Rattin en el partido Alemania-Argentina del Mundial de Inglaterra, 1966. Fotografía: Cordon.
«Yo quiero que usted estudie porque el fútbol es cosa de vagos», repetía una y otra vez el Tano Rattín a su hijo. Eran tiempos en los que el deporte, al menos en Argentina, apenas daba de comer a unos cuantos privilegiados y el padre de Antonio hizo cuanto estuvo en su mano para que el nene no se le descarriara, para que hincase los codos sobre el escritorio en lugar de andar metiendo pierna en el potrero y consagrase su buena cabeza a las letras y los números, negocio más provechoso que arriesgarla como un gil en cada disputa aérea. Sin embargo, y muy a su pesar, el chaval terminó por dar el salto al fútbol profesional, vistió la camiseta de Boca Juniors en más de trescientos cincuenta partidos oficiales y defendió los colores de la selección argentina en dos mundiales pero nada de eso importó a don Bartolomé, nadie pudo convencerlo jamás de acudir a un estadio para ver jugar a su hijo.
No andaba muy errado el viejo del Rata en su diagnóstico: del fútbol vivían cuatro y la mitad dedicaban más horas a la cultura del bulín y las botineras que a la del esfuerzo. No fue el caso de su hijo, quien siempre tuvo presentes sus prioridades y terminó convertido en mucho más que un buen futbolista o un gran capitán. A imagen y semejanza de su gran ídolo, el millonario Néstor Rossi, Rattín se hizo acreedor al título honorífico de caudillo, una figura casi olvidada en el fútbol moderno y que él mismo explicaba en una carta escrita a principios de la década de los ochenta, ya retirado: «En mis tiempos de jugador, antes de salir al campo me repetía siempre lo mismo: Rata, vos sos un mal necesario en el equipo; podés jugar bien, mal o regular pero tenés que dar ejemplo de entrega y debés respaldar a tus compañeros. A través de aquellas experiencias puedo intentar una definición de los que es y representa un caudillo: un tipo que no es un crack, que normalmente no deslumbra a nadie con su habilidad pero que es respetado y que con su voz, su voluntad y su presencia puede resultarle muy útil a su equipo. Como decía al principio, y en definitiva, un mal necesario».
Antes de convertirse en figura, Rattín empezó a llamar despertar el interés de los mejores equipos de Buenos Aires en los campeonatos juveniles Juan Domingo Perón. Nacido en Trento pero afincado en Tigre, jugó varios partidos con las inferiores del gran equipo del barrio pero siempre con documentación falsa, una argucia bastante habitual en aquellos tiempos para esquivar la lentitud de la burocracia y ofrecer una oportunidad inmediata a nuevos talentos. Las primeras ofertas que recibió no resultaron demasiado alentadoras en lo económico y la austera realidad del fútbol argentino parecía empeñada en dar la razón a su padre: Chacarita le ofreció una bicicleta o cinco mil pesos por firmar su primer contrato profesional mientras que Tigre se comprometió a regalarle un traje completo, incluidas la camisa y la corbata. Tras seguirlo de cerca durante varios partidos, y consciente de que el chaval comenzaba a flirtear con el profesionalismo, Bernardo Gandulla le pide que firme por Boca Juniors con las siguientes palabras: «Pibe, venga a Boca porque usted tiene condiciones y va a triunfar; no tenga duda». Rattín, sin embargo, acepta la oferta por una razón muy distinta: le gusta la combinación de colores del uniforme bostero, tanto que jamás vestirá otra camiseta salvo la albiceleste del combinado nacional.
Como su padre se niega a mover un dedo por facilitar la aventura del hijo descarriado, son los amigos del barrio quienes acompañan al Rata a su primer partido con la camiseta azul y amarilla. Se trata de un amistoso contra Lanús y lo primero que llama su atención al entrar en el vestuario son las botas, groseramente tuneadas con tres cintas adhesivas de color blanco en los laterales, a imitación del logo de Adidas. Cuando el utilero se acerca para informarse sobre la talla del recién llegado se topan con un pequeño problema. Antonio tiene los pies demasiado grandes, en los sacos no hay botas del número 45, así que, tras consultar con el árbitro del partido, Rattín termina debutando en zapatillas. El debut en partido oficial llegaría unas semanas después y el rival sería River Plate, el equipo acaudillado por su gran ídolo, Néstor «el Pipo» Rossi. De nuevo se niega el viejo Tano a dar su brazo a torcer, así que a la cita se presenta el futuro ídolo xeneize a bordo de una vieja camioneta Chevrolet que sus amigos se han agenciado para la ocasión.
