Aldo Moser en la etapa Madesimo-Stelvio, Giro de Italia de 1965. Foto: Giorgio Lotti (DP).
Italia es luz y color, es brochazos sueltos de Tiziano y dibujos imponentes de Miguel Ángel. Italia es la pizza, los gelati, los mil vinos con tonos del sol escondiéndose tras suaves colinas en la Toscana. Y el Giro es Italia como ninguna otra carrera es una nación. Porque el Giro representa todo eso y más; el Giro es calidez, sonrisas, es orgullo por el pasado legendario, por las pequeñas iglesias barrocas, por las columnas o las vías romanas que surgen aquí y allá espolvoreando la ruta. También, claro, un punto de despreocupación, de «caos consentido», de tumulto, gomina y gafas de sol en las llegadas.
Pero Italia vive igualmente en sus montañas, en sus cumbres que clarean por la nieve hasta bien avanzada la primavera. Para Italia, las operaciones que se suceden en el Frente Alpino durante la Primera Guerra Mundial se llaman la Guerra Blanca (también, claro, Gebirgskrieg, porque tienen lugar en el Tirol), un nombre suficientemente gráfico que nos hace recordar, por ejemplo, una trinchera a 3850 metros, casi en la cima del Ortler.
Teniendo esto en cuenta, y pensando en las fechas en que se disputa, no es de extrañar que la historia del Giro, ya centenaria, esté cubierta por neveros, tempestades e hipotermias. Esta es una crónica del frío en la carrera más caliente del mundo.
Pioneros helados
No habrá que esperar mucho para ver nívea la Corsa Rosa. Será en 1914, en la considerada por muchos como la Gran Vuelta más dura jamás disputada. Una cuya media era de 395 kilómetros por etapa…
Ya el primer día se desencadenó el infierno. Helado, gélido, que apenas permitía a quienes lo vivieron (ciclistas, comisarios, un puñado de tifosi realmente locos) hablar, moverse o pensar. Esa jornada inaugural unía las localidades de Milán y Cuneo. Sobre el mapa, línea recta durante 200 kilómetros, siempre con tendencia a descender. En la realidad, los organizadores habían preparado un bucle diabólico que llevaría a los pedalistas hasta la cima de Sestriere, a más de 2000 metros. Acabarán recorriendo 468 kilómetros.
Solo esta etapa da para una novela. La tormenta que se desencadena nada más tomarse la salida, en plena noche milanesa. La protesta de los ganaderos cerca del lago Mayor, que siembran la ruta con clavos porque, cuentan, el estruendo de la caravana corta la leche a sus vacas. Los mil pinchazos que todos tienen que arreglarse personalmente. Y, después, el caos.
Subiendo Sestriere el líder, Petit-Breton, tiene el jersey lleno de barro y fango. Parece una estatua basta, correosa, que carga sobre sus hombros algunos kilos de más en forma de tierra. Cuando pincha se quita la prenda y solicita otra al automóvil de su equipo, el Atala-Dunlop. Le dicen que no, es imposible, está prohibido, supondría descalificación. Hay palabras, Petit-Breton se va calentando, tira la bicicleta contra la luna del coche de Atala, golpea a patadas las puertas, intenta estrangular a su director. Luego abandona. Es solo el prólogo. El primero de aquella etapa, Angelo Gremo, emplea más de diecisiete horas en completarla. El último, un chico de dieciocho años llamado Mario Marangoni, llegará tras pasar un día entero sobre la bicicleta. Ochenta y un ciclistas salen de Milán, solo treinta y siete llegan a Cuneo. Una semana más tarde, entre Bari y L´Aquila, esta situación alucinante se vuelve a repetir. Allí se retiró el entonces líder, Giuseppe Azzini. Más bien habría que decir que quedó perdido en la ruta, entre nieblas y lluvias. Lo encontraron al día siguiente, medio muerto. Se acurrucaba al calor de los animales en un establo.
Pocos años después el Giro se va a hacer mayor con Girardengo y Binda, pero cuando alcance la leyenda será con otros dos ciclistas. En ese medio siglo italiano, el país se va a dividir en la rivalidad más grande que jamás haya contemplado el deporte. Coppi y Bartali representan dos formas de vivir, de entender el mundo, la bicicleta, la misma trascendencia. Son dos iconos, similares de tan contrapuestos, que terminan por ligar una relación tal que sus nombres aparecerán, para siempre, vinculados el uno al del otro. Un duelo que nace, claro, entre la niebla espesa de la Toscana, subiendo el Abetone, en 1941. Es donde el pipiolo Coppi ataca a su jefe de filas, a un Bartali ya consagrado. Será allí, también, cuando se marche sin dificultad, moviendo sus hombros acompasadamente, inasequible al barro, a las celliscas que golpean su rostro como si fueran cristales. Nada volverá a ser igual…
El rey Stelvio, el cruel Bondone
Charly Gaul durante el Giro de 1959. Foto: Mondadori (DP).
