Nov 28th 2017, 11:37, by Fran G. Matute
Fotografía: Margarita Carrera
Juan Diego Fuentes Casas (Madrid, 1963), más conocido como Dogo, es uno de los pocos hijos auténticos que ha tenido el rock and roll de este país. Al frente de Los Mercenarios capitaneó una de las bandas más impecables e insobornables de los años ochenta, cuya música se ha negado a quedar encapsulada en el tiempo que le vio nacer, por eso sigue vigente, por eso sorprende su solvencia. Llueve en Sevilla (1988) se erige hoy día como una de las cumbres del rock en español, y sin embargo continúa a la espera de ser reeditado, así como el resto de la discografía «mercenaria», en la que se dieron la mano las periferias obreras de la madrileña Ciudad Pegaso y el lumpen sevillano, del que Dogo se declara hijo putativo (y puteado). Nazario dibujó todo esto en la portada de Ansia, su primer disco. En ella se ve a un chulo, a un facha y a una prostituta. Al fondo un trasunto de la Alameda de Sevilla, en la que Dogo levantó el mítico Fan Club hace ya treinta años. Lo tuvieron todo para triunfar pero la droga se interpuso en su camino. Terciopelo y cuero. Alma y corazón. Dogo ha vuelto a los escenarios. No quiere ser un músico de culto. Insiste en que está empezando.
¿Qué es para ti un músico de culto?
No sé si sabré responderte adecuadamente. Un músico de culto es alguien que quizá no ha tenido una carrera brillantísima, porque ha tenido altibajos, pero que siempre ha sido coherente consigo mismo, en cuanto a su actitud hacia la música, y por la música en sí que ha compuesto y grabado. Por lo demás, el culto a alguien lo da la gente y esto siempre es muy aleatorio. Un músico de culto para ti puede no serlo para mí.
De acuerdo con tu definición, para mí tú podrías ser un músico de culto.
No, no, para nada. ¡Yo estoy ahora empezando! [risas]. Para mí un músico de culto sería, por ejemplo, Chet Baker, un musicazo al que al principio puteaban en el mundo del jazz simplemente por ser blanco. A Chet Baker se le reconoce sobre todo como trompetista pero yo lo valoro más como cantante. Es uno de los cantantes que más me gustan. Tiene una voz, un fraseo… En su último disco, Bread, butter and champagne, aquel que grabó para la película de Bruce Weber, saca una voz de animal herido, pero entonando cada nota en su sitio, con una cosa que le sale de no sé dónde… Eso es para mí un músico de culto. Si yo tuviera aquí delante a Chet Baker, me arrodillaría ante él y le diría: «Toma mi anillo del dragón. ¡Te lo regalo, compañero!» [risas].
¿Y quién sería para ti un músico mercenario?
Juanjo Pizarro. Mi gran hermano Juanjo Pizarro, músico mercenario en un sentido y en el otro [risas].
¿Qué día pasó Juan Diego Fuentes Casas a ser Dogo?
Aunque soy hijo putativo (y puteado) de Sevilla, sufridor de esa ciudad que me encanta y que tiene todo para subirte y acto seguido hundirte en ese ombligo peludo que tiene, yo nací y me crié en Madrid, en la Ciudad Pegaso. Mi hermano y yo pasamos entonces a ser allí «los dogos». Fue un mote que nos puso la gente del barrio.
Luego, Dogo, como personaje, por así decirlo, nace con la primera banda que tuve, en el instituto Ramiro Maeztu. Nostradamus, se llamaba el grupo. Duró muy poco, pero ahí entré ya como Dogo. Es decir, asumiendo el mote que me habían puesto en el barrio. Con el personaje de Dogo, que tiene más egos, yo he jugado, sin duda, pero la persona ha estado siempre detrás. Si tú me llamas Dogo, respondo. Pero en casa, mi madre y mi mujer me llaman Diego. Cuando me presento, digo: «Hola, soy Diego». Al final somos todos de carne y hueso.
¿Cuándo empiezas a interesarte por la música?
A mí siempre me ha gustado la música, siempre me ha gustado cantar. No es que haya tenido nunca una estupenda voz pero morro y oído siempre he tenido, desde pequeño, así que estaba todo el día cantando. Si te digo que empecé escuchando a los Rolling Stones te mentiría. Yo empiezo a escuchar rock en serio con trece o catorce años gracias a un vecino, Juanito Bowie, que vivía en la esquina de enfrente, y que era uno de los disc-jockeys de la M&M Concert Hall, una discoteca puntera de entonces, donde se celebraron grandes conciertos. Allí empecé también con los trapicheos. Juanito me llevaba seis o siete años, y me orientó mucho de pequeño.
Ciudad Pegaso, de todos modos, fue siempre un barrio muy roquero. En el bar Miriam, al que se iba el sábado por la tarde para bailar, había un jukebox donde sonaban Sweet, Slade, Alice Cooper, el «Rebel Rebel» de Bowie, los Stones… Todo eso había en un jukebox de bar de barrio a la altura de 1975 o 1976.
Luego descubrí mucha música en el Ramiro Maeztu, que estaba en plena calle Serrano, fíjate, y que no me correspondía geográficamente porque en teoría yo tendría que haber ido a un instituto de San Blas. Lo que pasa es que yo era un golfo avezado, sacaba buenas notas, y me dieron la oportunidad de ir a ese instituto. Allí había tela de fachas, pero también hijos de papá con dinero que habían viajado a Londres y tal, chavalitos que iban de hippies. Había como dos bandos muy diferenciados: los de Cristo Rey y la joven Guardia Roja, y yo me junté lógicamente con estos últimos, entre los que circulaba buena música. En mi clase estuvo Quino Maqueda, más tarde guitarrista de La Frontera, y a través de su hermano conseguimos el primer disco de los Ramones. A Pegaso esos discos no llegaban, pero a mi instituto sí. Allí podías ver a gente, en 1977, con chapas de los Adverts o con el primer disco de los Stranglers bajo el brazo.
