Monday, October 23, 2017

Jot Down Cultural Magazine: El genocidio san (o la aniquilación de nuestros ancestros)

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
El genocidio san (o la aniquilación de nuestros ancestros)
Oct 23rd 2017, 09:08, by Enrique Campos

Fotografía: South African Tourism (CC).

Tal vez sean las personas más felices de la tierra. Para ellos no existen el crimen, las leyes, los policías, los gobernantes ni los jefes. Creen que los dioses solo pusieron cosas buenas y útiles en el mundo para que ellos las aprovechen. En su mundo nada es malo o inmoral. […] Viven en la inmensidad del Kalahari, en pequeños grupos familiares. […] pero en general viven aislados sin ser conscientes de que hay otras personas en el mundo. En lo más profundo del Kalahari hay nativos que nunca han tenido noticias del hombre civilizado ni saben nada de él. […] Son personas amables, nunca castigan a los niños ni les hablan con dureza, así que los niños se portan muy bien y sus juegos son divertidos e imaginativos. […] Una característica que de verdad diferencia a estos nativos de casi todas las razas de la tierra es su nulo sentido de la propiedad, ya que donde ellos viven no hay prácticamente nada que puedan poseer, solo árboles, hierba y animales. […] Viven en un mundo agradable, donde nada es tan duro como el acero, la piedra o el cemento. (Los dioses deben estar locos, 1980)

Hasta 1980 el mundo occidental —el planeta, en general— apenas tenía noticias de los bosquimanos del sur de África. Como mucho, ecos colonialistas de su salvajismo y su mentalidad prehistórica. Después de 1980, con el estreno, y el éxito en los videoclubs de barrio, de Los dioses deben estar locos, a la que siguieron hasta tres secuelas, se asentaron en el imaginario colectivo descripciones de libro de texto infantil como la que abre este artículo. Gentes simples, subdesarrolladas, que convertían el hallazgo de una botella de Coca-Cola en el evento del siglo. Un regalo de esos dioses que estaban tan locos. Los bosquimanos, como muchos otros pueblos, eran carne de cañón para comedias inherentemente racistas y condescendientes que el espectador podía digerir sin sufrir el reflujo de la culpa. Palabras como exilio, éxodo, expulsión o genocidio se quedaban fuera de los guiones por el bien de todos. Es posible, incluso, que por la propia ignorancia de los escritores. Porque, a fin de cuentas, los dioses, locos o no, eran ellos, los guionistas de Hollywood.

Pero la historia de los bosquimanos, o los san, dista mucho de ser ese paraíso terrenal en mitad del «agradable» desierto del Kalahari. Al menos no lo ha sido durante los últimos trescientos años. A pesar de haber sufrido repetidos y devastadores ataques por parte de diferentes tribus bantú llegadas desde el este y el sudeste, su verdadera sentencia de muerte data de alrededor de 1650, cuando los primeros granjeros holandeses comenzaron a asentarse en los territorios que hoy pertenecen a Sudáfrica. Desde entonces no ha habido paz para los san. No por mucho tiempo. Su historia de agravios y terror, sin embargo, no había hecho más que empezar. Y se ha prolongado hasta hoy. Eso sí, con la siempre bienintencionada comunidad internacional manufacturando kilos y kilos de papel mojado para enjuagar su mala conciencia y la sociedad civil, a excepción hecha de unas pocas ONG, absolutamente ignorante del devenir de los que, se dice, son descendientes directos de los primeros humanos.

El abuelo fue bosquimano, allá en el Kalahari

Pinturas rupestres san. Fotografía: Ji-Elle (CC).

Los diferentes restos arqueológicos sitúan a los bosquimanos en el sur de África hace más de cuarenta mil años, aunque existen restos y evidencias genéticas de una mujer bosquimana que debió de vivir hace sesenta mil años en lo que hoy es Botswana. Esas trazas de ADN, las de más añada relacionadas con el ser humano halladas hasta la fecha, nos cuentan que existe una enorme variedad genética en los que, se deduce, son la comunidad de humanos más antigua del continente negro y del planeta. Esos mismos estudios concluyen que las primeras migraciones de nuestros ancestros partieron del sudoeste africano, de las fronteras de lo que hoy en día conocemos como Namibia y Angola, el territorio san. Es muy posible que todos los humanos modernos sean descendientes de estos moradores del desierto. Otros restos arqueológicos indican que entre hace diez mil y dos mil años la mayoría de los bosquimanos emigraron desde diferentes regiones hasta el corazón del Kalahari. Pero sean o no ciertas estas hipótesis sobre la «cuna de la humanidad», lo innegable es que nadie más que ellos habitó esos territorios hasta la llegada desde el este de África, alrededor del siglo I a. C., de tribus bantú —de los que se cuentan hasta cuatrocientos grupos étnicos— dedicadas al pastoreo.

