Tuesday, September 26, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Democracia constitucional y referéndum de secesión en Cataluña

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Democracia constitucional y referéndum de secesión en Cataluña
Sep 26th 2017, 09:23, by Manuel Toscano

Fotografía: Albert Gea / Cordon.

I

Qué tiempos en los que hay que defender lo obvio, dijo alguna vez Bertolt Brecht. Empecemos pues por recordar algunas cosas. Desde hace casi cuarenta años, España es una democracia constitucional, perfectamente homologable con los regímenes democráticos de otros países de la Unión Europea, de la que forma parte. La Constitución de 1978 fue aprobada en referéndum por el 88,54% de los votantes en todo el país, y por un 90,46% en Cataluña, donde los votos en contra no llegaron al 5%. De acuerdo con la Constitución, España se ha organizado territorialmente como un Estado de las autonomías ampliamente descentralizado, en el que las comunidades autónomas disfrutan de alto nivel de autogobierno. Cataluña está reconocida como 'nacionalidad' histórica y las competencias que conforman su autogobierno están recogidas en el Estatuto de Autonomía. Con objeto de garantizar el autogobierno, el Estatuto queda constitucionalmente protegido como parte del bloque de constitucionalidad; si como sucede en cualquier Estado complejo, con varios niveles de gobierno, surgen conflictos entre el Gobierno central y los Gobiernos de las comunidades autónomas en cuanto al reparto o ejercicio de las competencias, tales conflictos han de ser resueltos por el Tribunal Constitucional como árbitro e intérprete de la Constitución, al igual que sucede en Alemania o Canadá. Por supuesto, las competencias del autogobierno y el propio Estatuto están abiertos al debate político y pueden ser reformados, como ha sucedido, siempre que se haga siguiendo los procedimientos legalmente establecidos y respetando el marco constitucional vigente, como es de esperar en cualquier país democrático.

Lamentablemente, lo que está sucediendo estos días en Cataluña con relación a la convocatoria del referéndum del 1 de octubre dista de ser lo que cabría esperar en una sociedad democrática normal. Con objeto de forzar una secesión unilateral, el Gobierno catalán y los grupos parlamentarios que lo apoyan han decidido convocar un referéndum ilegal en esa fecha. Para ello, invocando el supuesto derecho a decidir, aprobaron las leyes del referéndum y transitoriedad en las sesiones del 6 y el 7 de septiembre saltándose para ello los requisitos legales exigibles y el procedimiento parlamentario, sin el menor respeto por los derechos de los parlamentarios de la oposición, que se vieron forzados a abandonar la cámara. Todo ello con una mayoría parlamentaria que representa el 47,8% de los votos (no alcanzan los dos millones de votos sobre un censo de cinco millones y medio de electores) y que sería insuficiente para reformar la ley electoral o el propio Estatuto. La convocatoria del referéndum se ha presentado, con ingenuidad más o menos fingida, como la única forma de consultar a los catalanes acerca de la independencia. Sin embargo, dichas leyes representan en realidad la propia declaración de independencia. Convierten de facto al Parlament en una «dictadura soberana», como diría Carl Schmitt, suspendiendo la Constitución y el Estatuto de autonomía en Cataluña; y con ello los derechos civiles y políticos de los ciudadanos de Cataluña. Conviene subrayarlo puesto que los partidarios de la secesión presentan la convocatoria del referéndum como una exigencia democrática inocua e impecablemente democrática. Pese a la suspensión por el Tribunal Constitucional, el Gobierno autonómico y los partidos secesionistas han decidido continuar adelante con la convocatoria de un referéndum sin garantías, en lo que supone un claro desafío a la legalidad y al orden constitucional. Además, animan a sus partidarios a desobedecer las leyes y movilizarse para impedir su aplicación por parte de las autoridades judiciales, como estamos viendo en los últimos días.

