Wednesday, May 31, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Cómo nació el rock and roll (III)

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Cómo nació el rock and roll (III)
May 31st 2017, 10:43, by Emilio de Gorgot

Fats Domino. Imagen: ABC.

(Viene de la segunda parte)

A mediados de 1956 el rock and roll era ya el género musical reinante. Arrasaba entre la juventud de Estados Unidos y otros países, tenía un star system recién establecido pero relumbrante —Elvis Presley, Bill Haley, Little Richard, Fats Domino— y otros músicos de rock estaban despuntando, a pocos meses de saltar al estrellato. Para la Norteamérica más conservadora esto planteaba un problema de índole moral, política y cómo no, racial.

El que tantos chavales blancos estuviesen empezando a admirar lo que algunos llamaban despectivamente «negro music» ponía muy nerviosos a los sectores más racistas de la sociedad. El propio Elvis, sin ir más lejos, sabía por su experiencia como adolescente sureño lo que suponía recibir insultos por ser aficionado a la música negra. En las ciudades del sur, donde había nacido el rock and roll, la segregación racial era la norma. Los blancos vivían en unos barrios y los negros en otros; incluso había canciones que mencionaban este hecho, y es posible que les suene la frase the other side of the tracks («el otro lado de las vías del tren»), ya que el ferrocarril servía muchas veces de frontera delimitadora entre una población y la otra. Para una parte importante de la juventud blanca, sin embargo, esto no tenía mucho efecto: lo que les interesaba era lo que sonaba por la radio y el color de piel jugaba un papel secundario. Los músicos blancos de rhythm & blues y rock and roll habían crecido escuchando música negra —en algunos casos a escondidas de su entorno— y, como comentábamos en partes anteriores, entre los músicos profesionales existían menos reparos que entre la sociedad en general.

Los oyentes de rock tenían una actitud parecida e ignoraba las barreras raciales: querían bailar y divertirse, y si ese entretenimiento lo proporcionaban afroamericanos, perfecto. Había negros que recelaban de la apropiación del rhythm & blues por parte de la industria musical blanca, sobre todo músicos que se sentían amenazados. No obstante, también entre la juventud negra las miras eran más amplias. Por ejemplo, muchos creyeron que Elvis era negro cuando lo escucharon por la radio, y algunos lo siguieron escuchando después de averiguar que era blanco. Jimi Hendrix, que tenía trece años por entonces, hacía en el colegio dibujos de Elvis rodeado de títulos de sus canciones, alguno de los cuales se ha conservado hasta hoy.

Aun así, el racismo no era el único problema al que se enfrentaba el rock and roll. También estaba la creencia de que conducía a los más jóvenes hacia la depravación y la delincuencia. Esta idea ni siquiera era exclusiva de los blancos. En muchas familias negras, por lo general cristianas y devotas, el rhythm & blues había sido considerado pecaminoso e incluso diabólico, a causa de sus letras indecentes y de unas cadencias rítmicas que incitaban al baile sensual. Little Richard escandalizó a su propia familia, muy religiosa, cuando traspasó los límites de la música góspel para ponerse a interpretar rhythm & blues, algo que también les sucedería en su momento a Sam Cooke o Ray Charles, por citar dos célebres ejemplos de músicos negros que no formaban parte del rock and roll pero igualmente tuvieron que enfrentarse a los prejuicios religiosos cuando se decidieron a dejar el góspel.