Si hay un lugar que en el Giro de Italia aparezca como sinónimo de frío, de hielo, de angustia y dolor, ese es (Gavia al margen) el Monte Bondone. «Allí se superó todo lo visto anteriormente en términos de sufrimiento, de agonía», dirá el organizador del Tour, Jacques Goddet. La tormenta de nieve que se desató aquella jornada de 1956, un raid dolomítico con final en la cima del Monte Bondone, aún permanece en la memoria de quienes la vivieron. Federico Martín Bahamontes, uno de ellos, decía que «todos parábamos donde podíamos. Una, dos, seis veces. Abandonábamos en cualquier lugar». El líder, Nino Defilippis, que estaba ante la oportunidad de su vida, sencillamente se dejó caer de la bicicleta, incapaz de aguantar por más tiempo ese matarse lentamente al que se venía sometiendo. Tenía los dedos congelados sobre su manillar, estaba inconsciente. Por delante Charly Gaul, un luxemburgués loco que amaba el frío, completaba la más impactante de sus actuaciones. Subiendo el Bondone en manga corta, la boca espumeándole, los ojos inyectados en sangre (para todo ello fueron de gran ayuda las muchas anfetaminas que había consumido durante esa jornada para, entre otras cosas, aguantar las bajas temperaturas), conseguía alzarse con su victoria más especial y vencer en el Giro de Italia. Al llegar a meta dejó de pedalear y cayó en la nieve. La fotografía de los carabinieri portándolo en volandas es icónica por el rostro del ciclista, por su mirada perdida, por la boca caída en gesto de abandono. «Charly acabó parcialmente deformado después de aquel día», nos vuelve a decir Bahamontes, «su rostro nunca volvió a ser el mismo». Cuando lo tumbaron en la camilla e intentaron desvestirlo se dieron cuenta de que tenía el maillot congelado, pegado completamente a la carne. Con unas tijeras lograron abrirlo, y se lo arrancaron llevándose jirones de piel…
En los sesenta el frío va a tener un nombre propio: Stelvio. El paso asfaltado más alto de Italia, el que fue construido por el Imperio austrohúngaro tras acojonarse con la rapidez de movimientos que tenía Napoleón en el norte de la península. Un icono que cubre frecuentemente de blanco sus 2758 metros de altitud. Del puerto hay fotografías míticas, con Charly Gaul, el Tarangu o Bernard Hinault circulando entre muros de hielo que triplican su altura.
Pero el momento más recordado llega en 1965, cuando el ascenso se produce en mitad de una tempestad que volvía fantasmagóricas las figuras de deportistas y espectadores. Aquel día, a unos trescientos metros de la cima del Stelvio, un enorme alud hace imposible avanzar en bici. Los corredores deben bajarse, pasar con sus bicicletas al hombro, hundir las piernas, sudadas y entumecidas por el esfuerzo, en la fría nieve. Algunos, los más afortunados, disfrutan del pequeño camino que abren, a golpe de pies y manos, los tifosi. Otros resbalarán, sufrirán una caída, acabarán rebozados en copitos de algodón que laceran. Battistini pisa el primero la línea de meta, nadie le presta atención. Todos están vivos, eso es lo importante.
Tres años antes, en 1962, se había anulado una etapa a causa del mal tiempo y el estado de los puertos. La jornada debió de acabar en Moena, pero lo hace en la cima del Rolle. Allí, un grupo de carabinieri impide el paso a coches, organización, aficionados, ciclistas. No garantizan la seguridad por carreteras sin asfalto, recubiertas con una espesa capa de barro, nieve, hielo. Nadie irá más allá. Ese día cincuenta y siete ciclistas se retirarán, congelados y exhaustos, en mitad de las montañas.