No es de extrañar, por tanto, que la incredulidad inicial haya dado paso a la alarma ante lo que está sucediendo: los abusos cometidos por las autoridades autonómicas, la extensión de los actos de desobediencia callejera, el acoso a los discrepantes y, en general, el resquebrajamiento de la convivencia. Estamos seguramente ante la crisis política más grave de la España constitucional desde el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Un simple repaso a la prensa de las dos últimas semanas ofrece abundantes testimonios de esa alarma por parte de analistas sosegados, templados, nada dados a excesos grandilocuentes. Por citar solo unos pocos ejemplos, entre los que incluyo por razones obvias a algunos catalanes, Lluís Bassets ha explicado que las instituciones del autogobierno, empezando por la norma suprema que es el Estatuto, han quedado invalidadas en la práctica por quienes juraron respetarlas. Joaquim Coll señaló con tiempo el empeño insurreccional del independentismo catalán y Daniel Gascón ha descrito el proyecto secesionista como un «golpe de Estado posmoderno». Un manifiesto firmado por más de doscientos profesores de universidades españolas ha llamado la atención sobre la gravedad de los hechos y la responsabilidad de los secesionistas, cuyo ataque contra la Constitución y el Estatuto pone en grave peligro la convivencia democrática y la paz civil en Cataluña y en toda España. Y hace pocos días Manuel Arias Maldonado expresaba el vértigo que produce volver a ver en una sociedad democrática, europea y próspera, escenas de algaradas callejeras y discursos nacional-populistas más propios de los convulsos años treinta del siglo pasado.

La perplejidad que muchos sentimos ante estos acontecimientos puede resumirse con algunas preguntas. ¿Cómo es posible que esta agitación enarbole la bandera del victimismo en una de las comunidades con mayores niveles de bienestar en España y que goza de un amplio autogobierno? ¿Cómo es posible que se pretenda romper la convivencia en una sociedad democrática y abierta como la española, cuyos ciudadanos disfrutan de derechos y libertades constitucionalmente garantizados similares a los de cualquier democracia avanzada de nuestro entorno? ¿Cómo es posible que el Gobierno autonómico trate, en un ejercicio de aventurerismo político, de subvertir la legalidad vigente en un Estado miembro de la Unión Europea, que se define como una comunidad de Derecho y entre cuyos principios fundamentales está el imperio de la ley (the rule of law)?

II

Entre las justificaciones que esgrimen los partidarios del referéndum y la aventura secesionista está desde hace años el llamado «derecho a decidir». Ha sido un poderoso recurso retórico, detrás del cual se esconde el derecho a la autodeterminación de los pueblos o a la secesión. Ese supuesto derecho sencillamente no existe en el ordenamiento constitucional español ni está amparado por el Derecho internacional. Así lo vino a explicar la célebre sentencia del Tribunal Supremo de Canadá de 1998 sobre la secesión de Quebec, tantas veces invocada en tiempos recientes y cuya lectura sólo cabe recomendar. En esto la Constitución Española, cuando atribuye la soberanía al conjunto de los ciudadanos españoles, no hace más que seguir la norma de las constituciones de los países democráticos, como la francesa que considera la República indivisible, o la República Federal de Alemania, cuyo Tribunal Constitucional dictaminó en abril de este mismo año que Baviera no tiene derecho a celebrar un referéndum de independencia porque violaría la Ley Fundamental. Los estados federados (Länder) «no son los dueños de la Constitución», decía la sentencia, puesto que la soberanía corresponde al pueblo alemán en su conjunto.

Tampoco el Derecho internacional, pese a lo que algunos cuentan, ampara el supuesto derecho de autodeterminación en el caso catalán. La Corte Suprema canadiense recordaba, a propósito del supuesto derecho a la autodeterminación de Quebec, que un derecho a la secesión bajo el principio de la autodeterminación de los pueblos solo es reconocido en el Derecho internacional en aquellos casos en los que un pueblo forma parte de un imperio colonial o está sometido a la dominación y explotación por parte de una potencia extranjera. En todos los demás casos rige siempre el respeto por la integridad territorial de los Estados, un principio fundamental del orden internacional. Por ello, tratándose de un Estado democrático, cuyos ciudadanos en su totalidad están representados en las instituciones y son tratados sin discriminación y de forma igual, el ejercicio de autodeterminación debe realizarse de «forma interna», es decir, dentro del marco del Estado existente. El Tribunal Supremo concluía que ninguna de las condiciones anteriormente formuladas se aplicaban a la provincia de Quebec, donde los ciudadanos gozan de una ciudadanía igual al resto de los canadienses y disponen de instituciones de autogobierno dentro de la federación. No veo cómo podría razonablemente extraerse una conclusión distinta en el caso de Cataluña.

¿Por qué a pesar de todo ha tenido tanto éxito el lema del «derecho a decidir»? Entre los nacionalistas es obvio, pues creen, como decía Ernest Gellner, que el Estado y la nación están hechos el uno para el otro, que toda nación ha de tener su propio Estado y todo Estado debe ser el Estado de una nación. Es lo que llamaba el «principio nacionalista de legitimidad», de acuerdo con el cual el único Gobierno legítimo sería el autogobierno nacional y las fronteras políticas deberían trazarse de forma acorde. El derecho a la autodeterminación, o a la secesión, se sigue naturalmente de dicho principio de legitimidad. Es lo que en la literatura se conoce como teoría adscriptiva de la secesión, según la cual el derecho a la secesión sería un derecho «natural» anterior al Derecho que tendría toda nación por el hecho de serlo. Como ejemplo ilustrativo cabe recordar el lema de la manifestación que convocó Esquerra Republicana de Catalunya allá por 2006 con el lema «Som una nació i tenim el dret de decidir». Para un nacionalista, los dos enunciados unidos por la conjunción copulativa que conforman el eslogan deberían leerse así: «tenemos el derecho a decidir» porque «somos una nación».

