Foto: DP.
Siempre es buen momento para recordar el boom. Y para revisarlo. Es algo tan nuestro que uno siente que puede jugar cuanto quiera con el concepto. A quienes vivieron aquellos años del boom o del postboom se les regaló algo que no tenía precio: la posibilidad de soñar que eran testigos de cierta grandeza. De un día para otro algo muy importante ocurría en las letras en español, y uno estaba ahí. Acudías a la librería a comprar el nuevo de Carlos Fuentes, García Márquez o lo que tocase y, cuando por fin estabas en casa y te sumergías en la lectura, sentías que con aquel libro se estaba abriendo para ti la historia de la literatura, de manera que uno era como esos arqueólogos que entran por primera vez en la cámara de un faraón que supo ser más listo que los saqueadores. El boom fue importante sobre todo porque nos transmitió esa grandeza. Lo reconozcan o no, no hubo miembro de este circo de pulgas que es la literatura que no disfrutara de esos años. Hubo ilusión para todos, desde autores a lectores, desde editores a críticos, y además mucho dinero para algunos de ellos.
Las chicas del boom son la otra parte de aquel sueño: la que uno no recuerda cuando despierta. Se trata de un grupo de mujeres tremendas, muchas de ellas indómitas, tan interesantes que cuesta leer, de biografías tan laberínticas que invitan a perderse en ellas. Merecerían haber sido parte del boom, pero, por si alguien no se había dado cuenta todavía o no del todo, aquello fue un club de hombres. José Donoso, en ese libro impagable —y tremendamente confuso, por otra parte— que es Historia personal del boom, lo llamó «la pandilla masculina». El boom es un fenómeno pendiente de analizar adecuadamente, entre otras cosas porque la mayor parte de los que hasta ahora han invertido tiempo en razonar la ausencia de mujeres en la nómina oficial del movimiento han elegido como explicación del hecho la salida más fácil: que simplemente reflejaba las condiciones de la mujer en América Latina, algo que no solamente es una simplificación derrotista, sino que sobre todo no ayuda nada a que esas situaciones no vuelvan a repetirse. Y es una mala solución, en primer lugar, porque hablar de Hispanoamérica como si se tratase solamente de un país es un error, pues se olvida la idiosincrasia cultural, social y política de cada uno de los Estados, que como sabe cualquiera que realmente haya estado allí es radicalmente distinta, cuando no antagónica. Pero además se trata de un error de enfoque porque, diciendo eso, se olvida lo principal: que el boom de la literatura hispanoamericana fue un movimiento literario que creó su música utilizando partituras americanas (un puñado de obras maravillosas) pero bajo la batuta de directores de orquesta europeos, particularmente la pareja compuesta por C. B. y C. B. (Carmen Balcells y Carlos Barral). No hace falta ser el mayor erudito del boom para conocer el peso e influencia que Carmen Ballcells ejerció en el nacimiento, desarrollo y quizá muerte del movimiento. De esta forma llegamos a la primera de las paradojas sexistas del boom: que fuera en gran medida un fenómeno de hombres comandados por una mujer.
La cuestión es que no fue un club de hombres por el mero hecho de que estuviera compuesto exclusivamente por varones, sino porque en gran medida intentaron ser un movimiento masculino-macho. Mucha gente ha hablado ya de la lucha entre ellos por tomar el liderazgo del grupo (y que alcanzaría proporciones verdaderamente épicas en la pugna Vargas Llosa–García Márquez), en una carrera de gallos de corral que, al fin y al cabo, fue una exhibición del ansia de dominio asociado al estímulo macho. Ya Cortázar metió la pata con aquella clasificación suya de lector macho y lector hembra, definiendo al primero como el individuo que lucha para encontrar el significado de la lectura, y que por tanto se convierte en cómplice activo del autor, y reservando el segundo para quien se deja llevar y pide una historia que sea una cucharada que circule directamente del plato a la boca. Hubo un momento en el que alguien quiso suavizar la desafortunada división de Cortázar y los rebautizó como lector activo (macho) y pasivo (hembra), pero en estos temas los arreglos nunca funcionan. García Márquez dijo (o alguien dice que dijo) aquello de que aborrecía a las mujeres intelectuales. Añadir anécdotas de este tipo no contribuye a que uno lleve más razón, pero lo cierto es que son tantas las autoras de aquella época que prácticamente escribieron a escondidas, o que fueron mal publicadas y menos celebradas, que resulta imprescindible echar la vista atrás e inventar otro boom.
