Sep 26th 2017, 10:26, by Fran G. Matute, Ángel L. Fernández Recuero
Fotografía: Vanessa Gómez
A pesar de llevar ya muchos años dedicados al cómic, como guionista y como teórico, el nombre de Antonio Altarriba (Zaragoza, 1952) comenzó a estar en boca de todos en 2009 con la publicación de El arte de volar, convertida ya en una de las novelas gráficas españolas más exitosas de los últimos tiempos. En ella se narraba la triste y sacrificada vida de su padre, una historia a la que dio vida en la viñeta el mítico dibujante Kim, gracias a un sorprendente e inesperado trazo costumbrista. Aquel proyecto se vio completado a los pocos años con la publicación de El ala rota, donde se narraba la sepultada y valiente historia de la madre de Altarriba, volumen con el que el zaragozano cerraba un trágico díptico familiar que le ardía en lo más hondo.
Convertido ya en uno de los nombres fuertes del nuevo cómic español, Altarriba ha unido fuerzas recientemente con el dibujante de culto Keko en obras tan expresivas como Yo, asesino, El perdón y la furia y la próxima Yo, loco, en la que ambos se encuentran trabajando estos días.
A través de esta entrevista hemos pretendido dar voz al Altarriba más ecléctico, al comiquero y literato, al ensayista universitario estudioso de la historieta francesa y al promotor fanzinero y underground que fue allá por los años setenta y ochenta, con la idea de conformar así al poliédrico y consagrado guionista que es hoy, todo un Premio Nacional del Cómic.
Antonio Altarriba ha sido cuentista, novelista, ensayista, articulista, guionista de cómics y guionista de fotografías. ¿Es el medio el mensaje?
Sin duda. El medio condiciona enormemente el mensaje. Es verdad que, al fin y al cabo, lo que soy es un cuentista, pero como los cuentos son siempre los mismos, desde la antigüedad hasta nuestros días, lo que podríamos denominar «el arte de contar» pasa precisamente por los medios que utilices. La misma historia de siempre, esa que nos hemos contado los unos a los otros durante muchísimas generaciones, si la pasas a través de la fotografía, a través del cómic, etc., adquiere novedad, originalidad.
A la vista de tus últimos trabajos publicados, ¿se podría decir que has abandonado todo por la historieta?
Es verdad que estoy ahora un poquitín enganchado a los guiones de cómic, me encuentro muy a gusto en ese medio, tan rico en posibilidades expresivas. El guión me ha dado muchas satisfacciones últimamente. Pero no, en el fondo tengo un cierto mono por volver a la literatura. Tengo de hecho una idea para una novela, lo que pasa es que en estos momentos tengo apalabrados dos o tres proyectos de cómic, así que me pondré con ella cuando los termine.
Pregunta capciosa: ¿acaso no es el cómic literatura?
Ya sé que este es un tema delicado [risas]. Es cierto que siempre se ha querido adscribir el cómic a la literatura, más que nada para ennoblecerlo. Recuerdo que los primeros que se dedicaron a la crítica especializada de cómics, que fueron los franceses a principios de la década de 1960, se hicieron llamar Los Amigos del Tebeo. Un nombre muy declarativo, pero sin pretensión alguna. Al cabo de dos años ya se llamaban Centro de Investigación sobre las Literaturas de Expresión Gráfica [risas]. Y a partir de ahí surge esa primera exposición tan famosa que se organiza en el Louvre, en 1967, que siempre se cita como la primera vez que el cómic entró en un museo, pero lo cierto es que lo hizo por la puerta falsa, por la sección de artes y oficios. El difunto Javier Coma hablaba siempre de las «narrativas dibujadas». El término «novela gráfica» no es más que una nueva versión de ese intento constante de vincular el cómic a la literatura. Parecía que si nos enganchábamos al tren de la literatura, ya teníamos el reconocimiento hecho.
En la medida en que la literatura es una encarnación de todas las formas narrativas, el cómic tiene elementos literarios, eso es indudable. Me refiero a elementos como la legibilidad de izquierda a derecha, de arriba abajo, por no hablar de la parte eminentemente textual de la historieta, pero a mí lo que me interesa del cómic es justo lo que no tiene de literatura, toda vez que se apoya, sobre todo, en un código narrativo visual, a través de la composición de las viñetas, los encuadres, el juego de la doble página, etc.
Hay también quien defiende que las series de televisión son literatura.
Creo que hay una confusión básica en todo este debate sobre qué es literatura o no. No hay que confundir narración con literatura. La literatura es una de las formas de la narración, siendo la narración visual anterior incluso a la literaria. Antes del relato escrito ya los primitivos, lógicamente sin el sentido de la secuencialidad que tenemos ahora, inscribían y garabateaban sus primeras historias. Lo que nos hace humanos es de hecho nuestra capacidad de expresión simbólica. Estos símbolos pueden ser iconos, letras o imágenes. Desde esta perspectiva, las series de televisión son claramente narrativas, como el cine y el teatro. Las series copian del folletín literario la entrega por capítulos, la dilatación en entregas de la intriga, pero de ahí a decir que son literatura… Básicamente, todos los medios que utilizan la imagen son eminentemente no literarios, como el cómic.