Ello explicaría la búsqueda nacionalista de rasgos diferenciales o señas de identidad para el reconocimiento de la existencia de la nación, pues una vez concedida su existencia se seguiría necesariamente el derecho correspondiente. De ahí cierta obsesión ontológica del pensamiento nacionalista, que suscribe, por seguir con Gellner, una visión de las sociedades humanas como si fueran un cuadro de Modigliani, compuesto por grandes manchas de color internamente homogéneas y perfectamente delimitadas unas de otras. En otras palabras, el nacionalista cree en la existencia de un pueblo singular, diferenciado por la tierra, la sangre y la lengua, que persiste a través de los avatares de la historia. Si la sangre y la raza no resultan ya de buen tono, siempre cabe reemplazarlos por la identidad, la lengua y la cultura propias, como equivalentes al viejo Volkgeist o al carácter nacional de los románticos. De lo que tampoco cabe duda es de la tendencia a sustancializar las naciones, lo que un estudioso del nacionalismo como Rogers Brubaker ha llamado el «realismo de grupo», tanto en el imaginario popular como también, desafortunadamente, en el discurso de algunos académicos. De Prat de la Riba a Jordi Pujol esa ha sido una veta importante en el nacionalismo catalán.

Naturalmente, como el propio Brubaker ha puntualizado, uno no necesita creer en la existencia de naciones, y hasta puede declararse agnóstico en tales materias. Y tampoco parece razonable sostener un supuesto derecho natural a la secesión, con independencia del Derecho, atribuido a agregados colectivos como las naciones. Puestos a hablar de personas artificiales (persona ficta), solo el Derecho puede concederles personalidad legal y, en consecuencia, obligaciones y derechos. Y en el caso en que uno crea en la existencia de derechos morales anteriores a la ley, como resultado por ejemplo de la lectura de Locke, lo razonable es considerar a las personas individuales como únicos titulares de tales derechos morales.

Por eso es más interesante fijarse en otra forma de ver el derecho a decidir por razones no nacionalistas. Es importante considerarla para entender por qué muchas personas ajenas al nacionalismo en Cataluña y fuera de Cataluña han encontrado atractivo o defendible el supuesto derecho, especialmente en ciertos sectores de la izquierda. Es aquí donde puede verse mejor la eficacia retórica del eslogan, pues el derecho a decidir se asocia con valores atractivos como la libertad o la autonomía para elegir cómo conducir nuestra vida. En términos colectivos evoca el principio democrático, según el cual corresponde a los ciudadanos, considerados conjuntamente como cuerpo político, la titularidad última del poder y por tanto la capacidad de decidir acerca de los aspectos fundamentales del orden político, bien directamente o por medio de representantes libremente elegidos. De esta asociación deriva la creencia de tantos en las impecables credenciales del derecho. Tal y como se hace en la literatura sobre la secesión, se podría hablar aquí de una «teoría plebiscitaria» del derecho a decidir, según la cual el derecho a decidir sería una elemental exigencia democrática, sin adherencias ni complicaciones nacionalistas, pues no dependería del carácter nacional de la comunidad, sino que bastaría la voluntad de un conjunto de ciudadanos territorialmente localizado.

Como salta a la vista, tal concepción plebiscitaria difícilmente resiste el análisis o sobrevive a las múltiples objeciones que genera. Un primer problema es obvio si nos preguntamos quiénes tendrían derecho a decidir, pues el funcionamiento del proceso democrático presupone la existencia de un demos bien delimitado. La cuestión de quiénes forman parte del cuerpo político, con derecho a participar en las decisiones con su voto, es cualquier cosa menos secundaria o trivial. La política democrática se desarrolla necesariamente dentro de un marco político dado, que define la existencia de un cuerpo político de ciudadanos que colectivamente deciden sobre las cuestiones fundamentales que afectan al orden político y su organización institucional. Solo dentro de ese marco político establecido cobra sentido el principio democrático y tiene aplicación la regla de las mayorías. Simplemente, no puede haber democracia sin demos ni soberanía popular sin un pueblo constituido. A falta de lo cual, la invocación del derecho a decidir conduce a un impasse o gira en el vacío dando lugar a resultados disparatados por contradictorios. Comparada con la versión plebiscitaria, la versión nacionalista ofrece al menos un soporte al derecho a decidir: una idea de cuál debe ser el ámbito de decisión y el pueblo al que corresponde ejercer ese derecho a decidir.