Su modo de vida, el de los san tradicionales, apenas ha variado a lo largo de milenios. De naturaleza nómada, han vivido casi exclusivamente de la caza y la recolección. Para ello se organizan en pequeños grupos familiares y solo en ocasiones muy especiales, meramente estacionarias, varios de esos grupos unen fuerzas. Sus únicas posesiones son aquellas que pueden llevar con ellos y, con excepción hecha de algunos ropajes, prácticamente no han adoptado usos o costumbres forasteras. Y así continúan viviendo la mitad de los bosquimanos que quedan en África. Como si no hubieran pasado veinte mil años, como si no se hubieran inventado la rueda, el motor de explosión ni, por supuesto, las armas de fuego. La prehistoria no hay que buscarla en libros de texto ni tesis doctorales; basta con visitar alguno de sus actuales asentamientos. Allí encontraremos hombres y mujeres que practican el chamanismo, que conjuran animales con cánticos sagrados y se sirven de la magia para curar. La práctica de todos estos ritos, la emoción de la caza, la libertad de la vida en la inmensidad del desierto resultan tan seductoras para los más jóvenes de cada comunidad que suelen optar por este modus vivendi en vez de abandonar a sus familias y buscar fortuna en pueblos o ciudades cercanas tocadas por la mano de la tecnología y el desarrollo.

Hace mucho, mucho tiempo, nosotros, los bosquimanos, vagábamos por estas montañas. Conocíamos bien lo impredecible de la naturaleza. Éramos nómadas, nos movíamos guiados por las estaciones y por las manadas de animales. Cuando ellos migraban nosotros los seguíamos. No dejábamos atrás casas ni caminos que pudieran revelar nuestra presencia. Todo lo que quedaba era nuestra historia pintada en las rocas y en nuestros refugios; la historia de los animales sagrados y de nuestros viajes al mundo de los espíritus. Estas montañas nos dieron cobijo, y las manadas de antílopes eran nuestro sustento y el propósito de nuestras vidas. Sobre todo los antílopes Eland, los más majestuosos. Esos animales nos mostraban el camino hacia el más allá y nos conectaban con Dios. (Anónimo, sobre las pinturas bosquimanas en Sudáfrica)

La concatenación de circunstancias poco favorables para los san y su propia idiosincrasia decidieron su suerte y les condenaron a jugar el papel de paria en el gran teatro del mundo mucho antes de la llegada del hombre blanco. Su carácter eminentemente pacífico y su querencia por regiones donde abundaba la caza les convirtieron en carne de cañón para arquetípicas expulsiones en masa. Los pastores bantú, acostumbrados a defender sus territorios, adiestrados en una cierta belicosidad, topaban con estos nómadas nada acostumbrados a utilizar la fuerza. El invasor del este no se conformaba con arrebatar las zonas de caza; el patrón habitual conllevaba la aniquilación de los san, el asesinato de los hombres y la captura de las mujeres, que terminaban ejerciendo de concubinas para sus raptores. La cultura local era asimilada por los invasores hasta hacerla suya, cuando no fagocitada literalmente. Como prueba de ello, diferentes etnólogos apuntan a multitud de giros fonéticos en el idioma bantú así como a rituales chamánicos heredados de los grupos san con los que un día sus ancestros arrasaron.

Colonización y genocidio, hermanos gemelos

Fotografía: South African Tourism (CC).

El desplazamiento o la aniquilación de los bosquimanos por parte de zulués, xhosa, y otros grupos bantú continuó durante siglos, sin prisa pero sin pausa. En este orden de cosas, los bosquimanos encontraban mucho más fácil cazar las piezas de ganado que se agrupaban para el pastoreo o el que traían los primeros pioneros europeos que avanzaban desde el sur, lo cual no hacía especialmente felices a sus «legítimos» dueños. Ya ha quedado dicho que los san no entendían de propiedades, por lo que un animal, cualquier animal, en campo abierto era alimento a la vista. Los zulués y los xhosa desde el noreste y los europeos desde el sur tomaron medidas drásticas; organizaron partidas de caza para limpiar el terreno de los molestos cazadores-recolectores. Era un callejón sin salida. A ojos de los colonizadores y de los grupos bantú los bosquimanos nunca fueron más que animales. Animales que les arrebataban su sustento. Carroñeros. O el eslabón perdido.

