Podría haber sido cualquiera de los que dormían dentro de su coche a las seis de la mañana, pero acabó siendo él. Zviad Afridonidze habla la lengua de Jesucristo y se gana la vida llevando a todo aquel que quiera entrar, o salir, del limbo. Realmente fue una carambola dar con el que, muy probablemente, es el único caldeo-asirio del mundo que conduce un taxi entre Zugdidi, en Georgia, y Abjasia.
Quizá recuerden que la segunda se separó de la primera tras una guerra de la que apenas nadie oyó hablar. Eran los tiempos en los que Sarajevo acaparaba toda la atención, pero si han visto Mandarinas le podrán poner rostros a aquello. Fue hace ya veinticicno años y, por el momento, solo Rusia, Venezuela, Nicaragua y cuatro islas perdidas en el Pacífico reconocen la existencia de una república del tamaño de Navarra a orillas del mar Negro.
En el puesto de policía a este lado de la frontera no quieren ni oír hablar de que Abjasia sea un país y, por supuesto, tampoco reconocen que esto sea un puesto de frontera.
Mejor no hablar de política con Teymuraz, el comandante. Nació georgiano —mingrelio, para ser exactos—, pero no ha vuelto a su aldea en Abjasia desde que la abandonó con tan solo once años. Los abjasos, que apenas sumaban el 20% de la población total de Abjasia, ganaron la guerra con la ayuda de los rusos; al «enemigo» —más de la mitad en Abjasia entonces— se le expulsó sin miramientos. Teymuraz es uno de entre aquellos doscientos cincuenta mil parias.
Dice que no hay problema para cruzar, pero que necesitamos el visto bueno de Tbilisi, aunque aquí no haya frontera. Hace ya dos horas que mandó nuestros pasaportes escaneados por WhatsApp. Durante las más de tres que llegamos a esperar, hemos visto a gente llegar del otro lado. Son mingrelios que se negaron a abandonar sus casas en Abjasia, aunque estas estuvieran quemadas. Además de sus recuerdos, tenían cerdos, vacas y pimientos que tampoco quisieron dejar atrás.
Se acercan hasta esta frontera que no existe a pie, o en carros tirados por caballos, para cobrar sus pensiones en una furgoneta del Banco de la Libertad georgiano. O para hacer compras a este lado porque en el suyo no hay nada. O para vender sacas de nueces, o pimientos, patatas… «Hay que vivir», parecen llevar escrito en sus arrugas.
Atravesamos el puente sobre el río Inguri. Quizá sea el hecho de que atraviese la «tierra de nadie» el culpable de que no haya consenso sobre su nombre. Los abjasos le llaman Ingur. Ocurre lo mismo con Sujumi, la capital de Abjasia, que se convierte: Sujum. Gali, la localidad de la que son la mayoría de estos mingrelios, también perdió su «i» tras aquella guerra.
Una vez en la orilla de los que odian las íes se circula en fila de a uno entre alambradas. Sabemos que pronunciarlas es meterse en política pero tampoco importa, porque los rusos que gestionan el acceso no parecen tener ni idea de esta particularidad. «¿Vais a Sujumi?», pregunta uno de ellos, mientras chequea cada página de nuestros pasaportes. También quieren ver el visado impreso que conseguimos por internet. Luego nos hacen pasar a una pequeña caseta donde tres veinteañeros, casi adolescentes, improvisan preguntas: Para qué venimos. Cuántos años llevamos haciendo periodismo. Por qué. ¿Conocemos a alguien en Abjasia?
Cuando no se les ocurre nada más, vuelven a empezar: Por qué somos periodistas. ¿Tenemos algún amigo en Abjasia?
Soltamos los nombres de dos exministros de Exteriores —no es la primera ni la segunda vez que estamos aquí—, pero no les suena ninguno. No importa.
Poco después nos subimos a un autobús destartalado que enfila hacia el noroeste por la única carretera posible; «Gal», reza la señal, en abjaso, ruso e inglés. Sabemos que estamos en Abjasia cuando un SMS robot del Ministerio de Asuntos Exteriores español nos informa de los números de sus consulados en Moscú y San Petersburgo.
Abhasia from Jot Down Magazine on Vimeo.
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