Dada su falta de concreción, las consecuencias de la aplicación irrestricta del derecho a decidir no son nada atractivas. Cualquier colectivo podría invocar el derecho a decidir para ajustar a conveniencia el ámbito de la decisión, asegurando por ejemplo una mayoría. En caso de disentir de la decisión mayoritaria, la minoría discrepante podría poner en cuestión la legitimidad de la decisión proponiendo un marco político alternativo o amenazando con romper el ya existente, socavando de esa manera las bases mismas de la política democrática.

Por lo demás, las democracias que conocemos, en Norteamérica o en la Unión Europea, son democracias constitucionales. En un régimen constitucional democrático el funcionamiento de las instituciones políticas y el ejercicio del poder político por parte de los ciudadanos o sus representantes están sujetos a la Constitución, cuyo cumplimiento es inexcusable y susceptible de revisión por los tribunales. En otras palabras, en una democracia constitucional no se puede decidir acerca de cualquier cosa, en cualquier momento o por cualquier mayoría. Por el contrario, las cuestiones fundamentales del orden constitucional se sustraen al juego de las mayorías y a la lucha partidista. Los principios y normas fundamentales recogidos en la Constitución quedan blindados por procedimientos de reforma costosos, que exigen mayorías cualificadas.

Es algo que con cierta frecuencia se pasa por alto cuando se discute sobre el derecho a decidir. Peor aún, como hemos presenciado estos años, algunos plantean una oposición entre democracia y Constitución, como si la segunda fuera un obstáculo para el derecho a decidir. Planteada así la oposición, parece implicarse que la Constitución tendría que ceder ante una voluntad mayoritariamente expresada. El derecho a decidir, como expresión del principio democrático, nos dicen, no puede encontrar trabas o frenos en la Constitución, si esta es genuinamente democrática. A pesar de las apariencias, esa contraposición y la inferencia sugeridas son completamente contrarias al sentido mismo de una democracia constitucional (o de una Constitución democrática, que viene a ser lo mismo). Por decirlo de forma deliberadamente provocativa: en una democracia constitucional no se puede y tampoco se debe decidir acerca de cualquier cosa. Hay cosas que deben ser sustraídas a las decisiones de cualquier mayoría, por amplia que pueda ser. Tal es el sentido mismo de la Constitución, como señalaba Giovanni Sartori: consiste en fijar límites al poder, a cualquier poder, incluso al que ejercen los ciudadanos en tanto que cuerpo político unos sobre otros, con objeto de asegurar la convivencia en libertad. Una formulación clásica de ese viejo sentido del constitucionalismo se encuentra en el artículo 16 de la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1789, que reza: «Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución». Que las dos cosas, la limitación del poder y la protección de las libertades, no puedan disociarse es el mejor legado del constitucionalismo liberal.

Por tanto, allí donde existe una Constitución democrática no puede haber un derecho a decidir irrestricto, que sería absolutamente incompatible con la primera. Es ciertamente más fácil hablar del derecho a decidir, implicando con ello que ser libres es poder elegir lo que queramos, que comprender que para ser verdaderamente libres debemos restringir nuestras elecciones, porque hay cosas que no podemos elegir. Y que tales restricciones aseguran políticamente nuestra libertad: los derechos y libertades fundamentales garantizan la inviolabilidad y la independencia moral de las personas así como la igualdad fundamental de los ciudadanos; por eso no deben quedar a disposición de ninguna mayoría.

Fotografía: Albert Gea / Cordon.

Cabría alegar que cuando se habla del derecho a decidir en un contexto democrático se dan por supuestas tales cautelas, de modo que cualquier decisión deberá salvaguardar esos derechos y libertades fundamentales de las personas. Pero la cosa no parece nada clara. En términos democráticos, las cuestiones fundamentales del orden constitucional nos conciernen a todos, y puesto que nos afectan a todos deben ser decididas por todos. O, lo que es lo mismo, cuando se trata de esas cuestiones fundamentales acerca del orden político, todos tienen igual derecho a tomar parte en la decisión. Sin embargo, cuando se invoca el derecho a decidir se hace en nombre de una parte de los ciudadanos y no de la totalidad. Pero los ciudadanos que se ven excluidos de una decisión que les concierne verán tal exclusión como un menoscabo de sus derechos políticos y del principio de igualdad entre los ciudadanos. En nombre justamente de ese principio democrático elemental, la igualdad entre los ciudadanos, que se traduce en la exigencia de igual participación en las decisiones que afectan a las cuestiones fundamentales del orden político, cabe preguntarse: ¿con qué derecho un subconjunto de ciudadanos se reserva el derecho a decidir por los demás? Pensemos que así se vuelve en su contra la acusación utilizada a favor del derecho a decidir: si otros deciden por nosotros en lo que se refiere a los aspectos fundamentales del orden político, se ha alterado la simetría esencial entre ciudadanos.

