Saturday, July 1, 2017

Jot Down Cultural Magazine: El dios, la leyenda, el rey sin corona

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El dios, la leyenda, el rey sin corona
Jul 1st 2017, 06:31, by Jorge Decarlini

Zlatan Ibrahimovic (Manchester United). Foto: Cordon.

Zlatan Ibrahimovic es, en resumidas cuentas, un sinvergüenza. Si no fuera uno de los mejores futbolistas de los últimos tiempos, apenas costaría visualizarlo como trilero en el corazón de alguna urbe. Embaucando a turistas con el cuello de su chándal blanco alzado, el chapurreo de las palabras precisas en varios idiomas, y muchos aspavientos. Preguntando, con una cadencia altanera, dónde está la bolita. Sonriendo lo justo para dejar al descubierto un diente de oro. No me digan que no se lo imaginan.

Tan golfo era que saqueaba supermercados ocasionalmente y robaba bicicletas con pertinacia. Más crecidito, convocó a toda la prensa deportiva mundial, que acudió creyendo que desvelaría su futuro y se encontró con la presentación de su marca de ropa. Jugada perfecta para Zlatan: publicidad gratuita utilizando a los que tanto le hicieron sentirse utilizado. Días después, comunicó que fichaba por el Manchester United a través de Twitter. Un lugar donde cualquiera puede entrecomillar la primera majadería que se le ocurra, atribuírsela a Ibrahimovic, y sentarse a esperar los retuits. Nunca falla. Y mira que no es necesario inventar, porque en su repertorio de frases (reales) cabe todo. Por ejemplo, la que se lee en su barrio natal: «Puedes sacar a un chaval de Rosengård, pero nunca sacarás a Rosengård de él». Está escrita en un túnel, el mismo que de niño evitaba porque allí atracaron a su padre. Le agujerearon un pulmón.

Ibrahimovic nació en Malmö, la tercera ciudad más grande de Suecia. Su madre, croata, se casó con su padre, bosnio, para que obtuviera el permiso de residencia. Se divorciaron cuando tenía dos años. Rosengård es un barrio conflictivo, de esos que lo son sin concesiones ni paliativos. Sus habitantes son inmigrantes llegados de la antigua Yugoslavia, Líbano, Irak o Somalia, o de cualquier otro sitio, por lo que allí conviven (o no) diferentes costumbres, idiomas y religiones. Poca broma. La clase de barrio pobre que nunca atrae portadas. Salvo en 2008, claro, cuando el cierre de una mezquita originó los mayores disturbios que se recuerdan en el país escandinavo.

La madre de Ibrahimovic limpiaba casas durante tantas horas que no podía atender la suya. Aquel techo cobijó una hija drogadicta y el trapicheo de objetos robados, y los servicios sociales le quitaron la custodia de Zlatan. Él, con diecisiete años y sin ser siquiera profesional, la ayudó para que dejara el trabajo. Su nivel de sueco era tan malo que, cuando vio que la cara de su hijo abría los telediarios, imaginó una desgracia. Él tuvo que explicarle que acababa de fichar por el Ajax. Su padre, en cambio, pasó de ser el tipo divertido de los fines de semana al encargado de mantenimiento que solo escuchaba música yugoslava, veía por televisión las noticias de la guerra y bebía para olvidarlas. Al pequeño Zlatan lo mantuvieron al margen de cosas como la limpieza étnica en Bijeljina, pero sus familiares vestían luto.

La idea de Rosengård como gueto para Ibrahimovic se refuerza con un dato: no pisó el centro de Malmö hasta los dieciséis años. Cuando el fútbol le permitió conocer a otros chavales, no compartían ningún referente. Zlatan no sabía qué jugadores integraban la selección nacional, ni quién era el presentador más famoso de la televisión sueca. Él se fijaba en los brasileños, e imitaba compulsivamente sus trucos en una explanada. Por aquel entonces era bajito, y su empecinamiento con los regates le hacía destacar. El clásico bueno asqueroso que no se la pasa a nadie, en definitiva. Cuando pegó el estirón y se puso en 1.95, la mezcla fue explosiva. Los entrenadores y los padres de los demás chiquillos criticaban su individualismo, y duraba muy poco en los equipos. También influía ser una joyita en el vestuario, donde se entretenía insultando y robando a sus compañeros. En el colegio, igual o peor.

