Lilya Forever (2002). Imagen: Versus Entertainment.
Es necesario tener esto muy en cuenta; en nuestros tiempos el suicidio es una manera de desaparecer, se comete tímidamente, silenciosamente. No es algo que se hace, es algo que se padece. (Cesare Pavese).
El suicidio no se habla, no se explica, no se cuenta. Puede que se confiese en voz baja, en un aparte, en ese rincón sombrío de cada tanatorio que parece habilitado para ordenar los trapos sucios. Si no lo nombramos, si no pensamos en él, tal vez no exista. Para nosotros. Tal vez no llegue a existir para nosotros y no tengamos que padecerlo ni mucho menos hacerlo.
[tabú. Del polinesio tapu («lo prohibido»). 1. Prohibición de tocar, mencionar o hacer algo por motivos religiosos, supersticiosos o sociales].
Es el último tabú y al mismo tiempo la aniquilación de todos los demás tabúes. La pedofilia, el incesto, el parricidio, infestan los telediarios modernos, los de tapa de moda para dar paso a la atrocidad del día. Cuando toca suicidio, desciende el eufemismo; «fue encontrado muerto», «llevaba días sin dar señales de vida», «las razones de su fallecimiento aún se desconocen». Incluso el presentador lidia con la noticia adoptando un gesto incómodo. Él tampoco quiere hablar de ello. Como todos, tampoco quiere padecerlo y mucho menos hacerlo. Como todos, a menudo otorga al suicidio carácter de enfermedad contagiosa. Y no es contagioso, pero en España se lleva por delante cada año a cuatro mil personas, alrededor del doble de lo que se cobran las carreteras, ochenta veces más caídos por la voluntad propia que las víctimas de violencia machista. El desequilibrio entre su impacto social y su impacto mediático es cuando menos alarmante. En general, solo interesa el suicidio del famoso, y en concreto el que pueda justificarse por vidas disolutas; el natural discurrir de los acontecimientos para el muñeco roto.
La relación del cine y de los cineastas con ese «pecado contra Dios mismo» no escapa ni puede escapar a las ataduras sociales. Por supuesto, persiste el tabú, la reticencia a comprender, explicar, contar la autoinmolación. En las películas a menudo son los otros los que toman la palabra. Escribió G. K. Chesterton que «el hombre que se mata, mata también a todos los hombres», pero son precisamente todos los hombres que el suicida deja atrás los que cuentan su historia. Una historia, por definición, personal e intransferible y cuyo nudo y desenlace solo conoce, por definición, el que cruza al otro lado sin esperar al barquero. Es el tabú definitivo, ya se ha dicho, pero lo que no se ha dicho es que, ante todo, es el acto íntimo por excelencia. Los que cuentan la historia del suicida creen que saben, nada más (y nada menos). Creen que hubo señales, esa, aquella de allí, aquel día que… Creen haber podido hacer algo, aunque su almohada les tranquilice susurrándoles que no había nada que pudieran hacer. Las películas «sobre» el suicidio no son más que interpretaciones de los hechos. De los seis mil ochocientos títulos que la Internet Movie Database aloja bajo la palabra clave «suicidio» la inmensa mayoría recurre solo de manera referencial a la segunda causa de muerte natural en Occidente. Pueden abundar las películas que fiscalizan los restos del naufragio, los daños colaterales, o las recreaciones de todo tipo, pero muy pocas siguen al suicida en su pulso sin descanso (y sin final feliz) contra la existencia. ¿Qué película querría poner el The End después de la imagen de unas venas abiertas o del aliento que ha cedido a la presión del nudo corredizo? El espectador no quiere ver eso y al director, salvo a algún francés que leyó demasiado a Sartre, no le gusta tratar así a sus personajes. Al fin y al cabo, todas las películas hablan de él, del director. Del autor. Es el propio autor el que quiere creer que eso no puede pasarle a él. Es su propio mecanismo de defensa contra la desesperanza. El suicidio es algo que sucede, y sucederá, y esto lo aceptamos. Pero sucede allí, en la casa de enfrente. Bien sabe el director, y cualquiera, que en La última casa a la izquierda secuestran y descuartizan a gente, lo asume (lo asumimos), pero por la casa del suicida prefiere no pasar.
El suicidio en la gran pantalla es tangencial, transversal como mucho. Coartada o leitmotiv, no piedra angular. Las excepciones son tan escasas que este texto podría finiquitarse dentro de dos párrafos. No queda otra que ampliar el espectro y analizar, a partir de las trazas que el nitrato de celulosa ha dejado en la memoria, cómo el suicidio afecta al cine, cómo el cine maneja el suicidio, desde muy cerca o desde muy lejos, desde el llanto, desde la risa o todo lo contrario. O, simplemente, cómo se las arregla para introducir el suicidio en la coyuntura de turno. El suicidio como símbolo, como declaración de intenciones (no suicidas). Sí, se podría divagar también sobre cómo las películas inducen al suicidio, pero eso es harina de otro costal. Harina subjetiva.
El futuro no será. Alemania se inmola… otra vez
Führer, ¿por qué nos has abandonado?. Alemania, año cero (1948). Imagen: Classic Films Distribución.