El asunto es particularmente grave porque se invoca el derecho a decidir para cambiar el marco político a través de la secesión y alterar precisamente la composición del demos. No se trata de una decisión cualquiera; al contrario, bien podría decirse que plantea la cuestión más seria en la política democrática. Como han explicado Stéphane Dion o Juan Claudio de Ramón entre nosotros, no hay decisión política más grave que convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos. Una decisión así afecta dramáticamente a los fundamentos mismos de la relación entre ciudadanos, puesto que algunos, pongamos una mayoría local, se arrogan el derecho a alterar la condición de ciudadanos de los otros, con serias consecuencias para sus derechos y libertades, por no mencionar sus otros intereses, y cambiando en suma su situación ante las instituciones políticas. Una perspectiva inquietante en una democracia constitucional, pues abre interrogantes de justicia política y no solo consideraciones de prudencia.

Por lo demás, la prudencia política justifica sobradamente que se contemple con toda cautela el derecho a decidir. Si se invoca el derecho a decidir como principio democrático, no hay límites a su aplicación. Cualquier colectivo podría apelar a ese derecho, y también cualquier subconjunto de ciudadanos dentro de ese colectivo, y así ad infinitum. Y cualquier minoría en un marco más amplio podría delimitar el ámbito de decisión erigiéndose en mayoría, aunque exponiéndose al mismo tiempo al mismo peligro. Lo que no parece coherente, de acuerdo con la concepción plebiscitaria, sería exigir ese derecho como parte de un todo y luego negar esa misma posibilidad a las partes de las partes. Por poner un ejemplo lejano, aunque los hay cercanos, no parece razonable exigir el derecho a decidir de Quebec para separarse de Canadá y negárselo al mismo tiempo a las poblaciones aborígenes o a las poblaciones anglófonas dentro de la Belle Province en nombre de la integridad territorial y la intangibilidad de las fronteras.

No sé si hace falta recalcar que las consecuencias indeseables a las que conduce la concepción plebiscitaria del derecho a decidir valen igualmente para la versión nacionalista. Es importante señalarlo porque la apelación al derecho a decidir depende al final de la existencia de reivindicaciones nacionalistas. Sin ellas simplemente no se hablaría políticamente del supuesto derecho. El discurso nacionalista es sustancialmente distinto a la concepción plebiscitaria, pues adscribe el derecho a la autodeterminación a cierta clase de colectivos sociales, las naciones, y solo a ellas. Sin la ontología social nacionalista, el presunto derecho a decidir se mueve sencillamente en el vacío. Con todo, el uso retórico del derecho a decidir ha resultado útil para dar una pátina democrática a las aspiraciones nacionalistas ante una audiencia no nacionalista. De hecho, podemos sospechar que su principal función retórica ha sido negativa: inhibir o reducir el rechazo a las demandas nacionalistas, revistiendo estas como radicalismo democrático. Una buena parte de la izquierda española prueba que la estrategia tiene éxito.

III

La discusión anterior se refiere grosso modo a lo que en la literatura se conocen como teorías adscriptivas y plebiscitarias de la secesión. Hay, además, una tercera forma de justificar la secesión, según la cual esta podría justificarse moralmente como único remedio a una situación de grave injusticia. Es lo que se denomina «teoría de la causa justa». Esta línea de justificación está próxima a las estrictas condiciones que fija el Derecho internacional, como vimos, para contemplar la secesión bajo el principio de autodeterminación de los pueblos, es decir, en el caso de situaciones coloniales o de sojuzgamiento y opresión de una población por parte de poderes extranjeros. Tales injusticias tendrían que suponer violaciones masivas, muy graves y generalizadas de los derechos humanos de la población en cuestión; a lo que cabría añadir como segunda condición que la secesión fuera el único modo de poner fin a esas violaciones graves y sistemáticas de los derechos de la población oprimida.