¿Qué mujeres merecieron estar allí? Los ingleses siempre dicen que cualquier lista es injusta, aunque en su prensa ofrezcan una cada semana. Por genialidad y sentido de la confusión (algo que en realidad es muy del boom), la primera de la fila podría ser Elena Garro, un ser infeliz hasta lo inimaginable. Mujer de Octavio Paz y odiadora profesional del mexicano durante décadas, su genialidad solamente es pareja al tamaño de los problemas mentales que la aquejaron. Suya es aquella frase de «Yo vivo contra él y escribo contra él», que constituye uno de los mejores lemas de odio intelectual con los que uno se ha cruzado. La inteligencia y sensibilidad de Elena Garro ya se desprenden desde la belleza y originalidad del título de la que probablemente sea su mejor obra: Los recuerdos del porvenir, una peculiar interpretación del pasado reciente de México envuelta en un tiempo detenido que recuerda al gran Rulfo. Testimonios sobre Mariana es una especie de juego autobiográfico convertido en literatura, y La culpa es de los txalcatecas es puro realismo mágico avant la lettre. En lo personal también tuvo un lado tremendamente oscuro, como informante del servicio secreto de su país. En ese cometido pudo traicionar a escritores como Luis Villoro, Rosario Castellanos o al propio Octavio Paz. Como prueba de que la visión de la mujer en el mundo literario no ha cambiado tanto como se pensaba, al menos en cuanto al rol de la mujer verdaderamente artista, la última reedición de su obra Reencuentro de personajes en España lucía una faja en la que como única presentación de la autora se decía: «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges».
Elena Poniatowska ha dicho cosas impresionantes al respecto del boom y las mujeres, porque es persona muy interesante y cuando se la entrevista siempre se consigue algo especial, pero mi análisis favorito del problema es aquel en el que cuenta que el rol de la mujer en América Latina se limita a hacer de Resistol, un fuerte pegamento que mantenga la familia unida. También ha dicho que una mujer escritora tiene que empeñarse sobre todo en ser buena, por la sencilla razón de que «si eres mala no le sirves a ninguna causa». No vendría mal recordar la frase a muchas escritoras actuales que piensan que por el mero hecho de ser mujer son testimonio y bandera de algo. Como autora ha publicado mucho, pero yo me quedo con La flor de lis de 1988, una obra cautivadora, enigmática, compleja. Nos ha regalado mucho más, como esa delicia que es La piel del cielo o Leonora.
Brasil perdió el tren del boom, y con el país perdió su oportunidad una autora brasileña magnífica, que debería haber tenido más hueco en el movimiento: Clarice Lispector. Lispector engañaba al tiempo para escribir, dedicándose a la tarea de las letras entre ruidos domésticos y su vida antiliteraria de mujer de embajador. Escribía consejos de moda y recetas bajo seudónimo, aunque se cuenta que era incapaz de freír un huevo. Eso ocurría porque lo que realmente cocinaba en casa eran obras como esa joya publicada cuando solamente tenía veintiún años llamada Cerca del corazón salvaje. Como la Garro, Lispector también tuvo lemas de escritora abigarrada y bukowskiana: «Los que me lean se llevarán un puñetazo en el estómago, a ver si les gusta. La vida es un puñetazo en el estómago». Cuando Lispector escribe lleva al lector a una suerte de cámara de la inconsciencia, donde el pensamiento es una especie de eco incesante que la autora traslada al texto. La pasión según G. H., otra de sus obras más interesantes, es un monólogo interior radicalmente distinto, kafkiano por más que el lector encuentre que lo que ahí se dice es vigorosamente posible.