Alemania, año cero después de la debacle. Los sueños imperiales, los mil años de supremacía nazi y la erradicación de los hijos de Abraham tendrán que esperar. Empieza la resaca y el «ni siquiera sabía que mi vecino era judío». En Berlín las botas del Ejército Rojo y las bombas de Eisenhower han arrasado con casi todo. Aun así, los berlineses pueden sacar las botellas de Vishnik del vecino que resultó ser judío y brindar por su buena estrella. Un poco más al sur, en Dresde, no han quedado en pie ni las lápidas del cementerio. El pequeño Edmund Köhler, sin embargo, se siente cualquier cosa menos tocado por la diosa Fortuna. La fortuna ahora es una rata que poder cocinar, o un caballo que anuncia su rendición en medio de la calle para dejar que hombres-hiena saqueen sus vísceras. El resto es un viaje a ninguna parte, de ruina en ruina. Posapocalipsis sin héroes enfundados en cuero negro.
El suicidio no era la piedra angular sobre la que Rossellini construyó su crónica de la devastación, pero los síntomas de esa Alemania boqueando entre los escombros son el cuadro clínico de casi cualquiera que flaquea en el alambre de la depresión. Todos querrían acabar con la vergüenza y con la humillación; con la miseria moral y la miseria literal. Edmund, tan rubio, tan «ario», tan joven, estaba llamado a ser el futuro de Europa según Hitler. Ahora presente y futuro no se distinguen. Edmund no los distingue, y ese es otro pensamiento recurrente dentro de la cabeza del suicida. Lo que me pasa hoy, me pasará mañana. Y pasado mañana. Y el otro. El marido de la Bergman se equivocaba al predecir simbólicamente un «no hay futuro» para los teutones. Pasó por alto los trece mil millones de dólares del Plan Marshall. Edmund ni siquiera sabía leer «Plan Marshall» y, de todas formas, cuando se es niño el futuro queda demasiado lejos. En su mundo, que es este que le rodea y no el Berlín vanguardista y decadente a la manera de Wenders y Bowie, los hombres han sido reducidos a la categoría de salvajes con estrés postraumático. Las mujeres aguantan un poco mejor el tipo; son las que tienen que sostener los pocos pilares que quedan en pie mientras el marido, el padre, el abuelo, se esconden de sí mismos. Ese y no otro es el mundo de Edmund. Desde su metro cuarenta la ilusión, los planes, las esperanzas no forman parte de lo cotidiano y abandonarse al frío confort del nihilismo no es una opción. Le toca pagar los pecados de sus mayores. Así está escrito. Cuando ha visto todo lo que tenía que ver, cuando ni siquiera encuentra una mano amiga en otros niños, escala hasta la ruina más alta y sin vacilar demasiado se tira al vacío.
Si el suicidio es un acto contra natura en un ser viviente, la decisión final de Edmund es el acto supremo contra cualquier ley escrita o no escrita de los humanos. El niño que no quiere seguir viviendo. El niño que se ha vaciado de vida. Los alemanes violaron toda inocencia a su paso, y alguien tiene que pagar. Un niño, por todos los demás niños. Aunque, para cuando Edmund está a punto de dejarse la vida contra el suelo polvoriento, de niño solo le quedan el flequillo rubio y los calcetines caídos. Ya no tiene la mirada que escrutaba el infinito; en sus ojos solo hay nada. Un niño sin esperanza no es un niño.
Para los jefes de todo esto, para Hitler y su círculo de confianza, la decisión se presentaba meridiana. Pero no por las mismas razones que destruyeron a Edmund Köhler. Lo suyo tenía más de no esperar a ver qué horrores te aguardan agazapados en La niebla. Una bala en la cabeza siempre es preferible a una existencia entre monstruos, sean comunistas o con tentáculos. El hundimiento nos lleva por los pasillos del búnker directos hasta la orgía suicida que puso fin al Nuevo Orden. El Führer te lo da, el Führer te lo quita. Con el Führer morimos, y que corra el cianuro. En su reconstrucción —se antoja muy fiel— de los hechos, Hirschbiegel pinta un cuadro brutal de otro de esos actos contra natura cuando encara el parricidio múltiple de Magda Goebbels. La mujer del ministro de Propaganda predica con el ejemplo hasta el final. Aunque la ignominia de la señora Goebbels lo es solo a los ojos del mundo; en su fuero interno ella ve claro que, si no se puede tomar Manhattan, si ni siquiera se puede ya conservar Berlín, el espectáculo no debe continuar. Como en una última comunión por la Alemania que pudo ser y no fue, reparte entre sus seis hijos las cápsulas de veneno. Goebbels padre contempla la escena. Algo se estremece dentro de él, pero la mujer no duda. De haber estado al tanto de su determinación, Hitler la habría nombrado a ella su mano derecha. Por supuesto, no pestañea al masticar su propia cápsula. No hay lágrimas, no hay expresión. Ya está muerta, y nadie llora en su propio funeral. En el polvo y la ceniza del Tercer Reich se engendró La decisión de Sophie, obligada a elegir a cuál de sus dos hijos enviaba a la cámara de gas. Años después, incapaz de soltar tan tremendo lastre, opta, como el Führer y sus acólitos, por el cianuro que todo lo cura.
