Imagen: New Breed Productions.
A finales de los setenta el mundo era un lugar completamente distinto y Estados Unidos era un lugar completamente distinto del mundo. Vietnam, los hippies y la cultura de las drogas habían dividido al país en dos allá por los sesenta: unos iban por ahí con flores en el pelo, pregonando la paz, y los otros almacenaban armas en el sótano ante la llegada de los comunistas, preocupados por si les llegaría con una tonelada de munición. De esa sociedad psicotrónica, completamente alienada, se pasó de un plumazo al nacimiento de la cultura pop, el estreno de La guerra de las galaxias y el renacer conceptual de géneros como el terror y la ciencia ficción, gracias a directores como John Carpenter, Stanley Kubrick o Tobe Hooper. Tipos que renovaron y reinventaron las células del horror y la fantasía hasta insuflarles nueva vida.
De ese meltin' pot surge Phantasma, la película de Don Coscarelli, que como tantas otras cosas es hija de un contexto específico y puede ser analizada desde todo tipo de puntos de vista, con el riesgo de hacer eso tan en boga últimamente de convertir el arte en un simple estudio de estratos, obviando que algunos elementos son aleatorios y por tanto opacos, por mucho que la crítica moderna se empeñe en golpearlos con un martillo pilón.
Nadie sabe muy bien qué significa el filme en términos absolutos, más allá de alumbrar a uno de los villanos más icónicos de la historia del horror (lo cual es decir mucho en un género plagado de rostros legendarios): el hombre alto.
Aparentemente, Phantasma se escribió en 1976, pero aun así es difícil pensar que se le hubiera dado luz verde sin el abrumador éxito de La noche de Halloween, que en 1978 arrasó en la taquilla estadounidense con una historia de adolescentes perseguidos por un asesino inmortal. Su presupuesto, de trescientos mil euros, se multiplicó por cien y demostró que el terror era un activo ascendente entre los jóvenes. También es bastante sencillo pensar que Pesadilla en Elm Street es hija putativa de Phantasma, y no son pocas las semejanzas entre una y otra, aunque Wes Craven sea probablemente más ducho con la cámara que Coscarelli, que con su voluntad de hombre orquesta acabó por perder ligeramente los papeles.
Phantasma arranca con un funeral en un pequeño pueblo: uno de los lugareños parece haberse suicidado y sus amigos no acaban de comprender qué puede haber pasado. Mike es el hermano de uno de esos amigos, obsesionado con perderle después de que sus padres hubieran fallecido en un accidente. Casi sin querer, Mike observa a un tipo alto comportándose de forma muy extraña en el funeral y más tarde se ve perseguido por ese mismo hombre (fabuloso Angus Scrimm), que parece estar en todas partes al mismo tiempo.
La textura de Phantasma, que, como casi todo, es obra de Coscarelli, responde a un aspecto casi camp, con aspecto de serie B, pero jugando con una estética insólita, en la que destaca esa bola mágica, magnética, que ejerce de mano derecha del hombre alto y que sirve para dar ese toque fantástico a un filme que camina sobre el horror pero mira al cielo. Esa es probablemente la mayor diferencia del trabajo de Coscarelli si lo comparamos con el resto de sus coetáneos, la voluntad de erigir un núcleo narrativo tan inquietante como —inevitablemente— cómico: un alienígena dirigiendo una funeraria en un pequeño pueblo del Medio Oeste estadounidense.
Phantasma es también una clara ruptura formal con el género, asomándose al territorio que después visitarían directores como Cronenberg o David Lynch. Esa mezcla insólita de terror, gore, thriller y drama es una de las grandes aportaciones de Coscarelli a esa rama del séptimo arte. Lo hace sin complejos y con el desparpajo del que no tiene nada que perder, en una época en que hacer cine no era enfrentarse (continuamente) a molinos de viento.
No hay que buscar en la película atisbos de brillantez narrativa, porque uno podría acabar preguntándose qué demonios significa todo aquello. El realizador (en una muestra de honestidad radical) deja claro de inicio que le importa bien poco el guion, o los personajes, o establecer algún tipo de relación con el espectador que no tenga que ver con un villano superlativo y una premisa extremadamente original. Los diálogos son hilarantes, la trama tiene todo tipo de agujeros, hoyos y cavidades (empezando por ese suicidio, en el que se pretende que creamos que el fallecido se ha matado a puñaladas) y los tres actos son inexistentes. Sin embargo, Coscarelli consigue que la estatura de su villano (nunca mejor dicho) consiga ensombrecer las —evidentes— flaquezas de una historia llena de rincones oscuros.