Los sectores conservadores, por fortuna, no fueron capaces de detener la oleada, pero eso no significa que no lo intentasen con ahínco. Desde 1955 la rebeldía juvenil era un asunto de plena actualidad. James Dean se había convertido en un icono interpretando a jóvenes problemáticos en la pantalla; aunque murió aquel mismo año, su papel en Rebelde sin causa se transformó en una especie de modelo a seguir para muchos adolescentes que quizá gozaban de una vida más fácil que la de sus padres, pero que al mismo tiempo se sentían frustrados e incomprendidos. El cine tuvo gran influencia en el rock and roll, tanto a nivel de imagen como de promoción de la propia música. Quizá la película más significativa a ese respecto había sido The wild one, estrenada en 1953, donde Marlon Brando encarnaba a un motorista camorrero; aunque el propio Brando se mostraba bastante cínico respecto al impacto que pudiera tener su imagen sobre la juventud (y de hecho ni siquiera parecía muy feliz con la idea de convertirse en un icono de moda), lo cierto es que la imagen y actitud de su personaje empezarían a ser imitadas por muchos nuevos seguidores del rock and roll. Ya no se trataba solamente de escuchar un tipo de música, sino de marcar la diferencia generacional mediante la forma de vestir y de comportarse, rompiendo las reglas impuestas por los adultos. El propio Elvis obtuvo buena parte de su imagen del cine. Elvis era rubio, pero se teñía el cabello de negro para copiar el peinado de Tony Curtis, y también le gustaba imitar la chulería de Brando en The wild one.

Más allá de la imagen, hubo ocasiones para asociar la energía del rock and roll con la rebeldía y la violencia. A decir verdad, la violencia en los conciertos no era algo nuevo. En algunos conciertos de rhythm & blues se habían producido disturbios ya en los años cuarenta y principios de los cincuenta; a las autoridades, sin embargo, no parecía haberles preocupado mucho mientras fuesen los negros quienes se pegasen entre ellos. Más en serio se habían tomado los incidentes ocurridos durante la grabación de un programa especial radiofónico de Alan Freed, el locutor radiofónico más famoso entre los jóvenes. El evento se había celebrado en 1952, cuando el rock and roll no tenía éxito nacional pero Freed ya había conseguido contagiar la fiebre del rhythm & blues a la juventud blanca de Cleveland; cuando el teatro se llenó y muchos oyentes se quedaron sin entrada, se organizó una trifulca en los alrededores del recinto. La acusación de que el rock incitaba a la violencia se prolongó hasta finales de la década. En 1959 hubo problemas ¡con una canción instrumental! Hablo del inmortal tema de Link Wray cuyo título, «Rumble» («pelea»), se consideró una incitación al desorden callejero. La canción fue inmensamente popular pese a que muchas emisoras se negaron a radiarla. Cuando Link Wray apareció tocándolo en televisión, el presentador Dick Clark se negó a mencionar el título. Nada de esto evitó su popularidad, y podría hacerse una larga lista de guitarristas de rock de las siguientes generaciones que aprendieron a tocar intentando imitar lo que sonaba en «Rumble», pero que un título bastase para disparar un boicot da buena idea de la paranoia que existía al respecto.

Cómo no, también imperaba la sensación de que el rock and roll estaba sirviendo para que los jóvenes se abandonasen al sexo. Lo cual, todo sea dicho, no era del todo incierto. La sociedad estadounidense era tan conservadora como hipócrita; aquel mismo 1955 Marilyn Monroe mostraba sus piernas —e insinuaba todo lo demás— en La tentación vive arriba, y no había pasado mucho desde que el mencionado Marlon Brando había sido vendido como icono sexual por Hollywood en la adaptación cinematográfica de Un tranvía llamado deseo. En el cine estadounidense más comercial ya no se veían desnudos como en los años veinte debido al código Hays de censura, pero eso no impedía que se continuase vendiendo sexo todo el tiempo, y un traje ajustado de Marilyn, como sabemos bien, podía tener efectos más pornográficos que un desnudo filmado de manera más inocente. Sin embargo, al cine se le permitían licencias porque se consideraba que el público de aquellas películas era más adulto. En cambio existía una mayor presión censora sobre la industria musical, sobre todo aquella cuyo público objetivo eran los jóvenes, y cualquier temática remotamente sexual en una canción era motivo de controversia. Con todo, tratar de detenerlo era como querer poner puertas al campo. La mayoría de edad legal en bastantes estados era de veintiún años, así que muchos jóvenes oficialmente menores ya se habían iniciado en el sexo a despecho de sus padres. Y los padres encontrarían en el rock and roll una cabeza de turco a la que culpar de la inevitable explosión hormonal de la adolescencia.