Si el enemigo es poderoso, el suicidio es tu fusil
El núcleo disidente de las Juventudes Católicas. Las vírgenes suicidas (1999). Imagen: Manga Films.
Del búnker del Reichstag al búnker disfrazado de suburbio que el señor y la señora Lisbon comandan en Grosse Pointe, Michigan. En plena resaca del Verano del Amor, sirviéndose de un férreo marcaje católico, pretenden que sus cinco hijas pasen por la pubertad sin probar los placeres de la carne. O los placeres, sin más. La inducción al suicidio por asfixia vital, que en maison Lisbon provoca un efecto dominó.
Sofía Coppola se reivindicó a sí misma ante los puristas de El padrino narrando en 35 mm el sacrificio de Las vírgenes suicidas en la hoguera del puritanismo. Convirtió en alarido generacional la novela de Jeffrey Eugenides, generando claustrofobia a partir de la luz y del bochorno estival que detiene el tiempo. Lo detenía en La casa de Bernarda Alba y lo detiene en Michigan. Porque en otros tiempos, quizá antes de ayer, había una Bernarda Alba en cada vecindario y esta casa decorada con las bendiciones del papa y Sister Parish aloja a una con la estampa de Kathleen Turner. Pero las hermanas Lisbon van a quitarles a sus padres lo único que ellos no les pueden quitar; la vida. Ser y estar. Unos padres demasiado ciegos para entender que nada frena al espíritu adolescente, que nadie puede encerrar el sol bajo la campana de una iglesia. Adela, la pequeña de las Alba, se escapaba a la cuadra a librarse de los picores de la juventud en brazos de Pepe el Romano; las chicas Lisbon encuentran válvulas de escape en el tejado de su propia casa, o en el césped de un campo de fútbol, o en la rutina liberadora del colegio. Cuando no queden lugares secretos ni burbujas de aire tocará salir de esta dimensión. Como salió Carrie, que para más inri no era ni rubia ni guapa ni misteriosa como las Lisbon, y tuvo que ver el momento más feliz de su vida convertido en la humillación entre humillaciones; sola, con su vestido de reina del baile pringado de sangre de cerdo. Sí, iba a salir de esta dimensión, pero antes desataría su ira telequinética sobre los que la vejaron, sobre los que no la vejaron pero tampoco la ayudaron y, finalmente, sobre el fanatismo diabólico de su propia madre. Con Brian De Palma las cosas suelen terminar así. A sangre y fuego.
Del suicidio como rebelión contra lo establecido (o contra las circunstancias) hicieron bandera las fugitivas Thelma y Louise al final de su tour de force con las fuerzas del heteropatriarcado a lo largo y ancho de la interestatal. Antes de que tú me mates, prefiero matarme yo, y el fondo del Cañón del Colorado es un mausoleo mejor que la cárcel. Ridley Scott les concedió la gloria y el triunfo en una secuencia final transformada en icono feminista. Ellas, contagiadas de emoción nerviosa, hasta infantil, ante el salto de sus vidas. Era para orinarse encima. Y para marcarse el selfie entre selfies. Ellos, los perseguidores, se compadecen, se desconciertan. Algunos lamentan no haber podido meterlas en vereda.
El control es importante para los que ostentan el poder. Sobre la mujer, sobre la población, o sobre los hijos. Para eso el señor Perry ha hecho generosos donativos a la Academia Welton, para controlar no solo qué estudia su hijo Neil, también quiénes se lo enseñan. Pero no contaba con las extralimitaciones románticas del profesor de Literatura John Keating ni con El club de los poetas muertos, asociación con fines no lucrativos de la que Neil iba a ser miembro de pleno derecho. Keating inocula en Neil y en sus compañeros el virus del carpe diem, y los chavales lo interpretan como mejor saben. Para Neil es una llamada a la acción, «aprovecha el momento y haz lo que te venga en gana». Cae rendido ante el teatro y la droga del escenario, y espera, ingenuo, que Perry senior entienda y acepte que su felicidad está ahí y no en despachos forrados de roble. Error de cálculo. Ese hombre con la mirada implacable de Kurtwood Smith no va a dejar que el vago de Shakespeare se interponga entre sus planes y su hijo. Y Neil, que de Keating había recibido inspiración y aliento para calzarse unas alas que no podía usar, decide talar de un certero balazo el árbol genealógico de los Perry. Tener alas puede ser frustrante, pregúntenle si no al canario que vive en esa jaula de ahí al lado.
Pregúntenle a Lilya, una adolescente estonia arrodillada ante los cantos de sirena de un chulo con BMW blanco que finge estar dispuesto a hacerla reina en el país de los tuertos. El chulo, promete, hará que todos escriban Lilya Forever en sus cuadernos, en sus carpetas, por los muros de toda la ciudad. Su reino, sin embargo, va a ser un apartamento cerrado a cal y canto en un punto indeterminado de Suecia, y ella solo reina en las horas libres entre cliente y cliente. Cuando ha tenido mucho más que suficiente, Lukas Moodysson le quita la corona y le coloca apéndices de ángel para que vuele desde la azotea del edificio, lejos del dolor del cautiverio y el abuso sexual. Le quita al chulo su juguete favorito. No es un salto de sonrisa lacrimosa como el de Thelma y Louise. Llegado ese momento, sus motivaciones están mucho más cerca de las de Edmund Köhler; vacío y ruina emocional. Y esas son también las piedras que le quedan a Agrin, refugiada kurda, en su mochila, después de aprender que Las tortugas también vuelan si pasan por encima de la mina correcta. Es una niña, pero ya tiene cara de mujer. Y está cansada. Muy cansada. Cansada de ir de allá para acá cargando con su hermano pequeño y con el recuerdo de una violación en grupo. Solo hay una vía de escape; el fondo del lago y cemento en sus zapatos. Esta víctima no se la cobrarán los mayores.