¿Era entonces necesario el Premio Nacional del Cómic?
No sé si era necesario o no, pero sí que ha facilitado mucho las cosas. Llegó además en un momento en el que estábamos viendo en el mercado español otro tipo de cómics, con otras pretensiones. Estábamos, de algún modo, preparados para ello. Seguramente también tuvo que ver el hecho de que muchos artistas españoles, guionistas y dibujantes, estaban triunfando a nivel internacional. Con todo, era necesario que hubiera alguien atento a todo esto en el Ministerio de Cultura. Se dice que fue Carme Chacón la que presentó la iniciativa parlamentaria, pero yo creo que el mérito de verdad hay que dárselo a Rogelio Blanco, el entonces director general del Libro. Él fue quien se partió la cara para crear este premio, sabiendo además que iba a ser una decisión controvertida, porque luego hubo algunos escritores que reaccionaron de forma muy airada, como Vicente Molina Foix, por ejemplo, que nos llamó «monigoteros», o una cosa así. Sigue habiendo gente que piensa que al lado de una novela lo del cómic no tiene equiparación. Así que la creación del Premio Nacional del Cómic ha sido una buena noticia para todos.
Parece, en todo caso, que el concepto de cómic que está teniendo en cuenta el Ministerio de Cultura es bastante amplio. Si no, no se explica el premio otorgado a Pablo Auladell por su trabajo en El paraíso perdido de Milton.
El caso de Auladell es raro porque, efectivamente, su obra tiene más que ver con el libro ilustrado que con el cómic propiamente dicho. Su editorial, además, era una literaria, no estaba especializada en cómics. A mí nunca me ha gustado ser canónico, porque hemos pasado por muchas épocas de crítica excesivamente categórica. Creo que tratar de marcar los límites del cómic es como tirarnos piedras sobre nuestro propio tejado. Siempre ha habido integristas. Cuando yo empecé a colaborar con Luis Royo hacíamos una cosa muy visual, sin apenas texto, con composiciones de página muy enrevesadas, y tuve que enfrentarme con mucha gente que entonces nos decía que lo que nosotros hacíamos «no era cómic» [risas].
Ahora acabo de sacar un libro con Sergio García llamado Cuerpos del delito, que es un cómic mixto, una cosa un poco especial, cuya narración parte de la silueta de un cadáver. Trae un modo de empleo, en el que se habla del proceso de montaje de la historia, y todo eso se combina con texto e ilustración. En esa obra tenemos literatura, cómic e ilustración. Me da entonces la impresión de que el cómic, a pesar de la enorme tradición que ya tiene, es un medio que tiene mucho por explorar. Vamos a ir viendo, de aquí en lo sucesivo, fórmulas mixtas, textos visuales, imágenes literarias, así que, que le hayan dado el Premio Nacional a Pablo Auladell por su adaptación ilustrada de El paraíso perdido de Milton no me parece mal, porque es una forma de abrir la mano y decir que por ahí hay también posibilidades de narrar.
Háblanos de La narración figurativa, tu tesis sobre el cómic. ¿No está publicada?
Mi tesis la leí en 1981 pero no está publicada porque, en aquellos tiempos en los que se escribía con máquina de escribir, hice muy pocas copias. Hay una depositada en la Universidad de Valladolid, que fue donde la leí; hay otra en la Universidad del País Vasco y una tercera depositada en mi casa. Ya no hay más [risas]. Esa tesis ha sido la base práctica de muchos de los artículos que he publicado posteriormente.
A través de PACE, la Plataforma Académica sobre el Cómic Español, un instrumento que se acaba de crear pero que va a dar mucho juego pues de momento hemos conseguido reunir a doscientos cuarenta investigadores universitarios del cómic hispano, procedentes de todo el mundo, se pretende precisamente recuperar aquellas bibliografías que ahora son inencontrables, así como algunos trabajos como mi tesis, que por su naturaleza académica no se publicaron en su día.
Tu tesis, sin embargo, se centró en la historieta francesa, no en la española. ¿Por qué?
Yo soy medio francés. Mi padre, que había estado exiliado, me mandaba de pequeño a Francia. Estudié Filología Francesa, fui profesor de francés y estuve allí de lector entre 1973 y 1974, que fueron unos años increíbles para la historieta. Pilote estaba que se salía, era el momento suyo de mayor creatividad. Acababa de nacer L’Écho des savanes y yo compré allí el primer número de Métal hurlant. Tenía entonces, daos cuenta, veinte años o así. Estaba todo el día ahí alucinado con aquello.
Cuando volví a España en el 75 y entré en la universidad tuve clarísimo que quería hacer la tesis sobre la historieta francesa. Tuve muchos problemas porque nadie me quería dirigir semejante cosa, a todos les parecía que era un desprestigio académico. Al final tuve que recurrir al viejo truco que usaron los primeros teóricos franceses de los que os hablaba antes, porque titulé la tesis La narración figurativa. Tuve que valerme de un concepto más literario porque, si llego a utilizar la palabra cómic en el título, me la hubieran echado para atrás seguro [risas].
