Saturday, May 6, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Cuernos patrióticos

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Jot Down 
Cuernos patrióticos
May 6th 2017, 09:37, by Fernando Olalquiaga

Foto: Nicolás Alejandro (CC)

¡Enamorados! Hay quien dice que esta vehemencia del amor es producto de la casualidad o de la química. Y hay quien va aún más allá y asegura que el azar y la ciencia de mezclar potingues para producir jabones, pegamentos, toda clase de alimentos precocinados y otras drogas orgánicas e inorgánicas, son la misma cosa. Recuerden si tienen valor toda esa milonga sobre los átomos que giran y pegan saltos energéticos alrededor de un núcleo sin que nadie pueda fijar su posición, ni su velocidad, ni su santa afiliación a la Iglesia Protónica o Neutrónica o Gluónica. Ya que al parecer esta hipótesis resultaba divertida y estimulante como una patada en los huevos, ciertos sabios prusianos ataviados con unas corbatas de lazo más grandes que un zepelín de tamaño medio —no digamos ya que su propia cabezota de científico vesánico— pensaron que era razonable representar este modelo mediante gigantescas matrices matemáticas de doscientas filas por trescientas columnas, con cada coordenada asimismo conteniendo otras matrices, algunas de ellas con el emoticono del mono mudito como eigenvaule o valor propio. Cosas del azar. Woldemar Voigt, ese diablo de Gotinga, las llamó tensores, y desde entonces su geometría trae de cabeza a las sucesivas generaciones de locos que tratan de comprenderla.

Como los tiempos que corren no andan escasos de vigilantes de la ética periodística, cada uno de ellos dotado de mil ojos de Sauron, conviene resaltar que Woldemor Voigt (Leipzig, 2 de septiembre de 1850 – Gotinga, 13 de diciembre de 1919) existió de verdad. Semejante nombre no es la típica artimaña del nuevo periodismo y sus reportajes ficción. Es más, ni siquiera es un seudónimo que cualquier otro científico con un apelativo más vulgar, digamos por ejemplo Peter Schmidt —que viene a ser el José Martínez alemán—, previendo los instrumentos del mal que su vil mente iba a pergeñar, se viera obligado a adoptar. Está claro que, llegado el momento de bautizarlo y elegir un nombre, nada más balbucir el cabrito de Woldemor sus primeras burbujas de baba cuántica, su madre y padre tuvieron un episodio de precognición y visualizaron, podríamos decir que incluso sufrieron, las maldades matemáticas que su lechoncete iba a inventar pasados unos años. Artefactos que gestarían un terror inenarrable, como la lovecraftiana notación de Voigt. Desde entonces, promoción tras promoción, incautos alumnos se enfrentan a ella como el plato principal de exámenes que tienen lugar en aulas especialmente dispuestas para la tortura psicológica; aulas dotadas de escasa ventilación, una sola puerta de acceso y luces negras. En algunas de ellas, y para abreviar los padecimientos de los estudiantes, se permite fumar un tabaco de un poder cancerígeno extraordinario, casi radiactivo, porque allí el espacio-tiempo se paró circa 1929 gracias al trabajo sin descanso de las cátedras bajo el dominio de la rama más satánica del Opus Dei, y por tanto, además de que no están vigentes las actuales leyes antitabaco, cada día a las doce se reza un ángelus censurado en el que se sustituye el verso «concibió por obra y gracia del Espíritu Santo» por «se quedó embarazada mágicamente; pero ojo, pecadores, que estaba casada por la Iglesia aún nonata por obra y gracia del Espíritu Santo».

En todas ellas la desesperación llega a tales niveles que, como es natural, tarde o temprano todo el examen se va al garete y termina en imaginarias escenas de sexo grupal que ni siquiera el Bosco puesto hasta sus cejas flamencas del LSD más puro se habría atrevido a soñar. Y, al final, el problema matemático propuesto se resuelve de casualidad —ajajá— y la algarabía resultante desencadena, tanto dentro de la misma aula de exámenes como, sobre todo, en los sucios baños de los bares aledaños, nuevas orgías multisexuales, esta vez muy reales, en las que se recuerdan con mucho resentimiento las horas de estudio, la opresión religiosa y etcétera. Estas cosas ocurrieron en cierta universidad de Madrid, España, a finales de los años ochenta del siglo XX. Es historia. Pregunten en las casas de orates adecuadas, porque quizás esta crónica se encuentre algo deformada por la experiencia vital posterior del ensayista (sic), esto no se puede negar, pero en cualquier caso da una idea de lo que se coció en las aulas magnas —y en los urinarios de los pubs de Moncloa y otros barrios universitarios— durante aquellos años. Pues el equivalente peninsular a Voigt fue don Carlos Ortuño Medina, catedrático de un horror cósmico denominado Fundamentos Físicos de las Técnicas I y II; una atrocidad que campó a sus anchas por la educación universitaria española durante décadas, extendiendo la fe de la geometría no euclidiana —en sentido literal— y dejando cuanta mente sana le saliera al paso como un campo de nabos de los alrededores de Chernóbil. Memoria histórica; ni olvido ni perdón.