En 1955, ante la preocupación que la repentina fuerza comercial del rock and roll causaba en amplios sectores de la sociedad, las autoridades empezaron a intervenir. No tanto a nivel federal (esto es, nacional) como a nivel local y estatal. Por ejemplo, Fats Domino vio como la policía de Connecticut cancelaba uno de sus conciertos porque preveía que «van a tener lugar bailes de rock and roll», lo cual era, a ojos de los más mojigatos, un equivalente de orgía romana. Las autoridades políticas de Connecticut no solamente aprobaron aquella intervención policial sino que aprovecharon para promulgar una prohibición total de la celebración de conciertos de rock and roll en su territorio. Muchas emisoras radiofónicas del país recibieron oleadas de correo de protesta cuando empezaron a programar música rock o rhythm & blues y no fueron pocas las que adoptaron, aunque fuese de forma temporal, la política de dejar de emitirlas. Una de ellas llegó a decir que el rock era «música distorsionada, monótona y ruidosa». Muchos adultos la veían así; la opinión de Frank Sinatra sobre aquella nueva música no era muy distinta a la de muchos padres.

Organizaciones de adultos y hasta algunos sectores de la juventud más mojigata empezaron a movilizarse. En Chicago, la ciudad insignia del rhythm & blues en el norte del país, una emisora recibió quince mil cartas después de una campaña de protestas organizadas; los periódicos locales defendieron casi al unísono en sus editoriales la necesidad de que las radios se autocensurasen y dejasen de programar rock. En Boston se aplicó una resolución judicial para bloquear la emisión de «discos indecentes». Así estaba el patio en 1955 y principios de 1956. Ni siquiera se necesitaba ser rockero para levantar ampollas; muchas emisoras se negaron a emitir la canción «Love for Sale» de Billie Holiday porque la letra hablaba de prostitución. La misma censura sufrió otro single suyo, «I Cover the Waterfront», pese a que su letra era mucho más neutra; hablaba de una mujer que camina siempre por los muelles del puerto esperando el retorno de su amante, básicamente el mismo asunto de la famosa copla «Tatuaje» y de algunas otras canciones posteriores. No contenía insinuaciones sexuales, pero la sola imagen de una mujer deambulando por los muelles podía ser relacionada con la prostitución, así que… censura al canto.

Todas estas intentonas censoras podían tener cierto efecto a nivel local, pero ese efecto era siempre temporal. El rock and roll ya no podía ser detenido por una sencilla razón: a los jóvenes les gustaba, y por lo tanto se estaba convirtiendo en un gran negocio. Para muchas radios e incluso cadenas de televisión programar música rock resultaba muy rentable. Si el escándalo era grande, como había sucedido con las primeras apariciones televisivas de Elvis, se optaba no por suprimir el rock sino por ofrecer una imagen más suavizada del mismo. En 1956 Elvis volvió a aparecer en televisión pero fue filmado solamente de cintura para arriba, para evitar que sus famosos movimientos de pelvis erotizasen a las jovencitas. La cosa empeoraría cuando lo hicieron salir vestido de frac, cosa que lo avergonzó mucho; con posterioridad diría que en aquel preciso momento se dio cuenta de que se había prostituido ante las necesidades de la televisión, vigilada por los guardianes de la moral. En fin, comparen esta domesticada actuación televisiva de Elvis con la salvaje aparición que poníamos en la primera entrega de esta serie. No es extraño que se sintiera tremendamente incómodo.