Afirmar, como afirman los colonialistas, que los bosquimanos no pueden asimilar la influencia de la civilización es firmar su sentencia de muerte, y es, además, una ofensa para toda la raza humana. Las costumbres de los bosquimanos son, sin lugar a dudas, del todo salvajes, pero yo he sido testigo de rasgos en su carácter que evidenciaban un alma noble. Cuando dejo a un lado mi complejo de superioridad, siento que ellos y yo pertenecemos a la misma raza. (Johan Philip Anthing, Comisionado Civil de Springbrok, Sudáfrica. c. 1845)

Este vagar en una huida perpetua de la alianza coyuntural entre bantúes y colonos holandeses/afrikáners o alemanes, con lamentables episodios de tráfico de esclavos de por medio o su mera caza por deporte, prosiguió desde el siglo XVII hasta los albores del XX. Los afrikáners fueron especialmente expeditivos entonces, como lo serían décadas después respecto al trato a dispensar al hombre negro. En su expansión desde Ciudad del Cabo hacia el norte y el este barrieron sin miramientos a cuantos bosquimanos encontraron en su camino. Los san no tuvieron otra opción que asentarse en las regiones más áridas e inhóspitas de Botswana y Namibia, donde ni colonos ni banúes veían viable la supervivencia debido a la absoluta ausencia de manantiales de agua subterráneos. La situación se volvió aún más trágica para los san durante el siglo XIX, cuando miles de ellos perecieron a manos de comandos organizados —no siempre por hombres blancos— y multitud de mujeres y niños fueron arrancados de sus comunidades y empleados como sirvientes o mano de obra esclava para los asesinos de sus familias.

Algunos estudiosos de lo acontecido respecto a la matanza sistemática de bosquimanos se niegan a reconocer que estamos ante un genocidio en toda regla. Su argumento, de lo más peregrino, se fundamenta en que el término «genocidio» no había sido acuñado aún. Pero algo que tiene cuatro ruedas, un motor y un volante es un coche, se haya o no inventado una palabra para nombrarlo. Según la resolución 96 de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1946, será considerado genocidio toda «denegación del derecho a la vida de los grupos humanos». Johan Philip Anthing, comisionado de Springbrok (Sudáfrica) a mediados del siglo XIX, dejó escrito que estaba siendo testigo de «la destrucción de una raza de hombres, llevada a cabo como si se tratara de un trámite necesario para la buena marcha de los negocios coloniales». Cuatro ruedas, un motor, y un volante. El propio Anthing informó a sus superiores continentales de la situación en la zona. Estos se dieron por enterados, dieron por fiable y contrastado el testimonio del comisionado, pero ello no se tradujo en cambios significativos. La situación política y económica de las colonias no propiciaba el clima idóneo para que los colonos mostraran el más mínimo interés por el destino de unos «salvajes» que vivían en el desierto, a más de mil kilómetros de Ciudad del Cabo.

Mientras tanto, el ciudadano de a pie, colono o continental, vivía ajeno a la realidad de los san, y la realidad sobre el exterminio se diluyó entre mitos y mentiras que aún hoy anidan en la cabeza de muchos afrikáners. Que los bosquimanos se retiraron por su propia voluntad hacia regiones más áridas. Que el infanticidio era habitual entre los bosquimanos. Que solían vender a sus hijos a los granjeros. Que no era raro que abandonasen a su suerte a los ancianos toda vez que estos eran incapaces de seguir el ritmo nómada de los más jóvenes. Afirmaciones, todas ellas, sin base alguna ni evidencias que las sustentaran. Mera propaganda.

Sin derecho a existir

Fotografía: Dietmar Temps (CC).

Sería de mi agrado que, de ser posible, no mataran demasiados [bosquimanos]. Mátenlos solo si se produce un ataque, pero lo dejo a su discreción.

Este mensaje de un oficial alemán destinado en Namibia, en 1914, a uno de sus soldados ilustra de manera meridiana el grado de preocupación que los conquistadores germanos, que se habían repartido el pastel del sudeste africano, mostraban por el devenir de los san. «A su discreción». Como pedirle a un grupo de niños que no cojan demasiados caramelos, pero que se lleven todos los que quieran. No quedará un solo caramelo en la habitación después de la estampida. Ni los de eucaliptus ni los de café del abuelo.