Su padre era depresivo, terco y creía que la nevera solo podía alojar latas de cerveza. Él se las tenía que apañar como pudiera. Para llegar a los lejanos campos de entrenamiento, Zlatan robaba bicicletas. En realidad, también lo hacía cuando no tenía que ir a ningún sitio. Porque sí, igual que tirar huevos por la calle. Entró en las categorías inferiores del Malmö FF, uno de los grandes. Seguía sin pasarla, daba cabezazos a rivales, gesticulaba y protestaba a los árbitros. La rabia se le escapaba por los poros. Lo mandaron al banquillo, y meditó dejarlo. Siempre podía dedicarse al taekwondo (algo le quedó, como demostraría la patada a otro artista llamado Cassano). Nadie creía en su fútbol. Hasta que, contra todo pronóstico, Roland Andersson vio entrenar al filial y le dijo que ya era hora de jugar con los mayores.

El Malmö llevaba seis décadas sin descender cuando Ibrahimovic debutó. Él, lejos de entristecerse, estaba orgulloso. Tenía diecisiete años, y aunque apenas había disputado minutos sueltos, ya lo reconocían por la calle. Firmaba autógrafos. Gastó su primer sueldo en un curso intensivo del carné de conducir, y en lugar de seguir robando vehículos con sus amigos (que pasaron de las bicis a los coches), soñaba con comprarse un Lamborghini Diablo. Lila, para más señas. Pero sobre todo era feliz porque su padre abandonó la indiferencia absoluta y fue a verlo entrenar. Cambió una obsesión por otra, guerra por Zlatan. Asistía a los partidos y coleccionaba cada recorte de prensa. Porque Ibrahimovic empezó a hacerse famoso. Bueno, todo lo famoso que puede hacerse uno en la segunda división sueca. Pero los periodistas ya olían sangre en sus chulescas declaraciones, los aficionados lo amaban y su rendimiento atraía a elegantes ojeadores extranjeros que cantaban en los humildes campos suecos como un secreta en una boda gitana. Eso sí, había algo invariable. Los compañeros, tipos con años de experiencia, reprobaban sus regates y malabares. Más que marcar, lo que necesitaba era humillar al rival, y solo Fabio Capello lograría borrarle esa idea años después. El capitán del Malmö criticó que, sin serlo, se creyera la estrella del equipo. Bueno, luego sí que lo sería. Fugazmente. Porque cuando ascendieron, Ibrahimovic puso rumbo a Ámsterdam.

Antes pudo ir al Arsenal, incluso se sentó en el despacho de Arsène Wenger. Y en una concentración invernal, Leo Beenhakker viajó a La Manga expresamente para ficharle. A Zlatan, al mismo niñato que poco antes sobraba en el equipo juvenil. Beenhakker sabía que era un chico problemático, pero se enamoró y fue con todo. Pagó nueve millones de euros, récord para el club neerlandés. El Ajax, que poco antes había ganado la Liga de Campeones con una generación inolvidable, llevaba tres temporadas sin títulos. En su presentación, la primera pregunta fue qué clase de jugador era. Pese a su figura espigada, respondió que uno muy técnico. Luego sonrió.

Zlatan Ibrahimovic (Ajax) y Eduardo «Toto» Berrizo (Celta de Vigo), 2003. Foto: Paul Vreeker / Cordon.

