Valença do Minho. Fotografía: Alice (CC).
«Vende toallas, Cristiano vende toallas, vende toallas, Cristiano vende toallas…», cantaban los aficionados del Celta en uno de los últimos partidos en Balaídos a los que pude acudir. Ronaldo, tan atento él a todo lo que puede estar relacionado con su autoinstitucionalizado yo, parecía desconcertado por aquel cántico.
No hay familia de Vigo que no tenga, como mínimo, una toalla comprada en Portugal. Son toallas de playa, enormes, de tejido perenne, que sobreviven a varias generaciones. Normalmente nos las traemos de Valença do Minho, pero a lo largo de los últimos años los censos toallísticos de la ciudad olívica han registrado un incremento de las adquiridas en Oporto, El Algarve, Lisboa y alrededores. Además de la más obvia de sus funciones, la toalla portuguesa nos reafirma como personas de mundo: es nuestro certificado de que hemos ido al extranjero. ¿Y qué pasa cuando una persona viaja más allá de nuestras fronteras, aunque sea yendo y volviendo en el mismo día? Que, inevitablemente, se convierte en una voz lo suficientemente autorizada para esgrimir juicios políticos, geográficos, fisonómicos y sociológicos sobre el país que ha visitado.
Viajé a Valença por primera vez con nueve años, con mis padres. Como buenos españoles, honramos nuestra carpetovetónica idiosincrasia pasando de estraperlo por la aduana un reloj de salón que aún hoy funciona y se muestra ufano en el recibidor de la casa de mis padres. Considero a mi familia bastante más decente que la media española, pero volver de Portugal declarando honestamente todo lo que habíamos comprado suponía manchar, además en un escenario tan representativo como es el puente sobre el río Miño que separa Tui de Valença, la imagen que nuestros coterráneos habían forjado durante tantos años. A ver si iban a pensar que éramos japoneses.
Ese era mi debut en el país vecino, y yo, entonces, ya tenía enquistados los tres «todos» de los portugueses: todos están en verano a las 9 de la mañana en la playa de Samil para quitarnos el sitio (y, además, todos están también, a la vez que en Samil, petando El Corte Inglés); todos conducen como locos; y todas las mujeres son feas y tienen bigote. No había giro copernicano que desplazase estos asertos.
En lo de superpoblar la playa de Samil sería injusto no reconocer que permitimos que los lusos compartan culpa con los orensanos: el arenal es grande, y, además, existe un espacio con césped equivalente, ahora que todo se mide en campos de fútbol, a los estadios del Benfica y del Oporto juntos. Ahí los orensanos («paragüeros de los cojones») tienen que dar un paso al frente y reconocer su parte de responsabilidad. Lo paradójico del tema es que la mayoría de los vigueses (y si me apuras, de los seres humanos) tirando un poco del hilo genealógico encontrarían un padre, una abuela, o una mascota de Ourense que en un momento dado emigró a Vigo para ganarse las habichuelas y que a partir de ese momento empezó a colaborar en el proceso de procrear potenciales personitas que se creen dueñas de Samil y de El Corte Inglés. Por mucho que en julio y agosto Orense sea una de las ciudades que figura varias veces como la que más alta temperatura ha alcanzado en todo el territorio nacional (sí, España, en la fría y lluviosa Galicia existen lugares en los que hace calor en verano), el hecho de que sus habitantes huyan hacia la costa se ha considerado siempre como un acto de pillaje. Y no caigamos en el buenismo, que hay que reconocer que los orensanos tienen sus defectos: a mí, por ejemplo, me mata su uso de los tiempos compuestos; aprovecho que este artículo nos ha traído hasta aquí para hacer un llamamiento no solo a la provincia de Ourense (aunque creo, sin ninguna pretensión de verdad científica, que aquí está el foco de infección), sino a toda la comunidad autónoma: gallegos, somos de verbos simples, sobre todo en el lenguaje hablado, quizás porque siempre hemos sido también gente simple, en el mejor sentido de la palabra; entre nosotros meter un «he ido», por muy bien traído que esté, es una pedantería, pero es que además solemos confundirnos y atentamos con armas lingüísticas como «ayer he ido al cine». No se puede consentir que delincamos de ese modo por no ser nosotros mismos. Cuando en la conversación esté presente alguien de más allá del Padornelo se puede intentar, pero con cuidado. Solo las madres gallegas, cuando quieren aumentar el grado de seriedad de la represalia, tienen plena libertad para tirar de verbos compuestos: un «¿Yo qué te dije?» no impone lo mismo que un «¿Yo qué te he dicho?», aunque no debemos olvidar que tenemos la variante autóctona del «¿Yo qué te tengo dicho?».