Victoria o muerte. Qué grandes guerrilleros se perdieron con las hermanas Lisbon, con Thelma, con Louise, con Neil, con Agrin. Como profetizó Michael Corleone, «no tienen nada que perder, así que pueden ganar». Lo suyo son actos políticos; pequeños actos cotidianos de liberación. Las películas que habitan, también lo son. El cine evangeliza. ¿Alguien lo duda? Nunca faltan parábolas.
Aquí mi fusil, aquí mi cabeza
El buen cazador mata de un solo disparo. El cazador (1978). Imagen: Universal Films.
Agrin, aunque muy joven, lo sabía todo del sufrimiento. Pero no lo sabía todo de la vida. Cómo iba a saberlo. El horizonte del apátrida es demasiado estrecho. Probablemente no supiera que las guerras, como esa que la tenía cautiva al otro lado de una frontera de alambre de espino, a veces matan a los beligerantes antes incluso de que partan para el frente. Le sucedió al recluta Patoso, que experimentó el poder destructivo de La chaqueta metálica en sus propios sesos cuando aún no había abandonado la academia militar. Para entonces, se había acabado convirtiendo contra todo pronóstico en el ojito derecho del sargento Hartman. El bullying extremo había funcionado. El relleno de donut con patas que se arrastraba por la pista americana ahora entonaba aquello de «Aquí mi fusil, aquí mi pistola» con verdadero sentimiento. Corría, saltaba y disparaba con la precisión del asesino en que tenía que convertirse. Hasta hablaba con su arma reglamentaria mientras la montaba y desmontaba en menos de lo que se tarda en diferenciar a un maricón de una vaca en Texas. Lo suyo era una huelga a la japonesa. El recluta Patoso no se había reformado, solo había perdido el oremus, pero ejército y psicología solo se relacionan en la dimensión del oxímoron. Patoso creció como soldado hasta ser el cuervo favorito de su sargento. Entonces le sacó los ojos. Y cañón al paladar. «God bless America», bandera dobladita sobre el ataúd, y a otra cosa. La frialdad perfeccionista de Kubrick otorgaba al devenir del suicida y de todos sus compañeros esa ilusión de maquinaria bien engrasada que los marines exigen. Engrasada para la guerra, o engrasada para un acto de destrucción masiva del propio cerebro.
Allá en el frente, en la cruzada americana por el control de la plaga comunista, hay dos hombres que no tienen pensado volver a Dixieland si no es con los pies por delante. Dos hombres que también han perdido el oremus, como Patoso, y que ahora solo respiran culpa y confusión. Cada uno a su manera. El coronel Kurtz, que aguarda a la muerte en la oscuridad de unas ruinas selváticas, y un tal Nick, que después de matar, matar y volver a matar, ha redirigido su futuro de hombre tranquilo en un pueblecito de Pensilvania hacia el estrellato en los garitos saigoneses de casino y ruleta rusa. Ni El cazador ni el oficial atrapado en las contradicciones del Apocalipsis Now han señalado un día en el calendario, pero su empeño en buscar la muerte, como el jinete aquel de José Alfredo, es incansable. Para Kurtz llegará con los andares estirados de un capitán de agua dulce al que han enviado a su caza y captura. Kurtz no va a ofrecer resistencia. Solo tiene preparado un discurso: «He visto el horror. Horrores que tú no has visto. Pero no tienes derecho a llamarme asesino. Tienes derecho a matarme. Tienes derecho a hacerlo, pero no a juzgarme». Y Nick, aunque se había dejado caer en brazos de la probabilidad, recordará en un breve destello de lucidez el consejo de un buen amigo: «Al ciervo hay que matarlo de un solo tiro, para que no sufra». Que así sea. Del horror no se vuelve. Esto sí que lo sabía Agrin.
Una más y nos vamos
Cage se bebe hasta la piscina. Literalmente. Leaving Las Vegas (1995). Imagen: Alta Films.