La censura no lo podía todo. Cuando se intentaba condenar una canción al ostracismo no siempre se conseguía el efecto. De hecho, podía ser contraproducente. En 1956, el alocado Screamin' Jay Hawkins publicó su canción más célebre, «I Put a Spell on You», en el que recuperaba uno de los antiguos tópicos del blues, la temática vudú, y la llevaba al paroxismo con su llamativa voz y sus risas estertóreas. La canción tuvo un impacto inmediato y atrajo a muchos jóvenes blancos y negros. Cómo no, eso puso los pelos de punta a los ciudadanos biempensantes. El rechazo entre los conservadores fue tan generalizado que se llegó a silenciar el ascenso de la canción y las listas oficiales de ventas, como las elaboradas por la revista Billboard, se negaron a incluirla pese a que llegó a vender más de un millón de copias. «I Put a Spell on You» puso de manifiesto que las maniobras censoras estaban fallando en su cometido, y que su carácter prohibido la hacía todavía más atrayente para una juventud deseosa de rebelarse ante el aburrido mundo de convenciones que se les intentaba imponer. La única manera de impedir el éxito de la canción hubiese sido prohibir su publicación y su venta en las tiendas, pero esto hubiese supuesto llegar demasiado lejos. Los Estados Unidos eran una democracia. Imperfecta, sí —basta mencionar el asunto de los derechos civiles—, pero democracia al fin y al cabo.

El rock and roll triunfó justo cuando el «macartismo», la persecución ideológica en el mundo del espectáculo y lo peor de la paranoia anticomunista, había pasado. A mediados de los cincuenta diversas sentencias judiciales estaban desmontando el aparato inquisitorial iniciado una década antes por Joseph McCarthy. El senador había perdido todo su prestigio a causa de los excesos a los que llevó su discurso, en el que acusaba al propio Gobierno de estar infiltrado por rojos (aquel infame discurso del «One communist too many»), y todo el país había asistido con asombro al espectáculo de McCarthy atreviéndose a acusar al propio Ejército. En una secuencia célebre que captaron las cámaras, el representante del Ejército, Joseph Welch, había dicho al antaño todopoderoso McCarthy: «¿Es que no tiene usted nada de decencia, señor?». La caída de McCarthy había sido tan espectacular —de inquisidor general a vergüenza nacional— que nadie tenía deseos de ocupar su lugar. Es posible que el rock and roll hubiese sido mutilado de raíz a mediados de los cuarenta, cuando el nefando senador estaba en la cúspide de su influencia, pero 1956 presentaba otro panorama político. Los ejercicios inquisitoriales, que fueron frecuentes y virulentos, tuvieron casi siempre un carácter restringido. Sí, hubo escándalos sonados, y algunas personas pagaron un alto precio por defender el rock and roll, como veremos más adelante. Pero los discos salían a las tiendas, y los jóvenes los compraban. En los cuarenta, que a un adulto lo acusaran de comunista podía suponerle la pérdida del trabajo y el ostracismo social, y una nación entera se había acobardado ante McCarthy. Los jóvenes de los cincuenta no tenían tanto que arriesgar, y las discográficas mucho que ganar.

Volviendo a la evolución puramente musical, nos habíamos quedado con el repentino éxito de Carl Perkins y su «Bluede Suede Shoes», que había supuesto el primer número uno para Sun Records y el tercero para la música rock a nivel nacional. Pues bien, 1956 sería un año plagado de números uno relacionados con el rock and roll o el rhythm and blues. Elvis alcanzó por primera vez el primer puesto de las listas de ventas gracias a «Heartbreak Hotel», la canción que de forma definitiva terminó de apuntalar la «Elvismania», y en los siguientes siete meses obtuvo ¡otros cuatro números uno! A saber: «I Want You, I Need You, I Love You», «Hound Dog» (acompañada en la cara B por «Don't Be Cruel», que también encabezó las listas) y «Love Me Tender». Todas ellas grandes canciones, aunque ya se notaba el empeño del coronel Parker y de la discográfica RCA por suavizar su música para introducirlo a una audiencia más generalizada, lo cual coincidía con el debut de Elvis como actor en la película Love Me Tender. Por suerte contaba con grandes composiciones, en directo seguía siendo un huracán y no sería hasta la siguiente década en que sus cada vez más infumables películas, con sus heterogéneas bandas sonoras, llegarían a apartarlo de la vanguardia del rock.

