Ilustración de Diego Cuevas (detalle).
De cuando la ciudad de Barcelona me invitaba a soñar, recuerdo el lejano día que vi el Nautilus del capitán Nemo emerger súbitamente de las aguas del puerto con los tentáculos de un pulpo gigante apresándolo. Tendría yo nueve años y el monstruo me fascinaba y me aterraba.
Un equipo de científicos del Museo Nacional de Ciencias y Naturaleza de Tokio logró captar las primeras imágenes de un calamar gigante en las profundidades del Océano Pacífico. No era la primera vez que colocaban un cebo a un kilómetro de la superficie y, metidos en un discreto sumergible, a oscuras en la inmensidad, esperaban pacientemente al cefalópodo. Pero esta vez, las milenarias paciencia y discreción niponas fueron compensadas con creces. Durante unos instantes, la esquiva criatura se dejó ver. Los telediarios se hicieron eco de la noticia y las imágenes dieron la vuelta al globo.
Apenas unas imágenes furtivas de su cuerpo plateado y sus enormes, impresionantes ojos, apenas unos instantes de su existencia real, errante y solitaria; porque su astucia debe ser proporcional a su envergadura y, en cuanto advierte que no está solo, el misterioso invertebrado se vuelve por donde ha venido. Los científicos le siguen unos pocos metros, maravillados, antes de perderle de vista para siempre, descendiendo elegantemente hacia la zona abisal; allí donde no llega la luz solar y habitan seres de apariencia monstruosa, luminiscentes, llenos de garfios, cuernos y dientes puntiagudos… ¿Adónde va? En opinión de los paleontólogos que ampliaban la noticia, probablemente a ponerse a salvo en una gruta submarina, la guarida de un kraken prehistórico.
El kraken es un animal mitológico de las leyendas escandinavas, a medio camino entre la antropología y el folclore, un pulpo gigantesco capaz de hundir barcos y arrastrarlos al fondo del mar. La contundencia de su nombre —¿no suena a rotura seca, brutal, a quebrantamiento de huesos?— me trae recuerdos de infancia, de historias fantásticas de terror y de aventuras. Recuerdo una ilustración fabulosa que mostraba al kraken como un titán de los mares envolviendo un galeón con sus colosales tentáculos. Ha sido imagen recurrente en cromos y en tebeos, en portada de novelas de aventuras, y hasta en películas de ciencia ficción de serie B. Es la misma ilustración que también recuerda el profesor Aronnax, biólogo y prisionero del capitán Nemo, a bordo del Nautilus, en algún momento de la fascinante novela Veinte mil leguas de viaje submarino. Solo en la célebre ilustración dice el profesor haber visto a la bestia marina, pero lo dice poco antes de ser testigo de una batalla memorable, a hachazo limpio, entre el sombrío capitán Nemo y un grupo de pulpos feroces.
Julio Verne sería hoy un navegante habitual de ese océano infinito llamado internet, empujado por la misma insaciable curiosidad que le llevó en su época a barajar información real y, allí donde no hallaba respuestas, dejar volar la imaginación. Pero la imaginación no se manifiesta en internet del mismo modo que lo hacía en mi Barcelona de los nueve años, y donde la ficción literaria y la imaginación quisieron ver entonces amenaza, ferocidad y coraje, el equipo de científicos japoneses que intentaron seguir al monstruo hasta el abismo solo vieron timidez, belleza y soledad. «Cuando le vi —declaró uno de ellos—, me pareció muy solo».
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