Ben Sanderson escribe guiones. Quizá haya escrito alguno sobre Vietnam, pero no nos consta. Sus demonios son otros y flotan en alcohol. Acaba de llegar a la ciudad del juego, donde tiene la firme intención de matarse bebiendo. La botella le ha traído hasta aquí y con la botella en la mano se despedirá cantando la canción que nunca estuvo en el repertorio de Dean Martin o Sinatra; Leaving Las Vegas. Ya está borracho cuando zigzaguea con su carro lleno de Smirnoff y Johnnie Walker entre los fantasmas de un supermercado cualquiera. Borracho estará en el momento en que Sera, la prostituta que resucitó a Elizabeth Shue del sueño del blockbuster adolescente, le abra las puertas del cielo en un conato de orgasmo. Sera ha amenazado seriamente con redimir a Ben y ponerle a comer perdices. Falsa alarma. Si alguien va a redimirse aquí es ella, encontrándole un sentido a su noche eterna entre los despojos etílicos de ese cliente/amigo/amante. Aunque quizá la escort rubia dispuesta a aceptar a Ben tal y como es y tal y como está, a limpiarle los vómitos y hasta a pagarle los vicios sea solo una alucinación más. Él la llama su ángel. De fondo, el ruido y la furia de la tragaperras gigante martillea sin descanso y sin reparar en bajas. A un Sanderson le seguirá otro, y otro, y otro más. Así era la fantasía cuasiautobiográfica del escritor y alcohólico irredento John O'Brien, aunque él no esperó a que la erosión del whisky completara su tarea. Optó por la pólvora. Pocos meses antes de que Leaving Las Vegas echara a rodar puso punto y final al delirium tremens de un tiro.
Cada uno elige su veneno. Veinte años antes de que Ben Sanderson espirara su último aliento de malta destilada en un motelucho de Las Vegas, cuatro hombres se encerraron en la señorial casona de uno de ellos, sita en la Rue Boileau parisina. Van a matarse comiendo. También bebiendo, también haciéndose acompañar de mujeres de la noche; pero por encima de todo se van a pegar La gran comilona. A cuatro manos, Marco Ferreri y Rafael Azcona imaginan escenario, método y motivos. De sus chisteras salen un juez, un productor de televisión, un piloto de avión y un chef. Gente adinerada, gente de bien. Gente aburrida de los placeres secundarios que busca morir en un atracón de placeres primarios. Ugo Tognazzi, Mastroianni, Noiret, Piccoli, los machos alfa del cine europeo de la época —de siempre, en realidad—, reproducen en pantalla usos y costumbres que podían serles muy familiares; el exceso por el exceso, sin palacio de la sabiduría que valga. En este palacio se come hasta reventar en una orgía escatológica marcada a vino y heces por la pluma de Azcona, que tenía que saltar a Francia cada vez que las musas de la parafilia llamaban a las puertas de su cabeza. ¿Qué habría querido hacer Azcona de haber sabido que sus últimos cinco días eran sus últimos cinco días? ¿Comer? ¿Follar? ¿Un guion más?
No al largo proceso de derrumbe
El artista ya está al otro lado del muro. El artista y la modelo (2012). Imagen: Alta Films.
Niños, adolescentes rebeldes, nazis de postín, potentados varios… El cine les quiere. El cine es suyo. Y como casi todo el cine, también el que baila —pegado o no— con la autoaniquilación es una versión distorsionada de la realidad. Según la OMS, las tasas de suicidio entre los ancianos son las más altas. Con diferencia. Pero, seamos francos, las películas sobre abuelos suicidas cotizan muy a la baja en taquilla. Dentro de la fábrica de sueños, para que ese provecto acto de pequeña anticipación a la parca despierte un cierto interés conviene, entre otras cosas, revestirlo de romanticismo y espíritu quijotesco. Que, por ejemplo, El artista y la modelo sean Jean Rochefort y Aida Folch, escultor desencantado y decrépito y fugitiva de un campo de concentración que se come la vida con los ojos. A Rochefort ya se le suicidó la mujer cuando era El marido de la peluquera, y ahora, en otra época, en otro lugar, puede llegar a entender las razones de Anna Galiena. Galiena temía el día en que el amor se acabara. Sabía o creía que no iba a soportarlo. El escultor entiende que nunca más sus manos esculpirán la belleza, nunca más volverá a sentir lo que siente ahora al inmortalizar la desnudez. Paladea cada palabra que intercambia con su maniquí, que es también su último amor, aunque platónico, aunque fugaz, e intenta conservar en la memoria cada curva de un cuerpo que florece mientras el suyo hace tiempo que vive de prestado. Pero a veces a la fuerza ahorcan. El escritor Mick Boyle se va de spa renacentista con su camarada Fred Ballinger en busca de La juventud perdida. El esteta Paolo Sorrentino los rodea de placeres para la vista, el tacto y el paladar, pero el alma, ay, el alma… Los amigos se confiesan, admiten que los recuerdos empiezan a desvanecerse, que están tan difusos como el poco futuro que les queda. Y, aun así, Mick prefiere aferrarse a la vida pergeñando su penúltima película. Hasta que la verdad desagradable asoma; la televisión mató al guionista y abdujo a la estrella de cine. No habrá penúltima película para Mick.