En España siempre hemos tenido grandes teóricos de la historieta, como el famoso Grupo de Estudios de las Literaturas Populares y de la Imagen que creó Antonio Martín junto a Antonio Lara, Román Gubern y otros. ¿Conocías su trabajo?
Sí, claro. Cuando uno está haciendo una tesis llega siempre el momento de crisis en el que dices: «Me he equivocado de arriba abajo. Está todo mal» [risas]. Como la persona que me estaba dirigiendo la tesis no tenía ni idea de cómics, me tuve que ir a Madrid a hablar con Antonio Lara, que había publicado ya El apasionante mundo de los tebeos, y con Juan Antonio Ramírez, que en 1975 había publicado La historieta cómica de posguerra y El cómic femenino en España, y que junto a El lenguaje de los cómics de Román Gubern y la Historia social del cómic de Terenci Moix conformaban, más o menos, la bibliografía hispana sobre cómics que había entonces. Luego, claro, estaban las revistas de la época: Cuto, Bang!, y un poco más tarde Sunday Comics. De todos modos, dado que mi tesis se centró en la historieta francesa, apenas tuve que hacer uso de esa bibliografía.
Hablando de revistas, ¿qué fue Neuróptica, el fanzine que fundaste en Zaragoza a principios de los años ochenta?
A mi vuelta de Francia, al mismo tiempo que empezaba la tesis, contacté con un grupo de amigos de Zaragoza que estaba trabajando en la confección de una serie de fanzines. Primero se llamaron grupo Zeta, y más tarde grupo Bustrófedon. Así fue cómo empezamos a montar cosas entre unos cuantos en Zaragoza. Yo quería realmente que aquello tuviera una dimensión cultural, así que organizamos las llamadas Jornadas Culturales del Cómic en Zaragoza, con cierta perspectiva universitaria, es decir, con la idea de que hubiera también una transcripción de actas, de que se publicaran las ponencias, y así fue como surgió Neuróptica.
Al final se hicieron solo cinco números, y su contenido, como os digo, era muy universitario, en el sentido de que incluía artículos de quince o veinte páginas sobre temas muy especializados del cómic. Hicimos un número dedicado al guion, donde colaboraron Felipe Hernández Cava y Andreu Martín, entre otros muchos. También publicamos un artículo de Onliyú. El pasado mes de noviembre hubo otro congreso sobre cómics en Zaragoza, y allí se habló de Neuróptica como si fuera arqueología [risas].
¿Por qué este empeño en teorizar un medio tan popular como el tebeo?
Este interés mío por la teoría siempre me ha puesto en una posición un poco complicada. Por aquel entonces había un libro muy referenciado por los que trabajábamos en esto: Apocalípticos e integrados, de Umberto Eco. Los «integrados», es decir, los que estaban en la universidad, me decían que trabajar sobre el cómic desde una perspectiva académica degradaba el conocimiento. Los «apocalípticos», que eran la propia gente del cómic, me decían que eso de academizar el medio era como domesticar a un animal salvaje, y que así solo iba a conseguir quitarle toda la espontaneidad. Así que me encontraba como un culo en dos asientos, en los que además ninguno me quería. Para la gente del cómic era un pedante que iba por ahí, con mi lenguaje académico, destrozando la esencia cañera y rompedora del tebeo, y para los académicos era alguien empeñado en derruir el gran edificio del conocimiento que durante siglos habían levantado [risas].
Claramente, esta es una falsa diatriba: ni la universidad se viene abajo porque se investigue el cómic ni la vitalidad del cómic se resiente porque haya sobre él un discurso teórico, siempre y cuando, y en esto insisto mucho, dicho discurso no pretenda ser prescriptivo, que es algo a lo que hemos tendido en muchas ocasiones. En aquel momento había como tres posturas inamovibles: los que defendían que el cómic era Hergé y la «línea clara», como Joan Navarro y Ramón de España, que llegó a publicar un libro titulado El canon de los cómics; los que defendían que el cómic era el norteamericano, el de Milton Caniff y Alex Raymond, como hacía Javier Coma; y por último estaban los de la «línea chunga», con El Víbora a la cabeza, que no fue otra cosa que un cachondeo que se montaron los del underground para poder generar cierta batallita dialéctica con los defensores de la «línea clara» e incentivar así a los lectores. En la medida en que pudimos ver en La edad de oro de Paloma Chamorro una confrontación entre Javier Coma y Ludolfo Paramio hablando de todas estas cosas, aquello sirvió efectivamente para hacer un poquito de ruido y que se hablara de cómics en televisión. Os cuento esto para que veáis hasta qué punto es absurdo poner límites al entramado teórico del cómic. Con la perspectiva del tiempo podemos ver que lo que se decía entonces era una visión muy limitada de las cosas. La aparición del manga, por ejemplo, ni nos la planteábamos.
