Hannibal Lecter, satisfecho con su última receta, no apta para veganos. (Imagen: NBC)
Te mira directamente a los ojos. Y ya sabes lo que pasa con el tiburón: tiene unos ojos sin vida, muy negros, como los de una muñeca. Cuando se te acerca, no parece estar vivo… hasta que te muerde. Y entonces, esos ojos negros se vuelven blancos. Y entonces, ¡oh!, entonces es cuando oyes ese terrible grito agudo, y el océano se vuelve de color rojo (Tiburón, Steven Spielberg, 1975).
Hannibal Lecter, psiquiatra lituano, culto, refinado, de temperamento artístico: buen dibujante, buen pianista, compositor. Hijo de un conde, afirma descender de Giuliano Bevisangue, «el bebedor de sangre», un asesino de la Toscana del siglo XII, y que por sus venas corre también la del propio Maquiavelo; es primo de Balthus, pintor modernista francés, célebre por sus apergaminados retratos de niñas y adolescentes. Tiene seis dedos en la mano izquierda. Sibarita, esnob, delicado chef de agudísimo olfato, mundano, elegante, narcisista. Dotado con una inteligencia propia de genio y con una hábil dialéctica subrayada por un seco acento continental, es astuto, manipulador y mefistofélico; todo lo negocia, ningún acto lo deja al azar, y un trato con él es un pacto con el diablo. Por encima de todo, es extremadamente cruel y un entusiasta practicante de la degustación de vísceras ajenas. Inicialmente clasificado como «sociópata», quienes lo analizan concluyen que «no existe una categoría psiquiátrica que defina lo que de verdad es». Al contrario que muchos otros asesinos psicópatas, ni siquiera parece disfrutar o excitarse sexualmente con sus crímenes; en una ocasión, cuando ataca con singular brutalidad a una enfermera —todavía conectado a los aparatos de medición cardíaca—, su corazón no se acelera más allá de las noventa pulsaciones. Sin una clara motivación emocional o sexual, sus crímenes escapan a la comprensión de la policía y de sus colegas de profesión, los peritos psiquiátricos que lo examinan. Ante la perplejidad que despierta, él se limita a decir que lo suyo es «pura maldad». Nacido en las novelas de Thomas Harris, Lecter ha alcanzado su mayor fama en el celuloide, y lleva camino de convertirse en un Hamlet de lo siniestro: cuatro actores han interpretado al Hannibal Lecter adulto en la pantalla, y tres de ellos han dejado su marca en la historia del cine y la televisión.
Harris, durante muchos años, quiso mantener el secreto acerca de desde dónde le vino la inspiración para crear semejante personaje. En 2013 admitió por fin que Lecter había sido modelado en torno a un tal «doctor Salazar», cirujano al que había conocido tres décadas antes en la cárcel de Monterrey, en México. Harris había sentido curiosidad hacia el médico que había atendido a Dykes Askew Simmons, un estadounidense de dilatado historial psiquiátrico, autor de tres asesinatos y encerrado en aquella prisión. Simmons había sido herido de bala durante una reyerta, y el tal «Salazar» lo había operado en la consulta médica de la prisión, en la que solía atender de forma gratuita a los presos más pobres. Harris se desplazó hasta Monterrey para entrevistarse con el cirujano y se encontró con «un hombrecillo ágil, de cabello rojo oscuro», muy envarado, cuya figura desprendía «cierta elegancia». El novelista planeaba entrevistarlo para aprender más sobre Simmons, pero fue Salazar quien acribilló a Harris con preguntas sobre los crímenes de este. Salazar preguntó sobre detalles sorprendentes: ¿llevaba Simmons gafas de sol para «añadir simetría a su rostro desfigurado»? (tenía varias cicatrices en el rostro). ¿Elegía a las víctimas por su aspecto agradable? (cuando Harris le enseñó fotos de las víctimas, Salazar hizo notar que los rasgos de los asesinados eran, en efecto, bellos y armónicos). El médico mexicano también preguntó al escritor sobre lo que había sentido al conocer a Simmons, y disertó sobre los titulares que se podría utilizar para hablar de esos crímenes, demostrando un agudo ingenio («¿Ha pensado en resaltar hell en la palabra hello?»). Al finalizar el encuentro, Harris, impresionado, invitó al doctor a acompañarlo en una cena si alguna vez se acercaba por Texas: «No soy capaz de recordar ningún rastro de ironía cuando Salazar me dijo: “Gracias, señor Harris; ciertamente cenaré con usted, la próxima vez que me vaya de viaje”».
