Tuesday, November 28, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Guía antimisteriosa de San Petersburgo

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Guía antimisteriosa de San Petersburgo
Nov 28th 2017, 10:12, by José María Albert de Paco

Fotografía: José María Albert de Paco.

Para Marlene

A finales de mayo, Visit Russia, la oficina de promoción turística de Rusia en España, invitó a un grupo de periodistas y touroperadores españoles a pasar cinco días en San Petersburgo. El pretexto era asistir a los actos de clausura del Año Dual del Turismo España-Rusia, una operación publicitaria que tenía como objetivo popularizar entre el público español destinos turísticos rusos y viceversa. Lo que sigue es el diario de aquellos días.

17 de mayo.

Ningún país sin su Venecia. En Frankfurt, donde hacemos escala, Ene, gran dama del periodismo multiprovincial, nos informa de que San Petersburgo es miembro de honor de ese club de la osadía que son las Venecias de pega, y que cuenta entre sus integrantes con Hamburgo, Estocolmo, Alefkandra, Mogán, Aveiro o Empuriabrava (¡La Venecia catalana!). La cartografía copy-writer, siempre atenta a la posibilidad de que las ciudades no sean sino réplicas (¡marcas blancas!) de un paisaje matriz, se extiende hacia China por el este (Zhouzhuang, la Venecia de Oriente) y hacia Estados Unidos por el oeste (Fort Lauderdale, la Venecia americana). El reverso antipoético de los no lugares pasa por la proliferación de Venecias, Barcelonas, Benidorms… una serialización que tiene su epítome en Las Vegas, el Reader's Digest del urbanismo mundial. A propósito de Benidorm, por cierto, el arquitecto Óscar Tusquets decía recientemente que si España contara con otros ocho (Benidorms) quedaría mitigado, o acaso resuelto, el impacto medioambiental del monocultivo turístico. Todos los algarrobicos probables en unos pocos percentiles del territorio. Me pregunto qué problema resuelven esas otras Venecias. A qué monstruo sacian. En el aeropuerto de San Petersburgo nos recibe María, una grácil muchacha peterburguesa de rostro límpido, como asombrado, que será nuestra guía, asistente y traductora ocasional. Marlene, la directora de Visit Russia y jefa de la expedición, y a quien conocí hace un mes en casa del escritor Juan Abreu, pertenece a una de las varias generaciones de cubanos que cursaron estudios superiores en Moscú, por lo que no solo conoce el país a la perfección; también maneja el ruso con pasmosa suficiencia, o eso deduzco de la conversación que mantiene con María, y en la que no advierto repreguntas ni ruegos de aclaración. Cada vez me da más vergüenza mi inglés low cost, hecho de hebras de academia extraescolar, subtítulos del cine Verdi y un verano de juventud en Londres.

El norte (no) está lleno de frío. Recién llegados a la ciudad, Lu, subdirectora de una agencia turística en Barcelona, empieza a lamentar la elección de su vestimenta, consistente en cinco arrobas de camisetas térmicas, jersey de lana, anorak, descansos… No en vano, la temperatura en San Petersburgo raya en los 27 grados cuando lo normal en esta época son, como mucho, 15. De hecho, y pese al clima benigno de que disfruta SP por su condición de ciudad marítima (entiéndanme, hablo con respecto al general invierno del subcontinente ruso —qué es Europa, decía Haro Tecglen, sino un cabillo desmochado de Rusia—), ni siquiera en julio la temperatura media rebasa los 22. Por una vez, mi habitual negligencia a la hora de hacer el equipaje se ve recompensada.

Un vento a trenta gradi sotto zero. Antes de alojarnos en el hotel, nos detenemos en un restaurante de la avenida Nevski, la más célebre de San Petersburgo: cuatro kilómetros y medio de fulgor escaparatista que comienzan en el Almirantazgo, frente al Hermitage, y acaban en el monasterio de Alejandro Nevski, el gran héroe militar del siglo XIII, azote de suecos, fineses y caballeros de la orden teutónica; azote, en verdad, de cualquier occidental que se atreviera a posar su zarpa, obviamente corrupta, sobre estas tierras. Por la avenida Nevski, me digo, han deambulado Gógol, Tolstói, Dostoyevski… Curiosamente, me conmueve más respirar el mismo aire que respiraron sus criaturas: Rodión Raskólnikov, María Alexandrovna, Ana Karenina. Tal vez esa clase de estremecimiento inspirara a Franco Battiato su inmortal «Perspectiva Nevski», que solo he dejado de tararear al notar que María, viendo que llevaba puestos mis auriculares mientras ella hablaba, me ha dirigido un sutil cabeceo de amonestación.

