Don Juan Tenorio, escenografía de Salvador Dalí. Teatro María Guerrero, Madrid, 1950. Foto: Biblioteca Nacional (DP)
El Halloween español no era pedir caramelos con lo del truco o trato, sino ir a ver el Tenorio. Niños vestidos de fantasma, frankensteines y enfermeras sexis contra la historia de un seductor pendenciero que es perseguido por un fantasma en forma de estatua de mármol que quiere arrastrarlo al infierno: no hay color.
A pesar de lo rematadamente malo que es el texto de Zorrilla, con sus rimas ortopédicas y su imitación decimonónica del Siglo de Oro, es enternecedor ver a doña Inés vestida de Calatrava, su don Juan y su don Luis embozados, los actores con sus capas y sus espadas. El ángel de amor en la apartada orilla, «don Juan, don Juan, yo le imploro, de su hidalga compasión; arránqueme el corazón o ámeme porque le adoro». Una manera pintoresca de entrar al mes de difuntos.
El Don Juan es el producto del catolicismo. ¡De Trento! El pérfido Lutero se había sacado de la manga aquello de la predestinación en su lucha contra la venta de indulgencias, así que, como la ultratumba está decidida sin tener en cuenta si eres un tipo piadoso o un cabrón con pintas, da todo un poco igual. Sin embargo, si Dios va llevando la cuenta de lo que haces para luego pedirte explicaciones, la cosa se pone interesante. «Velad y estad atentos, pues no sabéis ni el día ni la hora». El Don Juan primigenio, el que escribe Tirso, cree que tendrá tiempo para arrepentirse en el último momento, así que puede entretenerse mientras tanto asesinando y violando a jovencitas. «¡Tan largo me lo fiais!» (los especialistas están ocupados determinando si todo esto es un invento de Tirso o de Andrés de Claramonte, pero en este jardín no nos vamos a meter). Claro que no cuenta con la aparición de un fantasma vengador.
Después de machacarnos con tropecientos versos, Zorrilla se guarda un último cazo de almíbar para el final. El tercer acto, que lleva por título «Misericordia de dios, y apoteosis del amor» para que vayas avisado, termina con la redención del Tenorio. Doña Inés se juega el cielo por salvar a don Juan. Este, sobrecogido, muere diciendo:
Mas es justo: quede aquí
al universo notorio
que, pues me abre el purgatorio
un punto de penitencia,
es el Dios de la clemencia
el Dios de don Juan Tenorio.
¡Pero esto qué es! ¿A quién se le ocurre redimir a don Juan? Si está construido como una fábula moral, no tiene mucho sentido que al final le salga bien la carambola. Y lo que ya es del todo inadmisible es que un fulano que se ha pasado la vida engañando, violando y matando («¡Ah! Por doquiera que fui / la razón atropellé, / la virtud escarnecí / y a la justicia burlé, / y emponzoñé cuanto vi») termine pidiendo misericordia como un meapilas. O bien se confiesa y se salva para reírse hasta del mismísimo Dios o bien se va al infierno como un señor. Pero, ¿un perdón sincero? ¡Vaya chasco de supervillano!
Cuando Da Ponte escribe el libreto del Don Giovanni, construye un personaje movido por una sola acción: la seducción. Después de forzar a Donna Anna (la versión italiana de doña Inés), matar a su padre, el comendador, y salir corriendo, no pasan cinco minutos antes de que diga aquello de «Siento el olor de una mujer». Kierkegaard escribe en Diario de un seductor: «Un don Juan las seduce y las abandona, pero su gozo no está en abandonarlas, sino en seducirlas; o sea, no es una crueldad abstracta». Don Giovanni está atrapado en ese mecanismo: lo que para los demás es el comienzo de algo, para él es el final. Es, estrictamente, il seduttore; y nada más. Por eso necesita que Leporello lleve la ristra de sus conquistas anotadas en el catálogo, porque su identidad se reduce a esa enumeración. Así podemos entender que, cuando al final del segundo acto, aparece el fantasma del comendador y le dice «arrepiéntete, cambia de vida, es el último momento», él solo pueda responder no. Un vividor de los de «Aquí está don Juan Tenorio / para quien quiera algo de él» se arredraría y a otra cosa. Nadie se enfrenta a un fantasma venido del inframundo por el honor de ser un disoluto. Don Giovanni está entre la espada y la pared: no es que prefiera irse al infierno, es que no tiene otra opción. Dejar de seducir y el infierno son para él lo mismo.
Al fin encontramos motivos para el terror. Mozart, que sabía lo que hacía, escribe todo el final como un enorme crescendo en el que se enfrentan, con igual violencia, dos voluntades inquebrantables. El comendador, en forma de estatua, le devuelve la invitación a cenar. Aparecen, por primera vez, el sonido de los metales. Un soniquete sincopado, incómodo, se va imponiendo poco a poco; las cuerdas atacan una melodía que se eleva como una neblina mortal. Leporello prueba todas las excusas que se le ocurren, como si algo pudiese parar lo que va a ocurrir. Y luego, el infierno, los tormentos indecibles. La música se agita, un coro demoníaco, grave, fuera de escena, grita: «¡Todo es poco para tus culpas! / ¡Ven, hay un mal peor!» Y Don Giovanni desaparece con un alarido.
Suele decirse que las dos contribuciones más exitosas de la cultura patria a la universal son don Quijote y don Juan. No lo discutiré. Pero si vamos a atrincherarnos contra el vil Halloween, ese invento yanqui y protestante, deberíamos hacerlo bien y escoger una costumbre menos sonrojante que repetir el texto de Zorilla (Tenorio, notorio, purgatorio, promontorio, repertorio…). Propongo que esta noche salgamos todos en rondalla a cantarle a las estatuas de la ciudad aquello del O statua gentilissima. Al primero al que la estatua le responda, gana. ¡Eso sí que es un truco buenísimo! Un buen fantasma vengador. Sexi.
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