Cuando María Luisa Bombal confió a su amigo Jorge Luis Borges el argumento de la novela que preparaba, que finalmente se llamó La amortajada y es otro título de ese boom invisible, este le respondió con una sentencia sobre los problemas que le veía al proyecto que haría temblar de envidia la supuesta oscuridad de las respuestas del oráculo de Delfos: «Dos riesgos lo acechan, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos». A pesar de ello, María Luisa no cejó en su empeño y trabajó en la novela cuanto pudo. El resultado final fue tan bueno que el divino Jorge Luis Borges reconoció que la autora había sorteado muy bien los peligros que acechaban a la novela, recompensándola con otras palabras inolvidables, esta vez para celebrar una obra que debería estar en todo canon del boom: «Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América», dijo Borges.
Para encontrar la parte más oscura del boom en lo referente al papel de la mujer hay que visitar a la familia Donoso. Pilar, mujer de José Donoso, ofreció el texto llamado El boom doméstico, que se ocupa de la trastienda del movimiento con el acento puesto en cómo las grandes figuras trataron a sus mujeres. Alguien ha etiquetado a las esposas de Gabo y Vargas Llosa como las chachas del boom. Pero el documento verdaderamente desgarrador es el de la hija del matrimonio. Correr el tupido velo, que así se llama el libro, es una crónica de la infelicidad y una biografía negra de su padre que encuentra profundidades abisales. Ofrece detalles sobre el trato de José Donoso a su mujer, en su obsesión por alcanzar la excelencia literaria. Dos años después de dejar la obra en imprenta, la chica se quitó la vida. La muerte sobrevoló a las mujeres que estaban cerca del boom de una manera tan especial que parece narrada por el propio realismo mágico. Se cuenta que la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, siendo joven, visitó la casa de un tío suyo que atesoraba una magnífica biblioteca. La futura autora aprovechaba las ausencias de su pariente para leer aquellos libros, hasta que un día su tío la colocó frente a los anaqueles y le dijo: «Imagino que todavía no has leído todos los libros que tengo, pero sí te habrás dado cuenta de cuántos libros de mujeres hay». Solamente había tres, y Cristina así lo señaló. Las elegidas para estar en la biblioteca de aquel tío lector eran Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Safo. La sentencia de su tío fue tremenda, y me parece un símbolo de cuál era el pensamiento de la época y una explicación transversal de por qué no hubo chicas en el boom: «Las mujeres no escriben. Y cuando escriben, se suicidan».
Los hablantes de español tuvimos uno de los movimientos literarios contemporáneos más grandes y prolíficos, y para celebrarlo le pusimos una etiqueta que es un anglicismo: boom. Así somos, y por eso la grandeza que circula en español nunca lo es del todo. Pasada la juerga, toca revisar qué ocurrió realmente, aunque no sabemos cuántas personas están dispuestas a remover el canon. Como ocurre con todos los renglones torcidos de la historia, tan grave es que ocurriera como que nadie se diera cuenta. El boom no fue femenino en su tiempo, y eso no se puede cambiar, pero sí puede serlo ahora, en la visión de la historia, pues depende exclusivamente de cómo queramos construirla. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que la memoria de los hechos no es ni más ni menos que lo que uno quiere que sea, de modo que el recuerdo está ahí para romperlo, para jugar con él, estirarlo y comprobar en qué momento llega a ceder. No se trata de cuestionar a la partida de hombres que lo compuso en su momento, ni de despreciar a nadie —intentamos ganar, no perder—, sino de incorporar mujeres al boom. Señalar a quien se lo mereció en su tiempo y no lo tuvo, o no en la magnitud que merecía. Lo verdaderamente mágico del realismo mágico fue que ninguna mujer pudiera llegar a luchar por lo más alto, aunque hubiera muchas cuya obra fuera suficientemente digna. No sea que al final alguien venga a decirnos que, efectivamente, el mejor autor de la historia de las letras hispanoamericanas es una mujer: sor Juana Inés de la Cruz.
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