Patti Smith: Dream of Life, 2008. Imagen: Clean Socks / Thirteen / WNET.
«Elegie» fue grabada el 18 de septiembre de 1975, el mismo día en el que, cinco años antes, murió Jimi Hendrix. Con esta canción, un acto profético que no fue ni fruto del azar ni tampoco del capricho, Patti Smith cerraba Horses. «Trompetas, violines, los escucho en la distancia / Y mi piel emite un rayo, pero creo que es triste, muy malo / que nuestros amigos no puedan estar hoy con nosotros». Su voz y el piano de Richard Sohl atravesando la niebla de pesar que deja a su paso la muerte de quienes nos importan. Desde el regreso de Smith a los escenarios en 1995, la balada ha sonado esporádicamente en sus conciertos —especialmente en aquellos en los que se interpreta Horses al completo— para recordar a aquellos que ya no están. Héroes a los que admiró en su juventud, como Brian Jones, pero también maestros con los que compartió la vida y la creación, y a quienes ha visto morir. Robert Mapplethorpe, Lou Reed, Jerry Garcia, Fred «Sonic» Smith.
Iluminaciones
Prácticamente desde el principio de su carrera, antes incluso de grabar aquel primer álbum, Patti Smith ya lamentaba la ausencia eterna de quienes habían alimentado su espíritu y su talento. Cantó apasionadamente a la fraternidad y al amor romántico en canciones como «Kimberly» y «Because the Night», y su obra es una inextinguible celebración de la vida y el arte. Por eso mismo, la muerte del artista, está tan presente en sus versos. Su obra se estremece por la ausencia de creadores prodigiosos, como Jim Morrison, que según Smith fue «lo más cercano que un músico de rock & roll había estado de ser un artista». En 1972, durante una visita a su tumba parisina, tuvo una revelación: «Me senté allí durante un par de horas. Estaba cubierta de barro y temía moverme. De repente todo se terminó. Ya daba igual. Cruzando mi cráneo había nuevos planes, nuevos sueños, nuevos viajes, sinfonías, colores. Solo quería irme de allí, volver a casa y hacer mi propio trabajo. Enfocar mi proyector sobre mi ritmo interior». Smith escribió la canción «Break It Up» inspirándose en el líder de The Doors. También sería el punto de partida de un artículo publicado en Creem en 1975 bajo el título «Jukebox Cruci-fix» en el que reflexionaba sobre el sentido último de las más célebres defunciones del rock & roll: «Me niego a creer que Hendrix tuviera la última mano poseída, que Joplin tuviera la última garganta ebria, que Morrison tuviera la última mente iluminada. No se deslizaron sus pieles ni se disolvieron por siempre para nosotros para hibernar en rockolas póstumas».
Muerte de Brian
Desde sus inicios como poetisa, Patti Smith conjuró los nombres que la inspiraron y empujaron a buscar su propia voz. Admiró a escritores, actrices, poetas, pintoras, iconos. Modigliani, Genet, Pollock, Edie Sedgwick, Rimbaud, Jeanne Moreu, Frida Kahlo, Anna Karina. Además, intuyó que el cada vez más poderoso rock & roll —que la contagió de niña, cuando su padre veía el Ed Sullivan Show en la televisión— albergaba una nueva forma de arte, a través de la cual algunos de aquellos trovadores eléctricos —con Dylan a la cabeza— estaban destinados a crear una nueva forma de poesía, simple pero inquebrantable, culta y popular a la vez. Se enamoró de los Stones. De los gestos de Mick Jagger, del rostro canallesco de Keith Richards, de la diabólica belleza de Brian Jones. Durante el verano de 1969 estando con su hermana Linda en París, comenzó a tener una serie de sueños recurrentes. En aquellas visiones, el ya exmiembro de Rolling Stones se encontraba siempre bajo una terrible amenaza donde el agua era un elemento omnipresente. Patti convenció a Linda para adelantar su regreso a la capital —estaban en una granja en las afueras— e intentar avisar a quien fuese —en aquel momento, Smith no era nada más que una joven dependienta en una librería neoyorquina— de que Jones corría un grave peligro. Cuando llegaron, el titular sobre su muerte ya ocupaba los periódicos de aquel día. Brian Jones murió ahogado en una piscina en julio de 1969. En el poema «Edie Sedgewick (1943-1971)», incluido en Seventh Heaven (1972), su primer libro, lamentaba la pérdida de quien fuera la actriz fetiche de Warhol durante 1965, fundiendo su figura con la de Brian Jones: «Y me gustaría verla / levantarse de nuevo / sus huesos blancos / con el pequeño Brian Jones / el pequeño Brian Jones / como muñequitas sonrojadas».