Pero hay que amar, esto lo sabemos y es lo que nos distingue de los animales salvajes y de los diputados electos. Además, queremos elegir, como no nos cansamos de repetir un día tras otro, un artículo escrito o dictado tras otro. Si nos desgañitamos expectorando soflamas a la menor ocasión, si rodeamos Parlamentos y montamos guerras civiles solamente por tener la posibilidad de escoger al gañán que nos gobierne durante cuatro años, ¿cómo vamos a renunciar a la posibilidad de elegir el objeto de nuestro sagrado amor? Basta con encontrar el ente adecuado en el que proyectar este anhelo. Desechemos cualquier posibilidad tangible, pues ya hemos visto que entonces actúan las leyes de la física y su principio de incertidumbre, arrojándonos a todos a una versión especular de las montañas de la locura.

Podríamos, por ejemplo, esforzarnos en amar la música, con la esperanza de que las vibraciones moleculares del aire que llegan hasta nuestro oído sean lo bastante etéreas, y estén tan rígidamente regladas por pentagramas, claves de sol y de fa, compases, corcheas y otros cinturones de castidad contra el azar, como para que todos seamos felices en nuestra certeza. Pero, oh, después de años de estudio, que incluso los más puntillosos y repelentes no habrán limitado a los consabidos y utilísimos volúmenes intitulados Mil discos de música clásica que hay que escuchar antes de presentarse a un examen de Fundamentos Físicos de las Técnicas I y II o algo similar, sino que los habrán completado con clases de solfeo en las que es obligatorio marcar con soltura el compás de composiciones de todo tipo, desde «Rianxeira» hasta la Misa en si menor de J. S. Bach, un día, decíamos, en cualquier auditorio, sala de estar o lista de reproducción pedante de Spotify, uno tropieza con el Bolero de Ravel y el sentimiento de estafa genera tal animadversión que, a partir de entonces, cualquier sonido que aparente estar mínimamente reglado, por ejemplo una llamada a la puerta mediante tres golpes cortos y secos, o un suspiro lánguido y más prolongado de lo normal, provoca arcadas, carreras hacia el retrete más cercano y los consiguientes vómitos de bilis, programas electorales y otras mierdas de ese calibre. Y también un deseo incontenible de hacer el mal, por ejemplo poniéndose a escribir haikus o microrrelatos en los pasos de cebra de todas las capitales de provincia de España y sus países.

Ahí lo tenemos, delante de nuestros ojos desde el mismo día en que nacimos. La patria. Que sí, que es un bien palpable, y a quien lo niegue que le caiga el cimborrio de la catedral de Burgos sobre la mollera para que abra los ojos si es que no ha muerto hecho papilla orgánica, pero la historia sigue una trayectoria bien fijada por el destino, la dialéctica hegeliana y algún oscuro capítulo de El capital de Marx. Así que no hay lugar para la eventualidad, salvo en el hecho de haber nacido en un país o en otro. Pero si ya vivimos en una sociedad laxa en la que el adulterio no está penado con nada más que con la ruina económica, ¿por qué nos iba a generar remordimientos ponerle los cuernos a la patria y cometer traición, incluso alta traición? No es más que un acto de amor. Pero, por favor, no echemos mano de soluciones fáciles. Nada de querer ser canadiense, o sueco, o suizo, o ciudadano del mundo. Aquí, para alcanzar un amor puro y desinteresado, hay que pedir el pasaporte ruteno.

