Wild Palms (1993), detalle de la portada del DVD. Imagen: Metro Goldwyn Mayer.
El nombre de Wild Palms ha aparecido en más textos y artículos estos días que cuando se estrenó la serie en España. Eso fue en el verano de 1995, con dos años de retraso respecto a su debut en Estados Unidos. Lo he encontrado entre los productos que, dicen los expertos, fueron fabricados en la estela de Twin Peaks. La enorme audiencia de la primera temporada de la serie de Lynch y Frost provocó el interés de las productoras por los relatos raros, y así resurgieron en la tele géneros como el terror y la ciencia ficción. Solo así, por la ávida demanda de audiencia y el cambio que supuso Twin Peaks para el mundo de la televisión, se puede comprender que una cadena como la ABC diese el visto bueno a Wild Palms. En realidad ni así se entiende, salvo que Oliver Stone, productor ejecutivo y muy laureado por JFK, tuviese unas dotes asombrosas de vendedor y fuera capaz de convencer a los conservadores directivos de la cadena de que una historia de conspiraciones mediante realidad virtual y drogas sintéticas iba a tener un éxito sin precedentes. Es un hecho que no lo tuvo, a pesar de la tremenda campaña de publicidad que desplegó a su alrededor. Eso sí entraba en los cálculos, pero lo curioso es que tampoco se convirtiera en la serie de culto con la que cualquier aficionado a la ciencia ficción soñaba en los años noventa, como lo fue Max Headroom en los ochenta. Porque lo tenía todo: cyberpunk, hiperviolencia, hombres de negro, esoterrorismo… ambientada en Los Ángeles y Tokio. Sobre el papel, era la evolución lógica de las pesadillas de Neuromante y Videodrome, e incluso osaba criticar abiertamente a la Cienciología. El propio William Gibson hacía un cameo como inventor del género.
Pero entonces, y después de ver el primer episodio, nos preguntábamos los fans, incrédulos: «¿Qué demonios es esto?». Y después, muy angustiados, «¿Qué es lo que ha podido fallar?». Pues, así… en general… fallaba casi todo. Me explico. Los creadores de la serie habrían querido realizar un producto posmoderno, sobre la tecnología y los medios de comunicación como nuevas herramientas de control que se infiltran a modo de virus en la sociedad, pero lo que consiguieron fue un simple culebrón muy pasado de vueltas, aunque, y eso es verdad, mucho más chirriante en el aspecto formal que en el contenido. Un error que a los fans de las series nos divirtió mucho y consideramos una de las producciones más bizarras de los noventa, incluso más que cuando convirtieron al socorrista David Hasselhoff en un detective de casos paranormales para Los vigilantes de la noche (Baywatch Night).
El origen de Wild Palms. Todo debe desaparecer
De Bruce Wagner, el creador de la serie, volvimos a saber hace tres años, porque firmó el guion de Maps to the Stars, la última película de David Cronenberg. Esta amarga parodia sobre la vida de los famosos en Hollywood, que toma varios elementos de Wild Palms, gira sobre la misma obsesión que tiene el escritor desde sus comienzos: la vida de la gente de la farándula, la carrera por la popularidad y la fuerte influencia que tienen sobre ellos los grupos religiosos y gurús espirituales que residen en Los Ángeles. El propio Wagner también se debe a esta corriente, pues perteneció al círculo de seguidores directos de Carlos Castaneda y en la actualidad imparte conferencias sobre chamanismo. Como el personaje que interpreta Robert Pattinson en la película, Wagner comenzó trabajando como conductor de limusinas, y entre sus primeras historias tenemos el guion de una comedia feroz y muy recomendable, Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills (1990, Paul Bartel), y las tramas de Wild Palms, en forma de cómic por entregas en la revista Details.