Con mi generación pasé el invierno,
mujeres encorvadas sobre el telar en la ventana.
Un día en la perspectiva Nevski
me encontré por azar a Igor Stravinski.

Los orinales puestos bajo el lecho por la noche
Cine de Eisenstein por la revolución.

Estudiábamos cerrados en un cuarto,
con débil luz de velas y candiles de petróleo.
Y cuando se trataba de hablar
esperábamos siempre con placer.

Y mi maestro me enseñó
qué difícil es descubrir el alba dentro de las sombras.

No se ha cantado mejor homenaje al despertar de la curiosidad en la adolescencia, a la conciencia primera de estar en este mundo para trascender la vulgaridad, afirmarnos en el anhelo de belleza y hacer de todo ello un horizonte moral. «Y cuando se trataba de hablar», reza Battiato, «esperábamos siempre con placer». Durante años tomé ese «con placer» por «complacer», un equívoco que, bien pensado, no solo no desmiente el sentido del texto sino que lo enaltece.

Mors/borsch. En el restaurante, de nombre Café Brynzas (1), el personal nos recibe con un zumo elaborado a base de frutos rojos (el mors), al que siguen la celebérrima sopa de remolacha (borsch) y un sabroso surtido de chebureki, una suerte de empanadillas king size rellenas de carne y verduras. Como quiera que la conversación va siendo cada vez más amigable, hemos pedido una ronda de cerveza que, para nuestra sorpresa, no estaba incluida en el agasajo. Dado que no estábamos avisados, Marlene ha corrido con la cuenta, a 8 euros la caña. «¿Lo veis? Todo se alía para que terminemos comiendo con vodka», comenta Ce, director ejecutivo de una empresa mayorista con sede en Barcelona, y que no pierde ocasión de soltar un chascarrillo.

Programa, programa, programa. Son las 19.30 de la tarde y, según el programa, deberíamos dejar el equipaje en el hotel y salir zumbando para el Hermitage para, cuarenta minutos después, sentarnos de nuevo en otro restaurante. María nos advierte de que hay que cumplir la previsión y no parece hablar en broma. Muy al contrario. Ante nuestras tímidas objeciones (¡las objeciones de la realidad!), llama por teléfono a un superior y, tras no más de quince segundos de escucha, nos indica que nos saltaremos la visita al Hermitage e iremos directamente a cenar. Es todo lo que logramos. Que hayamos «comido» hace diez minutos no supone ningún obstáculo. La fidelidad al programa está por encima de todo y bastante concesión ha sido posponer la visita al Hermitage.

Es el mar, estúpido. El hotel Emerald, en la avenida Suvorovsky, se abrió en 2003, a rebufo de los fastos del 300 aniversario de San Petersburgo. El 27 de mayo de 1703 Pedro I puso la primera piedra de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, que devino en núcleo fundacional de la ciudad, por entonces un fangal insalubre arrancado a los suecos en la Gran Guerra del Norte. El objetivo de Pedro I, también conocido como el Grande, era afianzar en Rusia una capital marítima de corte europeo, que se asemejara en cultura y sofisticación a ciudades como Ámsterdam, Londres o París. San Petersburgo, en suma, viene a ser la ciudad más improbablemente occidental de un país que, históricamente, se ha definido por su renuencia a Occidente. En palabras de su ideólogo, «una ventana a Europa».

Entrando al hotel, hago notar a dos de las chicas, Lu y Hache, barcelonesas, la presencia en uno de los laterales del hall de una gran bandera de España. La indiferencia, casi hastío, con que reciben la noticia me devuelve por un instante a la querella identitaria en que se ha convertido Cataluña. Según Ene, «las cinco estrellas del Emerald serían tres o cuatro en España». El grupo refrenda unánime la apreciación con una suave cabezada coral y, por qué no decirlo, levemente (esta vez sí) patriótica.