Impactado por la peculiar personalidad del médico, el periodista y escritor preguntó a los funcionarios sobre el tiempo que llevaba trabajando en aquella cárcel. La respuesta lo dejó atónito: «Es un asesino. Un demente. Nunca va a salir de aquí». Le permitían ejercer en su propio consultorio porque era un médico muy hábil… para lo bueno y para lo malo. Salazar era conocido, entre otras cosas, por su capacidad para desmembrar a sus víctimas y empaquetarlas en un envoltorio de muy reducido tamaño. Aunque Harris siempre intentó proteger la identidad del médico que había inspirado la figura de Lecter, asignándole un seudónimo, los periodistas no tardaron en deducir que «Salazar» era probablemente el doctor Alfredo Ballí Treviño, apodado «el hombre lobo de Nuevo León», que había degollado con un bisturí a su antiguo amante, y que también se había dedicado a recoger autoestopistas, a quienes descuartizaba y metía en paquetes que arrojaba a los arcenes de las carreteras. Sorprendentemente, la condena de Ballí Treviño fue conmutada con el tiempo, y pasó sus últimos años ejerciendo en un remoto consultorio de la región. En 2008, el médico concedió una entrevista a una publicación mexicana; se decía arrepentido de sus crímenes, pero se resistía a hablar sobre ellos, calificándolos como parte de «una etapa traumática». Murió en torno al año 2010, siendo ya octogenario. Harris, pues, había usado a «Salazar» como materia prima básica para la construcción de Hannibal Lecter, aunque el propio Lecter no era una descripción realista del médico mexicano, sino una reconstrucción estilizada. El cine se fue encargando de estilizarla todavía más.
Por descontado, todo el mundo recuerda a Anthony Hopkins y su histriónica encarnación de Lecter en el largometraje de 1991, El Silencio de los corderos. Hopkins ganó un Óscar y vio catapultada su renqueante carrera gracias a la renuncia de Gene Hackman, quien había comprado el 50% de los derechos de la novela con la intención de dirigir y protagonizar él mismo la adaptación. A Hackman, no obstante, empezó a darle pereza la idea de dirigir, y también perdió el interés por interpretar Lecter. Durante una conversación privada con el guionista Ted Tally, Hackman dijo, de manera bastante críptica, que quizá sería mejor que a Lecter lo encarnase «Bobby». Tally nunca supo a qué «Bobby» se refería Hackman, si a DeNiro, a Duvall, a Redford, o a algún otro. En cualquier caso, Hackman terminó desvinculándose por completo de la producción. Según algunos, porque Michelle Pfeiffer, su primera opción para interpretar a la agente del FBI Clarice Starling, rehusó participar. Según otros, porque no quería involucrarse en una película violenta justo después de trabajar en Arde Mississippi, aunque terminaría siendo el detestable villano de Sin Perdón no mucho después. También se dice que la hija de Hackman leyó la novela de Harris y, horrorizada, le dijo al actor: «Papá, no vas a trabajar en eso». En cualquier caso, cuando Hopkins se hizo con el papel, consiguió que sus breves minutos en pantalla quedasen marcados a fuego en la memoria de toda una generación. El Hannibal Lecter de Hopkins, aunque exagerado y por momentos casi bufonesco, encajaba bien con las expectativas del público durante una época en la que no tenía demasiado formada la imagen de cómo es un asesino psicópata en la realidad. Muchos serial killers de la pantalla habían sido retratados como seres de conducta abiertamente extravagante. Incluso cuando estaban basados en personajes reales, se subrayaban sus facetas más raras: había sucedido con el Norman Bates de Psicosis, trasunto del asesino Ed Gein, o con el teatral Scorpio de Harry el Sucio, caricatura del famoso «asesino del Zodíaco», del que aún no se tenían casi pistas cuando se estrenó la película de Don Siegel. En El silencio de los corderos, pues, no solo se respetaba esta tradición de convertir a los asesinos psicópatas en sujetos extravagantes, sino que se la llevaba al paroxismo: aquel Hannibal Lecter parecía empeñado en epatar lo más posible a la audiencia con una actitud anómala, y desde luego lo consiguió.