Al menos Mick Boyle y el Marc Cros de Fernando Trueba tenían su obra, tenían un legado. Se marcharían, como todos, pero ellos lo harían entre aplausos. Otros veteranos del vivir abandonan los asuntos terrenales solo con la pena y la nada, sin gloria. La gloria y el legado de Brooks Hatlen estaban entre rejas. Y entre rejas debería haber muerto. Por algo Stephen King le había condenado a Cadena perpetua. Pero ni la vida ni el tribunal de la condicional entienden de líneas rectas, sí de bromas crueles. En el apogeo de su sabiduría carcelaria le mandan de una patada al mundo extramuros de la prisión con la misma maleta con la que llegó a la estatal de Shawshank y un «vale por un trabajillo en el supermercado». Después de cincuenta años encerrado, «institucionalizado», nos explica Morgan Freeman en su tono proverbial, la calle es la cárcel. Es en la calle donde aguardan amenazas desconocidas, soledad, faltas de respeto. Un pez fuera del agua. Con un «Brooks estuvo aquí» y un trozo de cuerda bien ajustado al cuello pone fin a esa farsa no prevista. La desasosegante sensación de no pertenecer, de no encajar, de ser una antigüedad tirada al lado del contenedor de basura se lleva por delante a Brooks. El mismo sentimiento termina por abrirle los ojos a Luigi Nocello, atrapado en un pasado mejor ahora flanqueado por dos rascacielos que parecen gritarle cada día Adiós al macho; al macho de antaño, al caballero de lanza en astillero, buenos días/buenas noches y visita diaria al limpiabotas. Su casa se va haciendo más y más pequeña entre los monumentos de acero y cristal del mundo moderno. Él también se va haciendo más y más pequeño. El futuro de esta Nueva York de moral indescifrable que parece tomada por discípulos totalitarios de la familia Manson no es para él. Plano de unos zapatos que no brillan balanceándose a la sombra del único árbol en kilómetros a la redonda. Don Luigi estuvo aquí. Ningún hombre debería ver nacer una distopía.
Errando el tiro
Aurore Interligator experimenta con la Ley de Murphy. Delicatessen (1991). Imagen: UGC / Hachette Première.
Un pequeño desvío hacia el casi cine de las series 2.0 para escuchar los lamentos de Twisty, el payaso desfigurado de American Horror Story: Freak Show: «Soy tan idiota que no puedo ni matarme». Resultado de su tentativa, ausencia de mandíbula inferior y activación de la glándula psicopática. Si no fuera un Miura de metro noventa, ciento cincuenta kilos y bolsa de objetos punzantes al cinto, nos quedaríamos a contemplar su patetismo. Pero conviene salir por pies. La línea que separa la teórica nobleza del suicidio del summum del fracaso personal es fina como un encefalograma. Sin recursos homicidas, Aurore Interligator se da de bruces contra la penosa estampa del que quiere y no puede. No desea seguir ni un minuto más dentro de la ópera prima de Jean-Pierre Jeunet. Cuando los vecinos follan como animales los muelles de la cama atormentan su soledad, hay hombres-rata avanzando por los conductos de ventilación y, aunque nadie lo dice, todo el mundo sabe que las Delicatessen de la tienda de abajo no son ni de origen vegetal ni de origen animal. Aurore, como Don Luigi, no puede más con la distopía. Se intenta electrocutar en la bañera y solo consigue mojar su mejor lámpara, conjura un cóctel de horca, fusilamiento, barbitúricos, incineración y cámara de gas para acabar con poco más que un chichón en la cabeza y otro algo más grande en el orgullo. Quizá, después de todo, exista un dios en el posapocalipsis amarillento de Jeunet. Pobre señorita Interligator. Ni sirve para matarse ni su historia tiene mayor trascendencia para la película en la que vive. Es cómica, o tragicómica, pero ni más ni menos que el resto de los habitantes de Calle de la Alegoría Nazi, sin número. Su sino no es tan diferente del de Guillermo Montesinos, que se lamenta cada día que Amanece (que no es poco) de no haber podido consumar la autoinmolación. ¡Nada! ¡Que todos los camiones le esquivan! Y el día menos pensado va a haber una desgracia.
En otras manos más entrenadas en darle al público lo que quiere, los tres suicidios de Aurore serían la mejor materia prima para el juego favorito de Hollywood; la comedia dramática. Fe, esperanza, caridad y nominaciones a los Óscar. Gusta la redención en los estudios de cine de Tinseltown, al fin y al cabo, esto ha sido y será siempre un negocio judeocristiano. Por eso, cuando nos colocan delante el rictus neutro de Steve Carell y sus muñecas vendadas, casi podemos adelantar que acompañar a su pizpireta sobrina en la pelea por el trono de Pequeña Miss Sunshine le va A devolver por la vía rápida al mundo de los vivos. Las familias disfuncionales —entrañable y moderadamente disfuncionales— rehabilitan al más pintado y la familia de Carell es un cliché on the road. El ama de casa superada por una vida que no eligió, el marido «perdedor» empeñado en hacer de sus hijos puros «ganadores», un adolescente a dos broncas paternas de entrar en el instituto escopeta en ristre, que no falte el suegro gruñón, y, por supuesto, esa cría con un entusiasmo a prueba de «los reyes son los padres». Una fórmula magistral de venta en las mejores farmacias del paseo de la Fama. Allí se abastece cualquier aprendiz de Wes Anderson que disponga de diez millones de dólares para gastar en la película indie de la temporada. Del propio Anderson aprendemos que vivir con Los Tenenbaums, puede conducirte al suicidio tanto como rescatarte de él cuando te das cuenta de que la vida iba muy en serio y de que nadie, ni siquiera Luke Wilson, puede vivir de las glorias tenísticas de su juventud sin terminar al borde del abismo. Craig Johnson, discípulo aventajado de los Anderson, Solondz, Baumbach et al., tomó nota de los maestros de la disfunción existencial para imaginar a los mellizos Milo y Maggie Dean, The Skeleton Twins, que sobreviven el mismo día a sendos intentos de suicidio y dan buena cuenta de la insoportable (pero cachonda) levedad del treintañero perdido dentro de su cabeza. El mensaje, siempre similar, el sermón de la montaña para profesionales liberales. Aunque parezca que no, la vida merece la pena, y si se vive entre gente más jodida que tú hay esperanza.
