«¿Ahora viene la parte en que veo pasar toda mi vida delante de mis ojos?», «No», dijo la Muerte, «esa es la parte que acaba de terminar». Sabíamos que a la Muerte le gusta jugar al ajedrez y en Mundodisco descubrimos además que le encantan los gatos y el curry —cosa que difícilmente hubiéramos sospechado— aunque por otra parte constatamos que su aspecto es el de un esqueleto con túnica negra que porta una guadaña… precisamente porque esa es la manera en que la gente a menudo se la imagina y no quiere defraudar. Hemos heredado una larga tradición cultural en torno a la escatología, es decir, lo que vendría al final de la vida: la expiración, la resurrección, el purgatorio, el Juicio Final… Así que aprovechando estas fechas que se aproximan tan centradas en todo ello qué mejor ocasión para recordar la manera en que se ha representado la muerte. Veamos cómo la ha imaginado cada artista y ha logrado así que también los demás hagamos propias esas imágenes; voten su favorita o añadan la que deseen en los comentarios.
(La caja de voto se encuentra al final del artículo)
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Cementerio de monasterio en la nieve, de Caspar David Friedrich
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El 2 de noviembre será el Día de los Difuntos, el anterior el de Todos los Santos y su víspera será «All Hallows’ Eve», que ha terminado conociéndose como Halloween. Todos ellos días propicios para visitar los cementerios en recuerdo de seres queridos y este último además muy dado a la decoración y los disfraces en torno a esta imaginería religiosa y romántica. Precisamente el que tal vez sea el pintor más característico del romanticismo era muy aficionado a estos lugares santos, como en Entrada del cementerio y Puerta del cementerio. Le gustaban particularmente si estaban nevados y en estado de abandono para reforzar su apariencia desangelada, como en Puerta abandonada de cementerio en invierno, Cementerio en la nieve o en la que vemos sobre estas líneas. En ella representó la Iglesia de San Jacobo de Greifswald como si estuviera en ruinas, rodeada de árboles desnudos, tumbas desperdigadas y una procesión de monjes que cruzan los restos de una puerta en el centro como forma de simbolizar su paso al más allá. Lamentablemente el cuadro estaba conservado en la Galería Nacional de Berlín cuando fue bombardeada en 1945, así que todo lo que nos ha quedado es una fotografía en blanco y negro.
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El triunfo de la Muerte, de Pieter Bruegel el Viejo
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En el palacio italiano de Abatellis puede contemplarse un fresco del siglo XV de autor anónimo en el que un esqueleto montado a caballo irrumpe causando pavor en lo que parece una fiesta en un jardín. Junto con El jardín de las delicias del Bosco fue la principal inspiración para Bruegel en este apocalipsis zombi, de hecho vemos en el centro mismo del cuadro a otro esqueleto a caballo ahora armado con una guadaña (el cliché de la Muerte ya va perfilándose…). El resto de escenas son igual de pavorosas: ese ejército de muertos resucitados arremete con espadas y hachas contra una multitud de mortales que huyendo en estampida caen en sus trampas, como la que vemos en la parte derecha con una compuerta que pronto se cerrará, mientras que abajo a la derecha una pareja intenta evadirse tocando música, aunque otro esqueleto está detrás de ellos tocando el violín sin quitarles ojo (o cuenca vacía) y suponemos que tramando algo. La obra se exhibe en el Museo del Prado.
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El Juicio Final, de Jan van Eyck
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La primera vez que Jesús vino al mundo predicó el amor y con su crucifixión expió nuestros pecados, pero en su segunda venida el sol se oscurecerá, las estrellas caerán del cielo y será el rechinar de dientes. O eso dicen. Jan van Eyck representó en un díptico ambas escenas, aunque la que ahora nos interesa es la de la derecha. El Día de los Difuntos consiste precisamente en recordar a aquellos que han fallecido pero se encuentran en la sala de espera del purgatorio, aquí vemos en el centro de la imagen a algunos esperando a ser juzgados. De manera que unos irán al cielo y otros (entre los que se incluyen clérigos y reyes) bajo la mirada del arcángel san Miguel y de una representación de la Muerte (de nuevo un esqueleto) caerán en el infierno de abajo, donde espantosos demonios los desmembrarán y devorarán. Merece la pena ver aquí en detalle esos tormentos.
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Danza macabra, de Bernt Notke
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Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
Seguramente la mayoría recordará del colegio estos versos de Jorge Manrique, un poeta que nació el mismo año, 1440, que el que generalmente se suele atribuir a Bernt Notke, un pintor que lograría plasmar en imágenes esa misma idea. Al fin y al cabo era un tópico de la época, la llamada «Danza de la muerte», que recordaba a todos los humanos su mortalidad sin importar su rango. Cabe imaginar que para las clases inferiores supondría un regodeo íntimo pensar que todos esos pomposos reyes u obispos que vivían a su costa acabarían mordiendo el polvo. Nada nos iguala más, haciendo caer hasta al más poderoso de su pedestal, como Homer cuando señalaba certeramente que si alguien estaba muerto entonces tan listo no sería.