Lo que no tanta gente recuerda es que Hannibal Lecter ya había aparecido en una película unos pocos años antes. Manhunter, dirigida por Michael Mann, fue la adaptación de la primera novela de Thomas Harris en la que había aparecido el personaje de Lecter, titulada El dragón rojo. En aquella adaptación, Lecter parecía mucho más de carne y hueso, sin la aureola de supervillano de cómic que Hopkins le terminaría dando. El actor británico Brian Cox hizo un trabajo muy serio y su Hannibal, aunque enfocado de manera muy diferente y menos impactante a primera vista, resultaba mucho más creíble. Producía la impresión de poder existir, de no ser un personaje surgido de una novela sino de algún caso policial de la vida real. En definitiva, alguien a quien te podrías encontrar en cualquier parte.
El Lecter de Brian Cox encajaba con una corriente que por entonces aún era reciente en el cine: la de intentar conferirle un carácter más verosímil y tridimensional a la figura del psycho killer. Durante los ochenta hubo varias películas que dejaron huella en este sentido. Henry, retrato de un asesino lanzó a una breve fama al inquietante intérprete Michael Rooker. En su día, la crítica ensalzó el film por su propósito de despojar a los psicópatas de la pantalla del artificio hollywoodiense. El protagonista de la película era un depredador hierático e inexpresivo, desprovisto de los ramalazos extravagantes de otros asesinos del celuloide, lo cual produjo conmoción entre la crítica. Sin embargo, viéndolo con perspectiva, era otro ejercicio de estilización, aunque en sentido contrario al habitual. El guion se basaba en las andanzas de un asesino real, Henry Lee Lucas; pese a lo infinitamente terrorífico de sus crímenes, el verdadero Henry Lee había sido un tipo simpático y extrovertido, que a veces asaltaba por las buenas a desconocidas, sí, pero que también era capaz de ligarse a algunas de ellas, empleando sus habilidades sociales y su enorme capacidad de manipulación, siendo encantador pese a un aspecto físico poco agraciado. Nada de esto se veía en la película, donde Rooker estaba siempre rodeado de una aureola amenazante, como de matón callejero. Así, aunque Henry, retrato de un asesino parecía verosímil, no se trataba de una biografía realista, pero sí era revolucionaria en cuanto a la frialdad con la que retrataba la brutalidad sin sentido del asesino en serie. Es verdad que la película ha envejecido un tanto y que hoy hemos visto escenas mucho más descarnadas y desagradables incluso en series de televisión, pero en los ochenta resultaba inhabitual retratar la violencia de esa forma tan cruda, sin explicación, sin análisis, sin metáforas, y desde luego sin el socorrido resorte del héroe que aparece para devolver al espectador a un lugar más cómodo.