De todos modos, lo que nunca he entendido, y eso que he frecuentado ambos mundos, es que no existan puentes más amplios entre la creación y la teoría. La culpa de esto la tiene la universidad, ¿eh? Porque es un espacio muy cerrado, muy temeroso de que le descubran las vergüenzas y las incompetencias. Si tú eres profesor de literatura, ¿por qué no invitas a los escritores para que cuenten su experiencia? Pienso que para ser un buen profesor tendrías que tener el arrebato lector de dejarte aconsejar por un verdadero creador. ¿Qué programas de actuación hay a este respecto en los departamentos universitarios? Luego se dan situaciones como esta: una vez se me ocurrió presentar mis novelas como méritos académicos, y me lo denegaron. Si alguien hace un artículo sobre mi novela, sí tiene puntuación, pero escribir la novela en sí no. Esto es una locura. Me consta que están estudiando cómo cambiar esta situación, pero llevan mucho tiempo diciéndolo y de momento no ha cambiado nada. Aquí además hay que darse cuenta de una cosa: todo escritor, todo creador, es en cierto modo un teórico. De manera consciente o no, pero cuando uno se plantea contar una historia toma una serie de decisiones con un gran trasfondo teórico: qué cuento, cómo lo cuento, desde dónde lo cuento. Casi todos los grandes escritores, desde Proust a Vargas Llosa, han reflexionado por escrito sobre su visión de la literatura. La división estanca entre teoría y creación me parece absurda.
Como creador, ¿te has sentido alguna vez constreñido por tus teorías?
Sí. Esto es algo que muy poca gente sabe, pero cuando formamos el grupo Bustrófedon hicimos un manifiesto, al más puro estilo del manifiesto surrealista. Allí dejamos dicho que queríamos hacer un cómic que trabajara o explorara las capacidades específicas del medio, y que fuera muy visual. Estas ideas estaban muy inspiradas por el editorial que escribió Moebius en el número cuatro de Métal Hurlant, donde decía que un cómic podía parecerse a un elefante, a una casa volando. Aquello era una especie de delirio para decir simple y llanamente que el cómic no tiene por qué seguir la lógica de lo literario. Podemos hacer juegos o derivaciones visuales, metamorfosis, secuencias de evolución de imágenes, jugar con el color, las tonalidades, el tamaño de las viñetas… Eso era, en esencia, lo que nosotros queríamos hacer en el grupo Bustrófedon. Estas ideas, además, estaban muy influidas por mi tesis. Éramos entonces unos puristas del cómic, unos radicales. Argumentábamos que el cómic tenía que ser en puridad solo imagen. Luego, claro, uno se va ablandando con estas cosas… [risas].
Tus primeras historietas publicadas, junto al dibujante Luis Royo, son muy del cómic underground. ¿Cómo nace esta colaboración?
Luis Royo fue compañero mío del instituto. Lo conocí con trece o catorce años. Tiene una historia detrás muy curiosa, porque era hijo de portero y de chaval le tocó muchas veces quedarse en la portería, y ahí fue donde se curtió como dibujante, porque se ponía a copiar tebeos como un loco en aquella mesa camilla. Cuando volví de Francia, me lo encontré y me habló de grupo Zeta, con quien estaba montando un fanzine sobre cómics. Como yo estaba con la tesis, nos enganchamos enseguida. Me metieron en el grupo un poco como teórico, para que aportara algún que otro artículo de divulgación, y ya un día, luego, en una de las reuniones le pregunté a Luis si se dejaba hacer un guion, y así empezó todo. Fue una colaboración muy enriquecedora, al menos para mí. Creo que empezamos en 1976 o 1977, y estuvimos ocho o nueve años colaborando. Llegamos a publicar con cierta asiduidad con Josep Toutain, en revistas como Comix Internacional, 1984 o Rambla. Luego Luis descubrió que con la ilustración se ganaba más dinero que con la historieta, y lo dejamos. La verdad es que era mucho trabajo y sacábamos muy poco, y eso que llegamos a publicar en algunas revistas internacionales, como Heavy Metal.
Todas esas revistas fueron míticas en los años ochenta.
Los años ochenta fue una época de eclosión en muchos campos creativos. De todos modos, fue en los años setenta cuando comenzó a fraguarse todo este boom. Star, Vibraciones y Ajoblanco surgieron en 1974, y La Piraña Divina de Nazario me parece que es del 75, antes de la muerte de Franco. Ahí había ya un conato de resistencia ante la censura importante. Luego en el 77 se crea El Jueves. Confluyeron entonces en esa España de primeras libertades dos grandes corrientes estéticas: de una parte, el underground americano de Robert Crumb y Spain Rodriguez, y de otra, a través de la revista Totem, todo el cómic europeo.
¿Eres de los que piensa que muchas de esas revistas no se podrían publicar hoy día?
Sí. Estoy convencido de ello. Una revista como Hara-Kiri, que fue una de las primeras que me abrieron los ojos en Francia, y que tuvo versión española, no se podría publicar hoy.