En los últimos meses, si no en los últimos años, hemos visto que los defensores del referéndum de autodeterminación recurren sin recato a todas las justificaciones a la vez, alternándolas o combinándolas: la autodeterminación sería una exigencia democrática, el derecho de la nación catalana y, además, el modo de remediar la explotación y opresión que sufren los catalanes en el Estado español. Esta última estrategia de justificación cada vez cobra más fuerza o estridencia. Llevamos años escuchando cosas como «Espanya ens roba» o el maltrato fiscal a Cataluña. Como era de esperar, en las últimas semanas se han incrementado las voces que denuncian con dramatismo impostado toda clase de agravios e injusticias, pensando sobre todo en la opinión pública internacional. Los portavoces del independentismo saben muy bien que ni la justificación plebiscitaria ni la nacionalista despertarían la simpatía o comprensión de la prensa internacional o del público de otros países, por lo que tienen que recurrir a la justificación de la causa justa. Si quieren hacer avanzar la secesión con los argumentos de la causa justa, necesitan probar que los catalanes sufren graves injusticias y violaciones de derechos por parte del Estado español. Eso tropieza con un importante obstáculo: España es un Estado social y democrático de Derecho, cuyas disposiciones constitucionales y ordenamiento legal garantizan a todos sus ciudadanos sin discriminación un amplio catalogo de derechos, que ha suscrito los grandes tratados internacionales en materia de derechos humanos así como la Convención Europea de Derechos y Libertades, además de ser miembro de la Unión Europea y del Consejo de Europa. Por ello los defensores de la secesión se han dedicado a lanzar toda clase de acusaciones, sospechas y descalificaciones sobre el autoritarismo del Estado español, la falta de libertades o la continuidad de la monarquía parlamentaria con el franquismo. Estamos viendo de todo en las redes sociales: analogías de los catalanes con los esclavos del Sur o con los judíos perseguidos, fotos de Tiananmén, y hasta el propio Mas ha llegado a compararse con Mandela y Martin Luther King. Mucho me temo que la cosa no va a cesar por la razón expuesta y vamos a oír cosas peores en los próximos días.

El texto de Carles Boix publicado en Jot Down se acoge también a la teoría de la causa justa, por lo que es de agradecer que adopte un tono más mesurado en su defensa del referéndum del 1 de octubre. La estructura argumental de su trabajo es relativamente sencilla. Primero afirma que la historia de España como Estado nacional ha sido un fracaso. Como consecuencia, ese fracaso ha dejado «un conjunto de países infelices en la península ibérica» (sic). El pacto constitucional de 1978 abrió una oportunidad para la esperanza de remediar tanta infelicidad, pero fracasó también en 2010 con la sentencia de Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Si se ensayara en el futuro alguna reforma federal, como algunos proponen, también fracasaría; es más, incluso si tal reforma siguiera las líneas de un federalismo asimétrico, fracasaría igualmente. La conclusión es obvia: a los catalanes, minoría  débil y oprimida en el Estado español, solo les queda como única salida ante esta situación injusta el ejercicio del derecho de autodeterminación.

Como se ve, la argumentación de Boix se ajusta como un guante a la concepción de la causa justa. Cosa bien distinta es si resulta convincente, pues uno tiene la impresión de que todo está forzado para extraer la conclusión que se desea. Cuestiones complejas y controvertidas son reducidas a frases tajantes, si no simplistas, afirmadas en varios casos sin mayor justificación. Lo que es peor, el relato histórico adquiere un aire indudablemente maniqueo, como una historia de buenos y malos, opresores y oprimidos. Me temo que ese aire maniqueo viene exigido por el guion de la causa justa. Lo más desconcertante, sin embargo, es que su exposición descansa sobre el protagonismo de entidades colectivas, a las que confiere voluntad, sentimientos, personalidad («Cataluña no pudo imponer», «no sintiéndose cómodamente española») y hasta la posibilidad de ser felices, o infelices. Podría alegarse que es simplemente un modo de hablar, una forma de abreviar; pero ese modo de hablar no carece de consecuencias que conviene señalar. Por terminar de decirlo, a medida que leía el texto más se transparentaba la ontología social nacionalista que subyace a la argumentación. Eso tendría su importancia si al final el argumento de la causa justa reposara sobre supuestos nacionalistas.