El rock del dérèglement
Aquellas premociones avanzaron un aspecto que ha terminado por resultar imprescindible en su trabajo. Patti Smith es quizá la única gran artista del siglo XX que ha llorado a través de su obra a muchos de los nombres capitales de la cultura de dicho siglo. Con algunos de ellos recorrió parte de su propio camino. La vida y el destino se han encargado de que la elegía con la que cerraba Horses haya ido perpetuándose hasta el día de hoy. La última vez fue a raíz de la muerte del que fuera su cómplice y amante, el escritor, actor y músico Sam Shepard, fallecido el pasado 27 de julio, al cual recordó en un artículo para The New Yorker titulado «My buddy» (mi compañero). Estos lamentos, ya adquieran forma de verso o de prosa, forman parte indisociable de su opus. Resulta inevitable que así fuera, puesto que el rock & roll implica el riesgo de una muerte prematura, inducida casi siempre por ese dérèglement que Rimbaud practicó afanosamente en sus años como poeta. Morrison, Jones, Hendrix, Joplin, primero; después, Kurt Cobain, Jim Carroll, Lou Reed y su propio marido, Fred Smith, guitarra de los revolucionarios MC5, el hombre por el cual abandonó su carrera musical en 1980, coautor de «People Have The Power», una de sus canciones más famosas.
La muerte y la poetisa
Dos de sus obras capitales fueron propiciadas por la desaparición de seres queridos que también fueron artistas. La primera de ellas data de 1996 y es el álbum Gone Again. Fue su respuesta ante la pérdida de su marido, fulminado por un ataque al corazón en noviembre de 1994. Con dos niños a su cargo, Jesse y Jackson, Smith quedó atravesada por un dolor paralizante. Su hermano Todd —que durante los años setenta formó parte de su equipo en las giras— la hizo reaccionar, convenciéndola para que cantara en el funeral, episodio que Smith rememoraría años después en el libro M Train (2016). Pero antes de que pudiera asimilar la pena, su hermano fue víctima de un derrame cerebral. Esta vez fueron sus amigos Allen Ginsberg y Michael Stipe quienes la convencieron de que volver a los escenarios la ayudaría. Dylan, que le dio públicamente su apoyo cuando inició su carrera musical, la invitó a que abriera como telonera algunos de sus conciertos.
Acerca de un chico
Gone Again es el exorcismo de esa tristeza, el resultado de un proceso a través del cual el dolor se diluye entre notas y versos para celebrar la alegría de lo vivido como antídoto contra el dolor. Fred está presente en los temas más rítmicos, «Summer Cannibals» y «Gone Again», en los que es coautor. Pero son canciones como «My Madrigal» y «Farewell Reel» las que mejor expresan el desgarro ante la pérdida del guitarrista que la enamoró en 1976 que se convirtió en una de sus más íntimas influencias. No obstante, la semilla de Gone Again ya estaba plantada antes de su fallecimiento. El suicidio de Kurt Cobain estremeció enormemente al matrimonio Smith. «Fred y yo lloramos cuando lo supimos —contaría ella posteriormente—. Pero no lloramos por él como admiradores, sino en calidad de padres. Lamentamos la pérdida de alguien tan dotado y que obviamente estaba muy mal». «About A Boy» es la canción que floreció de esa angustia: «Desde un caos rabiosamente dulce / Desde la calle lúgubre y recóndita / hacia otra clase de paz / Hacia el gran vacío / Sobre un chico que está más allá de todo».