En el congreso que os contaba de Zaragoza enseñé, también a modo de arqueología, el número tres de la revista Zeta, que nos lo secuestraron por escarnio a la religión católica. Os hablo del año 1977, ¿eh? Hubo sentencia y todo, con condena de cárcel. Yo no era miembro todavía del grupo Zeta, porque en verdad me integré cuando pasó a llamarse Bustrófedon, así que me libré. Hicimos muchas manifestaciones, y fue Fernández Ordóñez, el ministro de Justicia del Gobierno de Suárez, quien los indultó. El dibujo lo censuraron por dos motivos: porque en la contraportada salíamos todos haciendo el gamberro en una cena, y uno salía con un plato en la cabeza a modo de halo de santo diciendo: «Esta no es la última Zeta. Habrá otras»; y porque luego nos metíamos con la Virgen del Pilar, a la que dibujábamos con un par de tetas y dos empresarios mamando, mientra la policía sujetaba a la Virgen. Claro, hacer eso en Zaragoza es… [risas]. Si hoy día, en 2017, sacáramos ese mismo cómic, iríamos todos a la cárcel.
En los noventa te dedicas sobre todo a la literatura. ¿Desánimo con el cómic como medio o falta de ideas?
Desánimo. Los noventa fueron unos años muy difíciles para el cómic, porque se cerraron en cascada todas estas revistas de las que estamos hablando. Yo hice un estudio sobre el cómic, junto a Antonio Remesar, que se llamó Comicsarías, donde llegamos a realizar un repertorio relativamente completo de las revistas que se publicaron en España entre 1977 y 1987. Entre 1982 y 1985, los años de mayor auge, había todos los meses en el quiosco entre cincuenta y seis y sesenta y dos cabeceras de cómics. No había bolsillo que aguantara eso. Llegamos a tener una verdadera indigestión de revistas.
Visto con cierta perspectiva, no fue tanto una crisis agónica de creatividad, como muchas voces apocalípticas vaticinaron, en el sentido de llegar a pensar que el cómic iba a dejar de existir en España, sino que fue una crisis de crecimiento. Lo que entró en crisis fue el formato, no el medio. Cuando tú comprabas una revista hacías un pacto con ella, mostrabas tu adhesión a una determinada línea editorial y a un montón de autores. Te comprabas El Víbora por su espíritu, pero siempre había en la revista autores que no te gustaban. Hubo muchas de estas revistas que se arrastraron por los años noventa de forma penosa, como Cimoc. Toutain compró la cabecera de Totem y la juntó con Comix Internacional para crear Totem El Comix, en un intento desesperado por no cerrar, pero ocurrió lo mismo. Todas terminaron cerrando. Así que, en la medida en que me vi con menos posibilidades de encontrar colaboradores y menos sitios donde poder publicar, me di a la literatura desesperado [risas]. ¡Incluso a la literatura erótica! Me dije: «Si no me quieren de comiquero, me hago pornógrafo» [risas]. Y así fue.
Vuelves sin embargo al cómic con una propuesta radicalmente opuesta a lo que habías hecho hasta entonces.
Es cierto. Yo vuelvo al cómic gracias a Laura Pérez Vernetti, que estaba entonces muy interesada en la literatura erótica. Ella había visto que yo había publicado en La Sonrisa Vertical, y me pidió que le hiciera unos guiones eróticos. Entonces, a partir de ahí, me entró de nuevo el gusanillo del cómic y volví. Estuve una temporada combinando cómic y literatura, hasta que salió El arte de volar, cuyo tremendo éxito ha sido algo totalmente inesperado para mí. Date cuenta de que cuando salió, en 2009, el formato de la novela gráfica no era tan conocido. Las primeras que salieron, del tipo Epiléptico o Persépolis, Maus incluso, lo hicieron primero en tomos, y hasta que no se recopilaron en un solo volumen no se empezó a hablar de novela gráfica como tal. La acogida que tuvo El arte de volar fue toda una sorpresa.
En El arte de volar cuentas la vida de tu padre, un republicano exiliado de la Guerra Civil, que terminó suicidándose, ya anciano, en una residencia. ¿Qué te llevó a escribir su historia?