En 1988 se estrenó Spoorloos, una memorable coproducción franco-holandesa, adaptación de una novela de Tim Krabbé titulada El huevo dorado. En aquel film, el actor francés Bernard-Pierre Donnadieu encarnaba con precisión quirúrgica a otro asesino frío, pero más cerebral y calculador que el Henry de Rooker: «Mi nombre es Raymond Lemorne. Soy un sociópata, y padezco claustrofobia. Nunca he engañado a mi mujer». El metódico y sádico monstruo encarnado por Donnadieu era bastante plausible y, como personaje, ha soportado mejor el paso del tiempo. Un psicópata de manual: temible cuando asesinaba, pero de apariencia y conducta perfectamente normales cuando escondía su verdadera naturaleza, viviendo una vida convencional entre seres humanos normales que nada sospechaban de su faceta sangrienta. El argumento era muy interesante: una pareja se va de vacaciones y, de repente, la mujer desaparece en una gasolinera. Su marido pasará años intentando averiguar qué le sucedió, incluso cuando la policía ya se había rendido, lo cual terminará acercándolo a la tela de araña tejida por el asesino que la secuestró. El director George Sluizer consiguió fabricar algunas secuencias de angustioso clímax que resultan difíciles de olvidar, incluyendo el escalofriante final (eso sí, poco después Sluizer dirigió una versión en inglés pensada para el mercado internacional que, pese a contar con todo un Jeff Bridges, carecía casi por completo de las virtudes del original; ni Sluizer estuvo tan inspirado esa segunda vez, ni Bridges consiguió reproducir la aureola de gélida malignidad de Donnadieu). Son inolvidables, por ejemplo, aquellos momentos en que vemos a un Lemorne adolescente descubriendo su propia anormalidad, con la tranquila curiosidad con la que cualquier otro chaval observaría la aparición del primer pelo en su pecho. El mensaje de Spoorloos era mucho más inquietante que el de Henry, retrato de un asesino o el de El silencio de los corderos, porque mostraba a un asesino prácticamente indistinguible de cualquier ciudadano común. No era un individuo extravagante como el Lecter de Hopkins, ni un tipo con pinta de bruto como el Henry de Rooker. Era alguien a quien podrías encontrarte en cualquier gasolinera, como sucedía en la cinta, sin tener idea de la clase de bestia que tenías delante. El que Bernard-Pierre Donnadieu lograse mantener esa fachada de normalidad en pantalla, provocando escalofríos al mismo tiempo, es algo tan digno de contemplar que ha convertido aquella película en justificado objeto de culto. Pese a lo horroroso del tráiler, que no le hace ninguna justicia a esta magnífica obra y la hace parecer un ejercicio barato de serie B, les aseguro que merece mucho la pena.
Otro notable ejemplo de acercamiento a la realidad, aunque poco recordado hoy, es el telefilm Ciudadano X, producido por la HBO unos años antes de que la cadena estrenase series como Oz o Los Soprano. Recreaba el caso del infame «carnicero de Rostov», Andréi Chikatilo, al que todo el planeta había visto en las noticias no mucho antes, enjaulado durante el juicio en el que tuvo que responder por las violaciones, torturas, asesinatos y actos caníbales cometidos sobre unas cuantas víctimas, entre quienes se contaban no pocos niños y niñas. Aquella película quizá pagó el precio de ser una producción para televisión en los tiempos en que la pequeña pantalla todavía no gozaba del prestigio que tiene hoy, pero también merece mucho la pena. Para empezar, el reparto era excepcional: Stephen Rea ofrecía un recital, encarnando con maestría al sufrido Viktor Burakov, el policía encargado de la investigación, que tuvo que hacer frente a la oposición de las autoridades soviéticas, empeñadas en que los asesinos en serie era un producto exclusivo del decadente hemisferio occidental y que no podían aparecer en la URSS. Donald Sutherland interpretaba a su superior, que le apoyaba con el caso pese a las trabas de la burocracia, y Max von Sydow encarnaba al psiquiatra Alexander Bukhanovsky, cuyo brillante perfil psicológico del todavía anónimo asesino terminó ayudando a que el carnicero fuese condenado. Jeffrey DeMunn era el Chikatilo de la pantalla, y su interpretación de un personaje complejo y retorcido, insignificante de cara a los demás pero terrorífico cuando cometía barbaridades inimaginables, daba en el clavo. Hubo otras películas basadas en el «carnicero de Rostov», pero fueron bastante inferiores a Ciudadano X. La fantasiosa Evilenko contaba con Malcolm McDowell, quizá el único aliciente de una producción más que olvidable. El niño 44, en la que aparecían Tom Hardy y Gary Oldman, adaptaba una novela que a su vez se había inspirado en el caso Chikatilo, pero también era prescindible. Aun con sus defectos, Ciudadano X era muy superior: tenia un guion estructurado de manera muy inteligente, en el que había frases memorables («Cuando pasas mucho tiempo con un león, la idea de rugir empieza a parecerte razonable») y bellas, aunque lógicamente escalofriantes, elipsis de los crímenes de uno de los peores monstruos que ha producido Europa en décadas. Y lo dicho: la ocasión de ver juntos a Stephen Rea, Donald Sutherland, Max von Sydow, Jeffrey de Munn, John Wood o Joss Ackland (aquel actor inglés con increíble estampa de burócrata soviético), es algo que no sucede a menudo.