El primer año salió torcido. Ibrahimovic vivía solo en un pueblecito cerca de Ámsterdam, no se adaptaba y, cada vez que podía, se escapaba a Malmö a hacer el gilipollas con sus amigos. Tirar fuegos artificiales a las casas o poner su nuevo Porsche a casi trescientos kilómetros por hora, esa clase de cosas. Comenzaba a ser una estrella mediática en Suecia, el chico malo que se enfrentaba a la prensa. Pero los escándalos no ayudaban. Tampoco la suspensión de cinco partidos por endiñarle a un rival un codazo brutal, marca de la casa. Cómo iría la temporada, que otro recién llegado como el egipcio Mido, un majarón que luego deambularía por varios equipos, parecía el delantero bueno y equilibrado. El Ajax ganó la liga, el primer título de su carrera, pero apenas contribuyó. Es más, aparecía en todas las quinielas para ser traspasado. El público llegó a pedirle a Koeman que sacara a Nikos Machlas, el tercer delantero, cuando él jugaba. El fichaje más caro de la historia era también el mayor fracaso.

Finalmente se quedó, y todo cambió tras marcar dos goles en Champions. El mito Van Basten le aconsejaba y Jari Litmanen había regresado. El finlandés venía de vuelta y no necesitaba destacar para lograr un contrato en el extranjero, así que siempre se la pasaba. La vida era más sencilla para Zlatan, ya indiscutible. Mido no se tomó bien la suplencia y le tiró a la cara unas tijeras en el vestuario. Casi lo mata, aunque salió ileso para disputar la Eurocopa de 2002. Contra Italia dejó un gol inolvidable al resolver un barullo alzando el tacón por encima de su cabeza. Otro se lo habría descoyuntado, pero el resultado fue una vaselina imposible que superó a Buffon y a Vieri.

Suecia quedó eliminada por penaltis ante Holanda. Poco después, disputaron un amistoso. Y los suecos, que serán muy suecos pero también tienen mala hostia, se vengaron repartiendo flojo y fuerte. Ibrahimovic el primero, claro. Antes de dar una asistencia, pisó al joven Van der Vaart, a la sazón capitán del Ajax, con el que se llevaba regular. Tanto el lesionado como la prensa aseguraron que fue voluntario, y montaron el enésimo revuelo. El vestuario se dividió. Además, su nuevo agente, Mino Raiola (que daría para otro artículo), le transmitió un posible interés de la Juventus.

El Amsterdam Arena se decantó por el compatriota, por el niño bonito. Abucheos para él y aplausos para Van der Vaart, lesionado en la grada. En ese partido, Ibrahimovic anotó dos tantos que apenas celebró. Luego, la magia. El gol que lo catapultó a la fama y que, a día de hoy, aún es su jugada más célebre. Recibió de espaldas, evitó un despeje y empezó a esquivar rivales. Uno, luego otro, uno que volvía a por más, y uno nuevo. Ni concibió pasarla. También habría driblado a todos los periodistas sensacionalistas, a los que le negaron el sueño de ser futbolista y hasta a los ancestros de Van der Vaart. Finalmente, sentó al portero y la coló con la zurda. El público se volvió loco, Koeman aplaudía. Si aquello no era digno de Maradona, sí de alguien con veinte centímetros menos. Ibrahimovic liberó su furia corriendo por todo el campo, poseído por la obra de arte que acababa de materializar. Fue su forma de decirles que ahí se quedaban, que en Turín le esperaba uno de los mejores equipos del mundo.

De niño, Ibrahimovic abandonó una clase de italiano gritándole a la profesora que ya aprendería el idioma cuando jugara en la Serie A. Estaba obsesionado con la liga donde jugaban sus ídolos. Y con veinticuatro años, lo había conseguido. Allí esperaba Capello, el sargento de hierro, que lo transformó. Hizo que olvidara el estilo Ajax y sus pamplinas, más efectistas que efectivas. Allí había que trabajar duro y marcar goles. Por primera vez le controlaban la alimentación, y Capello no entendía cómo nunca había levantado una pesa. Ganó corpulencia, mantenía la clase, sacó un gran disparo y desarrolló un instinto asesino en el área. Se convirtió en un futbolista espectacular. Pasó a ser Ibra, a secas, o Ibracadabra. Seguía respondiendo con agresiones a las provocaciones rivales, pero fue un año feliz. Lo eligieron mejor jugador de la Juve y extranjero del año. Ganó su primer Scudetto. Era increíble. Tanto, que olvidó las fortísimas discusiones con su padre alcohólico y se emborrachó por primera vez gracias a los chupitos que David Trezeguet le exhortaba a tomar.

