La vocación de San Mateo, 1601.
«Se ha recibido noticia de la muerte de Michelangelo da Caravaggio, pintor famoso, eminente en el arte del color y la pintura del natural, de resultas de enfermedad en Porto Ercole». Con este escueto avviso se informaba el 28 de julio de 1610 de su fallecimiento, lo que le valió al pintor Giovanni Baglione para zanjar que «murió miserablemente, tal como había vivido». Era un admirador despechado, que pasó de imitar su estilo a odiarlo furiosamente, igual que la Orden de Malta lo había admitido primero en su seno y más adelante lo expulsó bajo la acusación de «putridum et foetidum». Stravagante era una expresión habitual para referirse a alguien que estaba «siempre en busca de peleas o discusiones, de modo que es imposible llevarse bien con él». Mientras que otro testimonio que nos ha llegado de su época le concedió a regañadientes ser «un pintor que conoce su oficio» antes de añadir el inevitable «pero» con el que desquitarse: «pero de espíritu oscurecido, alejado desde hace tiempo de Dios, de su adoración, de todo buen pensamiento», cuya obra se caracterizaba por la «vulgaridad, sacrilegio, impiedad y mal gusto».
Un odio tan depurado como el que obtuvo de tantos coetáneos no podía ser fruto simplemente del temperamento arrogante y pendenciero que le atribuían, nadie se posiciona con tanta vehemencia ante una medianía: es necesaria también una dosis de talento lo suficientemente generosa para despertar envidias y resultar amenazadora. De esa combinación de carácter y talento surgió un artista capaz de nadar a contracorriente, de desafiar los cánones establecidos de tal forma que mucho después sería reconocido como el primer pintor moderno. Un creador genial que en los menos de cuarenta años que vivió pudo abrir nuevos caminos, de quien el historiador del arte Roberto Longhi afirmó que sin él no habría habido un Ribera, un Vermeer, un La Tour ni un Rembrandt, y Delacroix, Courbet y Manet habrían pintado de otra manera. Incluso cineastas contemporáneos como Martin Scorsese han expresado la deuda que sienten con su obra. Aunque su trayectoria le causó innumerables enemigos y enfrentamientos, no fueron pocos quienes ya en su tiempo supieron reconocer su valía: «Hay un hombre llamado Michelangelo que hace cosas maravillosas en Roma… ya es famoso… no respeta en absoluto la obra de ningún maestro, aunque tampoco elogia en público la propia… dice que todo son trivialidades y juegos de niños, cualquier cosa y que quienquiera la haya pintado, si no ha sido a partir de la vida».
Pese a todos estos testimonios mencionados, sin embargo, la principal fuente de información sobre su vida que nos ha quedado está en los archivos policiales donde se da cuenta de sus andanzas: desde apedrear la casa de alguien, lanzar un plato de alcachofas a la cabeza de otro, insultos a alguaciles, duelos (acostumbraba a pasear por las calles con una espada al cinto) e incluso un homicidio en el que estuvo implicado y que le forzó al exilio. Una vida tan tormentosa estaba destinada a llamar nuestra atención, especialmente desde que el Romanticismo nos metió en la cabeza la figura del artista maldito, así que Caravaggio ha sido el protagonista de películas, series, documentales, novelas, biografías, estudios y hasta ha contado con un cómic de Milo Manara. Por ello merece la pena esta vez centrar la atención en su época, en el singular contexto político y religioso que supuso para él una plataforma y también un obstáculo, que ejerció de mecenas para su arte pero también de censor implacable contra el que se revolvió una y otra vez. Allá vamos.
La incredulidad de Santo Tomás, 1602.