Ultras. En el tránsfer (así dice el programa) al restaurante, la calle por la que circulamos, y que es, al parecer, el único acceso al establecimiento, está cortada por el fútbol. El chófer dialoga con el policía que custodia la barrera, pero no hay nada que hacer. La única alternativa posible, según deduzco de lo que María explica a Marlene, nos obligaría a dar un larguísimo rodeo. Ce sugiere cancelar la cena (un alivio, en especial para las chicas), que el minibús nos acerque a la cabecera de Nevski y, desde allí, regresar paseando al hotel. María vuelve a telefonear a su misterioso interlocutor y finalmente nos concede pase de pernocta. Es un decir, claro: son las 21.30 y el sol apenas ha empezado a ponerse, alargando las sombras hasta lo real-maravilloso. Entretanto, vemos pasar a algunos hinchas del Zenit de San Petersburgo (2), entre los que se cuentan no pocos cabezas rapadas. Marchan con la aparatosidad de un ejército invasor, volviendo la mirada a los lados de forma compulsiva, como buscando enmarcar una amenaza en la mira telescópica. Deportivas vintage, pantalón corto militar-chic, camiseta del Zenit… la indumentaria y talante de estos ultras se hizo viral cuando, con ocasión de la Eurocopa de Francia de 2016, sembraron el terror en el Vieux Port de Marsella, dejando tras de sí un reguero de hooligans noqueados, en lo que fue una batalla desigual entre el viejo camorrismo dipsómano que describiera Bill Buford y un escuadrón de terminators. Los radicales del Zenit, que se cuentan entre los más violentos del país, divulgaron en 2011 un libelo en que reclamaban sin ambages que el club no fichara futbolistas negros u homosexuales. «Como club más septentrional de las grandes ciudades europeas», rezaba el texto, «nunca hemos compartido la mentalidad de África, América del Sur, Australia u Oceanía. Queremos jugadores más cerca de nuestra alma. También estamos en contra de que en el Zenit jueguen representantes de minorías sexuales». «Ahora», proseguía la nota, «al Zenit se le están imponiendo futbolistas negros casi por la fuerza y esto provoca reacciones negativas». «¿Por qué la estrategia del Athletic de Bilbao, centrada en jugadores formados en su región, es digna de admiración, y a nosotros se nos acusa de racismo?». El brasileño Givanildo Vieira de Souza, más conocido como Hulk, que militó en las filas del Zenit entre 2012 y 2016, representa, para estos jóvenes paramilitares, el umbral de pigmentación que los directivos no deben rebasar, so pena de adulterar el esencialismo eslavófilo del Zenit.

En el instante en que el chófer da la vuelta reparo en que he estado conteniendo la respiración.

Un barco gastro-fitness. Si les cuentan que en uno de los muelles de San Petersburgo hay anclado un galeón que es a la vez restaurante y gimnasio, créanlo. Se trata del Flying Dutchman, una réplica kitsch de la nave de Piratas del Caribe, inspirada a su vez en la mítica embarcación fantasma. La fealdad, de una insólita deliberación, recuerda la de ratoneras como el Candelas, en Madrid, o el Pueblo Español, en Barcelona. Los guiris, ya se sabe, son los otros. Ce propone tomar una copa en un garito de Nevski pero nadie le secunda. Yo pasearía toda la noche por la ribera del Neva, que a esta hora, casi las 22.30, es un duermevela cromático.

Fotografía: José María Albert de Paco.

18 de mayo

El inquilino comunista. En la recepción del Emerald, nuestro hotel de postín, y antes de salir hacia Pushkin, a unos veinticinco kilómetros, donde visitaremos el Palacio de Catalina, María nos cuenta que fue madre hace unos meses y que las noches se le van entre tomas y arrullos. «De ahí», alega, «que esté tan cansada… ¡y tan feliz!». Luego, en un corrillo, explica que aprendió español en la universidad y tuvo ocasión de afinarlo (algunos de sus giros son graciosamente cultos) en sendos viajes a Madrid y Barcelona. Como buena parte de los petersburgueses, vive en un barrio dormitorio, en un piso cuyos únicos inquilinos son ella, su marido y el bebé de ambos. La precisión es cabal, pues la modalidad de vivienda más extendida en Piters es la kommunalka, apartamento en el que habitan varias familias (por lo general, tantas como habitaciones), con el baño y la cocina como ámbitos comunales. El modelo, impuesto por el bolchevismo tras la Revolución de 1917, fue uno de los elementos vertebrales del proyecto comunista junto con la socialización de los medios de producción. No en vano, se trataba de abolir, además de la propiedad privada, la vida privada, diluyendo cualquier rasgo de singularidad en el aguarrás del colectivismo. Hoy, más de seiscientos mil petersburgueses viven en alguna de las miles de kommunalka diseminadas por la ciudad, con la particularidad de que muchas de ellas se hallan en antiguos edificios nobiliarios del centro histórico. Así, no es infrecuente que una delicada fachada modernista esconda una maraña de pisos compartidos donde nada, ni la planta ni el mobiliario, recuerda el esplendor de antaño. El documental The Age of Kommunalki (Underdog, 2013), de Elena Alexandrova y Francesco Crivaro, desnuda la vida cotidiana de estos inquilinos, cuyo sino son las colas en el baño y el roce de humores. Vladimir Putin, ilustre petersburgués, vivió de niño con sus padres en una kommunalka del centro de lo que entonces era Leningrado. Hasta ahora, todos los intentos del Gobierno por erradicar este tipo de viviendas han caído en saco roto; en parte, porque se trata de edificios históricos, en su mayoría catalogados, y los trabajos de restauración exigen una inversión astronómica, por lo general inasumible para particulares o familias de clase media. Y el petersburgués que tiene cuatro rublos prefiere comprar o levantar una casa en las afueras a lanzarse a una aventura que implicaría, además, vérselas con un florido ramillete de burócratas: los mismos, aunque a otra escala, que demoraron ocho años la construcción del estadio Krestovski.