En un rincón de Ucrania que ni siquiera los ucraniófilos más enajenados se molestarían en visitar, pegado a la frontera con Eslovenia, Hungría y la parte de Rumanía que solamente es recomendable atravesar equipados con una cruz y una ristra de ajos, encontramos el hogar de los rutenos. Los rusiny forman un grupo étnico que es una rama algo perdida del tronco mayor del que también surgen otros eslavos del este, como los bielorrusos y los ucranianos, y sus tierras han tenido tantos nombres que hacen que el empeño de sus habitantes en mantener viva una conciencia nacional merezca un primer premio a la cabezonería en las Olimpiadas Nacionalistas. Durante el Imperio austrohúngaro, el término oficial de la región fue Kárpátalia; en el periodo de entreguerras, le dieron el nombre de Podkarpastká Rus, o Rutenia Subcarpática, y constituía la parte más pobre y atrasada de ese Frankenstein centroeuropeo que fue Checoslovaquia. Tras la guerra contra el nazismo quedó dentro de la URSS, y hoy en día, como ya se ha señalado, comprende la región Zarkarpatia de la República de Ucrania. Allí se cultiva fruta y se produce vino. Y como cada pueblo tiene una idiosincrasia propia que nadie que no fuese un antropólogo demasiado quisquilloso debería juzgar, los martes de carnaval de cada año celebran el Festival de la Crepe. Hay un puente medieval en Uzhgorod, un viejo castillo en la misma ciudad, y pocos recuerdos de la yeshiva que un día medieval floreció en Just, algo más al este. Y el 15 de marzo de 1939, durante menos de veinticuatro horas y sin proceso constituyente que echarse al coleto, fueron una república independiente.

Ese día, como todos los anteriores desde 1919, los rutenos amanecieron oficialmente checoslovacos. En las calles de Just se intercambiaron disparos de escopeta y otros proyectiles menos sofisticados, según cuenta Michael Winch, un escritor de literatura de viajes que aseguraba encontrarse allí investigando. Qué investigaba en el culo del mundo no queda claro, y si seguimos especulando sobre el particular terminaríamos braceando entre temas poco académicos, como la licantropía o el culto al dios Pan, así que no avanzaremos más por esa senda. Según cuentan otros testigos además de Winch, como el matrimonio McCormick —un par de misioneros que ejerciendo su labor en los Cárpatos no hacen sino añadir otra nota de color sobrenatural a todo este asunto— y el comandante Wedgwood-Benn, miembro del Parlamento británico, quien, al poner pies en polvorosa, ciertos testigos con muy mala leche aseguran que su apellido con guion no le impidió exclamar para la posteridad «Adolfus Hitler bonus vir!», esa mañana, mientras efectivamente las tropas de Hitler invadían Checoslovaquia, comenzaron las andanadas de hostias étnicas en suelo ruteno. Húngaros contra checoslovacos, checoslovacos contra la Milicia Carpática, todos contra los judíos y como añadidura varios conflictos fraternales que aprovecharon la ocasión para saldar viejas cuentas.

A eso de las seis y media de la tarde, dado que los vecinos eslovacos aprovecharon la ocasión que les brindaba la invasión nazi de Praga para declarar la independencia, los rutenos pensaron que no iban a ser menos. Y que, para quedarse descolgados entre polacos, soviéticos, húngaros y rumanos, todos con razones poco creíbles pero palpables de anexionarlos dentro de sus fronteras, mejor se daban el gustazo de fundar una república con su Constitución y todo el pifostio. Y así, sin que nadie demostrara demasiado entusiasmo en ningún balcón; sin manifestaciones ni gritos patrióticos; con los vecinos sumidos en la normalidad «escupiendo en el suelo» y los camareros borrachos haciendo profesión de fe —«los polacos son unos cerdos, los checos son unos cerdos»—, se nombró presidente de la República Cárpato-Ucrania al reverendo y —ojito aquí— catedrático de Matemáticas Avgustín Voloshyn, quien después de la guerra sería fusilado en Moscú, y primer ministro a Yulián Revái. Se declaró que el control estaría a cargo de un Parlamento elegido democráticamente, sin andarse con melindres a la hora de definir lo que se entendía por democrático. Se impuso el ucraniano como lengua oficial de la república, y el azul y amarillo como los colores de su bandera. El himno nacional sería la canción ucraniana «Ucrania no ha muerto todavía». Y a correr, que son dos días.

Ni siquiera. Esa mañana se despertaron como checoslovacos y se acostaron como cárpato-ucranios mientras el ejército húngaro, con la aquiescencia del miserable cabo austriaco, cruzaba la frontera y añadía dentro de sus dominios a la recién declarada nación, o república, o país, o pueblo. Los rutenos más reticentes a doblar el espinazo terminaron en campos de concentración del Protectorado de Bohemia y Moravia. Los que no entregaron las armas expiraron su último aliento masacrados a orillas de río Tisa por unidades polacas que andaban por allí y no quisieron perderse la fiesta. No hubo más. Nadie lloró la pérdida y nadie tenía muchas ganas de añadir otro problema a la tormenta que se avecinaba. Y así terminó este procés centroeuropeo que, como objeto de nuestra elección en la búsqueda del amor, nos deja viudos, desanimados y en manos de lo que nos quiera mostrar la solución a una ecuación diferencial en derivadas parciales, con siete o más variables, que nunca será capaz de mostrarnos con certeza el camino que deberíamos seguir.

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