De todos modos, mi verdadero enganche con la música se produce con la música en castellano, cuando empieza Chapa Discos con aquellos recopilatorios del Rock del Manzanares y el festival Rock Villa de Madrid. Se publican entonces Madrid de Burning y Fiebre de vivir de Moris, los dos discos que me hacen querer tener una banda. Creo además que son discos fabulosos, no porque hayan sido especiales para mí sino porque los sigo oyendo y mantienen una vigencia absoluta. Mauricio Birabent era un auténtico poeta, y Toño Martín fue quien le dio a Burning todo su rollo, porque él era la parte loureediana del grupo. En las canciones de la primera época de Burning te encuentras con Chuck Berry, New York Dolls, el propio Lou Reed, y por supuesto los Stones, era todo un compendio de los grupos que más me gustaban. Aun así, si me tengo que quedar con uno de ellos, me quedo con Moris y su Fiebre de vivir, donde el grupo de acompañamiento era Tequila. Esa forma de cantar que tiene Moris, la oyes y ves que ahí hay otra cosa.
Con una formación musical tan castiza, tan madrileña, ¿cómo acabas en Sevilla montando un grupo punk?
Mi periplo es el siguiente: con dieciséis años salgo primero de Madrid con destino a Barcelona. Mi padre era trabajador de la Pegaso, pero le ofrecieron un trabajo mejor en DAF. Mi madre se quedó entonces en Madrid, porque mi hermano se iba a casar y había que prepararle la boda. ¡La gente de pueblo somos así! [risas]. Así que me fui solo con mi padre a Barcelona, a probar. La única persona que yo conocía en Barcelona era una novieta que me había echado unos años antes en Vilches, Jaén, el pueblo de mis padres, que son los típicos emigrados andaluces. Esta chica vivía en Cornellá, así que me cruzaba diariamente Barcelona nada más que para ir a verla. Gracias a ella pude asistir a algunos ensayos de la Banda Trapera del Río, aunque para entonces el Morfi no estaba muy fino que digamos. Aquello estaba ya un poco desolado.
De todos modos, mi etapa barcelonesa duró solo un año, porque mi padre volvió a cambiar de trabajo y allí ya sí que nos fuimos toda la familia a Sevilla, ciudad a la que llegué a finales de 1979. Sevilla era entonces un pueblo, lo cual me chocó mucho porque me esperaba otra cosa. Yo no es que me hubiera criado en el centro de Madrid ni nada de eso, yo he vivido siempre en periferias, pero el centro de Sevilla era una cosa… Tenía un ambiente muy cortito, muy de pueblo.
En Sevilla viví un tiempo en el centro, en la calle Galera, pero al poco nos fuimos al barrio del Tardón, que es un barrio que me encantó desde el principio. Hace poco le hice una letra a Antonio Smash que decía: «El Tardón es un laberinto de ventanitas con rejas / Nadie vende golosinas en la puerta de la bodega». De aquel barrio me chocó, de entrada, su configuración: ¡solo tenía un árbol! ¡El árbol del ahorcado ahí en medio! [risas]. Y una bodeguita en la que te encontrabas elementos de todo pelaje. Allí acababa confluyendo todo el mundo: mogollona de gente del mundo lumpen, del mundo hippie, del mundo friki… La Ciudad Pegaso es donde me crié, yo soy de allí; pero luego está El Tardón, que se convirtió en un barrio bandera para mí.
¿Qué escena musical te encontraste en Sevilla?
La gran Sevilla musical de los setenta había desaparecido por completo. Acababa de fallecer Julio Matito y los Smash se encontraban dispersos. Silvio estaba entonces grabando Al este del Edén, pero poco más había. Sevilla siempre ha tenido grandes músicos, y la gente enrollada tenía gran cultura musical, pero eso era todo lo que quedaba de la época gloriosa. Sí es cierto que nada más llegar a la ciudad conecté con la gente. Me pasé por las dos o tres tiendas de discos que había, pero en ninguna tenían cosas de punk. En El Siglo del Plástico, la tienda que habían abierto Juan Azagra y Pepe Benavides en la calle Hernando Colón, al lado de la Giralda, se pusieron las pilas rápido. Tanto Juan como Pepe acabaron siendo muy amigos míos. Por esa época se montó también el Flash, en Los Remedios, y alrededor de la gente que iba allí se formó un primer grupito, una primera manifestación de cierto punk sevillano, ya mezclado un poco con la Nueva Ola, pues te estoy hablando del año 1980 o así. A Sevilla el punk llegó un poco más tarde que en el resto de España, pero lo hizo con fuerza.
¿Cómo nacen Los Canijos?
El día que llegamos a Sevilla entramos con el coche en vez de por el Polígono San Pablo por las Tres Mil Viviendas, sin saber que aquello eran las Tres Mil Viviendas ni lo que había allí ni nada, claro. También te digo que las Tres Mil Viviendas de entonces eran otra cosa. Allí se vendía hachís, sobre todo, y algo de polvo, pero muy poco. Al pasar por la barriada de Los Diez Mandamientos vi un letrero que ponía: «Zona punk». Y me dije: «Anda, mira, ya estoy yo orientado» [risas].