En la cámara de ámbar. Las estancias del Palacio de Catalina se hallan dispuestas en «enfilada», esto es, alineadas entre sí, en lo que constituye un rasgo común de la arquitectura palaciega europea a partir del barroco. A María, no obstante, el palacio parece interesarle menos que las gentes que lo habitaron, y se esmera en hablarnos de su inspiradora, Catalina I. Su voz es el único asomo de dulzura en medio de un enjambre de turistas chinos que trufan las explicaciones de su guía con graves muestras de admiración. Llegados a la cámara de ámbar, Ene y Susana, en un alarde de profesionalidad, empiezan a tomar notas de las explicaciones de María, como si el radar que lleva consigo todo periodista, eso que damos en llamar olfato, las hubiera alertado de que están ante una historia afilada.

En 1716, Federico Guillermo I de Prusia regaló a Pedro I los paneles de ámbar con que el arquitecto Andreas Sluter había decorado una de las salas del Palacio Real de Berlín. En Rusia, y después de 30 años criando polvo en el Palacio de Catalina, la emperatriz Isabel, una manirrota de antología, hizo revestir una habitación con los paneles de marras. La obra, culminada por el arquitecto Bartolomeo Rastrelli, ostenta el título oficioso de «octava maravilla» del mundo. La cámara de ámbar resistió sin apenas desperfectos el embate revolucionario de 1917, pero no sobrevivió al ejército del III Reich, que en 1941, en pleno sitio de Leningrado, saqueó la instalación y la trasladó al castillo de la ciudad de Kaliningrado, el actual enclave ruso entre Lituania y Polonia. Allí se pierde su pista. Las hipótesis sobre el paradero del ámbar han dado lugar a una profusa bibliografía que aún hoy sigue rindiendo novedades. Hay quien cree que el ámbar fue destruido en el bombardeo de la RAF que asoló Kaliningrado, hay quien opina que se halla oculto en un sótano del lugar y hay quien asegura que fue evacuado y puesto a buen recaudo por los nazis. En 1979, cuarenta años después de que el ejército del Führer arramblara con el tesoro e hiciera añicos el palacio, las autoridades soviéticas emprendieron la construcción de la réplica, que se prolongó durante casi veinticinco años. En 2003, coincidiendo con ese tricentenario que propició el primer despegue a la modernidad de San Petersburgo, el (nuevo) Palacio de Catalina abría sus puertas. Del segundo despegue, el que tiene como rampa de lanzamiento el Mundial de 2018, nos hablará mañana la viceministra de Cultura de Rusia, Alla Manilova, en una conferencia de prensa.

Fiesta. La cena, al igual que la comida, consiste en una variación del menú con que nos recibieron. Tras veinticuatro horas en San Petersburgo, no hemos visto una mota de caviar ni hemos olido el vodka, por lo que empieza a cundir la sospecha de que tal vez el viaje no incluya los fastos con que quien más quien menos había fantaseado. Para espantar la frustración, Ce propone, esta noche sí, salir de copas. Hache, Susana y Raúl, un granadino fervoroso que va dejando rastro del viaje en las redes sociales, se apuntan a la farra. Yo dudo. Mañana a las nueve hemos de estar desayunados para visitar el Hermitage, la catedral de San Isaac. Luego, por la tarde, tenemos el speech de la viceministra, y algo después un sarao español (¡flamenco!), en lo que supone el inicio del broche al año dual del turismo. Al verme remiso Hache trata de persuadirme, pero la perspectiva de ir arrastrándome por el Hermitage puede más que su encanto. Mi noche termina en el vestíbulo del Emerald, tomando con Ene un vodka que, con cada sorbo, parece ir desafiando nuestra mojigatería hasta que ambos estallamos en una carcajada a cuenta de lo extraño del viaje. El último resol ha dejado en la atmósfera un fulgor eléctrico, como de anuncio luminoso de Blade Runner.