La película recaudó once millones en todo el mundo, lo cual es una cantidad ínfima si la comparamos con el resto de filmes que se citan en este mismo artículo, pero no deja de ser una tonelada de dinero para un producto que costó un poco más de un cuarto de millón de dólares. Además, el gran hallazgo de Phantasma es su capacidad de trascender el género para acabar suscitando todo tipo de interpretaciones (muchas de ellas absurdas, por supuesto), que iban de lo político a lo religioso, y —por supuesto— el encumbramiento de uno de los mayores mitos del horror contemporáneo para aquellos que son fans del género.
Lo mejor del filme es esa atmósfera envenenada, hecha a base de un trabajo de cámara afortunado y a la búsqueda de escenarios que propiciaban tensión: esa funeraria recargada de mármol y trufada de pasillos inacabables, y la madeja de sótanos donde los protagonistas se veían perseguidos por ese ejército de enanos al servicio del malo, un malo pluscuamperfecto que es historia viva de los asesinos cinematográficos.
Imagen: New Breed Productions.
Tal fue el culto a la película (los cinéfilos somos así) que se produjeron cuatro películas más, con presupuestos mucho más abundantes y tramas más complejas, que trataban de explicar con pelos y señales de dónde venía el hombre alto. La segunda es insignificante (en España, siempre en la cima de la creatividad, Salem's Lot, la miniserie basada en el libro de Stephen King, fue renombrada Phantasma II) y la tercera apostaba directamente por introducir elementos humorísticos, sabedora de que la veta del terror se había agotado ya hacía años. «Los tiempos están cambiando», dijo Coscarelli, citando a Dylan. Nadie se acuerda de las demás, y hacen bien.
Ya el año pasado, y como prueba irrefutable de que Coscarelli fue capaz de crear un referente perdurable, los fans del terror hemos podido disfrutar de la restauración en 4K de uno de los clásicos más pequeños y, al mismo tiempo, más disfrutables de aquellas maravillosas décadas que fueron los setenta o los ochenta. Con una imagen nítida como una fotografía de la NASA y todas sus virtudes realzadas por una audiencia creyente, la película se (re)estrenó en el SXSW de Austin con extraordinario éxito.
Es difícil imaginar que esta copia impoluta llegue a visitar España (Phenomena quizás, ¿quién sabe?), pero es deber de todo seguidor del género que esté orgulloso de serlo tratar por todos los medios de verla en pantalla grande. Especialmente si uno piensa en que el filme de Coscarelli fue pionero en al menos una de las grandes obsesiones del cine en los últimos años: las abducciones. En Phantasma, las almas (y parte de los cuerpos) de los asesinados pasan a formar parte de una colección de esclavos enviados a otra dimensión.
Lo que ahora nos parece algo quizás cercano al tópico era en 1979 una auténtica revolución. De hecho, el último libro de Stephen King, Revival, rinde en su desenlace homenaje a esa idea de Coscarelli, donde las almas no encuentran esa luz eterna que promete la Biblia.
La revolución de Phantasma, aunque quizás amortiguada por el paso de los años, reside, más allá de su transgresor final, en la fuerza de su visión de la maldad al presentarla como un ente que trasciende lo intrínsecamente humano para convertirse en una pesadilla onírica. Esa escena del hombre alto apareciendo entre la bruma de la ciudad, con sus pasos resonando como los golpes de un gigantesco tambor en los oídos del protagonista, es probablemente el mejor resumen de un filme atrevido, delirante en ocasiones, psicodélico en otras. Sangriento por vocación y terrorífico por naturaleza, Phantasma es una pequeña joya de un género que siempre ha resistido los envites de la modernidad.
Ahora, con su director gozando de una popularidad expansiva entre la cinefilia que gusta de los sustos y la causa autorreferencial (especialmente gracias al éxito de Bubba Ho-Tep y John Dies at the End), Phantasma exige una nueva revisión, con ojos setenteros y espíritu dicharachero, como el que va a una fiesta donde reparten cerveza y porros y decide que un día es un día.
Esa libertad creativa que alumbró una década en la que todo parecía pender de la voluntad del artista de turno es la que impregna la película, haciéndola transpirar autenticidad cuando otros no podrían resultar más insípidos. Es esa misma libertad la que tiñe la cinta de cariño por un género al que se quiere o se odia, y la que —probablemente— hizo que miles de aficionados se enamoraran del filme incluso cuando ciertas partes resultan más crípticas de lo esperado. En cierto modo, Phantasma sigue siendo un puzle que no quiere ser resuelto y que hoy algunos denominarían «sensorial»: no hay en ella una escenificación lineal de ningún libreto, ni una preocupación por ocupar las cuatro esquinas de la pantalla con ornamentos conceptuales. A Coscarelli le preocupaba el impacto y la acción directa, y Phantasma es justamente eso: un precursor de los slasher, del terror atmosférico, de Viernes 13 y Jason Voorhees, de Freddy Krueger y de sus guantes de carnicero, y de toda una generación de directores que vieron en ella una musa. Sombría, truculenta y sangrienta, pero musa al fin y al cabo.
La entrada El hombre alto te mira aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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