Al primer sitio al que fui nada más aterrizar en Sevilla fue a Triana, a la plaza de Santa Ana, porque allí eran famosas las barras de hachís que hacían. Me habían hablado de ellas en Madrid, fíjate, uno de la Ciudad Pegaso que había estado allí hacía poco y nos había contado que en esa plaza se hacían unas barras tela de grandes, y movía el brazo así como si tuviera una porra de goma en la mano. En tu imaginario aquello era… [risas]. Así que me fui del tirón a la plaza de Santa Ana pero nada más llegar vi que aquello era muy sórdido. Todo el mundo me quería tangar [risas], así que me piré de allí y acabé en El Postigo, un bar que estaba enfrente del Café Mágico, que llevaba también Pepe Benavides, al que todavía no conocía. Pasé por allí delante y vi que estaba sonando el «Satisfaction» pero en la versión de Devo. «Coño, punk», me dije, y allí que me quedé. En la puerta había una serie de personajes que parecían sacados de La naranja mecánica, algunos con los pelos largos todavía, todos con unas caritas… Eran el Canijo, el Lute y el Poeta. Yo llevaba una chupa negra con un imperdible grande en la solapa, y se me acercó el Canijo y me dijo: «¿Tú qué eres, punk?» [risas]. E inmediatamente se convirtieron en mis hermanos. Los primeros notas que conocí nada más llegar a Sevilla resultaron ser Los Canijos.
Al día siguiente me invitaron a su barrio, que no era otro que Los Diez Mandamientos, en las Tres Mil. Me dijo el Canijo: «Vente a mi casa a comerte un puchero, que lo hace mi abuela mu rico». Entonces me fui para allá, me senté a la mesa con la abuela, que en verdad era la bisabuela, tenía ciento y pico de años y estaba ahí puesta con el moño, los ocho hermanos del Canijo y una perra que había allí. Esa era la estampa. Y allí sentado, giro la cabeza y veo un letrero que pone: «Zona punk» [risas]. ¡Lo habían escrito ellos! Luego resultó que la bisabuela era ciega, y cuando le sirvieron el puchero cogió el cuchillo y el tenedor, empezó a tocar aquello y dijo: «A mí me habéis echado mu poca pringá, ¿eh?» [risas]. Yo estaba con los ojos como platos.
Me llama la atención que en las Tres Mil Viviendas, en un ambiente gitano, existiera una conciencia punk.
A ver, ellos no estaban «en la onda». Quiero decir, no habían escuchado a los Ramones ni a los Clash. A los Sex Pistols sí, porque el single «God Save The Queen» había sonado por las ondas medias. Todavía tenían el pelo largo, pero a la semana de conocerme estaban todos pelados. Su actitud, no obstante, era lo más punk que yo había visto en mi vida.
¿Cómo se grabó la famosa maqueta de Los Canijos?
Pepe Benavides, que ya era amigo mío, nos dejó un local que estaba al lado de su tienda de discos y allí organizamos los primeros ensayos. Nos metimos allí a ensayar pero aquello no funcionaba, porque era un local acristalado. La tienda de Pepe era toda una cristalera, y así era imposible. Entonces ligamos una casa entera en la calle San José, de alquiler, enfrente del convento. Insonorizamos aquello con cartones de huevos y nos repartimos el espacio: en el primero vivía uno, en el segundo otro, en el tercero… Aquella época fue muy alimañosa, porque por allí pasaban muchas bolsas no de lo de por la nariz sino de lo otro. Muy intenso todo. Pero también es cierto que empezábamos a ensayar por la mañana y no lo dejábamos hasta por la noche. Pasamos así de no saber tocar nada a, en un año, tener un repertorio.
La maqueta se grabó en el estudio que tenía José María Sagrista en Camas, donde también ensayaba Silvio. Se grabó con un Revox de dos pistas: por un lado la música, por otro la voz. Los Revox aquellos grababan de puta madre. Para la maqueta ya se nos había unido el Loren, que tocaba entonces con Refugio, la otra banda punk que había en Sevilla, pero que al vernos ensayar quiso entrar en Los Canijos. Aunque era un gran guitarrista, entró tocando el bajo porque ya teníamos dos guitarras. En alguna de mis mudanzas he debido de perder las cintas originales. Yo creo que Pepe Benavides conserva un casete con todo aquello. Lo que está colgado en internet tiene que ser la grabación que le hizo uno a otro, y este otro a otro, porque suena fatal. Lo que nosotros grabamos sonaba mucho mejor.
La aparición de Los Canijos supuso una pequeña revolución en Sevilla, breve pero intensa. Nuestros conciertos solían estar siempre abarrotados. Recuerdo una vez que tocamos en la feria de San Juan de Aznalfarache, frente a doscientas personas. En San Juan de la Palma dimos otro concierto multitudinario y tuvo la policía que venir porque acabó todo el mundo dándose silletazos. Alrededor de aquella escena se llegó a juntar un núcleo muy interesante de aficionados al punk, no dañados aún porque, si bien estábamos todos consumiendo mucho, el rollo entre nosotros era muy bueno. Aquello es cierto que no trascendió, básicamente porque tanto yo como el Poeta nos tuvimos que ir a la mili. Yo volví a Madrid, y allí empecé a componer otro tipo de canciones, como «Ansia» y «Rock And Roll Caliente».
Canciones que ya no eran punk, que tenían otra sonoridad.