19 de mayo

What’s (the fuck) app. A las 2 de la madrugada llegan al grupo de wpp «San Petersburgo Soul», que esta tarde ha abierto Raúl, las primeras imágenes de la romería nocturna: una ristra de chupitos de vodka (a razón de tres por cabeza), un brindis con dedicatoria, Susana aburrida en un banco. A las 3 aparece el primer ruso en el encuadre. Tártaro, para más señas, y tan borracho como nuestros operators. Susana se ha venido arriba y avasalla a un nativo en la pista: o la avasallan a ella. Dejémoslo en que intercambian avasallamientos. Le toca el turno a Hache, que baila sobre la barra (so-bre-la-ba-rra) de lo que parece un after piano bar, como una Shakira con alma de Tina Turner que estuviera a dos vodkas de convertirse en Winehouse rediviva. En una pared del fondo, centellean una hoz y un martillo fosforescentes. Susana duerme, tumbada sobre el banco donde antes se aburría. Ce se contonea entre dos tártaras. No lleva las gafas. Raúl vela por Susana, la cabeza de ella reclinada en el muslo de él. A las 7 cae la última foto al grupo de wpp. Hace tres horas que es de día y empiezo a despertarme para no perderme la llegada triunfal al hall de nuestros expedicionarios. Aunque solo sea por el goce de saberme sobrio en el país de los borrachos. La cara de Marlene es un preludio de tempestad huracanada. Ce, en recepción, pide a los recepcionistas que estén atentos a sus gafas, que es probable que alguien, durante el día, las deje allí. Una tártara, pienso. O dos. A Hache le ha dado tiempo de echar una cabezada express y aparece abrumada; sobre todo, por la certeza de que va a pasar uno de los días más perros de su edad madura. En un respingo de orgullo, se planta frente a mí y me dice: «Tendrías que haber venido». La voz le suena a rayos y tiene un aspecto enternecedoramente deplorable. A punto estoy de decirle: «No podía, hoy tenía que cuidar de ti».

—Creo que me echaron algo en la bebida.

—Hum… ¿Burundanga?

—No sé, pero no recuerdo cómo llegué al hotel.

—Ya.

—Tendrías que haber venido.

Los especialistas no se ponen de acuerdo en el tiempo que se requiere para ver todas las obras que guarda el Hermitage, aunque la cifra comúnmente aceptada son once años. Nosotros disponemos de cincuenta minutos, por lo que tengo la impresión de abrirme paso en un delirio borgiano. Así y todo, no tengo ojos para más obra de arte que Hache. Heredera de una fortaleza inmemorial, sobrelleva la devastación con una dignidad imponente. Me he convertido en su humilde aguador y eso habrá de ser lo más provechoso que haga el día.  

Me tomo un respiro (una bocanada de revolución) frente a la escalera del Palacio de Invierno, el mítico edificio proyectado por Bartolomeo Rastrelli, el mismo arquitecto, en efecto, que firmó el Palacio de Catalina y la sala de Ámbar. Todo un Calatrava de los zares. Como quiera que veo a Hache resoplar, bostezar y consultar el móvil, me doy nuevamente a su cuidado. Pocas veces en la vida tiene un hombre la ocasión de despreciar una gran pinacoteca [LA pinacoteca] para velar por una mujer. Fuera, el Neva es un espejo cegador, una ensoñación tan veraz como el papel albal de los belenes.

Al salir, y tras despachar en pocos minutos el preceptivo almuerzo, nos dirigimos a una sede gubernamental para asistir a la rueda de prensa de la viceministra de Cultura y Turismo Alla Manilova, sofisticada representante de la moderna clase dirigente del país, y que tiene algo de ex chica Bond. De trato exquisito con la prensa extranjera, a los colegas locales apenas les dispensa una seca cordialidad. Las cámaras de la agencia Tass me trasladan a los telediarios de mi infancia, donde la mención de los despachos de la agencia era tan familiar como las isobaras de Mariano Medina. Como era de prever, Manilova trata de conjurar el fantasma del terrorismo. El 3 de abril, a las 14:40, un atentado yihadista en el metro acabó con la vida de catorce personas y dejó heridas a medio centenar. A poco más de un año para el Mundial, cundió en los periódicos, también en los rusos, una sombra de duda respecto a si el Estado podría garantizar la seguridad de las decenas de miles de turistas que se esperaban. Manilova toma la palabra y, tras saludar a la delegación española y pedir un aplauso para nosotros diserta sobre las bondades del país en materia de seguridad. Nada que temer y mucho de lo que disfrutar, tal es el reclamo. En el turno de preguntas, Ene alza el brazo y le acercan el micro.

—¿Me podría detallar las acciones que está llevando a cabo el Gobierno para recuperar el ámbar que saquearon los nazis?

Nunca olvidaré la cara de asombro de Manilova.