Esta primera versión, espléndidamente ilustrada por Julian Allen, llegó a ser publicada en España a través de Ediciones B en 1993, con prólogo de Jordi Costa. Es un cómic sobresaliente, fantasía adulta y visión paranoica sobre la cultura popular, como crítica al sistema en los tiempos del miedo al sida. Está repleto de alusiones a series del pasado y canciones pop (antes de Tarantino), y gira alrededor de la vida anestesiada de un abogado que está siendo manipulado por una cadena de televisión. La empresa fabrica réplicas virtuales de la gente e induce experiencias recreadas con nuevas drogas. El cómic le gustó a Oliver Stone, quien compró los derechos y presentó un proyecto de serie a la ABC. La emisora dio el visto bueno, pero después de los «excesos» de David Lynch, exigió que el guion quedase claro a cada minuto y no hubiera la menor sombra de ambigüedad sobre los personajes o la moraleja de la historia. Según la publicidad, Wagner desarrolló el guion de su cómic en menos de quince días y la productora se gastó once millones de dólares en los cinco episodios. Estaba pensada así, como una miniserie, con la peculiaridad de que cada episodio sería dirigido por un director distinto, en ese empeño de hacer piezas únicas dentro de su desarrollo (participaron Peter Hewitt, Keith Gordon, Phil Joanou y Kathryn Bigelow). En el papel, el proyecto era muy atractivo, pero llevar a la televisión una historia que se sustentaba y cerraba en imágenes de cómic, con fragmentos autoconclusivos, iba a ser mucho más difícil de lo que parecía.
No sé si alguien la recuerda, pero lo cierto es que el acabado, lejos de tener relieve de superproducción, era muy de baratillo. Y, naturalmente, no se entendía casi nada, pero no porque la historia fuese tan extraña, sino porque el hilo de la trama, por no hablar de las interpretaciones… eran un continuo absurdo. Pese a todo, la serie guardaba una sucesión de ideas muy recomendables que, sí, debían parte de su estructura al universo de sueños dentro de los sueños que es la serie (y la obra) de David Lynch, pero aportaban otros elementos que hasta entonces no habían salido de la literatura y el cómic. Luego, y esto interpretado a posteriori, se dieron en ella ciertas coincidencias sorprendentes y algunas profecías sobre el futuro-pasado que es hoy.
El mundo flotante
Las intrigas de Wild Palms suceden en el año 2007. Ese futuro no se distingue de los primeros años noventa en que se filmó la serie, lo cual no tendría ninguna importancia en un relato de ciencia ficción, más sabiendo que desde los años ochenta apenas ha habido cambios en nuestro aspecto y modo de vivir, paradoja temporal en la que, a mayor tecnología, más apego por el estilo del pasado y el mercado de la nostalgia. Aquí, el pastiche de épocas se muestra en todo su esplendor. Los personajes son yuppies que visten trajes de Cerruti, conducen coches deportivos de los cincuenta y escuchan éxitos de los sesenta (en una banda sonora compuesta por Ryuichi Sakamoto). Los Ángeles es un delirio en colores de los ochenta, aunque para acentuar esa supuesta influencia de Oriente, las actrices visten moda con elementos inspirados en los kimonos y las getas. En un episodio, aparece el jardín zen más grande que se ha visto en una mansión de Bel Air, con las implicaciones kitsch y no espirituales que esto conlleva. Por el contrario, el Tokio que filma la serie parece haber salido de una cadena de restaurantes americanos de estilo ¿chino? Pero lo peor es que ese mundo solo está poblado por la nostalgia del futuro que se tenía justo entonces. No es el porvenir gastado, fabricado de escombros y tecnología punta que ya había concebido Philip K. Dick, o el mismo William Gibson, donde los cachivaches de última generación son tan inservibles como el resto de edificios y personas. El tema de la realidad virtual tenía obsesionado al cine de los noventa y se estrenaron numerosas películas sobre esta nueva realidad, pero era mera curiosidad versión 1.0. Es ahora cuando por fin la tecnología le ha visto las posibilidades, y de momento, solo comerciales. El ciberespacio que se muestra en Wild Palms es tan inoperante como se reveló la aplicación Second Life de internet. Ya veremos cómo será en la vida real (lo que quiera decir esto) la herramienta que utilizaban en Blade Runner para convertir las fotos en imágenes tridimensionales, la famosa «Máquina Esper»…
La trama gira en torno a una cadena de televisión, Canal 3 (salvo el color, las letras del logo eran iguales a las de la cadena española que la emitía, para regocijo del público), que desarrolla tecnología punta en colaboración con laboratorios japoneses para anular a la competencia, llevando a cada hogar los personajes de sus series de televisión en forma de hologramas 3-D. La primera sitcom en ese formato se llama, irónicamente, Windows Church (a un par de años de Windows 95). Pero detrás de Canal 3 hay una poderosa organización política, Wild Palms, que opera según los principios de su líder, Tony Kreutzer, gurú de los sesenta y antiguo escritor de ciencia ficción, que ha desarrollado una religión de la nueva era muy popular en el mundo, la Syntiótica. Obviamente, el personaje está inspirado en el Ron Hubbard fundador de la Cienciología, y toma diversos elementos de su vida, componiendo un retrato terrorífico de la organización, su supuesto entramado de poder y el uso que hace de los famosos del espectáculo. Harry Wyckoff, el protagonista, es un abogado que será contratado no por casualidad para llevar los litigios del Canal 3. En la serie descubrirá que él, su familia y todo lo que le rodea no son más que parte de una gran pantomima sobre la que dos bandos han estado peleando a muerte desde tiempos inmemoriales, como en una gran tragedia griega: los Padres y los Amigos. Los primeros son la minoría totalitaria que ejerce la violencia y tiene el control de la tecnología; los segundos son la resistencia hippy que vive oculta en los túneles de la ciudad, conectados por los desagües de las piscinas. El bando de los Padres, es decir, la cúpula de Wild Palms, posee una droga de diseño, la mimezina, que acentúa la experiencia de los hologramas de Canal 3 como herramienta de control mental, y que la empresa quiere extender por el mundo para que todos caigan en esa red cibervirtual. Este recurso de la comedia global de televisión y la droga que potencia sus efectos no es sino una copia-homenaje-apropiación del tema de la novela Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965), de Dick.