Zlatan Ibrahimovic (Juventus) celebra un gol con Fabio Cannavaro, 2006. Foto: Tony Gentile / Cordon.

Nike construyó una pista de fútbol (Zlatan Court) en la explanada donde soñaba con ser brasileño. Cuando la inauguró, el barrio entero se echó a la calle. Todos querían ver a su ídolo, el tipo que salió de aquel rincón para poner el mundo a sus pies. El que acababa de ganar la liga italiana, y que repetiría al año siguiente. No obstante, ambos campeonatos quedarían invalidados cuando, en 2006, el fútbol italiano saltó por los aires. El Calciopoli afectó a varios equipos, pero a ninguno como la Juventus, que además sumó otros escándalos. No solo le quitaron las ligas, también lo descendieron. El éxodo fue inmediato, pero Ibrahimovic jugó el Mundial y, al regresar, no le dejaban irse. Deschamps, el nuevo entrenador, quería retenerlo a toda costa. Tuvo que negarse a jugar un amistoso para que entendiera que no iba de farol, que en Serie B iba a quedarse un guardia. Finalmente, Mino Raiola se inventó un mini derby della Madonnina, una puja entre Inter y Milán. Moratti contra Berlusconi. Los rojinegros eran mucho mejores, jugaban finales de Champions y su equipo asustaba, pero le dijeron que sería uno más a la sombra de Kaká. Y a Ibrahimovic esas cosas nunca le han sentado bien. Así que eligió al Inter, enemigo íntimo de la Juventus (como media Italia, dicho sea de paso) que llevaba diecisiete años sin ganar la liga.

Zlatan arribaría al Giuseppe Meazza (que no a San Siro) para hacer algo nuevo en su carrera: erigirse en líder. Aquel grupo contaba con excelentes jugadores y con varias vacas sagradas, pero el sueco olía a triunfo y el vestuario interista apestaba a fracaso. Las tres uefas noventeras quedaban ya muy lejos, y el último título doméstico se remontaba a los ochenta. Ibra empezó con buen pie, pero algo le escamaba. No entendía que el dueño otorgara una prima por cada victoria. Un día se plantó en su despacho, y le dijo que ya les pagaba por hacer su trabajo. Que se guardase los premios para cuando ganasen algo. Moratti, el propietario acostumbrado a tratar con estrellas mundiales, obedeció. A Zlatan también le molestaban los grupos: argentinos por un lado, brasileños por otro, y el resto en terreno de nadie. Propuso comer juntos, que la comunicación fluyese. Moratti, de nuevo, hizo suyo su discurso. Y Mancini fue conjuntando al equipo. En esa etapa interista, que duró tres años, Ibrahimovic jugó el mejor fútbol de su carrera. Con un físico en plenitud, y con un pie que ora dirigía obuses a la portería, ora acariciaba el esférico con impecable suavidad, sus partidos eran un acontecimiento. No ya por los goles, que también, sino porque en cualquier momento dejaba un gesto único, un recurso técnico impensable. Aquella primera temporada, el Inter salió campeón.

También lo hizo en la segunda. Con suspense, eso sí. Lideraban la tabla, pero Ibrahimovic se lesionó. El equipo malgastó la ventaja y acecharon los fantasmas de campeonatos perdidos. Mancini anunció su marcha, aunque se retractó. Ibra, que ya había inyectado demasiados calmantes a su rodilla, lo veía desde casa. Le sustituyó un diamante en bruto llamado Mario Balotelli. En la última jornada, la Roma aspiraba al título. Zlatan no estaba recuperado, y la Eurocopa se veía en el horizonte, pero le rogaron que viajara a Parma para ser suplente. En la segunda parte, los romanos vencían en Catania y eran campeones. Mancini, desesperado, metió a Ibrahimovic. Y le bastaron nueve minutos para zafarse de un defensa y lanzar desde fuera del área un tiro que entró pegado al palo. Todo el equipo se abalanzó sobre él, empezando por un Balotelli que todavía celebraba los goles. Poco después, el sueco repitió tras un centro de Maicon. Otro Scudetto. Regreso triunfal de un tipo que le cambió la cara al Inter. Vini, vidi, vici. No obstante, el amago de dimisión de Mancini dejó a Moratti con los cuernos tan quemados que lo despidió, y propició un momento crucial para Ibra: conocer a José Mourinho.