Estos y otros ejemplos de la época muestran que las películas sobre asesinos en serie terminaron optando por tres maneras de retratarlos. Una, la más tradicional, era la del asesino que, incluso cuando no mata, se comporta de forma aberrante, amenazante o sospechosa. Otra era la del asesino cotidiano, el psicópata que puede hacerse pasar por un ciudadano normal, al que uno no miraría dos veces por la calle. Y la tercera era la del asesino maquinal y robótico, que parece casi un autómata. La tercera se ha hecho bastante popular; si recuerdan la serie Dexter, el protagonista era casi como un androide inexpresivo. En aquella serie hubo un personaje que fue detestado por muchos espectadores: Miguel Prado, magníficamente interpretado por el gran Jimmy Smits. En mi opinión, este fue uno de los psicópatas más convincentes de la pantalla en tiempos recientes, sobre todo en aquellos episodios en los que guardaba las apariencias de cara a la sociedad. Muchos preferían el concepto de un asesino badass, más parecido a un supervillano (como el propio Dexter) que a un individuo manipulador capaz de camuflarse en situaciones sociales convencionales, y quizá no captaron que Miguel Prado era el perfecto retrato de psicópata que se mueve como pez en el agua entre personas normales, utilizando su carisma, su habilidad para el engaño y para hacer amigos, y para aparentar aquello que no es. Un tipo extremadamente sociable, incluso encantador. Alguien de quien resulta difícil sospechar nada malo. Supongo que este retrato es «poco cinematográfico», en el sentido de que el público quiere ver a un psicópata que se ajuste al rol de malvado prototípico, y no a uno como Prado, que podría estar sentado a tu lado en cualquier bar, contándote chistes, soltando simpáticas frases en español e invitándote a cervezas, y pareciendo la cosa menos amenazante del universo.
En cualquier caso, todas estas aproximaciones parecían ya exploradas, casi agotadas, hasta que llegó la serie Hannibal. Esta serie optó por el modelo del asesino robótico, pero lo hizo con mucho más estilo que Dexter. Retomaba el personaje de Hannibal Lecter, pero empezando de cero y olvidando el Lecter histriónico de Anthony Hopkins. Y consiguió lo que en principio parecía imposible: que hubiese gente que considerase esta versión de Lecter, y no la de El silencio de los corderos, como la definitiva. La serie contaba con un arma excepcional: Mads Mikkelsen, que, por decirlo de manera breve, es uno de los mejores actores del planeta. Ya lo habíamos visto interpretando a un villano en Casino Royale, pero la película que de verdad lo consagró como un monstruo (de la interpretación, en este caso) de cara a la crítica internacional fue Jagten, La caza. Estrenada en 2012, Mikkelsen interpretaba a un profesor de parvulario que es falsamente acusado de haber abusado sexualmente de varios niños, y cuya vida se convierte en un infierno a raíz de dicha acusación, hasta el punto de llevarlo a un estado emocional límite, rayano