Wall Street, 2017. Foto: Brendan McDermid / Cordon.
Wall Street es una de las zonas más conocidas de la ciudad de Nueva York, por albergar el edificio de la bolsa y porque evoca la figura del magnate de las finanzas. Entre el común de los mortales, este personaje, habitualmente masculino y sobrepasado de testosterona, debe siempre elegir entre la moral y la riqueza. Es un conflicto magistralmente representado en la película Wall Street de Oliver Stone (1987), donde Charlie Sheen y Michael Douglas encarnan el bien y el mal, aplicados, con todos sus matices, a las operaciones de bolsa. Más dura, objetiva y brutal es El lobo de Wall Street de Martin Scorsese (2013), donde DiCaprio encarna a Jordan Belfort, un bróker que olvidó cualquier consideración ética, dedicándose al blanqueo de dinero, manipulación del mercado de valores y otras operaciones ilícitas con las que ganó más de diez millones de dólares e hizo perder doscientos a sus clientes. Fue procesado, condenado y multado, y hoy es un hombre libre y rico que vive de los derechos de sus obras y de dar charlas motivacionales.
Pero aunque Belfort haya podido volver a hacerse rico gracias a sus libros y conferencias, el prototipo del magnate financiero es para nuestra sociedad un villano. Quizá puede llegar a parecernos simpático encarnado por DiCaprio, o ingenuo como Sheen haciendo de hijo de obrero ascendido a tipo importante. Son humanos con defectos, no monstruos, y eso lo saben bien las firmas de inversión y empresas que gestionan las bolsas. Su poder en la sombra es percibido como algo mucho más negativo que el de sus directivos, pues al fin y al cabo desata crisis económicas como la que vivimos. Las instituciones financieras lo saben bien, y procuran lavar su imagen con todo tipo de acciones destinadas a influir en la opinión pública. La más reciente y significativa es La chica sin miedo, una estatua de bronce en Wall Street que representa a una niña que afronta, decidida, el embiste de un toro brutal.
La conocida en Estados Unidos como Fearless Girl ha desatado una polémica en el país, porque muchos defienden que representa el ideal de que ningún sueño es demasiado grande, ni ninguna meta está demasiado lejos. Frente a ellos, hay quien asegura que esa niña es una banalización del feminismo, ya que representa a las mujeres que hoy dirigen sus propias empresas, pero las representa como encantadoras e inofensivas niñas. Es una obra de arte frente a otra, lo que permite tantas interpretaciones como espectadores con sensibilidad la contemplen. Aunque si cruzamos la historia de ambas su significado se nos presenta algo menos elevado.
El Toro de Wall Street es una estatua de bronce de un toro que embiste, colocada por el artista Arturo Di Modica en el distrito financiero de Nueva York en 1986. El turista poco informado puede considerar que representa la fuerza del dinero, o su poder, pero nada más lejos de eso. La escultura fue algo así como un grafiti de tres toneladas que Di Modica planteó como una instalación de arte de guerrilla, destinado a escenificar la fuerza y el poder del pueblo americano frente a los abusos de las firmas financieras. El ayuntamiento neoyorquino lo consideró un acto de vandalismo, pero los ciudadanos, enamorados de lo que representaba, obligaron a las autoridades a aceptarlo. Hoy es uno de los iconos de la ciudad, presente en las fotos de casi cualquier visitante. Permanece en su lugar desde 1989, tras un permiso temporal para ubicarlo allí de un año. Lo cierto es que ningún alcalde ha querido enfrentar la impopularidad que supondría retirarlo.
La chica sin miedo, también de bronce, solo pesa cien kilos y es parte de la campaña publicitaria realizada por una de las tres empresas financieras más importantes del mundo. State Street Global Advisors gestiona 2,5 billones de dólares, más que el PIB de España. Esta firma eligió el 8 de marzo de 2007 para instalar su estatua frente al Toro de Wall Street, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer. La razón es que La chica sin miedo celebra el éxito del Gender Diversity Index, un fondo de inversión que agrupa a las grandes compañías estadounidenses con el mayor nivel de igualdad de género en sus puestos directivos. Y que es conocido por sus siglas SHE, el «ella» inglés. Una placa a los pies de la estatua reza «SHE makes the difference», que lo mismo puede traducirse como «El índice SHE marca la diferencia» que «Ella marca la diferencia».