Los de Elvis serían casi los únicos números uno del rock and roll en aquel año, aunque cabe hacer notar un hecho curioso: el gusto del público general, y no solamente el de los jóvenes, parecía estar cambiando. Seguían triunfando baladas —The Platters obtuvieron otro de sus varios números uno— pero también lograron esa posición dos canciones country «ennegrecidas». El cantante Marty Robbins grabó una canción llamada «Singing the Blues», con claros guiños a la magnífica versión de «Lovesick Blues» que había hecho Hank Williams diez años atrás. Pero quien triunfó con la canción meses después fue otro cantante llamado Guy Mitchell, quien la regrabó y se encaramó a lo más alto de las listas con una relectura suavizada y más cercana al rhythm & blues comercial, lo cual, por cierto, enfureció a Marty Robbins. Aquí ya no hablamos de rock & roll sino de cantantes country que eran más apreciados por los adultos, pero se ponía de manifiesto que al público mayoritario le estaban entrando sonidos que tenían su enlace con la música negra y fiebre rockera.

Lo mismo sucedía con Tennessee Ernie Ford y su «Sixteen Tons», una de las canciones más famosas de aquella época (hasta fue inmensamente popular en la entonces arcaica España). Esta maravillosa pieza, que hablaba de la dura vida de los mineros, había sido compuesta y grabada por Merle Travis en 1946. Tampoco esto era rock and roll, pero su autor Merle Travis, aunque era un cantante blanco de country, había tocado con músicos negros muchas veces durante su vida —incluso militó en un grupo de góspel afroamericano—, había aprendido de ellos, y «Sixteen Tons» tenía un inconfundible toque blues. Oficialmente se la consideraba country, pero basta escucharla para captar el toque negro. Incluso una cantante de pop como Kay Starr se subió al carro grabando una canción titulada «Rock and Roll Waltz», que en realidad era una balada con un estribillo ligeramente rockero, pero que le valió otro número uno en las listas gracias a la apropiación de elementos del género de moda. Así, la influencia del rhythm & blues y la música negra empezaba a estar por todas partes. Como decía en los capítulos anteriores, lo de las barreras raciales en la música era algo más propio de la sociedad; en cuanto a la música en sí, las notas, arreglos y ritmos propiamente dichos, y aunque las canciones fuesen escritas y cantadas por blancos, las fronteras estaban mucho menos claras. Escuchen el éxito de Key Starr: va del pop de la época al rhythm & blues sin recato alguno:

Kay Starr no fue la única en querer aprovechar el tirón de las modas juveniles. 1956 fue el año en que alcanzó su punto álgido la moda de los artistas pop blancos que grababan versiones más blandas de canciones de artistas negros. Hubo decenas de ejemplos. El fenómeno parecía amenazar con devorar al auténtico rock and roll, y ya vimos como en 1955 algunas de esas versiones edulcoradas habían obtenido mucho más éxito que los originales. Sin embargo, 1956 fue también el año en que, cuando esa corriente edulcorante estaba alcanzando el paroxismo, la marea cambió de sentido. Cuando lo que de verdad importa en el negocio —las ventas— empezó a demostrar que la juventud estaba buscando lo auténtico y no las copias descafeinadas concebidas para no molestar a los padres, la industria aprendió una lección. Pat Boone vio como su irritante versión de «Long Tall Sally» vendía mucho menos que el arrollador original de Little Richard. Más justicia divina: las Fontaine Sisters grabaron una versión para padres y madres del «I'm in Love Again» que había editado poco antes Fats Domino, pero, en contra de lo previsto, fue la versión original de Domino la que vendió más y triunfó por todo lo alto. Esto era el recordatorio de que el rock and roll no iba a ser domesticado con tanta facilidad como algunos habían deseado. El marchamo de autenticidad empezó a tener importancia. Muchos de ustedes recordarán cuando aparecieron Stone Temple Pilots y hubo jóvenes que los rechazaban por imitar a las grandes bandas de Seattle, sobre todo a Pearl Jam (incluso se los llamaba «Clone Temple Pilots»). Pues bien, el mismo fenómeno se produjo en 1956; cualquier chaval o chavala que pretendiese ser cool tenían que conocer lo auténtico, no las imitaciones, y esto se lo ponía difícil a las discográficas más conservadoras. Pat Boone podía vender muchos discos entre los adultos, sí, pero cualquier joven rockero despreciaba con ahínco a Pat Boone y similares.