Todavía van a quedar dos episodios dantescos para aquella década helada. Ambos tienen lugar en Tre Cime di Lavaredo, uno de los puertos salvajes de la orografía italiana, uno que corona a más de 2300 metros. El primer contacto con esta montaña fue motivo de vergüenza. Es 1967 y, en protesta por el mal tiempo y la dureza de las rampas, los pedalistas deciden subir, de forma general, agarrados a sus coches de equipo. La etapa, luego anulada, la gana Felice Gimondi únicamente porque, según dijo un periodista francés, «su chófer arriesgó más en las curvas». Al año siguiente Lavaredo vio la eclosión definitiva del mayor ciclista de siempre. Allí Eddy Merckx mostró al mundo que se podía ser el mejor escalador, el mejor contrarrelojista y el mejor en las clásicas. En mitad de una tormenta de nieve que hacía casi imposible ver más allá de una docena de metros, el belga empieza a subir a golpe de riñones y vence logrando diferencias escandalosas. Una nueva era se había iniciado.
La tarde del Gavia
Franco Chioccioli, Paso de Gavia, 1988. Foto: Cordon.
Aunque seguramente la epopeya gélida más conocida en la historia del Giro sea la de 1988. Y, al fondo, un nombre. Uno que aún causa respeto, que estremece a quienes lo vivieron. Gavia.
Aquel domingo 5 de junio una borrasca espesa de nieve y frío cubre la parte norte de Italia, la que hace frontera con Suiza y Austria, ese espacio donde muchos pueblos aún hablan alemán. El lunes 6 de junio La Gazzetta dello Sport abriría su edición con un titular que explicaba perfectamente lo que fue la etapa: «El día que los hombres lloraron».
En la salida de Chiesa in Valmalenco hace frío. Y llueve, una lluvia fina que corta cuando se posa sobre la piel. Con todo, condiciones soportables, nada que temer. Pero algunos, los de la zona, los vecinos que se han asomado a ver el Giro, advierten algo extraño. Para quien quiera escucharlo. Admonitorio. Allí, lo ven, allí, por donde queda el Gavia. El cielo, el cielo está blanquecino, no negro, no… de tonos grisáceos. Y bajo, muy bajo. Eso garantiza nieve, se lo puedo prometer. Hoy va a ser un día para recordar.
En realidad fue, para quienes lo vivieron, un día que querrían poder olvidar.
Más de cuatro horas después Jean-François Bernard se toma su quinto café seguido, aún entre temblores. Ve pasar a un miembro de la organización. Grita, cree que grita, pero en realidad le sale apenas un hilillo de voz de sus labios temblorosos. «Hijos de puta, sois unos hijos de puta, todos vosotros. Locos, están locos». En perfecto francés, claro, que queda más fino. Putain, y esas cosas.
Al pie del Gavia hace frío y sigue lloviendo, pero la cosa aún no es seria. Muchos creen que se exageraba kilómetros atrás. No saben lo que les espera allá arriba, en ese sitio entre el cielo y la tierra. Donde las cunetas son, respectivamente, un barranco vertical y amenazador y una pared de hielo de varios metros de altura. Un muro de inexistencia, de olvido.
Un no lugar. Eso será el Gavia aquella tarde.
Al poco de empezar la subida el asfalto desaparece, y en su lugar queda el barro, el fango, una masa espesa de chocolate que comienza a cubrir bicis y ciclistas. Durante un tiempo todo es marrón. Después todo será blanco.
En la salida la maglia rosa era de Franco Chioccioli. Al llegar a Bormio había perdido su preciada prenda. Pero eso no es lo más importante. Hubo momentos de alarma. Cruza la meta y se desploma, el líder se desploma. Los ojos vueltos, el cuerpo tiritando tanto que llega a convulsionarse. «Como si pasase corriente por sus extremidades», escribe un periodista. Entre tres hombres lo cargan y se lo llevan para aplicarle primeros auxilios. Para que vuelva el calor a su piel, a sus músculos, a su mente.
Johan van der Velde, Paso de Gavia, 1988. Foto: Cordon.
Apenas aparecen las rampas del Gavia y el líder de la regularidad ataca. Es holandés y se llama Johan van der Velde. Años atrás era una gran promesa del ciclismo, un corredor destinado a ganar las mejores carreras, alguien que llegó a subir al pódium del Tour. Pero su trayectoria es irregular, su dedicación al deporte extraña, con altibajos. Su cabeza, cuentan, es una jaula de grillos. Mucho después estará involucrado en asuntos turbios, pequeños robos, cortacéspedes de sus vecinos, buzones reventados en busca de dinero. Dependencia de las anfetaminas, ludopatía. Un juguete roto, alguien de quien esperar lo mejor y lo peor. Alguien capaz de ascender aquel día el Gavia con maillot de manga corta, sin ni siquiera manguitos.