Vida con Mapplethorpe
Just Kids se publicó en 2010 (a España llegó ese mismo año con el título Éramos unos niños) y supuso el espaldarazo literario de la autora al convertirse en su primer libro de amplia repercusión comercial. Su primera incursión en la prosa tomaba como línea narrativa recuerdos de los años en los que empezó a formarse como artista. Un periodo que se abre cuando conoce a Robert Mapplethorpe en el verano de 1967 —el verano en el que muere John Coltrane, uno de sus músicos favoritos—, con el cual comparte la necesidad desesperada de hallar una voz propia y un incontenible apetito de reconocimiento artístico. Tras su relación amorosa, ambos quedaron unidos por un vínculo espiritual que va más allá de cualquier tipo de relación. Fue la muerte del fotógrafo, ocurrida en marzo de 1989, la que abrió el camino literario que desembocaría en el aclamado y premiado Éramos unos niños. Antes de morir, Mapplethorpe le hizo prometer a Smith que prologaría su libro póstumo de fotografía. Así lo hizo, pero el mismo día de su muerte, ella empezó a escribir The Coral Sea, una remembranza poética de su amigo. La visión que sobre él ofrece la biografía que publicó Patricia Morrisroe (Robert Mapplethorpe, Circe, 1996) la animó a escribir un texto autobiográfico donde el fotógrafo fuese el coprotagonista. La evocación de su despedida de él conforma la escena con la que comienza el libro.
El adiós a los maestros
Como ocurriría en posteriores ocasiones, la muerte de Mapplethorpe no irrumpió de manera aislada en la vida de Smith. Unos meses después fallecía Richard Sohl, que fue junto a Lenny Kaye uno de los músicos con los que se acompañó en los recitales donde guitarra y piano se sumaban al ritmo de sus torrenciales declamaciones poéticas. Allen Ginsberg, cuyo primer encuentro con Patti en 1969 es relatado en Éramos uno niños (una anécdota divertida y enternecedora en la cual el poeta intenta ligar con ella al confundirla con un chico) falleció a causa de un cáncer en 1997. Smith y Philip Glass estuvieron entre los amigos que cuidaron de él durante la enfermedad. En su funeral recitó uno de sus poemas, «Cremation of Chogyam Trungpa» y desde entonces ha participado con Glass en diversos actos en su memoria. En agosto de ese mismo año moría también William Burroughs. Se conocieron cuando el escritor regresó a Nueva York en 1974, convirtiéndose casualmente en padrino de la generación punk que estaba naciendo entonces en la ciudad. «Construye un buen nombre», le aconsejó el autor de Yonqui a Smith, con quien mantuvo una buena amistad durante los años que ambos coincidieron en la ciudad. «Mantenlo limpio. No te comprometas, no te preocupes por ganar mucho dinero o ser famosa. Preocúpate por hacer un buen trabajo y tomar las decisiones adecuadas y proteger lo que hagas. Y si te ganas una reputación, eventualmente, ese nombre será tu propia divisa».
Toda la gente que murió
Jim Carroll fue otro autor brillante cuyos inicios coincidieron con los suyos, sellando sus destinos para siempre. Compartió apartamento y estrecheces con Mapplethorpe y con ella a principios de los años setenta. Y fue quien la animó a que recitara sus poemas en público, en los encuentros poéticos que tenían lugar en St Mark's Church, en compañía de autores como John Giorno o Anne Waldman. Carroll, que participaba con su amiga de la pasión por Burroughs, Ginsberg y Rilke, se convirtió rápidamente en un reputado escritor. Estuvo nominado al Pulitzer en 1973 por el poemario Living in the movies pero su obra cumbre fue The basketball diaries (1978), en la que relataba sus correrías callejeras durante los primeros años de su adicción a la heroína. En 1980 debutó como cantante de rock & roll con el álbum Catholic Boy. En él se incluía un tema que hablaba de su amiga («Crow») y también la que habría de ser su canción inmortal, «People Who Died». Carroll falleció a los sesenta años, en septiembre de 2009. En su juventud había conseguido librarse de la heroína pero no pudo burlar el efecto letal de un ataque al corazón. En una de las evocaciones que hizo tras su muerte, Smith destacó que era un poeta de raza, como lo fue Rimbaud. Había nacido para serlo y poseía todas las cualidades necesarias para ello: técnica, lenguaje, belleza y una mirada propia.