Pero volvamos al portugués colonizador de playas y de centros comerciales. Mientras que en cualquier ciudad del mundo cuando el tráfico está menos fluido de lo habitual la gente se pregunta «¿Habrá habido algún accidente?», en Vigo decimos «¿Será festivo en Portugal?». Y, como con los orensanos, tampoco quiero hacer yo de abogado del diablo con nuestros compañeros de península: porque, por ejemplo, los bañadores masculinos que me llevan no hay por dónde cogerlos, metafórica y literalmente. Si queremos que Vigo cuente con la playa con las mejores vistas del planeta hay que hacer dos cosas: la primera, tirar el edificio de la isla de Toralla, y la segunda, que Samil sea nudista. Por mucho que votemos al PP, no puede haber miembro viril que escandalice más a la sociedad gallega que esos trozos de tela en los que se embuchan de manera sórdida accidentes anatómicos. El problema es que en España los hombres tampoco estamos muy afortunados últimamente escogiendo la ropa de playa, o quizá es que no estamos finos juzgando nuestro físico (estoy muy a favor de la autoestima, pero también de la gestión del entusiasmo), así que si queremos tener un argumento de peso para justificar nuestra lusofobia, apliquémonos más en este aspecto y tendamos a la contención holgada de la mayoría de los cuerpos.
Que los portugueses tengan a Cristiano Ronaldo y a Mourinho como estandartes futbolísticos tampoco nos vale para verter sobre ellos nuestro odio: en primer lugar, cuando mi familia sacaba el reloj de estraperlo de Valença, yo ya sabía que los portugueses nos molestaban, y Cristiano Ronaldo igual entonces ni había nacido, o autogestado, porque a lo mejor lo de que este chico se haya hecho a sí mismo es literal, e igual que no necesita de otros para ganar partidos no necesitó tampoco de seres que lo gestasen. Y, en segundo lugar, porque si en algún país tiene prestigio social la grosería y la soberbia es en el nuestro, y no creo que allí los hayan encumbrado más de lo que lo ha hecho media España. Así que, descartados Cristiano Ronaldo, Mourinho y los bañadores como justificantes de la lusofobia, sigamos buscando pruebas para ver por qué amigos de otras partes de Galicia no quieren venir a Samil, porque «en Samil solo hay portugueses». Y no, no lo dicen por el sentido pretendidamente peyorativo (¿?) que aplican al gentilicio para referirse a los vigueses, que sabemos contraatacar llamando «turcos» (putos turcos) a nuestros vecinos del norte o «paragüeros» a los orensanos o «madrileños» a todos los de fuera de Galicia que son de interior. Como cuando les pregunto «¿Y cuál es el problema con los portugueses?» no saben darme una razón, y simplemente se quedan en bucle recitando «No me gusta que haya portugueses —y en Samil hay portugueses—. No me gusta que haya portugueses —y en Samil…—», me dedico últimamente a analizar qué actitud provocó que ese rechazo se instaurase en el subconsciente de mis amigos.
Playa de Samil, Vigo. Fotografía: arfoo (CC).
Así que desde mi toalla, comprada en Faro en la Semana Santa del año 1990 y que tengo previsto que dure como mínimo hasta que toda Galicia tenga AVE —esto es, que pase por dos generaciones más—, me harté a observar portugueses en la playa este verano, intentando como buenamente pude desviar la mirada de sus bañadores. En principio ningún problema, oye. Falan baixiño (y el susurro en la playa es un patrimonio en peligro de extinción que deberíamos empezar a cuidar de verdad); recogen la basura; cuando caminan entre las toallas portuguesas de gente que no tiene por qué ser portuguesa lo hacen sin levantar arena; les encanta jugar al fútbol y lo hacen como mandan los cánones de la buena educación en la playa: en la orilla, mientras la marea está baja; da gusto comprobar además cómo los niños, desde muy pequeños, tienen un exquisito toque de balón. Acabando mis vacaciones, desalentado por no hallar indicios de criminalidad en su modo de actuar, y a punto de rendirme y declarar abiertamente que el estropicio de los bañadores no era motivo suficiente para justificar la lusofobia, apareció en escena un elemento harto perturbador: el paravientos.