Las variables del evangelio 2.0, «… y Jesús les dijo: No os suicidéis», son infinitas. Las más agradecidas, los relatos de todos los Holden Caulfield del mañana. Cantos de rebelión adolescente (o posadolescente) diseñados con escuadra y cartabón para dar voz a una generación entera (quiera o no esa generación que alguien le dé voz). Morir un poco para nacer mejor, o convertida en estandarte de la generación X, fue la tarea que el mercenario James Mangold le impuso a Winona Ryder. Ver su Inocencia interrumpida por un frasco de pastillas para descubrir que en el Hospital Claymore la vida puede ser maravillosa. Mangold convierte la novela confesional de Susanna Kaysen en el Campamento Krusty para niñas bien con un tornillo de menos. Corría el año 67 cuando Susanna cruzó las puertas del Claymore. Cuarenta años la separaron del reinado en Tumblr: «Tres modelos de gafas de sol para un brunch de alprazolam en el patio de la clínica». «¿Te vas a suicidar y no sabes qué ponerte?». Internet y la red social han puesto de manifiesto Las ventajas de ser un marginado, ventajas que el imberbe Charlie no alcanza a comprender hasta que un par de marginados como él, más curtidos, más «en la onda», le cambian su rutina autolítica por un tratamiento intensivo de fiestas y new wave. Charlie no estaba marginado, estaba sin agenda.
Es necesario volver a la vieja Europa para encontrar historias de semisuicidio y redención que no serían del agrado de Walt Disney ni de la MTV (tanto monta…). En Alemania, por la rama turca de la hermandad aria, Fatih Akin se abonó a la crudeza de las relaciones tempestuosas para plantear una cuestión de psicología básica (y de primeros auxilios): ¿Puede un náufrago sostener a otro en alta mar? La razón nos dice que ambos acabarán ahogados, pero Akin prueba con una tercera vía. Cruza a un cuarentón que acaba de estrellar su coche (y a él mismo) Contra la pared y a una veinteañera que se ha abierto las venas para que entre en ellas el aire que le niegan en el claustro familiar. Las unidades de agudos de los psiquiátricos forjan extrañas alianzas, y esta llevará a Cahit y a Seref a un matrimonio de conveniencia. Libertad a cambio de compañía. Lo que el litio ha unido, que no lo separe el hombre. El amor bajo la tormenta salva vidas. Salva estas vidas. A pesar de que Wilbur se quiere suicidar, y lo intenta, y casi lo consigue, el amor por el hermano que se muere y la responsabilidad moral de cuidar del retoño que este deja atrás serán lo que le hagan desistir de su empeño. Ya distanciada del corsé Dogma 95, Lone Scherfig imprime un fondo similar al de Pequeña Miss Sunshine, pero la salsa agria danesa, el mutismo generalizado y el frío la alejan del exceso de glucosa. Wilbur sobrevive, herido, más fuerte, con menos pájaros en la cabeza. O con otro tipo de pájaros. Porque la vida sí es así.
Los que quedan atrás
La cara de Philip lo dice todo. ¿Ahora qué? Con amor, Liza (2002). Imagen: Sony Pictures.
Sí, la vida es así. Azarosa y a la vez predecible. Wilbur escapó de sus propias garras, pero de no haberlo hecho quedarían atrás, aquí, algunas lágrimas, dolor y muy pocas respuestas. O el shock. O la cara de acelga de Philip Seymour Hoffman, que no se atreve a abrir ese sobre que su mujer firmó con un Love Liza. Por ahora prefiere entregarse a los aviones a control remoto y a los vapores de la gasolina. Cualquier cosa antes que enfrentarse al contenido de la carta. Para los que entierran al suicida, para todos esos que el suicida «aniquila» junto con él mismo, el cóctel de emociones es de tal graduación que se impone la huida hacia adelante. Culpa, tristeza, rabia. Y preguntas. Muchas preguntas. Todd Louiso ilustra esta calma tensa con una rutina, la de Seymour Hoffman, en la que todo parece ir más despacio. El mundo se ha detenido, o a lo sumo gira desenfocado a su alrededor. El ruido blanco antes del duelo.
En casa de los Weston, en pleno mes de Agosto, la herencia del suicidio paterno no es tan calma. El patriarca ha dejado atrás, como todos, culpa, tristeza, rabia y preguntas sin responder, pero esta casa de campo de Oklahoma esconde además secretos inconfesables, odios subterráneos (o no tan subterráneos) y agravios comparativos en cada rincón. La mecha emocional serpentea sobre un polvorín que va a saltar por los aires más pronto que tarde. Al duelo por la catarsis, a la reconciliación por el paroxismo del reproche reconcentrado. El duelo interpretativo entre Julia Roberts y Meryl Streep, hija y madre, se traslada a la alfombra; ring improvisado donde dirimir rencillas a torta limpia y tirones de pelo. Guardar las apariencias, y las formas, no siempre es lo más saludable. La bilis mejor fuera que dentro.