No voy a entrar en el detalle de unos apuntes históricos que traza a vuela pluma. Afortunadamente el autor no se remonta hasta 1714, como aquellos que presentan una guerra de sucesión por el trono de España como si hubiera sido una guerra de liberación nacional. Pero sí llama la atención el modo en que presenta la tesis del fracaso de España: «España no ha conseguido llegar al fin hegeliano de la historia». Dicho así, quienes no somos hegelianos ni creemos en el fin de la historia bien podríamos poner en duda tal fracaso. La descripción de ese supuesto fin («una comunidad nacional sin fisuras, articulada bajo un Estado aceptado como legítimo por todos sus ciudadanos») no hace la cosa menos dudosa. Los brochazos históricos con los que apoya esa conclusión, además, son más bien gruesos. Afirma por ejemplo que la «España de matriz castellano-andaluza no consiguió imponer una solución a la francesa» y la explicación es que «la revolución liberal fracasó en España», lo que se afirma sin más. Una afirmación así difícilmente da cuenta de las vicisitudes del liberalismo decimonónico español o de la experiencia histórica de la Restauración, por ejemplo. Pero lo que más me interesa es el retrato en blanco y negro que va sugiriendo con pinceladas aquí y allá. Francia tuvo éxito como Estado centralizado porque «París ofreció al Midi un trato de iguales»; luego sugiere que Madrid nunca lo hizo con Cataluña, que la relación siempre fue de dominación. O añade: «la fuerza de las armas nunca es suficiente para forjar un solo pueblo con un solo sentimiento nacional», lo que sugiere que la relación con Cataluña siempre estuvo mediada por la fuerza de las armas y la imposición. En esta línea, los gobernantes en Madrid son retratados como «élites reaccionarias, antiliberales», sin más distinciones. Que juzgue el lector si no es una visión simplista y distorsionada de la historia.

Lo que me importa es el modo en que introduce a los protagonistas de su relato. Como resultado del fracaso histórico, emergen «un conjunto de países infelices», «incapaces de mantener entre sí una relación mínimamente fraternal», con «personalidades nacionales diferenciadas y proyectos políticos divergentes». En suma, una mayoría cómoda con la idea de España unitaria y «una minoría —Cataluña— luchando para sobrevivir como nación cultural y política». Esta relación es infeliz, de dominación, entre desiguales, hasta el punto en que aplica la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo para analizarla. Pero este es un boceto «à la Modigliani», muy del gusto nacionalista como hemos visto, con poblaciones humanas perfectamente encuadradas en pueblos internamente compactos y claramente separados unos de otros por bordes rotundos, cada uno con su personalidad e identidad diferenciada. Es peor aún si se presentan tales pueblos o naciones, Cataluña o España, como una suerte de «animales metafísicos», dotados de personalidad, intereses o proyectos propios. Para quien no suscribe la ontología social nacionalista, el relato así construido es sencillamente increíble. La argumentación de Boix se sustenta enteramente en ese relato, pues el problema para él es cómo poner remedio, o fin, a esa relación infeliz entre entidades colectivas. Y ese no es el problema.

Esa forma de plantear las cosas no es inofensiva. En términos analíticos, siempre me ha parecido intelectualmente higiénico el individualismo metodológico con objeto de evitar la reificación o sustancialización de los agregados sociales como si existieran como entidades reales o presentados antropomórficamente como agentes supraindividuales con intereses aparte. Lo que me interesa subrayar ahora es el modo en que esa manera de abordar el asunto encubre u oculta los conflictos ideológicos e intereses divergentes que se dan en el interior de esas comunidades pretendidamente homogéneas. Boix habla de los catalanes o de Cataluña como si formaran un bloque monolítico, todos a una, con un mismo proyecto político o identificados con una causa. De esa manera escamotea lo que es el dato crucial de la actual crisis política (y en la historia de Cataluña): la pluralidad interna de la sociedad catalana. No es un conflicto entre Cataluña y España, como gustan de decir los nacionalistas, pues las líneas de fractura pasan en primer lugar por la propia sociedad catalana, internamente dividida en relación con el proyecto de secesión. Los bancos vacíos de los parlamentarios de la oposición cuando se votaron las leyes del referéndum y de transitoriedad son una prueba más que elocuente, por si hiciera falta.

Se ha dicho que la sinécdoque es la figura retórica favorita de los nacionalistas, por su tendencia a hablar en nombre de todos los catalanes, siendo solo una parte de ellos. Lamentablemente, por inadvertencia o inercia, muchos otros les siguen la corriente. Lo vimos el otro día en la sesión de control en el Congreso cuando un grupo de diputados catalanes abandonaron la cámara y después pudimos ver en titulares y comentarios que «los diputados catalanes se marcharon», como si no hubiera diputados catalanes en el PP, en el grupo socialista o en Ciudadanos, por ejemplo. El texto de Boix es un juego constante con la sinécdoque donde la parte se toma como un todo y el todo por una parte, en las relaciones entre Cataluña y España, pero también al presentar a los catalanes como un todo unido en torno a las reivindicaciones y aspiraciones de una parte de ellos.