Con el nuevo siglo y el nuevo equilibrio de fuerzas coloniales, frecuentes noticias de ataques a granjas y robo de ganado por parte de los san unidas al ambiente bélico generado por el enfrentamiento entre los afrikáners de Sudáfrica y los alemanes del sudeste hicieron aún más profunda la tumba de los san. Pero fue de nuevo la cuestión económica la razón más poderosa para despejar el terreno de todo lo que oliera a pequeños hombres primitivos que no creían en fronteras, ni en tuyo o mío, ni por supuesto en el Imperio alemán. Los colonos, espoleados por la necesidad de conseguir mano de obra barata, pusieron sus ojos en el territorio owambo (Namibia y sur de Angola) y en sus trabajadores. Solo había un problema, los owambo debían atravesar regiones habitadas por los san para llegar a sus lugares de trabajo. La administración germana les allanó el camino como mejor sabía; eliminando los obstáculos a sangre y fuego y decretando que todo indígena de la zona debía ponerse al servicio del colono.

Los nativos tienen que ser conscientes de que su derecho a existir solo se contempla en directa dependencia de las autoridades locales. De no darse tal dependencia, serán considerados unos fuera de la ley. No se les permitirá otra forma de vida que no consista en trabajar para el hombre blanco.

Por decreto, dado que los san no respondían a más ley que la del sol y la de sus dioses, aquellos que no acataron el nuevo statu quo imperial fueron despojados de su derecho a «existir», una política que, por desconocimiento o por conveniencia, no iba a ser enmendada ni desde las posiciones de poder ni desde la alarma social. El genocidio seguía su curso, y seguía oculto a la opinión pública, demasiado aturdida por las dos guerras mundiales y por sus respectivas posguerras como para mirar hacia el sur de África, y más en concreto hacia los negros del sur de África.

Esta manera de manejarse con los bosquimanos, o en general con la mayoría de los indígenas de las colonias, llevaría a la filósofa Hannah Arendt y a otros intelectuales a trazar una conexión directa e irrefutable entre las atrocidades colonialistas y el Holocausto. Bajo el paraguas de la superioridad tecnológica y moral, entendiendo la civilización occidental como otro brazo del proceso evolutivo y la selección natural, la sociedad en conjunto encajaba como una consecuencia lógica la debacle de la «raza inferior». En especial si esa raza inferior era lo suficientemente demonizada por los interesados en hacerla desaparecer. Si ese iba a ser el juego, depredador contra presa, la supremacía del más fuerte, los san no tenían ninguna oportunidad.

Hacia la extinción y más allá

Fotografía: South African Tourism (CC).

A partir de 1945, con los sueños del Führer destruidos y el colonialismo mutando hacia sistemas de control más eufemísticos, quedaban en el sur de África menos bosquimanos que judíos en Europa. Sin un Schindler que beatificar ni un Spielberg que filmara bellos panegíricos, las diferentes intentonas de aquellos que abogaban por ayudar a preservar el modo de vida de los san y algunos pocos territorios donde pudieran asentarse han fracasado, de facto, hasta hoy. Los Gobiernos de Namibia, Botswana y Sudáfrica, los tres países que se reparten las regiones que un día los san habitaron, han fingido ceder a las demandas de Naciones Unidas o de ONG como Survival International. Han fingido legislar. Unos estupendos brindis al sol con copas que brillan como diamantes. Y no olviden esa palabra, diamantes, porque el mineral favorito de Holly Golightly ha sido y sigue siendo la última excusa para no dejar en paz a los apenas noventa mil bosquimanos que sobreviven en el sudeste de África.