El día de los poetas
La muerte de Lou Reed también supuso un duro golpe. Como muchos otros artistas neoyorquinos de los setenta, Smith creció artísticamente contemplando a figuras como Warhol, Dylan o el propio Reed. En el obituario que firmó en The New Yorker escribió: «Antes de dormirme busqué el significado de la fecha, 27 de octubre y descubrí que era el cumpleaños de Dylan Thomas y Sylvia Plath. Lou había elegido el día perfecto para desplegar sus velas. El día de los poetas, un domingo por la mañana, el mundo a sus espaldas». Se emocionó también al leer su discurso en el acto de introducción de Reed en el Rock & Roll Hall Of Fame, contando cómo, en aquel día aciago, algunas personas que se encontraba en Nueva York lloraban la muerte del autor de Berlin, y la ciudad parecía sumida en un duelo silencioso. Reed le dio vuelo literario a la música pop y Patti siguió sus pasos aunque recorriendo su propio camino. La poesía acabó de infiltrarse en el rock & roll gracias a ellos, pero el rock & roll también contenía sus propia materia poética. Con el transcurso del tiempo, tal como Patti proclamaba, esa música pasó a ser una forma artística y algunos de sus representantes trascendieron el ámbito musical.
Elegía del CBGB
En ese sentido, su concierto en el CBGB el 16 de octubre de 2006 fue un acto de justicia poética. Actuó junto a su banda en uno de los lugares que le dio cobijo cuando empezaba, antes de que la sala fuera clausurada para siempre. En esa ocasión, los versos de «Elegie» acogieron en su recitado nombres de amigos y camaradas que también pisaron aquel escenario y que nos habían dejado para siempre. Bryan Gregory. Robert Quine. Lester Bangs. Terry Ork. Jerry Nolan. Lance Loud. Peter Laughner. Joe Strummer. Johnny Thunders. Stiv Bators. Richard Sohl Joey, Johnny y Dee Dee Ramone. «Elegie» fue la última canción que se interpretó nunca en el CBGB. Para entonces, lo que antes había sido fruto de la devoción, era también empatía. Algunas de las cosas de las que había hablado en el pasado se habían convertido en realidad, dejando su marca en ella. Toda la gente que había muerto, que diría Carroll, se transformó en un flujo de emoción constante que ha ido calando en los escritos y las actuaciones de la artista, confiriéndole a su madurez cercanía, melancolía, verdad.
La huella de Bolaño
Durante los últimos años, la figura y la obra de Roberto Bolaño se han convertido en una de sus fijaciones. Ha escrito poemas para él y ha participado en diversos homenajes alrededor de su figura, entre ellos uno organizado en 2010 por la Casa de América de Madrid. En él, Smith, acompañada a la guitarra por Lenny Kaye, recreó una electrizante versión de «Free Money» en el peor momento de la crisis económica, instando a la rebelión contra los poderes económicos. Bolaño, cuya casa de Blanes ha sido objeto de peregrinación por parte de la artista, como en su día lo fueron la Casa Azul de Frida Kahlo o la tumba de Jim Morrison, tiene su lugar entre los recuerdos conjurados en M Train. «Al leer [su poema] “Amuleto” reparé en que se refería de pasada a la hecatombe —un antiguo sacrificio ritual de cien bueyes— y decidí escribir una hecatombe para él: un poema de cien versos. Sería una forma de darle las gracias por haber pasado el último trecho de su vida afanándose por acabar su obra maestra, 2666. Ojalá le hubieran concedido una dispensa especial para continuar con vida porque 2666 parecía concebida para prolongarse eternamente, siempre que él quisiera seguir escribiendo. Qué triste injusticia para el hermoso Bolaño, morir en la plenitud de sus facultades, a los cincuenta años. La pérdida de su persona y de lo no escrito nos niega cuando menos un secreto del mundo». Quizá para afrontar esta y todas esas pérdidas, para tener cerca a los autores que ya no escribirán, las canciones que nunca existirán porque sus compositores se han ido, Patti Smith continúa escribiendo y cantando. Solo así se puede mantener vivos a los muertos. Ella misma lo dice en Éramos unos niños: «¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo».
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