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San Francisco de Borja y el moribundo impenitente, de Goya
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Además de igualador social, la conciencia de la muerte (memento mori) servía también de brújula moral. Si tanto el rico como el pobre morían, también el justo y el pecador, pero tras la muerte el destino de ambos sería muy diferente. Por otra parte, no solo era preciso llevar una vida virtuosa para ganarse el cielo. La agonía final se consideraba un momento crucial, pues junto al lecho de muerte se congregarían ángeles y demonios para disputarse esa alma que procedía a abandonar el cuerpo, era la última tentación del diablo. Por eso en el siglo XV se popularizó un libro de autoayuda titulado El arte de morir con el que estar preparado para el trance y del que ya hablamos aquí. Este cuadro de Goya encargado por la duquesa de Osuna conseguía representar mediante una llamativa imagen la lucha entre el bien y el mal que tenía lugar durante los estertores.
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Bodegón Vanitas, de Pieter Claesz
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Los bodegones o naturalezas muertas no han estado tradicionalmente entre los géneros de la pintura más valorados, aunque también merecen atención. Dentro de ellos destacan los denominados «Vanitas», alegorías en torno al concepto ya mencionado de memento mori. A menudo en ellos se ha representado un reloj de arena como símbolo de la fugacidad del tiempo, y también con frecuencia se han añadido calaveras para recordarnos lo poco que quedará de nosotros. En este género por otra parte no podemos dejar de mencionar la que tal vez fuera la primera campaña antitabaco de la historia, a cargo de van Gogh.
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Las Edades y la Muerte, de Hans Baldung
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De nuevo tenemos aquí un recordatorio sobre la vejez y la muerte, de manera que la muchacha es sujetada por la anciana, que a su vez es agarrada por la muerte, en cuya mano sostiene un reloj de arena y una lanza rota. A sus pies un extraño niño sin cuello y una lechuza, tradicional símbolo de sabiduría (por eso están tan presentes en el mundo de Harry Poter) que mira al espectador esperando que capte la enseñanza. A sus espaldas un árbol seco y un castillo derruido con figuras que parecen estar combatiendo. Todo es desolación… un momento, todo no, a lo lejos vuela un Cristo crucificado como un cohete directo hacia el cielo. La única esperanza en un mundo violento y putrefacto, parece decirnos el autor. La obra forma parte de la colección del Museo del Prado.
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La fragilidad humana, de Salvator Rosa
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Una plaga que asoló Nápoles en 1655 se cobró la vida de buena parte de la familia, incluido un hijo, de este pintor, comediante, poeta y músico. Del mazazo anímico que eso supuso para un hombre tan rebosante de energía dan la medida unas líneas de la carta que le escribió a un amigo: «En estos tiempos el cielo me ha golpeado de tal manera que me ha mostrado que todos los remedios humanos son inútiles y el menor dolor que siento es cuando te digo que estoy llorando mientras te escribo». Un año después concluiría este cuadro, en el que se representa a la muerte como un esqueleto alado en el acto de arrebatar un niño del regazo de su madre. Ese niño era Rosalvo, su hijo perdido, que escribe en el papel: «La concepción es pecado, el nacimiento dolor, la vida esfuerzo, la muerte inevitable». Una lechuza, abajo a la derecha, nos observa esperando que hayamos aprendido la lección.
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La muerte en un caballo pálido, de Gustave Doré
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En este caso no estamos ante un cuadro, pero siendo obra del mayor ilustrador que ha existido merece incluirse. La Biblia fue uno de los muchos libros a los que puso imágenes, esta en concreto corresponde a Apocalipsis 6, 7-8: «Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el infierno le seguía. Y le fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad, y con las fieras de la tierra». La Muerte era el cuarto Jinete del Apocalipsis, y aunque no es descrito con una guadaña ya desde la Edad Media era común representarla así.
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Sueño y su hermanastro Muerte, de John William Waterhouse
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No todo van a ser esqueletos y referencias bíblicas así que aquí tenemos un cambio de tercio. De acuerdo a la mitología griega y a diferencia del título del cuadro, Hipnos y Tánatos eran dos hermanos gemelos, el primero el dios del sueño —aunque no era durmiendo como se pasaba el día, pues llegó a tener mil hijos— y el segundo era el dios de la muerte no violenta. Waterhouse tuvo dos hermanos pequeños que murieron de tuberculosis, de manera que este fue el particular recuerdo que les dedicó.
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La muerte y la doncella, de Marianne Stokes
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«La muerte y la doncella» es un icono cultural recurrente en el arte, la literatura y el cine cuyo origen puede rastrearse como en el caso anterior remontándonos hasta la mitología griega, con la doncella Perséfone raptada por Hades para convertirse en la reina del inframundo. El previamente mencionado Hans Baldung pintó su versión en el siglo XVI, a la que tiempo después Egon Schiele acompañó con esta e incluso ha habido al respecto un cómic de Batman. Pero de todas ellas la más elegante es esta con una dama negra de grandes alas que porta no una guadaña sino un candil.
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Jardín de La Muerte, de Hugo Simberg
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A finales del siglo XIX este simbolista finlandés nos mostró que la Muerte también tenía su corazoncito. Ahí la vemos cuidando de un jardín con esmero para que arraigue la vida en él, tan mala no será entonces.
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Día de Todos los Santos, de Emile Friant
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Este pintor francés nacido en 1863 tenía un asombroso talento para retratar escenas y personajes. La procesión que recrea de riguroso negro del primero de noviembre es de un detallismo excepcional. Merece la pena mencionar también dentro de esta temática el entierro de El dolor.
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Muerte y vida, de Gustav Klimt
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Concluimos con esta obra de 1915 que escenifica a un lado la vida como calidez y protección de unos a otros y al otro la Muerte acechando envidiosa, tal vez escogiendo a su próxima víctima. Fue uno de los últimos cuadros del autor, que murió tres años después.
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