Hubbard aparte, hay referencias a otros elementos de la Dianética, como la similitud entre la palabra «mimezine» y las pastillas de «dianazene», el complejo vitamínico que la Cienciología vendía en los años cincuenta como «cura» para la radiación (sin olvidar la relación con la palabra «meme»). El grupo de libertarios de los sesenta, los Amigos, también está relacionado con Tony Kreutzer, puesto que al inventor de la mimezina en la serie lo presentan como un legendario químico de los años sesenta que murió suicidándose en un episodio muy turbio. Este personaje es una composición a partir de gurús como Timothy Leary y otros no tan conocidos, pero claves en la historia de Hubbard: el ingeniero espacial Jack Parsons, cuya primera esposa huyó para casarse con el magnate de la Cienciología y tener su primer hijo. Este hecho es aprovechado por el guionista para conectar a los dos personajes principales, el gurú Kreutzer y el abogado Harry. Por si no fuera suficiente, el hijo de Harry, Coty, será reclutado por Wild Palms como uno de sus mayores esbirros, apareciendo en la serie como miembro de la naviera de Kreutzer, «El mundo flotante» (la organización de Hubbard también tenía una naviera). Con toda la intención, Bruce Wagner contrató a Genesis P-Orridge para que asesorara en la creación del personaje de Kreutzer, líder de los medios y las creencias.
Veamos los problemas de la adaptación. El protagonista tiene una pesadilla: se le aparece un aparatoso rinoceronte blanco. Como metáfora copiada de la peli de Ridley Scott, el unicornio de papiroflexia, queda más que evidente. Pero por si no lo habíamos pillado, en un capítulo te explican lo que significa, «es un arquetipo, es el remanente físico del unicornio». Si en Twin Peaks imágenes e historia suponían un enigma para el espectador, en Wild Palms la audiencia se pierde en cada diálogo, pero no por la fascinación, sino por el estupor que provoca. Los lectores en castellano de las traducciones de William Gibson, por ejemplo, ya estábamos más que acostumbrados a luchar con un muro de sinsentidos, pero esto era otra cosa. Las clásicas luchas entre familias poderosas, con violencia, traiciones, incluso incestos, no casaban bien sobre el plano de los hologramas y la realidad virtual: eran dos universos girando cada uno a velocidades distintas. Wagner, creador y guionista, vio claro que era difícil conseguir que su historia, tan brillantemente expuesta en el cómic, tuviese en televisión la continuidad que exigía el formato, al menos en el año 1993. Salvo que hubiese sido realizada como ha hecho David Lynch con la tercera temporada de su serie, prescindiendo de la linealidad y mostrando cada capítulo como una pieza en sí misma, para ser mostrada mucho antes que para ser comprendida en el sentido tradicional. En eso, Wagner acertó a elegir un director para cada episodio, pero la demanda de la cadena de unas forzadas exposiciones, nudo y desenlace, acabó con lo que hubiese sido una historia más coherente con la quiebra de esos elementos.
Wild Palms (1993). Imagen: ABC.
