Foto: Cordon.
Si vieron el partido, no creo que haga falta que les recuerde la jugada, pero como habrá quien estuviera a otra cosa —al fútbol, sin ir más lejos— se la describo brevemente: el esloveno Luka Doncic lucha por el rebote bajo su aro, lo atrapa de un salto, sale botando hacia su izquierda, luego hacia su derecha, cruza el campo entero dejando a sus rivales atrás y acaba machacando la canasta contraria con un grito de rabia. Imposible no recordar la misma jugada protagonizada por Pau Gasol en la final de la ACB de 2001 ante el Real Madrid. A favor de Gasol, que él medía 2,15 y Doncic supera por poco los dos metros. A favor de Doncic, que eso no era una final española sino europea y que no tenía veintiún años sino dieciocho.
Ese mate, que elevaba la ventaja de Eslovenia a los cinco puntos a mediados del segundo cuarto, fue lo que nos convenció a muchos de que estábamos viendo el mejor partido de la historia del baloncesto europeo. Teníamos motivos para creerlo desde antes incluso de que empezara, viendo las exhibiciones de Eslovenia ante España y de Serbia ante Rusia, pero aquello sobrepasaba cualquier expectativa, era de una belleza insuperable: las transiciones de Goran Dragic, que consiguió veinte puntos en un solo cuarto, la contundencia de Vidmar, la capacidad de Doncic para hacerlo todo bien… y enfrente la maquinaria serbia negándose a la rendición: triple de Macvan, triple de Bogdanovic, rebote de Ozmic o penetración imposible de Micic o Lucic. El resultado al descanso, 56-47, ya hablaba de la abundancia de talento y recursos ofensivos de ambos equipos. Lo que no sabíamos es que lo mejor estaba por llegar…
Cada generación tiene su propio partido estrella. Para muchos de los jóvenes —o ya no tanto— ese partido será la final de los Juegos Olímpicos entre España y Estados Unidos. Puede que la de 2008, por lo que tuvo de sorprendente, o la de 2012, por lo que tuvo de realmente competida. Para los que rozan los cuarenta, el referente es la mítica final del Eurobasket 1995 entre Lituania y Yugoslavia, aquel festival de juego que juntaba lo mejor de la década de los ochenta —Sabonis, Marciulionis, Kurtinaitis, Divac, Paspalj…— con lo mejor de la década por llegar —Djordjevic, Danilovic, Rebraca, Bodiroga…— y que acabó con Sabonis llorando en el banquillo escandalizado por el arbitraje y la postrera victoria yugoslava.
Teniendo en cuenta los años de plomo que asolaron después al baloncesto europeo, resultaba complicado suponer que volveríamos a ver algo así, una explosión tal de técnica, táctica y acierto. A la final de 2017 probablemente le falten nombres, por lo menos hasta que los Bogdanovic, Doncic y demás se consoliden como referentes universales. Es complicado competir con el carisma de los jugadores del 95, más teniendo en cuenta el contexto: Yugoslavia no había vuelto a competir en Europa desde las sanciones del 92 y Lituania no dejaba de ser una versión avejentada de la clásica Unión Soviética.
Sin embargo, el resultado, lo menos vistoso, fue lo que marcó la diferencia en forma de épica. Todos íbamos con Lituania en aquella final: tenía peores jugadores, lucharon contra un arbitraje infame y se presentía que podía ser la última oportunidad para ese grupo de jugadores de conseguir algo grande a nivel internacional —nos equivocábamos: al año siguiente fueron bronce olímpico en Atlanta—. La derrota de Lituania, o más bien la victoria del mejor Djordjevic que se haya visto nunca, nos dejó la frustración de la belleza no alcanzada, fugitiva. En 2017, no fue así. En 2017, la belleza culminó en algo parecido a la justicia.