Toma que toma que toma. En un teatrillo cercano nos espera la actuación del pianista gaditano Manuel Carrasco (3) y su conjunto de baile, que, según nos explica Marlene, cuentan en la ciudad con un público cautivo bastante numeroso. Hache, renuente al flamenco y, en general, a cualquier terminación nerviosa de la palabra España, frunce el ceño. El  espectáculo, a volumen ensordecedor, es… cómo decirlo… Parece flamenco, sí, y es flamenco, pero un flamenco imperial, regio, como rociado con pólvora y Varón Dandy. Carrasco, con sus charreteras de vizconde del Neva, es el remedo ruso de Felipe Campuzano. Todo, en suma, está aderezado para gustar a los petersburgueses. Creo identificar «Los cuatro muleros», una especie de Tarara por quinquenales y, al fin, Granada, que pone a cantar al respetable. «Es que Granada, la ciudad, les chifla, y los que la han visitado se vuelven locos con la canción», me dice Marlene. Ciertamente, la platea entona la pieza como una sentida evocación de la Alhambra, o acaso reavivando la esperanza de que harán lo imposible por visitarla. Nada, sin embargo, iguala el instante en que Carrasco aporrea las primeras notas del himno del Zenit. Como un Rudy Ventura de la era posindustrial, masajea a la hinchada con una versión que no desentonaría en el Carranza. Pitingo pasado por Rasputín. A mi lado, un espectador que me había ido subrayando con el pulgar lo mucho que le gustaba Carrasco, y al que yo había tomado por un alma sensible al mestizaje, despliega una bufanda del equipo, me pasa la mano por el cogote y empieza a bambolearse como si estuviera en la grada misma del Petrovski.

De camino al hotel, Marlene nos muestra un bote de caviar, obsequio de uno de sus jefes en la ciudad. Al ver que no le doy la importancia que, al parecer, merece, Ce me advierte de que ese caviar es algo así como la madre de todos los caviares. Mañana, durante el desayuno, habrá ocasión de probarlo. Como siempre sucede, todo empieza a cobrar algo de vuelo cuando nos quedan veinticuatro horas para regresar. No hay viaje, por extraño que sea, que no se parezca de algún modo a unas colonias.

Día 20

Fotografía: José María Albert de Paco.

A dos euros el gramo. Acordamos comer la mitad del caviar en el desayuno y la otra mitad por la noche, durante el crucero por el Neva con que despediremos la ciudad. El bote en que viene envuelto, de un cian hipnótico, casi infantil, luce en el anverso un esturión orlado por la leyenda «Russian Caviar Astrakhan Malossol», que da cuenta del tipo y la procedencia del esturión (esturión ruso u osetra de Astracán, localidad situada a orillas del Volga, cerca de su desembocadura en el mar Caspio) y el proceso de producción («malossol», «bajo en sal»,  alude a que las huevas se han conservado con la menor cantidad posible de sal —un 3%—, lo que hace que mantengan la mayor parte de sus aromas originales, que incluyen notas de nuez, mantequilla, arenque, sal… e incluso esturión. Lo que tenemos delante es el segundo mejor caviar del mundo, solo superado por el beluga. Marlene retira la tapa con mimo de cirujano y vierte en la caviarera unos 125 gramos (el bote contiene 250 y su precio ronda los 500 euros). Acto seguido, reparte las cucharitas y nos enseña la forma en que deben administrarse las dosis. Tocamos a unos 14 gramos por cabeza (por ser más precisos, a 13,8 periódico, todos hemos hecho la cuenta mentalmente). Hay quien toma su parte respetando la pureza del material y hay quien lo corta con un biscote y algo de mantequilla. Una burbuja de silencio envuelve la mesa. Ni siquiera proferimos los típicos gruñidos del rechupete marisquero. A nadie escapa que estamos ante un ritual más sexual que gastronómico. Acerco la mirada a mi último resto y observo que no es negro, sino cobrizo, de un dorado con reflejos verdosos. Son las 9 de la mañana y lo que traiga el día habrá de ser, inexorablemente, una secuencia de estímulos carente de interés.

Disney Peterhof. Salimos hacia Peterhof, el conjunto palaciego donde los zares fijaron su residencia veraniega, a unos 30 kilómetros al oeste de la ciudad, y que, como tantos lugares derruidos por los nazis, es una fidelísima reconstrucción del original, con la particularidad de que algunos edificios fueron rehechos a partir de la memoria visual como única referencia. La inauguración, hoy, de la temporada anual de fuentes (al parecer, todo un acontecimiento en San Petersburgo) es al tiempo la guinda al año dual del turismo España-Rusia, por lo que, una vez más, recibimos trato de invitados de honor. Según nos cuenta Marlene, asistiremos al espectáculo (un piromusical que rinde homenaje a España) en una zona vip donde también se sentarán el embajador en Rusia, Ignacio Ybáñez, que apenas lleva un mes en el cargo, y la viceministra Manilova, la asombrada Manilova.