Su suicidio, precisamente. Desde el primer momento tuve muy claro que tenía que sacarme de dentro aquel drama, porque cuando ocurrió me tocó mucho, muy fuerte. Yo era además hijo único. Mis padres estaban separados, y yo fui durante muchos años el único confidente que tuvo mi padre. Sabía que él quería morir, lo había intentado en alguna que otra ocasión, pero cuando ocurrió me quedé fatal, pensando en qué podía haber hecho para evitarlo. Fue muy duro. Así que lo único que tenía claro es que eso lo tenía que contar, y que lo tenía que hacer en un cómic. Muchos amigos míos escritores me decían: «Hombre, no. La historia de tu padre la tienes que contar en una novela», y me lo decían porque pensaban que, de alguna manera, le iba a faltar al respeto convirtiéndolo en un «monigote». El tema es que mi padre había escrito sus memorias, pero solo hasta que vuelve a España. Esto lo comento en la introducción de El arte de volar, porque es algo que he visto en todos los que combatieron en la Guerra Civil, que al llegar a la vejez ese episodio es lo único que recuerdan, y a él vuelven una y otra vez. Mi padre solo hablaba de eso, de la guerra, de las colectividades, de los campos de concentración, del estraperlo, y por eso le dije un día que por qué no lo escribía, y así lo hizo. Él en sus escritos dice en algún momento: «Sería bueno que los jóvenes supieran estas cosas que yo cuento». Había en él una voluntad de transmitir. Sus memorias me fueron muy útiles para hacer el guion del cómic, no porque en ellas viniera nada que no me hubiera contado antes, sino porque ahí mi padre hizo el esfuerzo de afinar en nombres y lugares, lo que me permitió ubicar su trayectoria en el mapa de la Guerra Civil. Por eso digo que hasta que no se suicidó no pensé nunca en contar su historia, más que nada porque ya la había contado él de su puño y letra. Pero su muerte me afectó mucho. Me puse muy triste cuando ocurrió.
Luego hay una anécdota que puede parecer estúpida, pero que fue fundamental para que yo me pusiera de una vez por todas a escribir la historia de mi padre. Mi padre se suicida un 4 de mayo y tras su muerte, a la semana siguiente, recibí una carta de la residencia en la que me decían que, claro, en esos cuatro días del mes mi padre había dejado a deber treinta y cuatro euros. ¡Me pareció tan miserable! Mi padre, que había pasado tantas humillaciones… Así que me negué a pagar. Pensé que la cosa no iría a mayores, pero a los dos años me llegó una denuncia del juzgado, exigiéndome ahora los intereses de demora, una multa y tal. La deuda ahora ascendía a cuatrocientos y pico euros. Fui a juicio, me recorrí los platós de televisión contando toda la historia, y eso fue lo que me metió la rabia en el cuerpo, lo que me ayudó a pasar de un estado de depresión a uno más combativo. Como colofón a esta historia, siempre cuento que cuando Paco Camarasa me llamó para decirme que el libro ya estaba, y que había quedado muy bonito y tal, también me dijo que como había salido en tapa dura había que venderlo un poco más caro, así que el precio de venta fue al final de treinta y cuatro euros [risas]. ¡Los putos treinta y cuatro euros estaban ahí de nuevo!
¿Cómo das con Kim?
Siempre pensé en él como el dibujante ideal para esta historia. Yo seguía a Kim desde que publicaba en Vibraciones, en 1974, mucho antes de que empezara a trabajar en El Jueves. Sabía por tanto que era un dibujante de muchos registros, no solo caricaturesco, como muchos pueden pensar si solo lo conocen por su personaje Martínez, el facha.
De todos modos, cuando empecé a escribir esta historia, como era tan personal, siempre tuve el miedo de que mi guion se quedara en un cajón. Además, como yo entonces no era muy conocido, cuando tuve la oportunidad de proponerle a Kim que trabajara conmigo reconozco que me dio un poco de corte, porque no lo conocía de nada. Al final me armé de valor, le conté la idea, hablamos un poco, y me dijo que sí, que la historia le gustaba mucho, pero con la condición de que lo haría en sus huecos libres, porque él entonces tenía muchos encargos, además de tener que entregar las viñetas semanales para El Jueves. El tío se tiró trabajando en el proyecto cuatro años. Luego para El ala rota tardó mucho menos, claro [risas].
De algún modo, Kim y tú teníais historias familiares similares.
Sí, es verdad. Kim aceptó el proyecto porque es una persona de lo más generosa, pero creo que también influyó el hecho de que la historia de mi padre le tocaba de cerca, a un nivel incluso generacional. El padre de Kim fue médico en Barcelona y atendió a muchos heridos de la guerra, y estuvo dos años metido en la cárcel. Las viñetas que dibujó Kim son para mirarlas con detenimiento, con esas cositas que tienen, los pequeños objetos, las botellas de vino con sus etiquetas de la época, los paquetes de tabaco, las indumentarias… El ambiente está recreado a la perfección. Kim tiene una colección alucinante de libros de fotografía para documentación, y de ahí sacó la información para todos esos detallitos. Di sin duda con el dibujante ideal.
Tras contar la historia de tu padre, en El ala rota cuentas la de tu madre. Esta vez, en cambio, te ves obligado a tirar un poco más de ficción.
