Fotografía: Albert Gea / Cordon.
Para romper España me bastan dos razones: quiero y puedo.
Pero como nadie mínimamente documentado duda de que Cataluña es viable como Estado y, a diferencia de 1812, nada de lo que ofrece España (tamaño, mercado, ejército) es particularmente importante para lo que ha de venir, el debate parece girar alrededor del boicot.
Con visera de contable puesta, se dice que Restoespaña podría boicotear a Cataluña en todos los frentes: mercado, UE, tanques. Basta responder que este boicot tendría un coste elevado para España, sobre todo porque una cultura política dedicada al castigo de una exregión implica tal degradación de la vida democrática que solo lleva a rupturas cada vez más profundas.
Lo que significa que la verdadera contabilidad en juego es lo que España y Cataluña están dispuestas a pagar para ser lo que quieren ser. Es decir: si alguien da más que el precio que España ya paga para contener a Cataluña, que se calcula en subdesarrollo económico y degradación institucional. Puertos de segunda y un Tribunal Constitucional que es una banda, a cambio de un proyecto identitario castellanocéntrico y el sistema de dominación del árbol genealógico del cuerpo diplomático. Cataluña también paga lo suyo para disimular el miedo, sufragar a sus señorones sin espíritu y comer gambas: una cultura cobarde y parroquial, dedicada a hacerse la inocente.
No es irracional, pero es la contabilidad de los siglos. Si España no logra contener a Barcelona, Madrid como centro de poder se deshace. Y el Madrid oficial no es solo casta, es una idea del mundo que despliega cultura y política. Así las cosas, sale más a cuenta comprar a las élites de Barcelona con prebendas y mercados cautivos antes que pagar el precio de dar carta de naturaleza al eje Valencia-Barcelona. Pero con la globalización, el BOE cada vez da para menos. Y sin dinero, vuelve lo reprimido. Vuelven las ciudades.
Esto explica por qué la conversión al independentismo de parte de las élites del pujolismo y el socialismo catalán es un acto de deslealtad repugnante: con lo que se les había dado, ese dinero, ese mirar a otro lado. Pero es lo que ocurre cuando los países se edifican sobre un modus vivendi en lugar de sobre las aspiraciones universales o los amores concretos. Llega un día en que el dinero para comprar lealtades se acaba, o que la dignidad encuentra su fondo. Por eso el coste que Cataluña debe pagar para independizarse es derrocar a sus élites y todo su sistema de incentivos culturales. No es bajo. Esa es la cuestión: si habrá ganas.
Los catalanes quizá seamos lo bastante fuertes para soportar que nos traten de locos —o judíos, o nazis, o polacos— por decir que vivimos todos en el interior de una cursilería legalista que quiere ocultar la batalla y los acuerdos entre las élites de Madrid y Barcelona. Solo en el desprecio de fondo con que en provincias se habla de lo catalán se observa la memoria viva de lo piratas que han sido nuestros mandamases: ya se ve que se han vendido hasta las bragas de la abuela. Pero ese fue su coste de supervivencia y poder: el grotesco espectáculo de hacerse el tonto por Madrid. No sonría: son un espejo.
Con la autodeterminación les libero del tedioso ejercicio de obligarme a hacer contorsiones para parecer normal, y si ahora cediera a la bravuconería del boicot, estaría condenando a España a ser una cárcel de amenazas y fantasmas. Incluso como español, tengo más amor propio que eso.
Quiero la independencia porque no tengo ningún motivo para mantener amordazadas a las fuerzas de mi entorno: no gano nada con ello. Pero yo puedo permitirme romper porque mi cultura y las fuentes de mi libertad surgen de un lugar anterior e independiente del proyecto español.
La libertad, la suya y la mía, es no darles ninguna razón para autodeterminarme más allá de quiero y puedo. Hasta que defiendan mi derecho a celebrar un referéndum sin pedir permiso.
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