En su palmarés destacan los cinco títulos nacionales conquistados con Boca Juniors y una Copa de la Naciones con Argentina, torneo organizado por Brasil para celebrar su recién conquistado título mundial de 1962. El peso de Rattín en su selección, su condición de nuevo caudillo albiceleste, queda patente en el duelo entre argentinos y brasileños cuando Pelé, desquiciado por las marrullerías de su marcador, noquea de un cabezazo al Chino Mesiano. Mientras los auxiliares atienden al defensa, el Rata se acerca al banquillo y solicita al seleccionador Minella la entrada de Roberto Telch, el centrehalf suplente: «Don Pepe, meta a Telch que del negro me encargo yo». El Oveja, que es como todo el mundo llama a Telch por el rizado extremo de su pelo, observaba los acontecimientos sentado en la banqueta, descalzo y comiéndose un perrito caliente, pero su ingreso al partido resulta determinante. También el marcaje de Rattín a Pelé. En un córner a favor de la canarinha, el astro brasileño se acerca al argentino y le pide firmar un pacto de caballeros: nada de golpear sin balón de por medio. «Usted juegue tranquilo que yo, sin balón, no le voy a pegar», promete el argentino. Huelga decir que el Rata cumple su palabra, el estadio Pacambú termina coreando la exhibición de la albiceleste y al día siguiente, en señal de profundo respeto, Pelé se presenta en el hotel de concentración argentino para disculparse con Mesiano y felicitar a Rattín.
Sin embargo, el momento más recordado en la longeva carrera del Rata será su expulsión en el Mundial de Inglaterra, en 1966. El partido llega precedido de cierta polémica por las designaciones arbitrales y la violencia desmedida de los argentinos en su partido contra Alemania. El sorteo de colegiados para los cuartos de final se celebra sin la presencia de los delegados de Argentina y Uruguay quienes, siempre según su versión, son citados una hora más tarde y se encuentran con todo decidido: el duelo entre Inglaterra-Argentina lo pitará un alemán mientras que el Uruguay-Alemania correrá a cargo de un árbitro inglés. Las sospechas se vuelven certezas cuando Rattín es expulsado por apenas señalarse el brazalete y pedir explicaciones al colegiado tras la señalización de una falta. Indignado, el Rata se dirige a la grada y se sienta sobre la alfombra roja que delimita el palco real del estadio de Wembley. Cuando le indican que no puede quedarse allí, se dirige desafiante hacia los vestuarios entre la algarabía de una afición inglesa que le arroja chocolatinas y cerveza a su paso, gestos que el caudillo devuelve estrujando la bandera inglesa que flamea en uno de los banderines de córner. «Sabían que nos habían robado. Estaban tan avergonzados que al día siguiente me fui de compras y el taxista no me quiso cobrar la carrera. Los ingleses son así de honrados, son una raza especial».
El 28 de Julio de 2015, la directiva de Boca Juniors hacía justicia al viejo caudillo e inauguraba una estatua en su honor para acompañar las de otros ídolos bosteros como Maradona, Riquelme o Guillermo Barros Schelotto. Alejado del mundo del fútbol y dedicado a la venta de seguros, el Rata recibía por fin el merecido reconocimiento tras demasiados años de abandono institucional. Entrevistado por los diferentes medios presentes, el hijo de don Bernardo preguntaba a todos los reporteros si se distinguía bien el brazalete de capitán, al tiempo que ponía algún que otro reparo a la escultura: «Me siento muy agradecido pero creo que yo soy más lindo». A su especial condición, y la de otros tantos como él, dedica también Roberto Fontanarrosa uno de sus cuentos más celebrados: «Wilmar Everton Cardaña, el 5 de Peñarol». El relato del Negro es un canto a la figura casi mitológica del caudillo, a ese mal necesario que definía el propio Rata, a todos esos guardianes de los viejos códigos del fútbol. «Yo sé que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o el gesto acerbo una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en él la grandeza, el coraje y la hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron víctimas, encarnizados rivales o detractores». Así define Fontanarrosa a su imaginario Cardaña, unas palabras que incorporan un poco de Rattín, de Pastoriza, de Tito Gonçalves, de Zoco, de Baresi y hasta de Carles Puyol, quizás el último exponente de una estirpe en claro peligro de extinción: el fútbol moderno se ha vuelto demasiado democrático, cómo no odiarlo.
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