Julio II, apodado el Papa Guerrero y enfermo de una sífilis que le costaría la vida, no fue tal vez un modelo de santidad aunque sí puede reivindicar ante la posteridad su labor de mecenazgo artístico. Encargó a Miguel Ángel la decoración de la Capilla Sixtina y en 1506 puso la primera piedra de la basílica de San Pedro, una extraordinaria obra arquitectónica que tardaría veinte papas en terminarse. El problema es que estableció como fórmula para la financiación de su construcción la venta de indulgencias, algo inadmisible a los ojos de un joven teólogo alemán llamado Martín Lutero, quien vivía atribulado por su conciencia culpable, poniéndose a prueba con toda clase de mortificaciones, desde la oración durante seis horas diarias, pasando por el ayuno, hasta dormir sin manta en su celda de monje, de manera que la idea de que otros expiasen sus pecados con simple dinero le horrorizaba. Comenzó a tomar conciencia de ello tras un viaje a Roma y finalmente en 1517 publicó Las 95 tesis, según se dice clavándolas en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg, donde afirmaba entre otras cosas que «mera doctrina humana predican aquellos que aseveran que tan pronto suena la moneda que se echa en la caja, el alma sale volando». El libelo consiguió hacerse viral gracias a la imprenta, la Iglesia reaccionó con hostilidad intentando que se retractase y en una escalada en el enfrentamiento el papa lo declaró hereje y Lutero respondió llamándolo anticristo. Había prendido así en Europa el protestantismo. Ante su rápida expansión, la respuesta eclesiástica fue una contrarreforma cuya doctrina tomó cuerpo en el Concilio de Trento y que se sustentaría en dos pilares: la represión y la propaganda.
Como si de la contención de una plaga se tratase, en la parte de Europa aún bajo control de la Iglesia se llevó a cabo un severo escrutinio de la vida cotidiana de los fieles en busca de cualquier impureza. Fue el apogeo de la Inquisición, que siempre encontraba la manera de hacer confesar a cualquier sospechoso lo que hiciera falta. La persecución era ideológica, para evitar la conversión a la herejía protestante, pero también moral, para erradicar un pecado con el que hasta entonces se había convivido con cierta laxitud. Como la decisión del cardenal de Milán de excomulgar a todos aquellos que participasen en el carnaval, o la restricción del hasta entonces boyante negocio de la prostitución, confinándola en cada ciudad a un barrio del que no podían salir bajo severo castigo. El citado dibujante Manara, al describir la Roma en la que vivió nuestro pintor, recoge este testimonio: «La pasada noche fueron apresadas varias prostitutas que se paseaban por las calles de Roma y el gobernador ha ordenado que se las desnude y se las golpee cincuenta veces con una sartén para castañas en la Torre de Nona, en presencia de los prisioneros, dejándolas en un estado ruinoso». Incluso los juegos de dados y cartas pasaron a ser reprobados.
En esta línea, en 1571 —un año decisivo, como veremos a continuación— fue instaurada la Sagrada Congregación del Índice, cuya finalidad era actualizar el Índice de libros prohibidos, que serviría de inspiración al cardenal Paleotti para idear algo equivalente en la pintura. Su Discurso acerca de las imágenes sacras y profanas tendría una considerable influencia en los artistas de la época, que debían sujetarse a una serie de normas como la de no mostrar facetas de la vida de los santos que no fueran «espiritualmente productivas», así como evitar el erotismo, el humor, la novedad, la fantasía y el paganismo clásico, e idealizar el sufrimiento y la muerte. Estas eran las reglas de juego a las que debía ajustarse Caravaggio, y como veíamos antes no era alguien muy dado a respetar normas de ningún tipo. El lado bueno es que, además de la represión, el otro pilar de la Contrarreforma era la propaganda. Para distinguirse del protestantismo el catolicismo reafirmó el culto a los santos, y ello generó una enorme demanda de representaciones artísticas de ellos. Así que trabajo no le iba a faltar a nuestro protagonista.
Jugadores de cartas o Los tramposos, 1595.
La Iglesia no tenía en el norte de Europa su único motivo de preocupación, pues desde el este provenía la amenaza del Imperio otomano: una pinza entre ambos podía suponer el final del catolicismo. De manera que los Estados Pontificios formaron una coalición militar cuyos principales miembros fueron la República de Venecia y España (quien aportó la mitad del total) que vino a llamarse la Liga Santa, cuyo cometido era garantizar el dominio del Mediterráneo occidental. La armada reunida partió hacia el puerto griego de Lepanto, donde el 7 de octubre de 1571 plantó cara a los turcos en una gigantesca batalla naval en la que participaron más de doscientos mil hombres. Entre ellos se encontraba, como es sabido, Cervantes, plenamente consciente de la importancia del momento («la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros»), y al frente de todos ellos Marco Antonio Colonna, como capitán general de la flota. Parte del mérito de la gran victoria que lograron fue suya, por lo que fue aclamado como un auténtico héroe en su regreso a Roma. Este capitán tenía una hija, Costanza, que se había casado hacía poco con un marqués de una localidad próxima a Milán llamada Caravaggio. Dicho noble tenía empleado como administrador a un tal Fermo Merisi, en cuya boda en enero de 1571 hizo de testigo. Apenas nueve meses después del enlace (y una semana antes de que tuviera lugar la batalla naval) Fermo vio nacer a su primer hijo, Michelangelo da Caravaggio, por quien la marquesa profesaría con el paso de los años un especial cariño. Fue su protectora, una influencia fundamental para que el joven pudiera dedicarse a la pintura, y también fue ella quien años después le ayudó a escapar de Roma cuando le acusaron de asesinato.