Sí, y además tiene su explicación. En Madrid, haciendo la mili, me reencuentro con los músicos de Los Escaparates, que para mí fue la banda primigenia más genial que hubo en todo Madrid. Estaba formada por Ángel Álvarez Caballero, César Scappa y Eduardo Benavente, que más tarde montaría Parálisis Permanente. A mí lo de la movida que no me lo cuente nadie porque yo vi cómo surgió todo aquello. El caso es que entre las dos bandas, Los Escaparates y Los Canijos, nació una amistad, una de intercambios, y cada dos por tres estábamos nosotros en Madrid y ellos en Sevilla. Como yo era de Madrid, hice la mili con pernocta. Dormía todos los días en casa de Ángel o de César y me pegaba allí todo el tiempo oyendo sus discos, yendo a sus ensayos. César había viajado hacía poco a Nueva York y de allí se había traído los discos de Richard Hell & The Voidoids, Mink Deville, Television… Y esa es la onda que yo me traigo de la mili y que impregna mis nuevas composiciones. El giro aquel del punk, en el que yo encasillaría también a Patti Smith, mucho más poético, urbano y descarnado, ya no era una cosa de «vámonos que nos vamos», sino que se trataba de una música que, para empezar, requería buenos músicos, que demandaba otro tipo de discurso.
Es entonces cuando formas Los Mercenarios.
El último concierto de Los Canijos lo dimos en Sevilla, a modo de despedida oficial, en la Roll Dancing, y ese día vino a vernos Juanjo Pizarro, que estaba entonces tocando con Brigada Ligera. Juanjo nos había visto tocar ya antes. Se me acercó y me dijo: «No sabéis tocar, pero tenéis un rollo de puta madre. ¿Me puedo subir con vosotros al escenario?». E hicimos juntos el «Johnny B. Goode» de Chuck Berry. Luego nos fuimos a tomar unas copas y me pegué toda la noche hablando con él. Me di cuenta al instante que estábamos predestinados.
Al día siguiente montamos Los Mercenarios. Para el bajo llamamos a Miguelito, con quien yo no tenía mucha mecha entonces, pero luego me demostró que era un músico alucinante. Yo quiero reivindicar a Miguelito, no ya como bajista sino como músico, como arreglista y tal. Era la hostia. ¡Lo que se ha perdido Sevilla con Miguelito! Porque ahora todo el mundo habla de Juanjo y del Pájaro, pero el bajo de Miguelito, de verdad, era una delicia. Recogía todo el rollo del soul, tenía un toque a lo Booker T. & M.G.'s brutal. Luego, como guitarra metimos al Loren, que venía de Los Canijos, y batería no teníamos, así que se lo propusimos a don Antonio Smash. Loren duró dos meses con nosotros. Ya sabes tú cómo es el mundo gitano. Estaba todo el día: «Quillo, que no tengo dinero pa cuerdas. Que no puedo ir hoy al ensayo». Todo el día llorando [risas], y así no podía ser, porque nosotros nos estábamos planteando entonces una cosa seria. Loren sigue tocando hoy día, de vez en cuando. El Pájaro, que siempre lo ha respetado mucho, le ha mangao unas cuantas ideas [risas].
La primera sesión que hicimos, ya como Los Mercenarios, fue también en el estudio de Sagrista. Grabamos una primera versión de «Rock And Roll Caliente» en la que tocan Juanjo, Loren, Miguelito y Antonio Smash. Esa grabación salió luego publicada en el fanzine 27 puñaladas. Había ahí unos punteos del Loren muy bonitos, muy del rollo de las Tres Mil Viviendas, de la escuela de Raimundo y Rafaelillo Amador. Antonio Smash, al tercer ensayo, nos dijo: «Ustedes estáis mu locos», y se fue [risas]. Tú sabes: a Antoñito le han gustado siempre las cosas muy bien hechas, muy ensayadas, más serias. A mí me habían hablado entonces de Cucharín, que estaba como yo, to enganchao [risas]. El primer día que lo vi quedamos en las Tres Mil. El tío era de barrio-barrio. De estos que te cogía un litro y se lo bebía a morro del tirón, todo muy excesivo. Era además muy guapo, un Adonis. Era el tío más guapo del mundo, muy pintón, con su chupita de cuero que le quedaba tela de bien, entalladita. Y cuando le escuché tocar la batería por primera vez, me quedé… Era un batería de nacimiento, con un sentido del ritmo innato. Un chaval que de la nada sabía perfectamente dónde tenía que meter los cambios. Tenía una pegada brutal. Lo vimos claro al instante. Con su incorporación se configura definitivamente el grupo.
¿Cómo os surge la posibilidad de grabar un disco?
Yo tenía entonces solo cuatro o cinco temas compuestos. De hecho, uno de ellos, «Ansia», ya había sido grabado por Academia Parabuten, el grupo que montó Javier Benavente, el hermano de Eduardo, también muy amigo mío. Me preguntó si tenía alguna letra y tal y se la cedí. Fue su primer single, aunque ellos la hicieron musicada de una forma totalmente diferente a como la grabé yo luego con Los Mercenarios. Lo suyo era un rollo siniestro y lo nuestro rock and roll.
Nuestro lugar de ensayo oficial era el mismo que el de Silvio. Dado que Juanjo y Miguelito tocaban con él también, lo lógico era compartir aquello. Todavía recuerdo ese micrófono que Silvio ponía perdido cuando ensayaba. Había todo un micromundo allí viviendo, te lo juro [risas]. Yo, ya ves, no soy un tipo delicado, pero había que ponerse el traje de neopreno para cantar con el mismo micro que Silvio [risas].