en el suicidio. El largometraje, muy impactante, fue nominado para el Óscar a la mejor película de habla no inglesa, y aunque el propio Mikkelsen no recibió esa distinción porque los diálogos eran en danés, sí recibió otros muchos premios, como el de mejor actor en Cannes. Cualquiera que haya visto ese film habrá comprobado que el trabajo de Mikkelsen es magistral, y que, pese a encarnar un personaje completamente opuesto al de Lecter, pone en acción muchas de las herramientas interpretativas que también usó en Hannibal. Hay una secuencia en concreto —la de la iglesia, ya saben de cuál hablo si han visto la película— en la que el protagonista se queda mirando al que, antes de las acusaciones, había sido su mejor amigo, y que ahora le había dado la espalda, como todos los demás. En unos breves segundos, Mikkelsen consigue que veamos en sus ojos una mezcla de decepción, amargura, desprecio y tristeza, que resume su estado mental con un talento para los matices verdaderamente alucinógeno. Es lo que tienen los grandes intérpretes, que consiguen coronarse en determinadas secuencias con poco más que una mirada. Pues bien; todo lo que en Jagten era una estremecedora humanidad herida y la desesperación de un hombre inocente, Mikkelsen consiguió transformarlo en monstruosa inhumanidad cuando se metió en la piel de Hannibal Lecter.
El Hannibal de Mikkelsen es un depredador en estado puro. Un tiburón de mirada vacía, sin particular interés en resultar simpático, pero también capaz de ocultar sus ramalazos sangrientos bajo una cáscara de imperturbable frialdad. Su voz monótona —con ese leve raspado metálico que se describe en las novelas—, su seco acento, y la casi total ausencia de muecas emocionales reconocibles, convierten al famoso asesino en una máquina, una especie de Terminator. Esa inexpresividad, con el paso de los capítulos, podría haber convertido a Lecter en una caricatura, un maniquí del que pronto nos cansaríamos, pero Hannibal es elevado por Mikkelsen a la categoría de arte; son muchos los momentos en que el impertérrito Lecter muestra un leve brillo en sus ojos que nos permite entender qué es lo que está pasando por su cabeza. El actor danés, con una total maestría en su oficio, nos hace entender cuándo Lecter siente curiosidad, o interés, o rabia, o diversión… sin que se mueva un solo músculo de su rostro. Lo mismo que en aquella escena de la iglesia de Jagten, pero ya no en el papel de una víctima, sino en el de un verdugo. Este psicópata no es realista, sino bastante ajustado a la imagen de las novelas (salvo por su aspecto físico), y, por encima de todo, fascinante e hipnótico. Ni un solo segundo de sobreactuación, pero tampoco un momento clave en el que no sepamos, cuando es necesario, qué está pensando Hannibal. Después de ver a Mikkelsen, me cuesta concebir a Lecter de otra manera, aunque, todo sea dicho, su interpretación me ha ayudado a valorar mucho más aquellos breves minutos en los que Brian Cox representó al psiquiatra caníbal.
