoder: «Sin salir del ámbito mainstream podemos encontrar películas que abordan las esencias de la naturaleza humana, las implicaciones de la vida artificial, nuestro rol como ciudadanos, trabajadores y consumidores en lo social, incluso preocupaciones medioambientales. No son temas en absoluto abstractos, sino esenciales para todas las personas. Ocurre que a veces la ciencia ficción, como género espectacular al menos en lo que se refiere al cine, es víctima de muchos prejuicios». Nada como la cultura popular para educar al público en un pensamiento más justo, más ético y más progresista sin moralinas ni monsergas. «No soy el aliado de la pancarta, y no pienso decir que esta sea una obra feminista. Bienvenida sea la discusión que genere, pero la película tiene que buscar su sitio legítimamente y si lo merece bien, y si no, no. Tampoco me gusta el cine con discurso político-social explícito. Si en la película está todo masticado, hay algo que está muerto. Si se puede reformular el cine con contenido político para hacerlo más ameno, genial; no sé si yo lo he conseguido», apunta Vigalondo.
Cuando el villano ya es manifiesto, Colossal ofrece una serie de claves sobre la violencia machista que merecen un análisis detallado. Uno que ya resumió una revista norteamericana cuando publicó que «esta película no gustaría a los hombres heterosexuales»: «Pensé: “Joder, aquí tengo todo un sector demográfico que me puede joder vivo”», reconoce su director. Se ha dicho que es un filme romántico, que en realidad Anne Hathaway es un monstruo poseído por el alcohol, que trata la crisis de la mediana edad o que es, simplemente, una peli de monstruos. De esto último solo alberga unas pinceladas: el uso del género kaiju —el de criaturas gigantescas— aquí funciona también como secuela: ¿y si Godzilla, en un polo opuesto del mundo, solo fuese una humana a la que el cosmos convierte en monstruo cuando atraviesa unas coordenadas geográficas concretas?
Vigalondo ni siquiera se ha pillado los dedos al introducir un monstruo en una película sobre maltrato, pues en este caso la criatura es ella, alejándose así de esa corriente maniquea que identifica al maltratador con un engendro: «No es un hombre, es un monstruo», se suele decir. Claro que es un hombre; uno corriente y mediocre, de hecho. Colossal funcionará como un espejo para muchos de ellos.
Imagen: Voltage Pictures.
Otro punto que no debe pasar desapercibido es el del alcohol. La ingesta de esta sustancia suele servir como excusa para los maltratadores: está fuera de sus cabales, no lo controla, él no es así, cuando está sobrio te trata bien. Oscar instrumentaliza su versión robot para chantajear, amenazar y controlar a Gloria —«si te vuelves a Nueva York cada mañana vendré al parque», «si vuelves con tu ex, cada mañana estaré aquí y esto es lo que pasará», dice pisando la tierra, haciendo que su réplica gigante en Seúl mate a cientos de personas—. Cada noche se bebe varias cervezas y acude ebrio al punto exacto en el que puede transformarse en robot. En una de las ocasiones, cuando ya se le han pasado los efectos del alcohol, él le pide perdón. Ese momento es clave por dos motivos. Uno, porque el plano muestra el interior de la casa y se ve que ha rayado la cara de su exnovia en las pocas fotografías que conserva de ella; dos, porque cuando Gloria se emborracha no se vuelve agresiva ni violenta. Quizá es un desastre pero lo es consigo misma. No usa el alcohol para justificar hacer daño a los demás.
Pero volvamos a la casa de Oscar. El detalle de las fotos de su ex destrozadas muestra el odio y el resentimiento que alberga hacia las mujeres. Vigalondo no hace que su personaje lo verbalice, pero ahí subyace una actitud misógina de «las mujeres me hacen daño aunque yo me porte bien con ellas». Y esto lo sabemos gracias a que el director rebobina la historia hasta el punto exacto en el que comienza todo: cuando Oscar y Gloria son dos niños y van de camino al colegio. Ese día hace viento, ambos llevan en las manos unos proyectos escolares de cartulina; se ve que el de ella es más espectacular que el de él. A ella se le vuela y Oscar sale corriendo a través del bosque para intentar recuperarlo. O eso cree ella. Él no lo sabe, pero la cría le observa a través de los árboles: cuando Oscar consigue alcanzar la cartulina, la aplasta con el pie hasta romperla. Ese complejo de inferioridad con el que Oscar castiga a Gloria abre una grieta en el universo que provocará el fenómeno paranormal que los convierte en un monstruo y un robot, respectivamente. Ese complejo de inferioridad aumenta con los años cuando ve que ella abandona el pueblecito y tiene éxito (hasta que se queda en paro), mientras él se queda atrapado en un lugar pequeño regentando el bar de su padre.
Otra tecla que pulsa Vigalondo: la del gas lighting (o hacer luz de gas), una técnica de maltrato psicológico para desestabilizar a la víctima. Consiste en confundir a la otra persona para que dude de sí misma. Gloria confiesa a Oscar que está en paro y arruinada en una noche de borrachera; al día siguiente no recuerda nada, ni siquiera haberle pedido una tele. Él aprovecha esa circunstancia para seguir confundiéndola, haciéndole creer que le ha dicho o pedido cosas que Gloria jamás ha verbalizado. Este es uno de los primeros síntomas de control; es la forma que tiene el maltratador de decir: «Yo puedo más que tú». Del plano psicológico pasa al físico cuando ve que ella le hace frente sin rendirse ni tener miedo: un puñetazo en el ojo la deja en el suelo mientras él camina a su alrededor simulando que pisa a miles de personas en Seúl. «Si te vas, esto es lo que ocurrirá cada mañana».
Por último, la amistad. Vigalondo ha decidido apostar por la violencia machista fuera de los límites convencionales: el de la pareja o expareja. «Cuando se habla de relaciones así parece que tiene que haber un componente sexual o romántico. Siempre es una pareja que se tuerce. Pero es más común de lo que parece encontrarte esto en un contexto de pura amistad. Ellos solo son amigos, y aunque él está esperando que ella le pida algo más, él nunca sobrepasa esa frontera. He visto casos de acoso que se destapaban a mi alrededor y pensaba: “¿Pero estaban liados?”. Y te dicen: “No, no, eran amigos”. Esa toxicidad se asocia a la vida en pareja y se puede dar en una relación de amistad», explica el cineasta.
La amistad aquí sirve no solo para evidenciar al maltratador, sino también al amigo que consiente que ocurra. Joel no es violento con Gloria ni exige agradecimientos porque no siente que ella le deba nada por haber pasado una noche juntos. Pero es testigo de todas las situaciones de maltrato a las que Oscar la somete. Nunca hace ni dice nada. Es el palmero que no cuestiona a su amigo. Es el ejemplo perfecto de cómo los hombres se protegen entre ellos.
Lo maravilloso de Colossal es que aunque Gloria ha de lamerse las heridas sola —Anne Hathaway, poderosa, caminando hacia su agresor para derrotarlo— también ha lamido y curado las nuestras. Gloria es un asilo como lo son la niñez y el amor. No el romántico ni el tóxico, sino aquel que nos transforma en criaturas libres y salvajes, y no en monstruos atemorizados.
Imagen: Voltage Pictures.
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