Saturday, September 30, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Fracaso

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Fracaso
Sep 30th 2017, 09:27, by Jorge Galindo

Fotografía: Jon Nazca / Codon.

El preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos, el primer y más importante ejemplo de construcción de una democracia plural y federal, empieza con esta famosa frase: «We the People of the United States, in Order to form a more perfect Union». Doscientos veinte años después, en uno de sus discursos más famosos, Barack Obama retomó el sintagma de «una unión más perfecta» y lo interpretó, al igual tantos otros antes que él, como un horizonte. Como una llamada a completar lo que siempre estará incompleto, lo que siempre se puede mejorar. A cambiar un sistema, construyendo sobre su base, para que sea más inclusivo, más equilibrado, y proporcione mayor prosperidad. Y, por tanto, sea también más caleidoscópico, y más aburrido.

Nueve años después de aquel discurso, la capacidad de las instituciones estadounidenses de recrearse a sí mismas para evitar la línea que parte en dos a su sociedad está en entredicho, cierto. Pero, por causas distintas, aún más lo están las españolas. Porque son más jóvenes. Porque, al menos en su versión más básica —la Constitución de 1978—  nunca han sido pulidas ni perfeccionadas: no ha habido una búsqueda real de una unión más perfecta. Y sobre todas las cosas porque la mitad de una parte del país que representa el 15% de la población, el 20% del PIB, pilar histórico, quiere dejar la unión. Mientras, del otro lado, no pocos desean enseñarle una «lección». Y, en medio, queda otra mitad de catalanes a la intemperie. La fractura, ya lo sabemos, es tanto o más dentro de Catalunya como lo es entre esta y el resto de España. Quizás la unión está en peligro, pero también (y sobre todo) lo está la convivencia dentro de la unidad rebelde. Siguiendo siempre la misma línea, que es la que dibuja el fracaso.

En cualquier lugar del mundo, la democracia pluralista y el federalismo pretenden servir a un mismo fin: distribuir el poder de manera más o menos equitativa entre distintas facciones, de manera que la resolución de conflictos entre ambas se produzca fuera de la ley del más fuerte, y dentro de los cauces de la negociación. Si democracia y federalismo funcionan bien, la vida política se va convirtiendo en algo tan cambiante como aburrido.

Cambiante, porque una misma persona se puede reconocer como catalán, aragonés o ambas cosas; hombre, mujer o de género fluido; socialista, liberal o socioliberal; musulmán, protestante o ateo. En la construcción de nuestras identidades, negociamos con el entorno y con quienes aspiran a representarnos, a unirnos o a dividirnos, para encontrar espacios en los que sentirnos cómodos. Podemos dar prioridad a un aspecto o a otro de nuestro ser y estar. Que no tiene por qué ser el mismo. Y por eso los partidos, las mayorías, las coaliciones, las alianzas y las rivalidades pueden modificarse con el paso del tiempo.

Aburrido, porque cuando la capacidad de acción está repartida entre varios puntos (tanto geográficos como sociales), los procesos de decisión se vuelven lentos y farragosos. Es necesario tener muchas opiniones en cuenta en el camino. Opiniones que, de nuevo, no son estáticas.

Pero como la democracia requiere de acción colectiva, y como el federalismo supone que las fronteras siguen existiendo (aunque desdibujadas, porosas, cooperativas y unidas) el apellido «pluralista» siempre está en peligro de extinción. Y es, en cierta medida, una ilusión que combate contra otra: la del pueblo. La de lo colectivo, unidimensional, inevitable.

Por eso, cuando una línea emerge partiendo a la sociedad en dos mitades, obligando a todos a ponerse de un lado o del otro, definiendo un «ellos» y un «nosostros» como si no hubiese nada más en el mundo que defina a las millones de personalidades complejas, únicas, que se entrelazan, la democracia y el federalismo han fracasado en su intento de mantener un equilibrio razonable. El conflicto ha quedado reducido a una única dimensión, los matices se difuminan y quienes intentan salvarlos por todos los medios son tachados con desprecio de equidistantes.