Probablemente solo otra persona resultó tan decisiva en la vida de Caravaggio, el cardenal Francesco Maria del Monte. Tras haber pasado unos años de aprendiz en un estudio de Milán, el pintor se había trasladado a Roma con veintiún años. Allí parecía gustarle todo lo que estaba prohibido, así que frecuentaba la compañía de prostitutas, mendigos, camorristas, tahúres… y a estos dedicó un cuadro que le dio un gran renombre. El tema estaba muy alejado de la solemnidad religiosa habitual, su picaresca chocaba con el rechazo a toda forma de comicidad establecido por las autoridades y la interacción entre los personajes le daba una profundidad psicológica y una viveza inauditas. Se lo compró Del Monte (el cuadro más adelante pasó a pertenecer a la familia Colonna), con tal entusiasmo que además le propuso que se alojase en su palacio, donde Caravaggio obtuvo sustento a cambio de ir cumpliendo diversos encargos. Allí pintó durante los siguientes cinco años bodegones y diversos retratos de muchachos, por los que el cardenal sentía gran predilección. Un hombre excepcionalmente culto (sabía, entre otras cosas, cantar y tocar la guitarra al estilo español), buen conversador y muy bien posicionado socialmente, pues era de hecho el encargado de… las obras de la basílica de San Pedro. Es decir, indirectamente dicha construcción estaba haciendo posible el mecenazgo de Caravaggio. Por su parte, este continuó desarrollando su estilo con una prodigiosa capacidad de trabajo. Empleaba a rameras como modelos para los cuadros de vírgenes y a mendigos en los retratos de santos, se recreaba en escenas extremadamente violentas con especial gusto por las decapitaciones, abundaba en insinuaciones homoeróticas —esto ha dado pie al debate de si era homosexual o se limitaba a cumplir los encargos del cardenal— y, sobre todo, adquirió una inigualable maestría en el uso de las luces y las sombras.
Pero su afición a bordear los límites de lo admisible le llevó en ocasiones a ir demasiado lejos. En un encargo para la iglesia de San Luis de los Franceses debía pintar a San Mateo inspirado por un ángel y lo retrató con un aspecto rústico, embrutecido, con los pies sucios y con un ángel de un aspecto y una actitud de los que agradaban a Del Monte, por decirlo así. La obra no gustó a sus destinatarios y el artista tuvo que sufrir la humillación de volverla a pintar respetando los cánones establecidos, eludiendo en su representación aquellos detalles del santo que no fueran «espiritualmente productivos». Pueden verse aquí ambas versiones, aunque de la primera ya solo queda una fotografía, al haber sido destruida en un bombardeo durante la Segunda Guerra Mundial. Un escándalo que volvió a repetirse con Virgen de los palafreneros, su última obra antes del exilio, entre los años 1605 y 1606, el encargo más importante que le habían hecho en toda su carrera. El estilo empleado, demasiado terrenal, rozaba la blasfemia en su empeño por insuflar aliento y detalle a las figuras representadas. Una vez más Caravaggio demostraba su convicción íntima de lo que el arte debía ser, aquello de que «todo son trivialidades y juegos de niños, cualquier cosa y quienquiera que la haya pintado, si no ha sido a partir de la vida». Pero sus contemporáneos no supieron entenderlo así, por lo que apenas duró un mes expuesto en el lugar en el que debió haber permanecido para siempre: la basílica de San Pedro.
Madonna con el niño y Santa Ana o Madonna de los palafreneros, 1605.
La entrada Caravaggio, la basílica de San Pedro y la batalla de Lepanto aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.
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