El triunfo de los secundarios
Todo empezó cuando, a mediados del tercer cuarto, Goran Dragic empezó a sentir molestias y se fue al banquillo. Llevaba más de treinta puntos por entonces con casi medio partido por disputar. Si lo de Djordjevic había sido una exhibición memorable desde la línea de tres puntos, es complicado calificar lo de Dragic: penetraciones imposibles, paradas a tres metros echándose hacia atrás, triples bombeadísimos que siempre acababan dentro del aro… Dragic empezó a sentir los primeros calambres y Eslovenia pasó de ganar por trece puntos de diferencia a hacerlo por nueve, momento en el que el drama se disparó en una jugada absurda: balón dividido bajo el aro esloveno, Doncic salta para cogerlo o al menos despejarlo… y al caer pisa mal y se tuerce el tobillo.
Al instante, se ve que no es una lesión pasajera. Doncic se retuerce entre gritos en el suelo y se agarra el pie con las dos manos. Cuando los fisios le piden que apoye, le resulta imposible y tiene que irse al banquillo con una toalla para secar el sudor y las lágrimas. ¿Qué pierde Eslovenia sin Doncic? Todo. Lo pierde todo. Mates aparte, Doncic es un asesino silencioso. Una especie de Toni Kukoc algo más enérgico o un LeBron James menos exuberante. Doncic defiende como un animal, con su envergadura superior a los 2,10; puede hacer de base, de escolta y de alero; puede llevar a su rival al poste bajo o sacarle de posición para lanzar un triple; maneja todos los fundamentos de ataque y además es un reboteador excelso, el mejor de su equipo, con casi nueve capturas por partido.
Pero, sobre todo, Doncic es entusiasmo. Es adolescencia. Pese a sus dieciocho años, tiene los galones y la experiencia de alguien que ya lo ha ganado todo con su club, incluyendo una Euroliga que llevaba veinte años resistiéndose. Doncic celebra, Doncic contagia… y todo ello sin perder nunca la cabeza. Si sus compañeros no encuentran a Dragic, Doncic sabrá hacérsela llegar o elegir una mejor opción. Sin él se descompone el ataque y se descompone la defensa, porque, al igual que Ricky Rubio, el chico es capaz de tocar cualquier pase y completar cualquier ayuda.
Es el momento en el que los serbios aprietan. Aprietan sobre todo en el rebote, pese al deficiente partido de Marjanovic. Aprietan en defensa, con Stimac bordeando la legalidad ante una Eslovenia que solo tiene el recurso de los triples y aprietan en el lanzamiento exterior gracias a Bircevic pese al evidente cansancio de Bogdanovic. Al poco de empezar el último cuarto ya han empatado el partido y la dinámica invita a pensar en una victoria fácil, casi arrolladora, sobre todo cuando Dragic vuelve al campo y sus limitaciones lastran al equipo: balones perdidos, triples que no tocan aro y cara de pocos amigos.
Así que estamos de nuevo en 1995, en el David contra Goliat y en la conciencia de que toda la belleza de Eslovenia va a quedar en nada, expropiada de nuevo por Djordjevic, esta vez desde el banquillo. Vuelven también los propios fantasmas del pasado esloveno: su generación mágica, la de Lakovic, Lorbek, Smodis, el propio Dragic… perdió su gran oportunidad en 2009, cuando cayeron en semifinales ante Serbia después de exhibirse durante todo el partido y ver cómo sus jugadores clave caían lesionados. Esta vez, sin embargo, David se niega a rendirse. Doblan el esfuerzo defensivo, cierran el rebote como no lo habían hecho antes… A falta de Dragic encuentran a Prepelic, un tirador descomunal, y cuando Prepelic está sobremarcado aparecen Blazic o Muric o Cancar, que no anota un punto pero sabe guiar la nave en los momentos clave desde el puesto de base.