El caso es que Juanjo salía entonces con la hija de Ricardo Pachón, con quien había colaborado mucho en el estudio. Cuando Ricardo se enteró de que Juanjo tenía un grupo nuevo, se interesó por nosotros. Se vino un día al ensayo y flipó. Ricardo es un personaje, de verdad, pa comérselo. Con una visión, con un rollo… Lo mismo que tenía ese feeling para el flamenco lo tenía para el rock, porque era un fanático de Jimi Hendrix, de los Rolling Stones, y él vio rápidamente que en Los Mercenarios había una cosa especial, una química, un duende, como en el flamenco. Eso, si tienes visión, se nota a la primera, porque es algo que trasciende. Y de eso Ricardo sabe tela. Él ve el potencial de las cosas. Nos vio y nos dijo: «Pa Umbrete», donde tenía su estudio, Capullo Records, y nos dejó aquello cuatro semanas, para que grabáramos. Eso, para una banda de mataos como éramos nosotros entonces, fue mucho. En aquel chalet habían estado grabando, no muchos años antes, Kiko Veneno y Pata Negra. Manuel Molina vivía al lado y estuvo allí presente todos los días de la grabación, tomando ingentes cantidades de muchas cosas, pero sobre todo de menudo y mosto de Umbrete. Y allí estuvimos ensayando once horas al día. Registramos una maqueta, que estaba regular porque no acabábamos de ligar el sonido bien, pero a los seis meses o así, recibimos una llamada de Mario Pacheco, de Nuevos Medios. Ricardo le había hecho llegar la maqueta y el tío había flipado también. Se vino a Sevilla a vernos tocar y a los dos o tres meses nos contrató, nos llevó a Madrid, al estudio de Félix Arribas, que había sido batería de los Pekenikes, y allí grabamos Ansia, nuestro primer disco, que fue un mini LP.
¿Cómo conseguís que Nazario os haga la portada?
El Take No Prisoners de Lou Reed siempre ha sido uno de mis discos de cabecera. Yo estaba enamorado de esa portada. Un día Pepe Benavides, que se convirtió en nuestro manager, me dijo: «¿Tú sabes que Nazario es amigo mío?». Lo conocía de cuando él vivió en Sevilla, antes de irse a Barcelona. Para mí Nazario era en aquel momento lo más grande, así que le dije que le preguntara si quería hacernos la portada del disco. Pepe nos puso en contacto con él y ya Nuevos Medios tomó las riendas de la negociación. Le mandamos a Nazario una serie de canciones, y él nos mandó las pruebas de la portada que, básicamente, ilustraba la letra de «Rock And Roll Caliente». Se ve en ella la Alameda, el facha, el otro… y el tío dio en el ojete. Su portada es magnífica. Luego, la segunda que nos hizo, para el disco Mala reputación, me gusta menos. Yo no la hubiera usado.
Recuerdo que en nuestra primera gira por Barcelona tocamos en la sala Zeleste, en la primigenia, la que estaba en la calle Platería. Hicimos una tocata de puta madre y esa noche, por mediación de Pepe Benavides, nos quedamos a dormir en casa de Nazario. Alejandro, su novio, estuvo toda la noche vacilándole a Miguelito: «Ay, Miguelito, esta noche te voy a follar», le decía [risas]. Nos llevaron a un bar tela de cutre de la plaza Real, donde iban ellos, y donde paraban todas las viejas travestís. Se pusieron todas como locas, cogiéndonos los paquetes [risas].
Gracias a esas tocatas conseguimos una credibilidad tremenda en Barcelona. Más que en Madrid, que es mi plaza. Las grandes noches las hemos dado siempre en Barcelona. Allí rompíamos. Antonio de La Virgen fue nuestro manager para el norte de España, y él fue quien nos buscó la gira con Burning. ¡El tío empeñó su casa para que pudiéramos hacer aquella gira! Fue una locura.
¿Os sentíais de algún modo parte de la movida?
No. Nosotros no hemos formado nunca parte de nada. Cuando empezaron Los Mercenarios surgió también todo el revival del garaje, y se nos quiso meter en ese saco. Tampoco éramos un grupo punk, por más que yo sí viniera de allí. En realidad no éramos nada. Yo tenía claro que lo único que quería tener era una banda de rock and roll, sin etiquetas. Si tú oyes nuestras canciones, notas rápidamente que ahí hay un conglomerado de cosas, sonando todas lo mismo, pero con un rollo muy ecléctico: baladas, medios tiempos, temas cañeros… Por eso no puedes apuntarnos a nada. Fuimos una banda de rock and roll, y punto.
¿Se os veía desde Madrid o Barcelona como una banda de Sevilla?
Sí. El sello de Sevilla iba siempre por delante. Y a gala, vamos. En ese momento en Sevilla había muchas bandas y muy buenos músicos, pero no estaba saliendo nada fuera. Ni siquiera Círculo Vicioso, el grupo de Sagrista, que ganó el festival aquel de Benidorm. Fue algo que pasó en toda Andalucía, y no sé muy bien por qué. De Granada salieron 091 y de Sevilla nosotros, y para el carro. Fuimos de las pocas bandas del sur que en los ochenta sonaron fuera.
La sombra de Silvio en esa época era muy alargada. ¿Crees que la etiqueta de «grupo de Sevilla» pudo resultaros en algún momento perniciosa?
No, porque en cuanto decíamos que éramos de Sevilla caíamos siempre muy bien. La gente con eso no tenía ningún problema, al revés. Todo el mundo se cree, de hecho, que yo soy natural de Sevilla. Yo voy por ahí diciendo que soy sevillano porque me han dado las llaves de la ciudad tres veces y me las han quitao cuatro [risas].