Porque un paravientos portugués fue el que casi nos lleva a rememorar las guerras fernandinas: por este artilugio demoniaco, un grupo de cinco o seis señoras mayores llevaron su lusofobia a las puertas de la violencia una bonita mañana de agosto, de un día entre semana, a una hora en que todavía Samil estaba semipoblada, de tal manera que una familia con un paravientos no molestaba a nadie que no tuviera predisposición natural a la indignación. Las pocas toallas extendidas en ese momento en el arenal estaban a suficiente distancia como para que nadie pudiera —ni tuviera que— oír conversaciones ajenas. Claro que este grupo de señoras mayores no falaba baixiño como los portugueses, y sus comentarios xenófobos no podían pasar desapercibidos para los que estuviéramos a menos de trescientos metros de distancia: que si joder con los portugueses, que si no se pueden quedar allá, que deberían estar ayudando a apagar incendios (Portugal sufría esos días una trágica ola de incendios), que si ahora aquí y por la tarde al Corte, que no hay quien aparque en el centro de Vigo con tanto portugués, que, eso sí, hay que reconocer que la canción con la que ganaron Eurovisión era preciosa, que si estás segura de que son portugueses, que como falan tan baixiño yo no estoy segura porque no sé qué idioma están hablando, y además ellas no parece que tengan mucho bigote, que incluso una es guapa, que cómo no voy a estar segura con esos bañadores que me llevan (bien jugado ahí, reconozcámoslo)… Y entonces fue cuando repararon en el paravientos, que impactó especialmente a una señora con una pamela todavía más grande que el mismo paravientos. Esta mujer se transformó de repente en una mezcla de Fresita la de Gran Hermano gritando «Salou es mío» y de una Le Pen enxebre, garante de la defensa de Vigo ante la amenaza foránea. Desatada, la señora se levantó con una agilidad impropia de su edad, porque no era ella la que se desplazaba, era la furia contra el luso lo que la movía. Atraídas por su liderazgo, otras dos del grupo se irguieron para flanquearla; la acompañaban hipnotizadas por su carisma, iban hacia el paravientos, pero podían haberse dirigido a Tui a levantar un muro para impedir la llegada de indeseables, exigiendo encima que los portugueses lo costeasen, si la de la pamela las hubiera dirigido inmediatamente allí. Lanzando vítores como «es que además de no dejarnos sitio para aparcar ponen ese chisme y no nos dejan ver la playa», puño en alto, se plantaron ante la familia portuguesa y sin apenas darles tiempo para reaccionar la señora de la pamela arrancó el paravientos.
Eché de menos un «¡Santiago y cierra España!», pero pensé que como gesto simbólico para cualquier batalla de reconquista aquello no estaba nada mal. Con lo que no contaba «pamela Anderson» es con que hasta sus adláteres se percataron de que aquella era una guerra desproporcionada, que un paravientos igual no era el arma de destrucción masiva que habían pensado, y que a lo mejor habían metido la pata consintiendo en posar para aquella especie de foto de las Azores de andar por casa. Avergonzadas, empezaron a recular. Quizás influyó que muchos vigueses no somos lusófobos (y, de los supuestos lusófobos, la mayoría lo son solo de boquilla, por hablar por hablar, lo que no deja de ser feísimo) aunque apenas se note porque falamos máis baixiño que aquellos que sí lo son, y que varios tomamos partido para poner a la señora en su sitio (no literalmente, porque su sitio es un manicomio) y consolar a aquella familia, que aunque abochornada y todavía en estado de shock, no perdió en ningún momento ni la compostura ni la educación. En un momento, desde todas direcciones empezó a llegar gente de todas las edades con el objetivo de manifestar su posicionamiento, de manera rápida y contundente, y de contrarrestar una situación descabellada. Aunque pueda parecer insignificante, lo vi como una maravillosa y reconfortante reacción de solidaridad, que refleja que a veces somos mejores personas actuando de manera espontánea, reaccionando casi de manera refleja, que cuando nos dejamos llevar por la inercia del hablar por hablar, por la charla insustancial, por la corriente del prejuicio que nos sirve de calzador para encajar nuestro parecer en el bulto de la conversación.
Por mi parte, mi papel en este guirigay playero consistió, también en un arrebato, en salir escopeteado hacia el epicentro de la batalla. Interrumpiendo a la señora, me dirigí —en un portugués construido a base de hablar gallego y meter un –ao en las palabras que acaban en –ón— a aquella familia que estaba siendo avasallada y les espeté un «Nao marchedes de aí, que non molestades a ninguén; a que molesta é ela e a súa pamela» lleno de sentimiento. Los cuatro o cinco portugueses que formaban aquella familia, alucinando aún con todo lo que estaba pasando, se limitaron a aplaudirme, y uno me hizo el gesto del pulgar hacia arriba.
Volví hacia mi toalla portuguesa, preguntándome si quizá había perdido una buena oportunidad para, en pos de la alianza de civilizaciones, comentarle al del pulgar hacia arriba que hiciese el favor de cambiar de bañador.
Playa de Samil, Vigo. Fotografía: Jota Barros (CC).
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