Aun no habiéndose puesto una solución a la conflictiva relación entre los bosquimanos y los granjeros o las tribus de pastores, sus enemigos «naturales», algunas iniciativas, como la creación en 1961 de la Reserva de Caza del Kalahari Central, parecían traer algo de luz a la oscura travesía de los san por el desierto que los vio nacer. Pero ninguna de esas medidas fue del todo efectiva. No fueron nada efectivas, de hecho. Las autoridades del lugar demostraban poco celo, cuando menos, a la hora de ponerlas en práctica. En cualquier caso, este ambiente de reconciliación y retribución se reveló fugaz. En los años setenta, las nuevas técnicas de perforación permitieron prospecciones que hicieron viable la explotación de los enormes acuíferos latentes a mil metros bajo el Kalahari. Los bosquimanos volvían a estar encima (o cerca de) los intereses económicos o expansionistas de Europa y de sus colonias transformadas en socios de buena voluntad. El Reino Unido primero y más tarde la Unión Europea colaboraron en destapar cientos de pozos así como en levantar kilómetros de vallas con las que separar las nuevas zonas de pasto de otras habitadas por animales salvajes y portadores potenciales de enfermedades. Dichas vallas no solo tuvieron consecuencias desastrosas para los bosquimanos y su caza, también se interponían en las rutas migratorias de multitud de especies. Pero si el bienestar de los san no suponía un contratiempo grave, mucho menos el de las cebras o los ñus.

Cuando en 1986 la firma De Beers localizó en la Reserva del Kalahari Central depósitos de kimberlita, un tipo de roca volcánica que a menudo oculta diamantes, un portavoz de la compañía declaró que la presencia de los san campando por sus respetos en la zona no supondría ningún inconveniente y no interferiría con sus prospecciones. Minas de diamantes y cazadores-recolectores conviviendo en armonía. Una armonía parecida a la que más tarde, en forma de cruenta guerra civil, llevarían a Sierra Leona. Porque, en última instancia, De Beers, como aquel oficial alemán un siglo antes, dejaba «a discreción» del Gobierno de Botswana cualquier decisión tocante a la futura «resituación» de los san. Casualidad o no, diez años después, en 1996, el Gobierno anunció sus planes de sacar a los bosquimanos de la zona debido a la «sobreexplotación de los recursos». En otras palabras, al parecer cazaban por encima de sus posibilidades. En tres grandes oleadas de limpieza étnica (1997, 2002 y 2005) prácticamente todos los san fueron expulsados de la reserva; sus hogares, sus escuelas y sus precarios ambulatorios fueron desmantelados, se les cortó el suministro de agua y se revocó su derecho a la caza y, en definitiva, el derecho a «existir» en las inmediaciones de las tierras adquiridas por De Beers. A los que a pesar de todo insistían en permanecer en esos territorios se les perseguía y disparaba incluso desde helicópteros para después ser detenidos, sin garantía legal alguna, y torturados.

Si los bosquimanos no pueden acceder a sus tierras o no encuentran allí comida, no tendrán más opción que retirarse a los campamentos, donde no se dan las mínimas condiciones para una vida digna y enfermedades como el sida hacen estragos.

En esos campos de concentración modernos localizados en New Xade, una zona perimetral de la Reserva, completamente baldía, los san, sin nada que hacer, con todas sus creencias y costumbres pisoteadas, caen en la depresión y el alcoholismo. Muchas de sus mujeres no tienen más salida que la prostitución. Los granjeros de los alrededores no emplean a los san por no ser lo suficientemente fuertes, y al no haber recibido ningún tipo de educación no son aptos para tareas complejas. Y, aunque no fuera así, su ética de trabajo dista mucho de ser la aceptable para sus patrones. Si un bosquimano está cansado, se pone a dormir debajo de un árbol, no comulgan con las jornadas laborales al uso y, si un día no se sienten con ánimos para trabajar, no trabajan. ¡Qué locos estos bosquimanos! La mayoría sobreviven dedicándose a la artesanía y vendiendo sus figuritas o sus enseres a los misionarios a cambio de alimento y suministros de cualquier tipo.

A pesar de dos sentencias favorables (2006 y 2011), propiciadas por algunos hombres buenos como el abogado escocés Gordon Bennett, que obligaban al Gobierno de Botswana a permitir a los san el acceso a sus tierras y a restituir el suministro de agua, poco o nada ha cambiado en la realidad cotidiana de los primeros pobladores humanos del planeta. El suyo es un pulso sin descanso contra los resorts de caza y los monstruos mecánicos que devoran diamantes. Una carrera contrarreloj para huir de la extinción. Y el tiempo se les acaba.

Si deseas informarte sobre la actualidad de los san o colaborar con su causa, visita Survival International.

Protesta san contra la política de explotación de diamantes por parte de la empresa De Beers. Fotografía: Peter Macdiarmid / Cordon.

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Fuentes:

Survival International

Socialist Standard

Open Democracy

The Forgotten Bushman Genocides of Namibia (Robert J. Gordon)

The Forgotten Killing Fields (José Manuel de Prada-Samper)

The Anatomy of a South African Genocide (M. Adhikari).

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