Luego hay que tener en cuenta que Silvio estuvo siempre metido en su reino de taifa. Silvio coge ya una dimensión cuando lo oye Enrique Bunbury y dice que le gusta mucho, pero para entonces ya se había muerto. A ver, que se entienda esto: para mí Silvio es don Silvio Fernández Melgarejo, pero Silvio no trascendió porque con él no se podía ir a ningún lado. Me acuerdo de un concierto que nos organizó Pive Amador en Madrid, con Los Picapiedra, Baldomero Torre y Sus Cuchillos Afilados y Silvio de guinda del pastel. El concierto empezó un poco más tarde, y cuando estábamos nosotros tocando la tercera canción, nos pidió Pive que paráramos, porque Silvio estaba ya muy borracho y temía que no fuera a aguantar. Así que tuvimos que parar para que se subiera al escenario y cantara tres o cuatro canciones, porque el pobre no daba para más. Date cuenta, en Madrid, en mi plaza, con un montón de amigos que habían venido a verme, de mi barrio. También había músicos colegas, gente de La Frontera, de Gabinete Caligari, el Coque de Los Ronaldos. Aquello petado de gente que había venido a vernos a nosotros, que no conocía a Silvio de nada, y nos tuvimos que bajar del escenario. Eso es lo que pasaba con él.
En 1988 publicáis Llueve en Sevilla que, si me permites el exabrupto, me parece uno de los mejores discos que se han hecho nunca en España.
En ese LP está el grupo en plena forma. Somos una piña. Con Juanjo Pizarro había conseguido formar un tándem creativo, mas luego teníamos a Miguelito, que nunca ha sido manco, que nos apoyaba mucho con el tema de los arreglos, y al Cuchara, que era la fuerza aglutinadora. Éramos una hermandad y eso se notaba mucho. Ese disco lo grabamos en el estudio de Sagrista pero lo mezclamos en Londres. Ahí Nuevos Medios dio la cara. El único dolor de mi corazón que tengo con ese disco es que el corte del acetato se hizo mal y no se rectificó, perdiendo frecuencias. Ese disco era un cañón de sonido y en el corte del acetato se lo cargaron.
Pero si suena de puta madre.
Pues sonaba mejor, te lo juro. Tenía un sonidazo, ahí se ligó un sonidazo de morirte. Le pedí a Mario que repitiéramos el corte, pero él insistía en que sonaba bien así. Pero el que tiene oído se da cuenta al instante de que en esa grabación se han perdido la mitad de los registros. Mario siempre fue un tío muy generoso. Cuando te mandaba a Londres te hacía llegar una limusina al hotel para llevarte al estudio. Era un tío excepcional, te cuidaba bien, tenía detalles de la hostia, pero de repente, con una tontería como esta, en la que te la jugabas, el tío no accedía.
Yo quería en un principio que el disco se llamara Terciopelo y cuero. Mi idea era que la pegatina de una cara fuera de cuero y la otra de terciopelo, pero Mario me dijo que no lo veía, que eso era mucho dinero. Yo era el que me peleaba con Mario y Juanjo el que tiraba puentes. Mario era un tío muy educado de buena familia. Fue fotógrafo en los sesenta. Se iba a Londres a ver tocar a Jimi Hendrix, era un tío muy leído. Yo nunca he sido torpe, siempre me ha gustado mucho leer, pero Mario conseguía sacarme la parte más macarra, y creo que lo hacía adrede además. Sabía más que yo, jugaba con eso, y Juanjo era el que atemperaba la cosa. Al final el disco salió como Llueve en Sevilla.
¿Quién hizo la portada?
Vicente Feliú, un creativo de Arte Cero, un colectivo artístico que había entonces en Sevilla y que fue responsable también de la portada del disco El blues de la frontera de Pata Negra. Feliú estaba entonces un poco enganchado, como yo, y el collage que nos hizo lo gualtrapeó un poco, no le echó todo el amor que había que echarle, pero sí que captó muy bien el momento en el que se encontraba el grupo. Ahí se nos ve a nosotros bajo una lluvia un poco ácida, con todo ese enmarañamiento debajo…
¿Como convencéis a Raimundo Amador para que toque en «Polígono Sur»?
A Raimundo y a Rafael los conocí en el Flash, en mi época con Los Canijos, un día en el que aparecieron por allí unos franceses para hacer un documental sobre Pata Negra. Las cosas de Sevilla, tío, que nadie se entera nunca de nada: tuvo que venir una chavala de Francia para ver qué pasaba aquí con Pata Negra, y eso lo grabaron en el Flash. El Raimundo y el Rafael tocando allí: «Un niño le preguntaba a su mamá…», y los franceses flipando, grabando aquello con la boca abierta [risas]. Raimundo era también muy amigo de Juanjo, a través de Ricardo Pachón, así que fueron varias las conexiones.
Grabando Llueve en Sevilla quise rendir tributo a la ciudad, por eso hago que el Hendrik, de los Smash, toque una cosa en «Alma y Corazón». «Sueños rotos» se la dedico a Silvio, porque es un tío que viene por delante, al que admiro por muchas cosas. A mí no se me caen los anillos reconociendo estas cosas. Será porque no soy de Sevilla. ¿Y Raimundo? Venga, que toque en «Polígono Sur».