El complejo, más colgado sobre el Báltico que asomado a él, brinda una idea cabal de la opulencia en que nadaba la realeza. Palacios, parques, jardines, iglesias, cascadas, fuentes, bosques de caza… Concebido a imagen y semejanza de Versalles, Peterhof no evoca tanto el omnímodo poder del Estado cuanto la fantasía principesca. En cierto modo, es el universo Disney llevado al extremo, con sobreabundancia de remates en oro, escalinatas interminables y un prodigio de ingeniería hidráulica que produce efectos deslumbrantes.

La rojigualda en los cielos. El embajador y la viceministra se sientan bajo techumbre, en una especie de glorieta, y nosotros en unas sillas dispuestas para la ocasión donde reposan unos carteles con el nombre de cada uno de nosotros. Con menos sutileza de la que habría querido, doy el cambiazo a uno de los carteles para sentarme junto a Hache. Más allá del área reservada, el pueblo celebra su llaneza. El concierto, protagonizado por Carrasco y su cuadro de baile, y que tiene como leitmotiv a Don Quijote, alcanza su punto culminante con «Granada», coreada por el público con el fervor habitual. A la conclusión, varias salvas de cohetes dejan en el aire el rastro de las banderas rusa y española. Conmovidos por la demostración de afecto, por tan noble y sincero tributo, nos encaminamos al cocktail de gala. Hay vino a discreción, Hache está hermosísima y todavía nos queda la mitad del caviar.

Patria. De regreso, y antes de adentrarnos en el fragor de la Nevski, pasamos frente a la plaza de la Victoria, donde se alza el monumento a los defensores de Leningrado durante el asedio de la Gran Guerra Patria. Así llaman en Rusia a lo que en Occidente se conoce como II Guerra Mundial. El desdén ruso por la historiografía aliada hunde sus raíces en la aritmética. Las hipótesis más optimistas cifran en veintisiete millones las muertes soviéticas durante el conflicto. Los historiadores más renuentes a validar ese cálculo arguyen que unos dos millones de rusos, ucranianos, letones y lituanos que perecieron en la contienda lucharon con el ejército nazi, por lo que sus muertes se produjeron a manos del bando soviético. Y recuerdan, asimismo, que el Ejército Rojo reprimía a quemarropa no solo la deserción, sino también la ausencia de ardor guerrera, la estricta tibieza. Y que, en razón de ese mismo desprecio por la vida, centenares de miles de rojos fueron lanzados contra el enemigo en oleadas suicidas, donde las probabilidades de sobrevivir solían ser remotas o nulas. Hasta cierto punto, bien es verdad, cabe hablar de mortandad autoinfligida. Pero solo hasta cierto punto. Veintisiete millones de muertos son muchos muertos; los suficientes para que la II Guerra Mundial sea tenida en Rusia por un conflicto sustancialmente nacional. Patrio. La mística a que dio lugar esa gesta, y el sacrificio colectivo que exigió, se proyecta indefectiblemente sobre la gestión de la memoria histórica. Entre las novedades de interés turístico de las que dio cuenta la viceministra Manilova, se halla la llamada «ruta roja», que incluye la estación Finlandia, el crucero Aurora (restaurado a propósito del centenario de la Revolución), el Palacio de Invierno, la misma plaza de la Victoria o la imponente estatua de Lenin en la plaza Moskoskaya. Las cuarenta y ocho efigies del autor de El Estado y la revolución que se hallan diseminadas por  la ciudad habían sido retiradas tras el golpe del 91 para luego ser reinstaladas sin trauma ninguno. Y el siguiente en salir del desván será Stalin. Tales operaciones se efectúan, huelga decirlo, sin menoscabo de la gloria de ningún zar. La historia sigue avanzando en Rusia según la pauta que previó el gran Kapuściński: el comunismo nunca liquidó la vocación imperial del país, sino que la dejó en espera de tiempos mejores. Bien, esos tiempos parecen haber llegado.

En el Neva. Son las diez y el cielo es un crepitar de violetas, una noche americana a la que se le ha caído el velo. El viaje empezó en una Venecia de mentira y termina en una barcaza surcando el Neva, un río de verdad. El caviar que nos quedaba no ha surtido el mismo efecto. Es lo que tienen las segundas dosis. En cubierta, el frío es una condición más de la belleza del paisaje. Lu ha podido aprovechar su fondo de armario y Ce ha recuperado sus gafas. Hache me ofrece su manta. Dudo entre rechazarla o envolvernos los dos en ella. Qué ajedrez, la vida.