Más que tirar de ficción diría que tuve que sacar mi lado más literario. En ese segundo tomo es verdad que hago un mayor uso de la imaginación, porque yo de mi madre sabía muy poco. No sabía nada, por ejemplo, de cómo fueron aquellos años en los que mi madre convivió con su padre paralítico durante la guerra. Imaginad a una mujer de dieciocho años metida en una casa con un hombre adulto, al que tenía que mover y limpiar, en esos tiempos tan difíciles. Tan solo sabía la anécdota, por mi tío Lorenzo, del día en que los falangistas se presentaron allí para llevarse a mi abuelo. Mi madre no quería hablar de ese tema, pero mi tío Lorenzo, que odiaba a su padre, siempre lo sacaba a colación. Tuve efectivamente que rellenar muchos huecos, pero investigando sobre la historia de mi madre descubrí la historia del general franquista para el que sirvió, porque ella nunca me lo contó. A mi madre le daba mucho apuro decir que había sido criada, aunque cuando lo decía lo hacía con cierto orgullo, porque había sido «gobernanta» en Capitanía General, y había organizado muchas cenas para gente importante, muchos militares, y siempre decía que el general para el que trabajó había sido todo un caballero, que la trató siempre muy bien, y remataba con un: «Pero no quería a Franco». Eso es lo único que yo sabía de esa parte de la vida de mi madre. Entonces, cuando me pongo a escribir y empiezo a pensar en qué general de los años cuarenta podía «no haber querido a Franco», me topé con la figura de Juan Bautista Sánchez González, cuya muerte fue muy misteriosa. No se sabe a ciencia cierta cómo murió, se dice que de un infarto, pero sí se sabe que fue, casualmente, tras una visita no oficial de Muñoz Grandes. El propio Kim me contó que de pequeño, pues esto ocurrió en 1957, oía hablar a sus padres de que en Barcelona había habido una especie de duelo de generales franquistas. Era por tanto una historia que se corrió por la Barcelona de la época. Esta historia me sirve también para contradecir esa idea tan extendida que hay de que los republicanos estaban todos desperdigados en un montón de bandos y por eso perdieron la guerra, mientras que el otro bando estaba sin embargo muy unido y cohesionado. Ahí se ve claramente que no, que tenían también sus ovejas negras.
¿Franco es nuestro Yoko Ono? ¿La culpa de todo es suya?
[Risas] Me imagino que me lo preguntáis por aquella crítica que salió de El arte de volar que decía algo así como: «Un viejo se suicida en Logroño y la culpa es de Franco, como siempre». Franco tiene la culpa de mucho. Daos cuenta de que a cuarenta años de su muerte todavía estamos a vueltas con él. Que si lo desenterramos, que si lo sacamos del Valle de los Caídos… Hace poco, en el Congreso, el PP no condenó el franquismo, así que, qué queréis que os diga. Yo que viví el tardofranquismo tengo la impresión de que el tratamiento que hemos tenido en los medios públicos de la última Semana Santa se parece mucho al que había en los tiempos de Franco, cuando las emisoras de radio solo podían emitir música sacra. No sé, el problema para mí no es tanto que haya tenido la culpa o no de las cosas, sino que parezca que sigue vivo. Mi familia ha estado marcada por la presencia de Franco, y yo me he criado en un ambiente de silencios y miedos. Cuando los niños entrábamos en un salón, los adultos bajaban la voz y te echaban. Uno sabía que había cosas que se tenían que hablar a escondidas. Luego, mis veranos en Francia fueron una evocación constante de la guerra, provocada por la nostalgia de los refugiados, con mucho humor por otra parte, ¿eh? No hablo de una evocación dramática. Así que este tema es muy sensible para mí.
Hablas de una época de silencios y, sin ánimo de simplificar la historia que cuentas en El arte de volar, en ella se ven muy claros los estragos que produce el callar. ¿Somos los españoles especialmente propensos a agachar la cabeza?
Nuestra historia, comparada con la de otros países próximos, muestra una relación bloqueada, poco valiente, con nuestras reivindicaciones. En España nunca se ha decapitado a un Borbón ni hemos tomado la Bastilla. En Francia se acaban de desclasificar todos los papeles del Gobierno de Vichy. Han tardado, porque allí tienen una Ley de Secretos Oficiales muy restrictiva, pero bueno, ahí están esos documentos. Nosotros estamos ahora enterándonos de cosas de la Guerra Civil gracias a que los rusos han abierto sus archivos. A nuestros archivos, los de la Iglesia, el Ejército y la Guardia Civil, no se puede acceder. En prensa leí el otro día que la Fundación Francisco Franco no es ya que reciba ayudas oficiales, sino que tiene documentación histórica custodiada, documentos de nuestra propia historia.
España ha sido tradicionalmente una tierra de caciques. Y creo que lo sigue siendo. En este país siempre se ha hablado en voz baja, no hemos tenido nunca una respuesta revolucionaria. La respuesta del español ante el tirano ha sido la picaresca, nuestra figura literaria por antonomasia. El pícaro es aquel que dice: «Bueno, acepto la jerarquía, el estado de las cosas, no me voy a rebelar, pero ya veré luego cómo me las apaño para hacer lo que me dé la gana». El héroe se rebela contra la injusticia, el pícaro la acepta y, dentro de sus posibilidades, se beneficia de ella.
Eso es justo lo que hiciste en tu siguiente obra: Yo, asesino, una historia noir muy violenta que nada tenía que ver tu díptico guerracivilista.
