Fotografía: DP.
«Un traductor es un puente, no solo para el significado, sino para el sentimiento (el tono, la emoción)… es una forma de dejarnos entrar». Son palabras de Josie Long, artista y presentadora del programa de radio Short Cuts en la BBC. En el capítulo titulado «Lost in Translation», Long recuerda su descubrimiento, como lectora adolescente, de que la poesía podía traducirse de muy diversas maneras. Lo cuenta en referencia a un poema de Yevgueni Yevtushenko titulado «Waiting», que leyó en dos versiones diferentes en sendas antologías («una se la robé a mi madre y otra a la biblioteca del colegio», explica, aprovechando para disculparse en público). Según su criterio, la «magia» de la traducción del poema corresponde en un noventa por ciento a una de las versiones, mientras que la otra sería responsable del diez por ciento restante. Pero, ¡ah!, ese diez por ciento de los dos versos finales, traducidos por Albert C. Todd… ¡cuánta emoción transmite y qué justo colofón para un poema espléndido!
Long abre su programa a historias sobre la traducción que, antes que con la literatura, tienen que ver con la vida misma. Es el caso del artista holandés de origen iraní Sahand Sahebdivani, empeñado en acercar culturas, entre otras cosas, a través de la música y las tradiciones de la narración oral. El relato que une a Sahebdivani con la traducción es el de su propia familia: en la revolución iraní de finales de los setenta, sus padres fueron encarcelados y torturados; tras una penosa fuga, consiguieron llegar a los Países Bajos. Allí se sucedieron años de incertidumbre, en los que las funestas noticias sobre amigos y familiares muertos y desaparecidos se superponían a una realidad cotidiana que no parecía real del todo, puesto que ni siquiera tenían la seguridad de poder quedarse en su país de acogida. Todo esto, según el joven artista, impidió que sus padres, aun siendo ilustrados, aprendieran bien otros idiomas. No se trata tanto de una dificultad concreta como de que un pasado traumático y un presente incierto incapaciten a las personas, hasta cierto punto, para una plena reconstrucción de sus vidas en lenguas y culturas distintas de las que dejaron atrás.
Como consecuencia, Sahebdivani ha asumido el papel de traductor de sus padres en ocasiones concretas, por ejemplo cuando, varias tardes a la semana, quedan para ver juntos una película o una serie de televisión. En la adolescencia (de nuevo, sí, edad propicia para descubrimientos literarios) leyó por primera vez poemas de Charles Bukowski; primer autor, según sus palabras, que su padre no había leído antes y de quien ni siquiera había oído hablar. Pronto se encontró improvisando una traducción de Bukowski para su padre (esto es, leyendo en voz alta en persa lo que en el libro estaba escrito en inglés). Sorprendentemente, o quizá no tanto, el padre se encontró felizmente atraído por las andanzas de juventud de aquel escritor estadounidense que pasaba su tiempo entre las bibliotecas y los bares, esto es, de un modo no tan distinto al suyo a la misma edad. Contextos culturales diferentes confluían así en una misma experiencia humana, transmitida gracias al puente o la puerta por la que las lenguas discurren y se entrecruzan para que nos asomemos a las palabras de los otros.
La historia de la familia Sahebdivani guarda similitudes con la del poeta uruguayo Roberto Mascaró, de quien ya he hablado en otras ocasiones como traductor al español del premio nobel Tomas Tranströmer. En una entrevista, Mascaró explica que, recién llegado a Suecia huyendo de la dictadura en Uruguay, más o menos por los mismos años en los que la familia Sahebdivani huía de la revolución iraní, encontró en su decisión de traducir poesía del sueco al español una manera de superar los obstáculos, lingüísticos y culturales, de su nuevo hogar: «Esta era para mí una manera fascinante de emprender mi viaje hacia el corazón del idioma sueco». Y a la inversa, cuando Tranströmer conoce a su traductor al español, instalado en un barrio de Estocolmo con escasas comodidades en el que él mismo había vivido en su infancia, «tuvo la oportunidad de presenciar un modo de vida que en los años cuarenta era seguramente muy extendido, y de esa manera realizó una especie de visita al museo de su propia vida». Por la traducción llegaron a la amistad y, por la amistad, a una comprensión más amplia del entorno en el que los dos vivían, sin importar quién era el instalado y quién el recién llegado.