Si 1956 fue el año en que se consolidó la explosión rockera que llevaba tiempo en marcha, el cine no podía quedarse atrás. Ya hemos visto que Elvis debutaba como actor aquel año, pero al mismo tiempo se estrenaron otros largometrajes que llevaban la palabra «rock» en el título. Casi ninguna de esas películas era muy buena, pero como documentos musicales y sociológicos de lo que estaba sucediendo en la época no tienen precio y solamente por ese motivo merece la pena verlas. Por supuesto hay que recordar la película Rock Around the Clock, rodada para aprovechar el inmenso éxito que la canción había obtenido gracias a otra película del año anterior, aquel drama Blackboard Jungle del que ya hablamos en su momento. En el tráiler de Rock Around the Clock podemos ver un hilarante diálogo entre un hombre blanco y una chica negra: «Hey, hermana, ¿cómo dices que se llama ese ejercicio que estás haciendo?», «¡Es rock and roll, hermano, y bailamos rock por las noches!». Un diálogo interracial tan artificiosamente desenfadado que puede parecer gracioso cuando lo vemos hoy, pero que en la época era toda una declaración de principios. Por lo demás, además de la consabida aparición de Bill Haley, en la película podemos ver a los Platters, al ubicuo Alan Freed y a Freddy Bell & The Bell Boys. A muchos no les sonará esta banda, pero Elvis grabó «Hound Dog» después de verlos a ellos interpretándola en directo (hasta les pidió permiso para hacerlo). Pues bien, al grupo este largometraje no le permitió explotar en Estados Unidos, donde se los ignoró bastante, pero se encontraron con un repentino e inesperado éxito cuando la canción «Giddy Up A Ding Dong» pegó fuerte fuera de su país (en Europa y sobre todo en el Reino Unido, donde escaló hasta el número cuatro de las listas). Como se ve, el cine era también un gran medio de promoción. En la misma línea estaba la película Shake, Rattle & Roll, en la que sonaba música de Big Joe Turner Feeling Happy») y Fats Domino (no se pierdan la contagiosa expresión de disfrute del guitarrista en la película; por una vez, ¡hay un músico que parece más feliz que Fats!)

Otra película, Rock! Rock! Rock!, en la que también aparecía Alan Freed, contenía música de Chuck BerryYou Can't Catch Me»), Dion & The Belmonts (en el film cantaban «The Wanderer», aunque seguramente les suene mucho más la famosísima «Runaround Sue»), The MoonglowsI Knew From The Start») y la jovencísima estrella adolescente Frankie Lymon, el Michael Jackson de la época, que con trece añitos ya cantaba así de bien. La muy prometedora carrera de Lymon, por desgracia, nunca llegó a consolidarse, entre otras cosas por el escándalo que provocó su aparición en TV bailando con una chica blanca. Tras varios años de contratos draconianos y excesos personales, terminó muriendo por sobredosis de heroína a los veinticinco años. La película estaba concebida para un público muy joven; la protagonista era Tuesday Weld, que solamente tenía trece años pero ya sacaba adelante a su familia trabajando como modelo bajo la neurótica supervisión de su madre. Por aquel entonces, la jovencísima Tuesday bebía alcohol y tenía problemas psicológicos, aunque su aspecto angelical hacía que la audiencia no lo sospechase. En la película interpretaba a una aspirante a cantante (aunque en las escenas musicales la doblaba la famosa Connie Francis). Tuesday no murió joven como Frankie Lymon, pero su vida personal tuvo momentos complicados y su carrera como actriz nunca despegó a la altura de su talento, entre otras cosas porque dejó pasar unos cuantos papeles en películas que después serían éxitos. Se convirtió en una de las mujeres más bonitas de Hollywood, pero nunca acertó con sus proyectos. A algunos les sonará su nombre porque poco después Stanley Kubrick contactó con ella para ofrecerle el papel protagonista de la película que estaba preparando, Lolita. Ella rechazó el papel y después lo justificó con una frase aplastante: «Yo no necesitaba interpretar a Lolita. Yo era Lolita».