Encuentran también a Anthony Randolph, que de pronto se da cuenta de que su rol ya no es el que era y que necesita aportar más: fuerza faltas, anota tiros libres y da sensación de peligro constante. Sus 11 puntos complementan los 21 de Prepelic, convertido en el héroe de la final a los veinticinco años, recién fichado por el Levallois francés —el mismo equipo que ha rescatado al veterano Boris Diaw para el baloncesto europeo y que puede ser una de las grandes revelaciones de esta temporada— y junto a ellos, el resto no se corta, como buenos balcánicos. Compiten como animales, luchan por cada rebote, asfixian lo poco que queda de Bogdanovic y se llevan la victoria. La novena en nueve partidos, primera vez que alguien consigue algo así precisamente desde la Serbia de 1995. Como apunta el experto Iván Fernández Hevia, para encontrar un segundo precedente hay que remontarse a la URSS de 1967. Otros tiempos.
La despedida de Navarro, la apoteosis de Pau Gasol
Si nos estremece la juventud de Luka Doncic, también conviene asombrarse ante la longevidad de Pau Gasol. Después de un campeonato decente pero sin exhibiciones, Pau se dejó la piel en el partido por la medalla de bronce ante Rusia. Con treinta y siete años —más del doble que la estrella eslovena—, Pau acabó con 26 puntos, 10 rebotes, 3 asistencias, 3 tapones y esa sensación que deja en ocasiones de que no va a fallar ni un solo tiro decisivo. Cada vez que le buscaron sus compañeros, le encontraron, fuera para abrir ventaja en el marcador, como en la primera parte, o para sofocar la rebelión rusa de la segunda parte, cuando llegaron a colocarse a dos puntos.
Que Gasol es el mejor jugador del baloncesto europeo ya es difícil de discutir. No entro en comparaciones con otros jugadores que han triunfado en la NBA como, sobre todo, Dirk Nowitzki o Tony Parker. A nivel de selecciones no ha habido nunca nadie como Gasol, capaz de ganar tres oros europeos, uno mundial, dos platas olímpicas y otras cuatro medallas en distintos torneos. A los propios Nowitzki y Parker les ha frustrado una y otra vez con actuaciones soberbias. Todo empezó en Estambul hace la friolera de dieciséis años con una exhibición en el partido por el bronce ante Alemania —30 puntos y 10 rebotes— y todo acaba, quizá, con otra exhibición en el partido por el bronce ante Rusia. En medio, ni un solo momento de respiro: desde 2006, Pau ha jugado todos los torneos internacionales menos el Europeo de 2013.
Es cierto que esta vez Pau no fue suficiente para ganar el oro, pero lo fue para el bronce, un metal que no hay que desdeñar teniendo en cuenta que ahora mismo Eslovenia está un peldaño por encima de todo el mundo y Serbia probablemente tenga un equipo más equilibrado. En España nos vamos a tener que acostumbrar a celebrar estos pequeños triunfos en vez de lamentarnos por las derrotas lógicas. El equipo estuvo descompensado en Turquía y no tiene pinta de que la cosa vaya a mejorar: tras las lesiones de Llull y Abrines, España quedó con una línea exterior formada por Ricky Rubio, Guillem Vives, Fernando San Emeterio, Joan Sastre, Juancho Hernangómez y un Juan Carlos Navarro que en realidad solo iba para despedirse y se encontró de titular en ocho partidos, demasiados para su maltrecho físico.
El único exterior que cumplió sin matices fue Sergio Rodríguez. Probablemente, junto a los dos hermanos Gasol, el mejor de la selección española. De hecho, incluso con los Gasol en pista, resulta complicado pensar que España pudiera haber ganado a Turquía, Alemania y Rusia sin la explosividad y la inteligencia del Chacho. Su torneo fue excelente, tanto anotando como dirigiendo, una muestra de madurez que le llega a los treinta y un años, de vuelta de la NBA y a punto de intentar hacer olvidar a Teodosic en el CSKA de Moscú, una tarea casi imposible. Con esos mimbres, el bronce no es mal resultado. Se pudo jugar mejor, pero el equipo pareció muy cansado en demasiadas ocasiones y sin muchas ideas: ataques larguísimos que acababan con un tiro a la desesperada al borde de la posesión. Probablemente, tras la retirada de Navarro, sea la hora de la revolución, de prescindir de Scariolo y de confiar en los chavales que nos tienen que dar la clasificación para el Mundial de 2019, el próximo gran evento internacional. El problema es que, igual que todos sabemos que lo que viene será distinto, también sabemos que será peor. ¿Qué entrenador mejorará al italiano, ganador de seis medallas en siete campeonatos disputados? Habrá que buscarlo.