El suicidio se paga
Escuadrón suicida (a la manera de Sundance).
Dante Alighieri mandó a los suicidas al Segundo Giro del Séptimo Círculo del Infierno. Allí son convertidos en árboles y martirizados ad eternum por las harpías. No hay posibilidad de redención. En la mitología china, sin embargo, la redención es factible. El suicida debe morar en el Décimo Cuarto Nivel del Infierno durante casi un trillón de años. Después, si le quedan ganas, puede salvarse. De una forma u otra, Dante, el Antiguo Testamento o las torturas del más allá chino son coartadas para introducir en el contexto del terror seres demoníacos en busca de venganza. Es el género que más se beneficia del destino infernal del suicida. Encontramos noticias de almas en pena (y muy cabreadas) en el Expediente Warren, acongojando al personal en El bosque de los suicidas, o raptando niñas y haciéndose pasar por su Mamá. Aquí el suicidio no pasa de recurso, en general barato, que incorporar al kit del guionista en apuros.
En clave de sermón dominical, Robin Williams vagabundea Más allá de los sueños en busca de su mujer. Presa de la depresión y de la ausencia de Robin, occiso en un accidente de tráfico, ella ha decidido cruzar al otro lado. A sabiendas o no, termina confinada (y algo catatónica) en un averno donde los suicidas y el resto de pecadores no se reconocen a sí mismos ni a los demás. Contra todo pronóstico, la película de Vincent Ward es de las pocas galardonadas con un Óscar (a los mejores efectos visuales) de entre todas las glosadas hasta aquí. Y hay que admitirlo, ese cruce entre las pesadillas góticas de Tim Burton y los cardados de Robert Smith que colorean el sermón dominical de Ward es notable.
Menos vistoso pero mucho más original (e incluso apetecible/deseable) es el purgatorio por el que los Wristcutters —«Los que se cortan las venas», en román paladino— tienen que vagar para encontrar respuestas y una salida. Solo se exige un requisito para aterrizar en esta ruta 66 de los suicidas; hay que matarse por amor. O por desamor. Si se cumple el trámite, allí nos espera Tom Waits con su traje beige. Y ese sí parece un buen motivo para aprender a volar desde la azotea de un rascacielos.
Y al final… el cine que se suicida
Alain Leroy contempla su futuro. El fuego fatuo (1963). Imagen: Nouvelles Editions du Films.
Con un Buenas noches, madre, Sissy Spacek hace mutis por su habitación, revólver en mano. Las últimas horas de vida las ha dedicado a hacer listas de asuntos que quedarán por resolver —y que tendrán que resolver otros— y a transmitirle a Anne Bancroft todas y cada una de las razones que la han llevado a tomar la decisión de volarse la cabeza con el arma que su padre les legó. Se lo ha explicado desde la calma, desde el más absoluto convencimiento de que morir es lo que desea. Epiléptica, en paro (y con pocas expectativas de encontrar un trabajo decente), separada de un marido negligente y cansada de bregar con el bala perdida de su hijo, está Jessie Cates, su historia, que antes se paseó por Broadway, ilustra una de las escasas ocasiones en las que el cine no ha tratado de convertir al suicida en un perturbado, en alguien que no es dueño de sus actos, un desequilibrado que en realidad no discierne entre lo que quiere y lo que no quiere. Cine sin esperanza. No está escrito en ningún memorando del séptimo arte que las películas tengan como finalidad hacernos sentir mejor con nosotros mismos. Eso está escrito, en todo caso, en algún memorando sobre el recorrido comercial de una obra.
La adaptación de 'night Mother se pegó un señor batacazo en la taquilla y convenció al midas Aaron Spelling de dejar los experimentos para la gaseosa y los futuros cachorros de Sundance. Pero este era, sin duda, el camino a seguir si el autor, o el cineasta, pretendían ser honestos con los personajes que habían creado. Si querían darles voz sin contaminar su mensaje con trenes de pensamiento que no eran los suyos ni guiños/giros finales que traicionan la memoria del atormentado caído. Un revólver, una conversación, un disparo. Nada más. Una resaca de campeonato, un deambular por París en busca de un solo motivo para retrasar la combustión de El fuego fatuo, un disparo. Tampoco hay nada más para ese burguesito alcohólico y arruinado que Louis Malle tomó prestado de Pierre Drieu La Rochelle e inmortalizó en solemne blanco y negro. Para La Rochelle «el suicidio es un acto. El acto de aquellos que no han sido capaces de alcanzar otras metas». Años después de esa cita seguiría los pasos de su (no tan) ficticio Alain Leroy sin contarnos cuáles fueron las metas que no pudo alcanzar. Nos dejó el regusto metálico en el paladar y la constancia de que, aunque hay cosas que preferimos no saber, esta es la única comunión entre cine y suicidio que asume todas las consecuencias.
Nadie está solo cuando está en riesgo. Si eres menor puedes buscar ayuda en este teléfono gratuito de la Fundación ANAR (900 202 010). Si eres adulto, este es el teléfono de la esperanza (número de atención en crisis, 902 500 002).
La entrada Cine y suicidio: de Thelma y Louise a La Rochelle aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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