Hannibal, como serie, fue irregular. La primera temporada, estructurada según el esquema de «un caso a resolver por semana», con el propio Lecter ejerciendo de secundario y poco metido en la acción, terminó siendo repetitiva. Lo mejor era Mikkelsen; había otros elementos interesantes (la estética, etc.), pero la propia fórmula terminaba fagocitando el argumento. Las dos siguientes temporadas, en las que el temible doctor por fin tenía rienda suelta y ejercía un rol más protagónico, eran más interesantes, aun con sus altibajos y excesos. Las virtudes y defectos de la serie eran obvias. En la parte positiva, estaban las interpretaciones. Además del propio Mikkelsen, teníamos a Hugh Dancy, que terminó sacando adelante el difícil papel de Will Graham, investigador asociado al FBI, que sufre diversos problemas psicológicos y que interpreta el modus operandi de los criminales de manera un tanto esotérica. Era un personaje muy estereotipado en el guion, sobre el que se cargaron demasiado las tintas al comenzar la serie; sin embargo, Dancy terminó salvándolo con gran habilidad, rescatando al personaje de la hipérbole, lo que, en manos de otros intérpretes, podía haber terminado en desastre. Otro papel estereotipado tenía Laurence Fishburne como oficial del FBI; también en su caso el estereotipo fue sorteado gracias a los matices que Fishburne conseguía introducir en los momentos clave. Otra que cumplió con creces fue Caroline Dhavernas, a la que en tiempos recientes hemos visto brillar de nuevo en la muy desigual Mary Kills People. Y, cómo no, estaba Gillian Anderson, que en los últimos años parece encontrarse en estado de gracia; en Hannibal empezó apareciendo como secundaria y con cuentagotas, para después convertirse en una valiosísima adición al reparto principal. Todos estos nombres justifican el visionado, porque todos ellos hacen un gran trabajo. Otro punto fuerte de la serie era la estética, aunque no era demasiado original y estaba claramente inspirada en el moderno género negro europeo; de hecho, mostraba sorprendentes paralelismos con True Detective, estrenada un año después (aunque produzca esa impresión a primera vista, True Detective no copió a Hannibal, ya que fueron producidas a la vez; está claro que, más bien, ambas series bebieron de las mismas fuentes). El tercer punto fuerte eran los diálogos, aunque creo que fueron mejorando conforme la serie avanzaba, y no fue hasta la tercera temporada cuando encontramos intercambios que de verdad eran memorables.
En el aspecto negativo, el argumento parecía avanzar a bandazos, forzando la nota demasiado pronto o con demasiado ímpetu cuando no hacía ninguna falta. Lo cual, por otra parte, es muy propio de su autor, Bryan Fuller. La constante persecución del shock value, el intento por conseguir el no va más de lo retorcido (hay gore, tripas y sangre por doquier), terminan retorciendo el argumento hasta más allá de lo verosímil, incluso teniendo en cuenta que hablamos de pura ficción. Aun así, los momentos brillantes de Hannibal son muy brillantes, y compensan aquellos otros en los que la serie pierde el control de sus tonalidades (vamos, que la serie es Fuller en estado puro, aunque con un trasfondo bastante más profundo que American Gods). Al final, Hannibal se disfrutaba no tanto por la cohesión de su argumento como por un goteo constante de secuencias muy conseguidas, y sobre todo por el interminable festival de virtuosismo minimalista de Mads Mikkelsen, sumado a la indudable facilidad de Fuller para convertir lo horrendo en fascinante, que se ilustraba a la perfección con la antológica presentación de los platos cocinados por «Hannibal el caníbal»: riñones, corazones, pulmones, piernas y brazos, todos ellos servidos con un exquisito barroquismo, con auténtica vocación de obtener una estrella Michelin. Los creadores de la serie tenían como asesores a importantes cocineros y especialistas en gastronomía, y, la verdad, se notaba. No voy a decir que los platos mostrados abrían el apetito, porque el guion ya se encargaba de que los asociáramos con crímenes y vísceras humanas, pero el «menú Lecter» de la serie era el perfecto reflejo del enfoque con el que se desarrollaba el personaje. Un Lecter con un exagerado sentido de su propia importancia, un bon vivant de lo macabro, empeñado en convertir sus carnicerías en un acto artístico.