A Marino Amadori lo llevan, nada más cruzar la línea de llegada, hasta el furgón-hospital. Allí lo sientan en un sofá durante unos momentos. Mientras los médicos atienden a otros corredores perciben un ruido sordo, rítmico, a sus espaldas. Es Amadori, el cráneo de Amadori, que golpea en sus temblores la pared de aquel pequeño espacio convertido en clínica de campaña. Un doctor lo agarra para que cese en sus convulsiones y al ciclista se le ponen los ojos en blanco. El cuello no puede aguantar el peso de su cabeza, que cae a un lado como si fuera un muñeco de trapo. La boca abierta, un reguero de baba escurriéndose hasta el suelo. Está así unos segundos, interminables, reacciona de nuevo. Cuentan que le han dado un fuerte golpe en la espalda para sacarle de ese estado casi catatónico.
Cuando Van der Velde alcanza la parte alta del Gavia, allí donde rumorea el cielo, todos han entendido ya que aquel no será un día como los demás. El holandés avanza lentamente, clavada la rueda delantera en el barrizal. Sobre su pelo se ha ido congelando una espesa costra de nieve y hielo que le blanquea la coronilla como si fuese un monje albino. Pese al esfuerzo, apenas suda. Más bien tirita, y de vez en cuando su manillar se encamina, turbado, hacia la cuneta, incapaz de mantener la línea recta. Los copos que se posan en los parabrisas de periodistas y directores solidifican al contacto con el cristal, creando una dura capa de invierno. Asgard en Italia. Eso es.
Los ciclistas que van llegando a la meta son inmediatamente atendidos por personal de la organización. Algunos están tan agotados que no pueden sacar el pie del pedal, no pueden hacer ese sencillo gesto, mecánico, realizado miles de veces cada año. Pero hoy no, hoy incluso eso es demasiado. Así que, sencillamente, se van deteniendo hasta caer. Los hay que sufren ataques que parecen epilépticos mientras piden un café tras otro, incapaces de introducir en su boca nada del líquido debido a los temblores. A Rodríguez Magro los masajistas del Reynolds lo llevan a un sitio donde pueda cambiar su ropa, secarse. Él se queja, «vais demasiado deprisa, camináis demasiado rápido». Al final deja inertes sus piernas, arrastrando las punteras de sus pies, mientras unos brazos amigos cargan con él hasta el refugio que le permita olvidar todo aquello. El mundo. La nieve.
Lo blanco.
Van der Velde corona el Gavia escapado con un minuto sobre Breukink y Hampsten, sus inmediatos perseguidores. Intenta parar a abrigarse en la misma cima, pero no puede, es imposible, los dedos están flácidos y no entran en los guantes. Sus brazos desnudos serán un símbolo de ese día. Se detiene, corre en dirección contraria al sentido de la carrera para entrar en calor. Dicen que llega a asaltar una autocaravana, buscando una manta, una caricia, algo que le permita alejar el dolor de su cuerpo. La situación es dantesca, ni el novelista más cruel hubiera osado imaginarla. El holandés llega a la meta, situada al final del descenso del Gavia, en último lugar, a 46 minutos y 54 segundos del vencedor de la etapa. Algunos cuentan que ha hecho la bajada en un automóvil…
El descenso es irreal, lleno de imágenes alucinantes. Ciclistas corriendo en mitad de la carretera, otros parados junto a fogatas que los aficionados, de forma espontánea, han ido haciendo y que pugnan por mantener encendidas. El Giro se sumergió aquel 1988 en Cocito, el lago helado de Dante.
La Caina, la Antenora, la Tolomea y la Giudecca.
El día que jamás nadie olvidará. El que, nada más terminar, alguno ni siquiera recuerda.
Desde entonces la situación ha sido más tranquila. Seguramente porque las carreteras son otras, las previsiones resultan más fiables y, oye, que a lo mejor algo tiene que ver el cambio climático, porque yo este año casi no he visto nieve en el Dobra, enfrente de mi casa. Así que las gestas de rosa-bajo-blanco quedan para el pasado… salvo en ocasiones. En Chianale, por ejemplo, durante el descacharrante Giro de 2003, con Simoni jugando a ser Pantani que jugaba a ser Coppi. O en Tre Cime, de nuevo, año 2013, cuando Nibali, siciliano bajo la nieve, mandó de forma incontestable. O, la más trágica de todas, en 1995. En aquel entonces hubo de suspenderse el ascenso al Agnello a causa de un alud de nieve que dejó sepultados a cuatro tifosi. Salvaron sus vidas de milagro en mitad de un paisaje monótono, plano.
Gris niebla empenachando blanco hielo.
Visiones del averno, quizá…
La entrada Bianca Corsa Rosa: crónica gélida del Giro de Italia aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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