Esta semana, algunos jaleaban a los miembros de la Guardia Civil que salía para Catalunya con destino: 1-O. Lo hacían con banderas de España y con gritos de «a por ellos, oe». La palabra clave es, claro, «ellos». Envuelta en aliento y en ánimo. Es el mismo «ellos» que se lleva años cultivando en demasiadas escuelas catalanas, que está implícito en tantos mensajes lanzados desde TV3, y explícito en decenas, cientos, miles de descalificaciones lanzadas por parte de algunos independentistas a catalanes y no catalanes que no simpatizaban con el procés. El mismo ellos que habitaba y habita en el «pues que se vayan», en el «qué pone en tu DNI», en el «pero por qué no hablan en cristiano». Llevan años, décadas, siglos dirán algunos, con nosotros. Pero esta era la primera vez que intentábamos encajarlos dentro de una democracia pluralista con visos de sobrevivirse a sí misma sin caer víctima de un golpe autoritario, algo que no logró la II República. Y también era la primera vez que experimentábamos con algo que, si no es federalismo al uso, al menos sí proporciona autonomía y autogobierno.

Pero, cuarenta años después, ambas se han revelado como… ¿insuficientes? ¿Inadecuadas? ¿Excesivas? Cada uno tendrá su adjetivo. Pero, desde luego, no son todo lo exitosas que cabría desear. Y no sabemos más por algún tiempo, porque ahora mismo el debate se está cerrando rápidamente antes de abrirse del todo.

Quizás esto acentúa más la sensación de fracaso que planea sobre todas las mentes y los corazones tildados como equidistantes. No es un fracaso definitivo, porque nada es para siempre. Ni siquiera sabemos por cuánto durará. Pero en este momento es cierto, hasta el punto de que la mayor expresión de este fracaso es la aceptación lenta pero inexorable, y en cualquier caso nunca irreversible, de la inevitabilidad de un referéndum. No de este, claro. No el del próximo domingo, sino uno con garantías, es decir, aceptado por todas las partes. Mientras más de un 80% de los ciudadanos catalanes están a favor de algún tipo de referéndum legal y pactado, a otros nos ha costado y nos sigue costando llegar a este punto. Por qué, se preguntarán muchos, sobre todo desde Catalunya.

La respuesta, probablemente, tiene que ver con que no queríamos (ni queremos) renunciar a construir una unión más perfecta. O menos imperfecta. En la fluidez de identidades que nos brinda la democracia y el pluralismo, aderezada con el siglo XXI, con internet y con la globalización, decidimos que la nuestra se construye a base de tender puentes. O de intentarlo, al menos. Un referéndum es el penúltimo recurso del incompetente, como la violencia lo era para Salvor Hardin, alcalde de Términus, origen y capital de la Primera Fundación de Isaac Asimov. En un referéndum donde se plantea la separación territorial se extreman posiciones, se trabaja en duotono: o blanco, o negro. En tal referéndum, un hipotético plebiscito pactado, la propuesta alternativa a la secesión tendría que ser una oferta cerrada y definida, como lo fue del Reino Unido para Escocia: esto, o nada. La negociación es sustituida por una aceptación de su imposibilidad. La unión más perfecta (o menos imperfecta) se ve reducida de un posible proceso deliberativo, participativo, plural y complejo a una simple papeleta, que se refiere a una lista de alternativas. Y, atravesándolo todo, los «ellos» y los «nosotros». La desaparición de los matices, la destrucción de los caleidoscopios.

Así que, llegados a este punto, podemos (y probablemente debemos, como se ha hecho en este mismo espacio durante los últimos días) hartarnos a discutir sobre cómo hemos llegado hasta aquí. Repartiremos culpas, responsabilidades. Dirimiremos causas. Tomaremos posiciones. Analizaremos factores. Tiraremos regresiones múltiples con bases de datos de encuestas enormes. Elaboraremos análisis de discurso, historias de vida. Rastrearemos los mensajes en los medios, en las redes. Pondremos a cada actor en su sitio. Nos rascaremos la cabeza. Gritaremos que teníamos razón. O nos callaremos en un rincón pensando que no, que no la teníamos. Todo eso ha pasado, pasa y seguirá pasando después de este domingo. Pero nada cambiará el hecho de que nos encontramos ante un enorme fracaso. Probablemente, el mayor al que nos enfrentamos desde que dimos en crear esta democracia, y esta organización territorial que, si bien imperfecta, ni siquiera hemos encontrado la manera de mejorar entre todos.

Me permito repetir que nada es para siempre. Pero si, como decía Benjamin Franklin, la tragedia de la vida es que nos volvemos viejos demasiado pronto, y sabios demasiado tarde, quizás esto es algo que también les sucede a algunas democracias.

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