En opinión de Di Modica La chica sin miedo altera completamente el mensaje de su toro, y lejos de ser una forma de reivindicar el papel de la mujer en el mundo de la empresa —como la firma financiera asegura—, constituye una contestación a lo que el propio toro representa. Es decir, las instituciones financieras, bajo el cándido aspecto de una niña, enfrentan la fuerza del pueblo americano sin ningún miedo. El viento sopla su pelo y su falda, pero ella, con los brazos en jarras, mantiene el gesto firme y la mirada al frente. Si nos colocamos detrás observamos que la embestida del toro parece distinta ahora, y en vez de ir hacia la chica está deteniéndose y echando la cabeza a un lado, actitud propia de estos animales cuando deciden variar el rumbo de su embestida, o detenerla.
Fearless Girl, 2017. Foto: Shannon Stapleton / Cordon.
Puede que en febrero de 2018 La chica sin miedo sea retirada, pero parece más bien que estuviera siguiendo la estela histórica del Toro. Iba a estar allí una semana, permiso que se extendió a un mes y que finalmente ha cursado la habitual duración de un año para las instalaciones de arte urbano en Nueva York. Es el mismo permiso que mantiene al animal de Di Modica en su lugar desde 1989. Una petición en la plataforma Change.org está recogiendo firmas para que permanezca, e incluso Carolyn Maloney, congresista del Partido Demócrata, ha pedido que se deje allí más tiempo. No es el mensaje de una política más, sino de la que llevó adelante la Carta de Derechos de las Tarjetas de Crédito, una iniciativa que ha estabilizado los tipos de interés de estos productos financieros y reducido la comisión bancaria por tenerlas a sus titulares. En 2009, cuando se llevó adelante, las entidades financieras dueñas de estos productos pronosticaron que sucedería todo lo contrario. Mediante una campaña en su contra, aseguraban que sería muy difícil conseguir tener una, que los límites serían muy bajos, y que un panorama terrible se presentaba en un producto tan habitual en el día a día del americano medio como los billetes de dólar. Podemos considerar por tanto a la congresista Maloney como una política más orientada a controlar al poder financiero que a someterse a él. Y sin embargo defiende la permanencia de la nueva estatua.
Esta controversia demuestra que tanto el Toro como La chica sin miedo son arte, pues solo tienen esa condición las obras que pueden ser interpretadas en clave de valores humanos. Más artísticas cuanto más interpretaciones admiten. Pero la combinación de los dos bronces es algo más, algo que habla de nuestra propia época, y que nos devuelve también a una época anterior. Es necesario considerar que no hubo ninguna crisis financiera entre el final de la II Guerra Mundial y 1973. La presidencia de Nixon cambió la regulación política que controlaba a los mercados financieros, dejando un amplio margen a la especulación. Las quiebras más cercanas resultado de ello son las de 2008, representada por el banco Lehman Brothers, que perdió 613 000 millones de dólares, y por Bernard Madoff, que en una estafa piramidal hizo perder a sus clientes 68 000 millones. Pero hubo más crisis que anunciaron esta, y con parecido origen, como el Crash de 1973, el Lunes Negro de 1987, o la Burbuja de las puntocom, por citar solo las que tuvieron repercusión a nivel mundial.
Las leyes que impedían sucesos como estos —y que fueron abolidas— las redactaron legisladores que vivieron la crisis de 1929, donde las acciones perdieron su valor por algo que, de forma simplificada, también podemos definir como una estafa piramidal. El escenario posterior a la Guerra Mundial facilitó además que semejante cosa no ocurriera, porque las instituciones financieras no llegaban a representar ni el veinte por ciento de la economía estadounidense, mientras que actualmente son el sesenta. Precisamente los votantes de Trump son mayoritariamente parados que trabajaron en empresas de producción, las cuales se han marchado a mercados con mano de obra más barata, haciendo subir su cotización en bolsa. No hace falta señalar que Estados Unidos solo marca la tendencia, pero que el esquema se repite en todos los países del mundo, incluido el nuestro.