Comenzó la Eurocopa con goles ante Grecia y España, pero su rodilla dijo basta. Tuvo que parar, por más que deseara devolverle a Suecia el cariño mostrado eligiéndole mejor deportista del país en una votación popular. Lloró como un bebé al oír su nombre en la ceremonia. Pese a sus orígenes, pese a que convertían en escándalo cada anécdota, ahí estaba. El pueblo sueco aceptándolo como uno de los suyos. Como uno de los mejores. De regreso al Inter, el flechazo con Mourinho fue inmediato. Ibra lo define como alguien por el que daría su vida. Ahí es nada. Se respetaron desde el inicio, el portugués supo motivarlo alternando la cal y la arena, y él marcó más goles que nunca. Tantos, que se estrenó como capocannoniere, aunque lo hizo a la manera Zlatan: en la última jornada y con un taconazo más propio de su infancia que de la Serie A. Era lo único en juego, ya que aseguraron el título mucho antes. El tercero consecutivo para un club en el que, hasta su llegada, nadie recordaba qué cajón guardaba la llave de las vitrinas.

Ibrahimovic es un hombre récord. Enlazar trece campeonatos ligueros en catorce años, repartidos en diferentes equipos y países, es una cosa muy seria. Eso sí, en los torneos internacionales su suerte varía. Es cierto que en su palmarés hay una Supercopa de Europa y un Mundial de clubes, pero no basta (pequeña digresión personal: los torneos que empiezan y terminan el mismo día, o la misma semana, no son comparables al resto). Ha ganado mucho, muchísimo, más de treinta títulos. Pero una obsesión le persigue: la Liga de Campeones. Incluso sacrificó la gloria en el Inter para fichar por el equipo que aún celebraba la anterior, el Fútbol Club Barcelona. Así se lo comunicó a Mourinho, que no pudo retenerlo. Eso sí, le advirtió que no podría cumplir su sueño.  ¿La razón? Muy simple. Pensaba ganarla él.

Zlatan Ibrahimovic, Pep Guardiola y José Mourinho, 2010. Foto: Anan Sesa / Cordon.

En Barcelona volvía a ser el fichaje más caro de la historia de un club, la guinda perfecta para un equipo campeón. Moratti cedió cuando Laporta pagó más que el Real Madrid al Milán por Kaká. Así, el acuerdo se cerró en cuarenta y seis millones más el pase de Samuel Eto'o, valorado en otros veinte. Las cosas de los equipos ricos, que no se contentan con tener una estrella si pueden conseguir otra mayor. Pero Zlatan, pese a que arrancó bien y decidió el partido contra el Madrid, no encajó. Cuenta que Can Barça es como un colegio, y que Messi, Xavi e Iniesta, aparte de ser buenísimos, lo interiorizaron desde críos. Él trató de adaptarse, no decía una palabra más alta que otra, parecía un angelito y hasta sus allegados lo veían triste. Asegura que Messi no estaba cómodo en la banda y pidió a Pep centrar su posición. Guardiola aceptó, escoró a Ibra, y el rosarino volvía a marcar goles. El sueco allí no rendía, ni destacaba, y también habló con el entrenador. Desde ese día, según su versión, Pep deja de dirigirle la palabra. «Si yo entraba en una habitación, él salía». Le acusa de no tener carisma ni capacidad para manejar a gente con personalidad.