En otra película, Don't Knock the Rock, aparecían Bill Haley y Little Richard; como la anterior, se trataba de lanzar un mensaje tranquilizador a los padres acerca del carácter inocuo del rock and roll. Aunque claro, para atraer a la juventud tenía que haber baile (y en este caso salían bailarines bastante buenos). Aparte del debut de Elvis, la más célebre y quizá la más estimable muestra de cine rockero de 1956 es la película The Girl Can't Help It. La canción que le daba título estaba interpretada por Little Richard, que aparecía en la película, como también los Platters y Fats Domino, que presentaba su absolutamente arrebatadora «Blue Monday», una de mis canciones favoritas de su impecable repertorio. Además salían músicos más jóvenes para quienes la pantalla supuso un gran trampolín. Gracias al film, Gene Vincent coló su eterna «Be-Bop-A-Lula» en el número 7 de las listas, aunque por desgracia nunca volvería a llegar tan alto (solo se acercaría una vez más llegando al número 13 con «Lotta Lovin'»). Para colmo, el guitarrista de su banda, Cliff Gallup, que estaba destinado a ser uno de los primeros héroes de las seis cuerdas en el rock, decidió retirarse meses más tarde cuando tuvo un hijo y ya solo retornaría al negocio musical de manera extremadamente esporádica. Con todo, Gallup nunca fue olvidado y por ejemplo es bien sabido que Jeff Beck es uno de sus más enfervorecidos adoradores, hasta el punto de dedicarle todo un disco de versiones (fue publicitado como homenaje a Gene Vincent, pero la intención de Beck era reivindicar a Gallup). En The Girl Can't Help It también aparecía un jovencísimo Eddie Cochran que por entonces ni siquiera estaba bajo contrato discográfico (¡diecisiete años tenía el chaval!) tocando su maravillosa, «Twenty Flight Rock», lo que le permitiría ser fichado por una discográfica e iniciar el ascenso hacia el éxito. Lamentablemente, como ya contamos en un artículo sobe su figura, Cochran murió a los veintiún años de edad, cuando ya había demostrado que su precoz talento era inmenso y que todavía le quedaba mucho por hacer. Y lo hubiese hecho, porque para colmo cuando murió estaba empezando a innovar las técnicas de grabación.

Lo que distinguía a The Girl Can't Help It era su carácter desinhibido. En los guiones de las películas anteriores se ofrecía la versión más tranquilizadora del rock and roll. En The Girl Can't Help It, sin embargo, ya no teníamos como protagonista a una angelical Tuesday Weld en edad escolar, sino a toda una Jayne Mansfield en la plenitud de su atractivo sexual. Podemos considerarla la primera musa cinematográfica del rock and roll. Mansfield estaba siendo promocionada como la rival de Marilyn Monroe y desde luego su presencia en este film no servía para desvincular el rock del sexo, ¡todo lo contrario! En cualquier caso, lo que Mansfield sí tuvo en común con Weld fue una agitada vida personal. Aunque nadie se la tomaba en serio, era una mujer inteligente —hablaba cinco idiomas—, pero no era tan buena actriz como Marilyn, la verdad, ni parecía tener el mismo interés en superar el estereotipo cinematográfico de «rubia tonta». Su carrera nunca despegó del todo (sus desvaríos esotéricos no ayudaron) y terminaría rodando películas de serie B. En cualquier caso, se ganó su lugar en la historia del rock gracias a esta película.

Si el rock and roll estaba asaltando Hollywood es que, como diría la canción del año siguiente, había llegado para quedarse. Pero aún tenían que dar el salto algunos de sus principales iconos, y aún tenían que estallar algunos de sus principales escándalos. La edad del oro del rock and roll iba a convertirse en una lucha titánica entre generaciones, entre quienes lo bailaban y quienes intentaban proscribirlo. La música iba a volverse más feroz, y también la resistencia de la Norteamérica conservadora.

(Continuará)

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