Mira, lo de Sevilla yo no lo he entendido nunca, de verdad. Vale que cuando salió el primer disco de Veneno no se enteraran en el resto de España, al menos hasta que alguien lo votó como el mejor disco del pop español y por mis huevos que si no lo es se le acerca mucho. Ese disco de Veneno es una obra de arte, una pasada absoluta. Kiko, que es un tío que compone canciones con la punta del nabo, no lo quiere reconocer porque le duele, pero no va a volver a hacer una cosa así de grande en su puta vida. Allí no era ninguno consciente de la dimensión y de la cantidad de puertas que estaban abriendo. El disco de Veneno es como el disco del plátano de la Velvet Underground. Siempre digo que Los Canijos fuimos el primer grupo punk que hubo en Sevilla con el permiso de Veneno, porque aquél era un disco totalmente punk. Y cuando yo llegué a Sevilla flipé porque allí nadie sabía quiénes eran Smash, y a Veneno lo conocían cuatro personas. La gente nada más que hablaba de las anécdotas, que si llegaban al estudio y ponían el pescaíto frito encima del Steinway, que si le habían cambiado la portada, que si la buena era en la que salía la piedra de hachís. No, coño, el disco: escúchalo. ¿Qué más dan las anécdotas? Las canciones, ponte a escucharlas.
Las únicas canciones que se han escuchado en Sevilla de verdad han sido las de Silvio, porque tuvo desde el principio la aceptación de la sevillanía. A Silvio se le aceptó porque partía como borrachín y perdedor. El currorromerismo en Sevilla sí se permite. Y Silvio era eso: las cuatro que era capaz de tocar bien eran sublimes. El resto… Yo he visto más tocatas de Silvio que nadie, me habré tragado cientos de ellas porque Pive nos llevaba siempre a Los Mercenarios de gira con él por su reino de taifas: los pueblos de Huelva, Cádiz y Sevilla. Yo me he tragado todas las papas de Silvio y también verlo en una mierda de tocata en la que de repente se ponía el tío a cantar bien y…. ¡Ay! Eso en Sevilla sí se entiende. Sin embargo, lo de Veneno, lo de Pata Negra, lo de Smash, nada de eso se había reivindicado hasta que determinados críticos de fuera empezaron a hacerlo. Luego viene el otro con el Omega, que es un disco buenísimo, no digo que no, y la gente empieza a decir muchas tonterías, porque ese disco no es la génesis de nada. Sevilla, ya te digo, tiene esa cosa que cuando te otorga, te otorga; pero como te pise, te hunde en la miseria más profunda.
En vuestro caso entiendo que no fue Sevilla la que os impidió triunfar a lo grande.
No. Cuando acaban Los Canijos yo tengo ya un serio problema, y toda la etapa «mercenaria» transcurre en ese muy serio problema que tengo, que va in crescendo además. Yo nunca he estado tirado, siempre he estado haciendo cosas. He quemado mis flotas, mis imperios, así que no he tenido necesidad de hacer daño a nadie. He podido disfrutar de una autonomía aún con un problema de grueso calado como el que tenía. Cuando empezamos a grabar nuestro último disco yo estaba fatal. Comenzaron ahí una serie de procesos personales, de peleas con los colegas, todo por lo mismo, ya me entiendes, y se empezó a perder la magia. En ese disco ya no toca el Cuchara. Se había ido. Le dio un ataque al corazón y entró en una fase…
Mala reputación es un buen disco, no está mal, pero vive de los retazos de Llueve en Sevilla, de lo que quedó fuera. El resto de temas lo compusimos en el estudio. La mezcla también se hizo en Londres, pero aquello lo llevó solo Juanjo, eso hay que reconocérselo, porque cuando yo llegué allí me perdí. Nada más llegar me fui al barrio más chungo que había en Londres, que estaba a dos horas de viaje del centro, y desaparecí. El técnico que nos hacía la mezcla era Dave Young, que había trabajado con John Cale, y cada vez que yo me pasaba por el estudio me ponía una cara… Porque yo entraba en plan Miedo y asco en Las Vegas, pasadísimo y tela de borde. Así que esa mezcla se la comió entera Juanjo, y la hizo bien. En esa época era la parte serena del grupo, y eso que él nunca ha sido un santo, pero estaba mucho más centrado que yo.
Con todo, ¿tienes la sensación de que Nuevos Medios no os promocionó en su día lo suficiente?
Nuevos Medios era lo que era, una de las pocas casas independientes que había entonces. Estaban DRO, Tres Cipreses y poco más. Ese es el comienzo de la música independiente en España, nada que ver con lo que luego han llamado el indie. Con Nuevos Medios pasaba lo siguiente: Mario Pacheco te trataba bien, cuidaba mucho el aspecto artístico, pero no tenía una gran cadena de distribución. A nosotros nos surgió la oportunidad de irnos con Ariola pero decidimos quedarnos en Nuevos Medios porque nos sentíamos valorados como artistas. El tema es que justo cuando nosotros empezamos, Mario le vio el filón al nuevo flamenco, y por muy filántropo que uno sea, cuando tú ves los ceros y los comparas con los decimales… ¡Ahí se produce un agravio comparativo! [risas]. Nuestros discos funcionaban entonces por simpatía, sin apenas promoción, porque Nuevos Medios no te daba ninguna.
¿Sabes cifras de ventas?
No, porque Mario Pacheco no nos hizo nunca una liquidación de royalties. En la vida. Estamos de hecho ahora en contacto con su hija para hablar de esto. Yo creo que del segundo disco se venderían unos veinte mil, que no estaba mal si lo comparamos con los ochenta mil que podían vender entonces grupos como Gabinete Caligari. El tercero salió en vinilo en una tirada muy corta, porque ya entonces primaba el CD, y quizás por eso se vendió menos. Y del primero, no sé, porque, ya te digo, nunca nos rindieron cuentas, pero calculo que entre cinco y diez mil. Los Mercenarios, sin haber tenido apenas promoción y sin haber sonado en ondas medias, funcionaron bastante bien. Esto lo veo ahora en mis conciertos: cuando voy a tocar a un sitio viene siempre gente a verme, y casi todos los que vienen tienen discos nuestros. También es verdad que muchos de mis oyentes de entonces o están muertos o están en la cárcel [risas].