Ibra describe otra reunión al verano siguiente. Guardiola le invitaba a irse, pero con evasivas. De nuevo lo que más le molestaba: que no fuera de frente. Como a tocapelotas no le gana nadie, a pesar de que ya negociaba con el Milán, les dijo a Rosell y Bartomeu que únicamente iría a un equipo: el Real Madrid, que había firmado al entrenador por el que daría la vida. Ambos palidecieron. El fichaje más caro de la historia era una patata caliente para la nueva directiva, que tenía que respaldar a Guardiola. Así, terminaron vendiéndoselo al Milán por cincuenta millones menos de su coste. Ibrahimovic dejó el Barcelona tras lograr una Liga, por supuesto, pero no la Champions. A estas alturas, ya imaginan quién la ganó, ¿no? Efectivamente, el Inter. El cabrón de Mourinho, que antes de irse firmó un triplete histórico en Italia. Pero ahí no acaba la cosa. El Barcelona, el equipo con el que hizo la pretemporada, ganaría la siguiente. Ibra la acechaba, pero la orejona lo regateaba como él a los niños de su barrio.

Si el Milán tenía un equipazo, la delantera ya parecía hecha con el Football Manager. Ibra, Robinho, Pato, Ronaldinho, Inzaghi, luego llegó Cassano… Una locura. Aun así, el equipo llevaba siete temporadas sin ganar un scudetto, y los pesos pesados del vestuario transmitieron a Ibra que lo necesitaban, como su rival ciudadano años atrás. En el acto de presentación prometió a la hinchada un título liguero. Zlatan volvió a ser Zlatan, ni rastro de aquel tipo reprimido de Barcelona. Para lo bueno (marcar goles), y para lo malo (hacer que lo expulsaran). Le cayó una sanción durante varias jornadas, pero disputó el último partido contra la Roma. Les valió un empate. Otra liga italiana, seis de seis. Había cumplido su promesa. Al año siguiente, no repitieron por cuatro puntos. Pero eso sí, batió su récord liguero con veintiocho tantos. Volvió a ser máximo goleador. Y ahí fue cuando Nasser Al-Khelaifi se cruzó en su camino.

La idea parecía sencilla: usar los petrodólares para convertir al Paris Saint-Germain en el mejor equipo de Europa. Del Milán ficharon a Ibrahimovic y a Thiago Silva, que se pusieron a las órdenes de Ancelotti junto a otros futbolistas que tampoco habían planeado jugar allí. Ibra sentenció: «No conozco la liga francesa, pero la liga francesa me conoce a mí». Y tanto. Rebasada la treintena, sin ser el chaval que driblaba a todos, su superioridad fue aplastante. En algunos partidos, parecía un hombre contra niños. Medía sus carreras, pensaba dos segundos antes que el resto y destapaba el tarro de las esencias con controles, caños, y pases increíbles. Se supone que era delantero, pero a veces parecía el organizador. Jugaba donde quería y como quería. Y los goles, claro. Remates de todos los colores. Él, que únicamente había logrado dos hat-trick a nivel de clubes, hizo diez en París. No solo no había ido a pegar un atraco antes de retirarse, sino que dejó un regalo inimaginable: cincuenta goles en su última temporada. Uno detrás de otro. Una absoluta barbaridad. En cuanto a títulos, lo de siempre. Implacable en lo doméstico y sin éxito en Europa. Ganó las cuatro ligas que jugó, además de un buen puñado de copas. Para decir adiós al equipo en el que más tiempo militó, otra de sus perlas: «Llegué siendo un rey, y me voy como una leyenda».