Recuerdo que cuando nos dieron el premio en el Salón del Cómic de Barcelona, un periodista dijo en la rueda de prensa posterior: «Todos conocemos a Kim, pero ¿quién es Antonio Altarriba?». Aunque yo llevaba la tira de años en esto, a mí se me ha empezado a conocer por El arte de volar, y no solo en España, porque fuera el libro se ha publicado en diecisiete países. Bien, no me importa que sea así. Yo mismo me he hecho pasar por mi padre en ese cómic. Pero, claro, después uno no quiere encasillarse, no quiere que la cosa se quede ahí, así que quise irme conscientemente al otro extremo. Si El arte de volar es la historia del buen hijo que recupera la memoria del padre, Yo, asesino es la historia de un hijo de puta asesino en serie [risas]. Cuando se lo propuse a los franceses, no lo quisieron, porque ellos esperaban una cosa un poco más en la línea de lo anterior. Me decían que yo ya tenía un público que esperaba un registro más afectivo, y lo nuevo era muy frío, muy negro.
El dibujo de Keko es espectacular.
A Keko lo tuve también claro desde el principio, por su dibujo en blanco y negro, sus atmósferas… En este caso pensé que como ya venía avalado por el éxito de El arte de volar no me iba a costar nada convencerlo, pero cuando lo llamé me dijo: «Me lo estás pidiendo ahora porque seguro que lo has intentado ya antes con unos cuantos y te han dicho que no» [risas]. Me acuerdo de que lo llamé a principios de 2013, para ver si estaba disponible, le conté la historia y me dijo que tras treinta años metido en el mundo de la historieta, a punto de cumplir ya los cincuenta, harto de pasar hambre y vivir mal, estaba pensando seriamente en retirarse, y que solo lo haría si conseguíamos un adelanto. Así que me decidí a dar el salto a Francia, que fue donde el cómic salió primero, nos dieron un adelanto, funcionó, y gracias a eso Keko sigue dibujando. Y yo haciendo historias terriblemente negras con él.
Para dibujar al personaje del asesino, Keko se inspiró en ti.
Yo le pasé primero los datos biográficos y físicos de todos los personajes. El protagonista, como mataba a distancias cortas, pensé que no podía ser un enclenque, así que le dije a Keko que tenía que ser un tipo grande, robusto, pero no le dije nada más. Le mandé la sinopsis, unas primeras páginas del guion, y Keko, como es muy sistemático, empezó a mandarme bocetos de todos los personajes: «Mira, este puede ser fulanito, este, menganito…». Me los mandó de todos menos del protagonista. Yo pensaba: «Se lo estará currando y tal» [risas]. Al final conseguí que me mandara algo, pero lo hizo como pidiendo disculpas. Vi el boceto y, claro, me di cuenta al instante de que era clavado a mí. Keko pensaba que yo me iba a cabrear, que le iba a echar la bronca o algo, en plan: «¿Tú qué te crees, que yo puedo ser un asesino, o qué?». Además, el protagonista era profesor universitario del País Vasco, había muchos juegos entre la realidad y la ficción, y para colmo el cómic se titulaba Yo, asesino. Keko me decía: «Joder, Antonio, es que le estoy dando vueltas a este personaje, y haga lo que haga me sales tú siempre». Y ya le tuve que decir: «¡Pero si está de puta madre!» [risas]. Es cierto que ahora tengo algún que otro problemilla en el vecindario, sobre todo cuando subo en el ascensor, que noto como todo el mundo se calla… [risas]. El dibujo de Keko resultó ser todo un acierto, sin duda.
Habéis vuelto a colaborar en El perdón y la furia, que parece una especie de spin off de Yo, asesino.
Es un spin off, sí, que surge además, de algún modo, de esa confusión autobiográfica que generó Yo, asesino. Me llamó el director del departamento de dibujo y estampas del Museo del Prado, José Manuel Matilla, diciéndome que le había encantado Yo, asesino, y me sugirió que continuara yo con esa línea de investigación que sigue el protagonista del cómic sobre el sufrimiento en el arte, en la pintura. Me dijo: «Aquí tenemos todos los cuadros sufrientes que quieras». Claro, tú miras lo que hay allí colgado y aquello es gore total [risas]. Keko le había puesto mi cara al protagonista y Matilla me estaba proponiendo convertirme en él. Así surgió el proyecto. Luego en El perdón y la furia nos hemos centrado en la obra de Ribera, coincidiendo con una exposición de sus dibujos en el Museo del Prado.
Última pregunta: ¿nos recomendarías un cómic clásico y uno actual?
A mí El garaje hermético de Moebius me marcó. Y de esa época me parece una obra maestra su primera colaboración con Jodorowsky: Los ojos del gato.
Y de lo último que ha salido, así en plan novela gráfica, me gusta mucho el Asterios Polyp, de Mazzucchelli. Hasta la tipografía de los bocadillos es significativa. Esos juegos de color entre los morados y los azules… Pero, bueno, hay tanto y tan bueno ahora que es muy difícil decir algo.
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