De traducción habla hasta el propio Don Quijote, con su acostumbrada lucidez para los asuntos de su actualidad, en la segunda parte de sus aventuras. Fiel al espíritu de la época, alaba el oficio en relación con las «reinas de las lenguas», esto es, el latín y el griego. Sin embargo, considera que la traducción entre lenguas vernáculas, a las que llama lenguas fáciles, «ni arguye ingenio ni elocución». Utilizando un símil de la época, afirma que es «como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz». A continuación, mitiga este juicio no del todo benévolo: «Y no por esto quiero inferir que no sea loable el ejercicio del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen». La afirmación le sirve de transición para alabar, ya sin excusas, a dos traductores del italiano y sus respectivas obras: «Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro don Juan de Jáurigui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original». La hipérbole con la que elogia a ambos contradice el argumento anterior; es comprensible, ya que habría de pasar tiempo hasta que esas «lenguas fáciles», es decir no clásicas, ocuparan el espacio de cultura que por entonces estaba reservado al latín y al griego. Lo cual, no obstante, no le impide al ingenioso caballero, gran lector al fin y al cabo, reconocer el placer que le causa leer una buena traducción de una de estas lenguas a otra, en este caso, del italiano al español.
Aunque las traducciones excelsas manejen con tanta pericia los hilos del envés en su tapiz lingüístico que parezcan, en ocasiones, superar al texto original, la principal cualidad de una buena traducción es que sea invisible. Así ha de ser, al menos hasta que el lector caiga por sí mismo en la cuenta, si es que le conviene hacerlo, de que lo que está leyendo u escuchando son palabras que han emprendido un viaje, como bien apunta Mascaró, para llegar hasta él. La transformación que tiene lugar a lo largo de dicho viaje, necesaria e inevitable y, por descontado, subjetiva, causa en quien la reconoce como tal un poco o un mucho de desconcierto, sobre todo en poesía: ¿hasta qué punto estamos leyendo lo que el autor quiso decir?, nos preguntamos. O bien: y eso que quiso decir, ¿cómo se «traduce» a nuestro idioma, si responde a una cultura, un momento y un estímulo diferentes? Por no hablar del ritmo, la rima u otros aspectos referidos al sonido, las imágenes o la connotación, que los estudios sobre la traducción abordan constantemente.
Las soluciones parciales con las que el traductor avezado hace frente a estas y otras cuestiones son distintas en cada caso y, por supuesto, existen herramientas, a pesar de la subjetividad aludida, para «medir» lo que distingue una buena traducción de otra mediocre. Pero en todos los casos, las preguntas que ocasiona lo imperfecto de la labor traductora en sí (los hilos, los flecos) son tan interesantes como múltiples e inagotables serán las posibles respuestas. Para muestra, un botón: la lectora adolescente que, aunque no sepa por qué, tiene criterio suficiente como para apreciar lo bueno en las traducciones de Yevtushenko, sin decidirse a elegir una sobre la otra porque resulta que ambas se complementan, y a las dos necesita; o el intelectual iraní que, despojado de su patria y su vida, se reencuentra con su yo de juventud en los poemas de Bukowski, traducidos sobre la marcha por su hijo, sin que el contexto específico en cada caso importe demasiado o tenga siquiera que ser explicado en un aparte.
Que las palabras viajan de una lengua a otra, es algo que cualquier traductor reconoce en su propio recorrido de ida y vuelta por los diccionarios. Que, además, son puentes que se tienden o puertas o ventanas que se abren, nos lo enseñan estos ejemplos que tienen que ver con cómo el acto de traducir ayuda a afrontar el desarraigo con el que se ha de convivir. Todos los tiempos son tiempos de penuria para alguien: de huida, de retórica agresiva, de exclusión… todas las traducciones son necesarias también para alguien en algún momento de reconstrucción entre los escombros. Son edificios del intelecto, no muros. Cruces de caminos, no fronteras. Y pobre del que así no lo entienda, y chille y se desgañite con el oscuro deseo de ser recibido tal cual, sin interpretación posible. Como si el lenguaje fuese un monolito, en lugar de una roca porosa que va cambiando de forma a merced del viento y el agua. Como si la casa de las lenguas no fuera múltiple, y cambiante, y de todos. Traductora dixit.
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