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Epílogo en la dacha de los Abreu

Regresado el viajero, el escritor aún hubo de cubrir una última etapa. Fue aproximadamente un mes después. Su amiga Patricia Jacas representaba el monólogo De una soledad muy parecida a la felicidad, basado en el réquiem de Svetlana Aleksiévich por el homo sovieticus, en el margen de la piscina de un jardín de Sant Cugat. Bibliotecaria de oficio, Patricia ha retomado su antigua afición por el teatro, de ahí que sus actuaciones tengan el morbo de una doble pirueta: la recta empleada del Archivo debe convertirse primero en actriz para luego dar vuelo a sus criaturas. La de esa noche, Alisa, publicista rusa de alrededor de treinta y cinco años, esperaba a su público en el agua, a lomos de un unicornio hinchable en el que, dado el poscomunismo, aleteaba la palabra «azul». En un español con perfecto acento ruso, Alisa-Patricia evocó con desdén la vida cotidiana de la extinta URSS (las siglas a la rusa, CCCP, untadas con crema en su antebrazo y al cabo esparcidas por él), relató cómo la joven que llegó a Moscú en busca de experiencias mundanas fue refinando su soledad hasta hacer de ella el sustento de su felicidad, hasta convertirse en una depredadora que sería perfecta si no fuera por su risa desencajada, sus lágrimas negras, su tristeza de cabaret. Cuando Patricia, hace ya un año y medio, anunció que preparaba una obra (era entonces La mujer sola, de Dario Fo), el escritor, imprudentemente, estuvo a punto de decirle que tener un hobby siempre va bien. Fue como el fraternal aldabonazo de Puigcorbé de Per un sí o per un no: «Està bé, això». Aquella condescendencia. No contaba con su rusa, que está siendo la sensación del off Barcelona.

Al ver la botella de vodka de la que Alisa iría dando sorbos, el escritor se sonrió. Era la misma que había comprado el viajero en San Petersburgo, en un hipermercado de corte occidental que nada tenía que ver con la carestía soviética, al punto de pulverizar su mero recuerdo. Tanta fue entonces la indiferencia del viajero que tuvo que ser el escritor quien reparara en el detalle. El viajero, de hecho, se había limitado a tomar apuntes para que los recompusiera otro, bastante más leído e informado que él. Y más reacio a lo superfluo, o eso habría querido.

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Notas

(1) Una aseada cadena de restauración, con varios establecimientos diseminados por el centro de la ciudad.

(2) El Zenit de San Petersburgo disputaba esa tarde el penúltimo partido de la liga rusa, que le enfrentaba al Krasnodar, de la ciudad del mismo nombre, junto al mar Negro. Vencieron los locales por 1-0, con gol del espigado delantero Artem Dzyuba. El Zenit terminó el campeonato en tercer puesto, lo que le dio acceso a las rondas clasificatorias de la Europa League, y en las que doblegó, no sin apuros, al Bnei Yehuda israelí y al Utrecht holandés. El sorteo de la siguiente fase le deparó el grupo L, junto a la Real Sociedad, el Ronsenborg y el Vardar. El encuentro frente al Krasnodar llegó envuelto en una cierta polvareda, puesto que al Zenit le correspondía jugar en el flamante Krestovski, un prodigio de desmesura y opulencia en el que confluyen todos y cada uno de los elementos que han hecho de la arquitectura de recintos deportivos el súmmum del calatravismo: aspecto de ovni, cubierta retráctil, suelo extraíble y lo más definitorio: un sobreprecio de más de 1.000 millones de euros (con un presupuesto de 380 millones, terminó costando más de 1.300) y una demora de alrededor de 8 años en la construcción —debía estar acabado en 2009 y no fue inaugurado hasta el 22 de abril de 2017, con ocasión de un Zenit-Ural (2-0)—. El Zenit-Krasnodar había de ser el segundo partido en el nuevo estadio, pero como quedó evidenciado en el encuentro inaugural, el césped se hallaba en pésimas condiciones, por lo que el club petersburgués se vio obligado a regresar a su antiguo hogar, el estadio Petrovski, una suerte de vetusta Peineta sita en un meandro del río Neva. El contratiempo fue la guinda a un proceso de construcción estrambótico, que incluyó la desfiguración del diseño original (obra del arquitecto japonés Kishō Kurokawa, autor asimismo del icónico estadio Toyota), el uso de mano obra esclava procedente de Corea del Norte y un variado repertorio de corruptelas.

(3) Un mes después de aquel concierto, Manuel Carrasco fue detenido junto a su madre y otras dieciséus personas, bajo la acusación de registrar fraudulentamente obras ajenas, efectuando para ello ligeras modificaciones en las partituras originales. Según consta en el auto del magistrado Ismael Moreno, de la Audiencia Nacional, la estafa, conocida como «la rueda», se llevaba a cabo en connivencia con productoras de televisión, que, a cambio de comisiones, difundían el repertorio durante la madrugada (como guarnición de programas de tarot o vídeos basura grabados al efecto) para así devengar derechos de autor. El fraude se ha cifrado en alrededor de cien millones de euros. Carrasco, para quien la AN decretó libertad bajo fianza de cien mil euros, se halla en espera de juicio.

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