La emergencia letona dentro de una cierta mediocridad
Quitando a los cuatro semifinalistas, solo es posible hablar de una gran selección: la Letonia de Kristaps Porzingis. Con un baloncesto agresivo y sin complejos, los letones se plantaron en cuartos de final con gran facilidad y solo tuvieron la mala suerte de enfrentarse a una Eslovenia en estado de gracia. De haberles tocado el otro lado del cuadro, no habría sido extraño encontrarles en la final. Si Porzingis mantiene el compromiso, lloverán las oportunidades de triunfo en el futuro.
Del resto, poca cosa: Croacia, como siempre, empezó bien y acabó muy mal, agarrándose a su propio Bogdanovic como único recurso. Grecia e Italia lucharon dentro de sus posibilidades y alcanzaron unos meritorios cuartos de final, pero echaron demasiado de menos a sus grandes estrellas: Giannis Antetokounpo, el jugador más americano del baloncesto europeo, y Darío Gallinari, que se lió a puñetazos en un partido de preparación y condicionó todo el trabajo de Messina y sus compañeros. Aun así, y agarrándose a su defensa, los dos equipos compitieron y eso es de agradecer.
Alemania mostró algunas cositas interesantes: a Schröder, por supuesto, aunque ya le conocíamos de Atlanta y no fue ninguna sorpresa, pero también a Theiss, un ala-pívot que igual puede jugar por fuera que por dentro y que tiene una pinta estupenda porque parece tener la intensidad de la que siempre carecieron los Jagla o Benzing de turno. Turquía decepcionó y Finlandia nos mostró su futuro en forma de Lauri Markkanen, que justificó su elección en la séptima posición del pasado draft y del que se esperan grandes cosas en los Chicago Bulls. A sus veinte años, el finlandés es capaz de jugar en cualquier posición, una especie de Doncic más alto y quizá con una técnica menos pura.
La gran decepción fue Francia, ese equipo sin términos medios. Después de arrasar en la preparación, se llevó el primer tortazo perdiendo precisamente contra Finlandia en el primer partido del torneo y estuvo a punto de llegar al ridículo contra Polonia, aunque el empuje final les mantuvo en el campeonato. Cuando todos pensábamos que llegaba el momento de tomárselo en serio, fueron incapaces de toserle siquiera a Eslovenia, perdiendo en ocasiones por treinta puntos de diferencia. El único que lo intentó fue Diaw. Del resto de estrellas —Lauvergne, De Colo, Heurtel, Jackson…— no se supo nada y peor aún fue lo de Eric Fournier, un aceptable jugador en la NBA empeñado en parecer un macarra en Europa y que acabó el torneo descalificado por los árbitros en la enésima gresca.
En definitiva, fue un torneo de altibajos porque tres semanas y veinticuatro equipos son muchísimos. Vimos cosas maravillosas junto a partidos perfectamente prescindibles. Las numerosas bajas de jugadores de la NBA sirvieron para ver crecer a figuras del futuro sin bajar en ningún momento el nivel ni el espectáculo. Para rematar, el ganador fue el mejor, el que más se lo merecía. Después de los cambios de la FIBA, tenemos por delante dos años en blanco hasta que volvamos a ver a los mejores competir entre ellos. No sé a quién se le ocurrió pero no parece una idea brillante. Y si no me creen a mí, crean a Ettore Messina.
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