La elección del reparto, aunque con nombres muy conocidos del cine y la televisión, no fue la más acertada, salvo que Wild Palms se hubiese pensado como una parodia salvaje, cosa que tampoco permitió la ABC. Jim Belushi, sí, Jim Belushi, interpreta al abogado Harry Wyckoff, y lo cierto es que este personaje, pasivo e indiferente a los acontecimientos, que no parece darse cuenta de nada de lo que sucede a su alrededor, podría haber encajado en un actor como él, pero el resultado es entre cómico e irritante. El veterano Robert Loggia es el poderoso Kreutzer, pero su papel como amo de las comunicaciones, político internacional e influyente gurú religioso se hace difícil de entender al mostrarse siempre como un simple capo de la mafia. Más loco si cabe es el personaje de la suegra de Belushi, la supervillana Josie Ito, un cruce entre Alexis Carrington y Cruella de Vil, a quien da vida Angie Dickinson, como hermana-amante de Kreutzer y asesina de la organización. Otros personajes femeninos están interpretados por Dana Delany, la abnegada mujer de Harry, y Kim Cattrall, la misteriosa agente que seduce a Harry para Wild Palms (de todos los supuestos prodigios que muestra la serie, solo hay uno comprobable: la actriz aparece como femme fatale morena y luce mucho más mayor aquí que en la serie Sexo en Nueva York, diez años después). Actores como el británico David Warner, el cabecilla de los Amigos, que tampoco parece saber qué está haciendo allí, o el siempre grande Brad Dourif, como el genio de los ordenadores (torturado y siempre chiflado) que ha diseñado la aplicación del ciberespacio. Mención aparte para el niño que da vida al hijo mayor de Harry, el letal asesino dirigido desde la televisión por la Syntiótica. No es otro que Ben Savage, que se convertiría meses después en la estrella de Aquellos maravillosos años. El elemento más lynchiano de la serie se encarna en el actor y cantante Robert Morse, que interpreta a un famoso adepto a la secta de Kreutzer, la estrella Chap Starfall (sic), quien actúa en varios episodios con números un tanto inquietantes. El actor, que ha vivido hace poco un revival en televisión gracias a Mad Men, canta en Wild Palms poniendo las voces de los dibujos animados a los que ha dado vida en su carrera como actor de doblaje. Sin destripar el motivo, el desenlace de esta figura culmina en una escena que se parece mucho al final del agente Cooper en la segunda temporada de Twin Peaks. Y, como en un extraño círculo que se cierra sobre sí mismo, el propio Lynch incluiría en el reparto de Carretera perdida (1997), su violenta película sobre las pesadillas de Los Ángeles, al propio Loggia como un implacable gánster, y hace unos meses hizo que Belushi apareciese en la tercera temporada de Twin Peaks.
«Hola, debo irme»: atención al cliente y libro de consulta
Antena 3 no siguió las recomendaciones de la ABC. Conscientes de que la (mini)serie no iba a tener mucha audiencia, la programó de madrugada y no se molestó en preparar una línea de teléfono para el espectador, donde este pudiese llamar pidiendo explicaciones sobre el argumento o una queja, tal y como hicieron en su estreno en Estados Unidos. Desconozco el contenido de aquellas llamadas, pero sí el libro que se editó justo antes del estreno de la serie, The Wild Palms Reader (Amok Books). Lo que productoras y publicistas creían iba a ser un libro de explotación de la serie, en la línea de El diario secreto de Laura Palmer, se convirtió en el recurso más interesante salido del cómic original. El libro no es el típico de entrevistas o secretos del rodaje. Es un raro —y esta vez sí— objeto subversivo de contrainformación diseñado por Yasushi Fujimoto, donde se pueden leer artículos sobre la serie mezclados con ensayos sobre biotecnología, espionaje y ciencia ficción, escritos, entre otros, por William Gibson, Mary Gaitskill, Thomas Disch y Norman Spinrad. Hay anuncios falsos de drogas, cómics underground (Manuel Rodríguez), parrillas de programación inventadas… Es la prueba de que ese mundo desplazado de la «realidad», el mapa de posibilidades alternativas existe: Videodrome y su plan para tener al público centrado en la hiperviolencia de su programa; por tanto, distraído de la verdadera violencia política y social. Esos programas de la tele y medios actuales que te mantienen sobrealimentada de datos e imágenes, pero en un estado de perpetuo desconocimiento y estupor, ya estaban escritos sobre la piel de Wild Palms.
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