Las tres temporadas de Hannibal, aplaudidas por casi toda la crítica, pelearon sin éxito por hacerse con una audiencia. La serie fue emitida en abierto por la NBC, así que necesitaba reunir mayores números que las series de cable para resultar rentable, y nunca los consiguió. La primera temporada fue emitida los jueves en Estados Unidos, pero su contenido poco familiar (muy poco familiar), junto con ese argumento formulario y repleto de salidas de madre típicas de Fuller, le hicieron perder más de la mitad de su audiencia inicial. Trasladada a los viernes en la segunda temporada, la cosa fue a peor, porque la noche del viernes es el momento en que muchos adultos estadounidenses salen de casa. En la tercera entrega se volvió a los jueves, pero la batalla ya estaba perdida: un último intento desesperado por salvar los números hizo que la NBC cambiase la serie al sábado. No había nada que hacer. La tercera temporada terminó con un cliffhanger en el sentido literal de la palabra, pero llegó una cancelación más que anunciada. El plan inicial de rodar siete temporadas para cubrir la línea temporal de la trilogía de novelas de Harris quedó truncado. Y, sin embargo, la serie había recibido muchos elogios críticos (creo que incluso más de los que merecía) y también había desarrollado un culto en internet que no cuadraba con el desinterés general de la audiencia. Un directivo de NBC se quejó de la piratería, afirmando que mucha gente había visto la serie no en su emisión regular sino por medios ilegales. La productora de la serie, Martha de Laurentiis, lo dijo sin rodeos: la piratería tenía la culpa de la cancelación. El argumento de la piratería, la verdad, era un poco raro, porque Hannibal era emitida en abierto. Las emisoras de cable o las plataformas tipo Netflix sí son golpeadas por la piratería, pero la NBC no acertó con el horario o la comercialización de Hannibal.
Más allá del cliffhanger con el que terminó, que tiene un interés relativo, la cancelación dejó un mal sabor de boca porque, pese a haberse emitido ya tres temporadas, el Hannibal Lecter de la serie todavía podía dar mucho más de sí. Aunque Bryan Fuller tenga tendencia a la hipérbole, Mads Mikkelsen supo guardar el tarro de las esencias, y todavía hay un montón de recursos de los que sabemos que el actor dispone, pero que no ha empleado con Lecter. Hacia el final de la serie, podía decirse otro tanto de Hugh Dancy, cuyo personaje estaba sufriendo una metamorfosis. La continuación del argumento era casi lo de menos: ver de nuevo a estos dos tipos en acción era un aliciente por sí mismo. En consecuencia, los rumores sobre una posible resurrección no tardaron en pasar del deseo a la posibilidad, y en tiempos recientes no han dejado de cobrar fuerza. Primero se habló de una película, pero parece que todos los implicados prefieren rodar una nueva temporada televisiva. De Laurentiis ha dicho que todo depende de Fuller, que él es el alma de la serie, y que si Fuller se presta a seguir, sería posible producir dos o tres temporadas más. Y Fuller, pese a andar ocupado con American Gods, ha dicho que quiere hacerlo, que tiene «grandes ideas» para una cuarta temporada, y que está esperando a que las agendas de todos los implicados coincidan. Maneja la posibilidad de realizar una miniserie para adaptar la novela El silencio de los corderos, para no tomar tantos riesgos como con una temporada regular de trece capítulos. Los dos actores protagonistas, Mikkelsen y Dancy, parecen ansiosos por retomar sus respectivos papeles; no les falta el trabajo, pero está claro que disfrutaron encarnando a Lecter y Graham, y se han encargado de dejarlo bien claro para que nadie albergue dudas. Todo esto ha tenido consecuencias: mientras escribo, Martha de Laurentiis está ya metida en conversaciones iniciales con plataformas digitales, ya que en agosto de 2017 ha terminado el contrato que NBC tenía con Amazon Prime para ceder los derechos digitales del programa. Eso significa que De Laurentiis vuelve a ser libre para negociar con los derechos; en cable, Hannibal necesitaría menos audiencia que en la televisión convencional, así que el proyecto parece económicamente viable. Ella y Fuller se han dejado ver juntos. El retorno de Hannibal, pues, está empezando a fraguarse. Más allá de las ocurrencias que tenga Fuller bajo la manta, cualquier oportunidad de contemplar al tiburón en acción ha de ser bienvenida. Si la cosa se concreta, que parece que así va a ser, el mejor psicópata televisivo de los últimos años volverá a amargarnos unas cuantas cenas, ¡y eso es una gran noticia! El mundo de las series estadounidenses necesita la resurrección de su producto más oscuro y siniestro. Casquería, sí, pero bien aderezada con setas y tomates cherry.
Bon appetit!
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