Pero no solo se despedía del PSG, también de la selección a la que, tras una relación tornadiza, regresó como capitán. Y allí, probablemente, firmó la mejor actuación de su carrera. En un amistoso, cierto es, pero ante Inglaterra y sus periodistas, siempre tan punzantes con su figura. Vencieron 4-2. Zlatan marcó los dos primeros, buenos goles de delantero caro. Después lanzó rasa una falta lejanísima, que también entró. Y, en el descuento, la locura. Hart sale del área y despeja mal. La pelota va por el aire, y Zlatan no se lo piensa. Está de espaldas, a treinta metros de la portería, e inicia un escorzo sin sentido. Nadie sabe qué pretende. El balón desciende sin fuerza, es imposible que lo remate. De repente, sin dejarla caer, impacta con el cuero poniendo el pie en una posición extrañísima. Parece que la pierna saldrá volando, como en aquel episodio de Los Simpsons. Pero no, lo que vuela es el balón. Y hacia la portería. Un defensa inglés intenta que fracase uno de los remates del siglo, pero no lo logra. Gol. Ha entrado. Lo imposible hecho realidad. Ni a los programadores de un videojuego se les ocurriría concebir un disparo similar. Ibra se quita la camiseta. El torso desnudo, el brazalete de capitán. Los compañeros no se atreven ni a abrazarle, obnubilados. No pudo darle a Suecia un campeonato, pero al menos dejó esa imagen digna de póster.

Con treinta y cuatro años, era agente libre. En lugar de irse a una liga exótica, dio otra vuelta de tuerca marchándose a la Premier. Nada más y nada menos que al Manchester United. Pese a que no disputaría la Champions, sí cumpliría el viejo anhelo de reunirse con Mourinho. Poco tardaron los agoreros en sentenciar que ya estaba mayor para una liga tan exigente. Éric Cantona le daba la bienvenida con un peculiar vídeo, aunque advirtiéndole de que solo podría ser el príncipe, porque el trono aún es suyo. La admiración es mutua, e Ibrahimovic respondió con respeto: «Debería saber que yo no seré el rey de Manchester, seré el dios». No era la primera vez que se definía como deidad. Años atrás, cuestionado sobre el futuro, contestó que solo Dios lo sabía. El periodista comentó que era difícil preguntarle, y Zlatan aseguró que lo tenía delante. Lo hizo muy serio, aguantando unos segundos antes de descojonarse.

En la Premier ha demostrado que su calidad no entiende de adaptación ni de edad. Pocos hubiesen apostado que ganaría tres títulos y que llegaría a los veintiocho goles, la cifra que llevaba cuando todo se jodió. Fue en Old Trafford, en la vuelta de los cuartos de Europa League. Saltó en el área y, al apoyar, crack. La rodilla. Lo supo de inmediato. Nunca antes había expresado tanto sufrimiento en un terreno de juego. El equipo pasó esa ronda, y la siguiente, y llegó a una final muy especial para Ibrahimovic: en Suecia y contra el Ajax. El United venció y él se convirtió en campeón de un torneo europeo importante. Con muletas, vestido de calle, pero campeón por fin. Tras el partido, dio la vuelta de honor cojeando. Eres una estrella cuando ni juegas la final y las cámaras te enfocan más a ti que a la propia copa. Durante la celebración, vio una pancarta: «Zlatan, si te quedas puedes follarte a mi mujer». Le hizo tanta gracia que se fotografió con ella. Se abrazó a compañeros y técnicos. A Mourinho. Con el alivio nervioso del que se quita un peso de encima. La UEFA no es la Champions, pero también te hace sonreír.

Con treinta y cinco años y una lesión que lo tendrá muchos meses de baja, afirma que no va a retirarse. Que sigue. Hay que descartar aún, por tanto, utilizar el pasado para referirse a uno de los futbolistas con más calidad de su generación. Ojalá sea cierto. Ojalá le quede cuerda al héroe del barrio, al ladrón de bicicletas. El que se compró las botas más baratas, las que vendían en el mismo estante que las verduras, y luego movió ciento setenta millones de euros en traspasos. El que usó la arrogancia como coraza y la venganza como combustible. El chupón, el problemático, el violento. El genio. El que cuando celebra un gol pone sus brazos en cruz y saca pecho, como permitiéndole al mundo que admire lo lejos que ha llegado el niño de Rosengård.

Zlatan Ibrahimovic, 2017. Foto: Cordon.

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