Si el lector no acepta el juego de Boix con las sinécdoques, toda su justificación de la causa justa se viene abajo. Sin remontarnos a la supuesta historia de opresión de Cataluña, veamos por qué dice que fracasó la Constitución de 1978: «porque no garantiza la posición de igualdad de las naciones peninsulares». Y eso quiere decir la igualdad entre España y Cataluña como naciones distintas. Más adelante aclara la gran lección del periodo democrático iniciado en 1978: que la estructura constitucional de España no garantiza a los catalanes su espacio soberano. En resumen, la actual Constitución ha fracasado porque no concede la soberanía a Cataluña y establece relaciones de igual a igual entre ambas naciones. Esa es la injusticia fundamental que esgrime el texto: que los catalanes no ven reconocida su soberanía nacional. La desigualdad a la que se refiere varias veces no es más que la existente entre naciones. Pero entonces lo que parecía una argumentación basada en la teoría de la causa justa se revela como un planteamiento nacionalista, según el cual Cataluña es un pueblo distinto y como tal tiene derecho a la autodeterminación. No debería extrañarnos, por tanto, que concluya defendiendo la legitimidad del referéndum del 1 de octubre. Todo estaba ya en las premisas.

A muchos, sin embargo, no nos importan la felicidad de las naciones, o la dignidad de los pueblos, si es que eso significa algo. Cualquier pacto o arreglo constitucional tiene como propósito asegurar la convivencia en libertad y la igualdad de todos los ciudadanos bajo la ley, no la de los pueblos. Y tiene que reconocer el pluralismo como hecho fundamental de una sociedad democrática moderna, cuyos ciudadanos están divididos por concepciones morales, filosóficas y religiosas antagónicas, lo que incluye su creencia o falta de creencia en la existencia de naciones. Por eso, como decía Rawls, una sociedad democrática no puede contemplarse como una comunidad en torno a una fe compartida, ya sea religiosa o secular. El orden constitucional debe garantizar el pluralismo protegiendo los derechos y libertades de todos los ciudadanos. Ahí radican las garantías últimas que ofrece la Constitución y que ningún proyecto o causa debe poner en peligro.

Por eso la justificación de la causa justa no puede esgrimir agravios contra las naciones, sino que tiene que probar, a falta de una situación de dominación colonial o explotación por una potencia extranjera, la existencia de graves y sistemáticas violaciones de los derechos humanos. En la España constitucional de 2017 simplemente no se da el caso. Que los deseos de independencia de una parte del electorado catalán se vean frustrados por la Constitución y la ley no representa la grave injusticia que necesitan para justificar el referéndum. Eso podría explicar seguramente la promiscuidad de justificaciones (nacionalista, plebiscitaria o la causa justa) a la que se recurre en defensa de la secesión y el uso oportunista, cambiando de unas a otras según convenga, que se hace de ellas.

IV

En un reciente artículo decía Miguel Aguilar que cuando hablamos de la «cuestión catalana» convendría distinguir dos problemas diferentes. Uno de largo alcance tiene que ver con la organización territorial del Estado de la autonomías y el encaje de Cataluña. Es un problema que requiere tiempo y negociaciones complejas, y que podría culminar en una reforma de la Constitución. De hecho, a principios de septiembre se ha creado una comisión de estudio para la reforma del modelo territorial en el Congreso de los Diputados. El Partido Socialista, promotor de la iniciativa, propone una reforma federal y un mejor reconocimiento del carácter plurinacional del Estado, todavía por especificar. El sistema de financiación de las comunidades autónomas, técnicamente complejo, está abierto a la discusión al igual que el sempiterno problema de la reforma del Senado como cámara territorial. Hay además otras iniciativas interesantes que surgen de la sociedad civil como el proyecto de una ley de lenguas oficiales que han defendido Juan Claudio de Ramón y Mercè Vilarrubias, por ejemplo. Cabe discutir de muchas cosas para mejorar el Estado de las autonomías. Pero ahora el problema inmediato es otro. El Gobierno de la Generalitat y los partidos que lo apoyan quieren forzar una secesión unilateral con la convocatoria de un referéndum ilegal, han dividido a la sociedad catalana con su proyecto y pretenden suspender de facto la Constitución y el Estatuto. Lo urgente es restablecer la legalidad y velar, con firmeza y prudencia, por el mantenimiento del orden constitucional. Están en juego el imperio de la ley y los derechos de todos.

Fotografía: Susana Vera / Cordon.

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