Este nuevo escenario económico supone que la riqueza se acumula, bien sea en magnates de bolsa, en fondos como el SHE, o en el patrimonio de los grandes empresarios. El reverso implica que la clase media desaparece o reduce sus ingresos, y el trabajo vuelve a convertirse en lo que era durante el siglo XIX: algo parecido a la esclavitud, pero a diferencia de esta, temporal. El arte es devuelto también a un estadio anterior, cuando servía de expresión al poder dominante. La chica sin miedo es una buena expresión de ello, llegada de la mano de la disciplina que más fagocita el arte para copiarlo y convertirlo en producto vendible: la publicidad. Podemos verla como la femineidad que se sobrepone al machismo para dirigir el mundo, eso sí, dirigiendo una institución financiera, y no desde las cátedras de la ciencia, o como comandante de una astronave. También podemos pensar que representa un poder aparentemente inofensivo, con su aspecto de colegiala, escondiendo la brutal capacidad de detener y aplastar el poder del pueblo, ese ser brutal en forma de toro, a quien el poder económico puede domar. O, si lo preferimos, como una declaración de feminismo. Todas estas posturas en relación con la estatua han sido discutidas, defendidas y cuestionadas por los norteamericanos en sus medios, y en las redes sociales.
Pero La chica sin miedo es sobre todo arte al servicio de un poder, el económico. Un fenómeno que solo encuentra paralelismo con otro gran momento de cambio en la humanidad, el Renacimiento. Por entonces eran los campanarios de los templos, y no el perfil de cristal y acero de las entidades financieras, los que se elevaban sobre el horizonte de las ciudades. La actual basílica de San Pedro en Roma estaba en construcción, y Miguel Ángel Buonarrotti había completado los frescos del techo de la Capilla Sixtina. Nadie pudo ver ni un vestigio de su obra hasta que la terminó, y el terrible papa Julio II, que había vestido armadura para comandar el ejército papal, bramaba al pie de los andamios jurando que tiraría al artista de ellos si no se lo mostraba. Miguel Ángel no cedió, y cuando finalmente permitió entrar para que lo vieran al papa y a sus cardenales muchos se sintieron ofendidos por la presencia de figuras humanas desnudas. Gritándoles como un energúmeno, les dijo que Dios había creado al hombre y a la mujer sin ropa. Ninguno se atrevió a contradecirle, y durante las siguientes elecciones papales, los prelados tuvieron que tumbarse en sus camas, instaladas en la Sixtina, y mirar aquellas escenas en busca de la inspiración divina. Veinticinco años después, el artista fue todavía más lejos al pintar el frente del altar de la capilla, representando El Juicio Final. Esta vez el mismo Dios y su hijo Jesucristo mostraban los genitales, y a punto estuvieron de procesarle por herejía. Más viejo, más soberbio, y considerado el mayor artista de su tiempo, porque quienes pudieron hacerle sombra habían muerto, volvió a gritarles. Esta vez que si la Biblia dice que nos hicieron a su imagen y semejanza, pues así serían.
Pero había algo peor que la herejía para los cardenales, y era el haber equiparado a santos, ángeles y obispos, incluso al mismo Dios, con cualquier ser humano. Desnudas, aquellas figuras no distinguían entre el nacido en la más baja cuna o el hijo de reyes, una idea absolutamente inconcebible en el Renacimiento, que de hecho no comenzó a aparecer hasta la Revolución francesa, dos siglos después. Miguel Ángel había dejado su mensaje subversivo, pero no le sobreviviría, pues poco después de muerto ordenaron a uno de sus discípulos que cubriera con telas las figuras, y así es como las vemos hoy, en una visión edulcorada de lo concebido por el genio. Las telas de aquel pintor al que llamaron, burlándose, «el pintabraguetas» fueron como La chica sin miedo, capaces de anular la significación de la obra de arte, o al menos de variarla sustancialmente. Y si nuestra época es volver a la extrema diferencia entre ricos y pobres, o poner el arte al servicio del poder sin respeto a la libertad del artista como individuo, está claro que la humanidad camina ahora hacia atrás. Tal vez sea tiempo de que tengamos miedo, más que si un toro nos embistiera de frente, o una firma financiera decidiese cómo la mujer puede cumplir mejor su papel en igualdad en nuestras sociedades.
La entrada La chica sin miedo aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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