Nunca has ocultado ni has tenido ningún tipo de tapujo a la hora de hablar de tus problemas de adicción. ¿Cómo se lleva eso ahora que ha pasado todo?
Creo que uno tiene que ser consciente de lo que es, y yo soy más que consciente de lo afortunado que he sido por haber salido de todo aquello. Me considero afortunado porque a mi alrededor he visto un montón de cadáveres, empezando por el de mi hermano, así que no hablo por hablar. Soy también consciente de que aquello ha formado parte de mi crecimiento personal, así como de mi hundimiento. Las cosas no son gratis en la vida. Te puedo contar, por ejemplo, que hace tres días he terminado el tratamiento para la Hepatitis C, el nuevo que hay ahora, que dura tres meses. No es inhabilitante como el interferón aquel, que te dejaba listo de papeles, pero sí que al mes de empezar el tratamiento he estado como si tuviera una gripe continúa, en un estado semiinsconsciente. Ya te digo, lo acabé hace tres días y ahora estoy bien. La Hepatitis B la pasé casi sin darme cuenta, porque en aquella época la cosa era… Estaba todo el día puesto, así que ni me enteré. Y la C nunca la he tenido activa, para mí era como una espada de Damocles. La droga ha formado parte de mi vida. No vacilo de ello, pero tampoco le hago de menos, porque seguramente yo no sería la misma persona que soy ahora si no hubiera pasado por aquello. Estoy en paz con este tema, la verdad. Y enamorado de la vida y de Cristina, mi mujer, hasta la médula [risas].
¿Qué recuerdos tienes del Fun Club, la mítica sala de conciertos que fundaste en Sevilla en 1987?
Antes del Fun Club allí estaba el Extrarradio, un local al que no entraban ni las ratas. Su dueño me llamó un día porque quería darle al sitio un lavado de cara. Quería que yo le llevara público, así que me contrató un mes de disc-jockey. Pero el nota quería cobrarle entrada a las ratas, y las ratas, como bien sabes, no pagan entrada en Sevilla [risas]. El chaval se hundió en la miseria y lo traspasó. Mi amigo Pepe Benavides vio lo del traspaso y me llamó. Aquí hay que hablar ahora de una faceta de mi vida de la que no hemos hablado, y es que yo trabajo el hierro. Mi padre trabajaba en una fragua, y ese es un oficio que yo aprendí desde pequeño y al cual me sigo dedicando. En Sevilla yo estuve trabajando en una fábrica de remolques y semirremolques, y a la vuelta de la mili hice todo lo posible para que me despidieran. Conseguí entonces que me dieran cuatrocientas mil pesetas, y Pepe me llamó justo unas semanas después de haber cobrado el cheque, al que ya le había metido un buen bocado [risas]. Me cogió en el momento justo. Puse la pasta sobre la mesa y abrimos el Fun Club, asociándonos con el Lute, Miguelito y Manolo Moreno. Me acuerdo que cuando fui a pedir los permisos de apertura, vi que el local existía todavía con la denominación de Café Cantante, que fue donde empezó el flamenco en la Alameda, donde cantaba Silverio Franconetti.
Tuvimos unos años buenos pero la gente fue cayendo, porque la noche es la noche. Yo ya estaba muy tocado, así que imagínate lo que fue para mí estar cinco años seguidos viviendo la noche todos los días. Era ya el espíritu de la golosina [risas]. Por aquella época, además, ganaba un buen dinero, porque no solo tenía el beneficio del Fun Club sino del grupo. Tal como me entraba el cash por aquí me salía por allí. Todos los días me veía con una solvencia meridianamente canjeable por cartuchos. Pepe empezó ahí una etapa un tanto oscura y se fue deshaciendo de los demás socios. Yo lo quiero mucho, pero lo mismo que lo alabo lo critico. Tuvo ahí una etapa muy alimañosa, porque vio que aquello era un negocio rentable, y Pepe siempre ha sido un hombre de negocios, cosa que ninguno de nosotros era, por otra parte. Él se quedó con el Fun Club, él era quien lo gestionaba, así que me parece lógico y justo además, porque yo le hubiera metido fuego al local en cualquier momento. Eso sí, el Fun Club se llenaba por nosotros, por el Lute, por Miguelito y por mí, no por Pepe, que siempre tuvo la habilidad para crearse muchos enemigos.
En 1992 le dije que quería vender mi parte, porque yo ya no era persona. El Fun Club ahí sigue, treinta años después. A Pepe le han dado la Medalla de Honor de la ciudad, y yo que me alegro. Se la merece. Sevilla es una ciudad importante y, necesitaba un local así, para que tuviera su circuito de rock and roll. Te reconozco que cuando entro me da un pellizquito, porque, joder, al fin y al cabo, fue mi casa.
Siempre has dicho que la Expo'92 fue lo que te echó de Sevilla.
La Expo me pegó a mí la puntilla. Aquello me pilló ya muy tocado, con malas relaciones en el Fun Club, con el grupo prácticamente disuelto. Para colmo la Expo trajo toda aquella represión, con el Grupo 10 y demás. El Cara Niño cada vez que me veía me gritaba: «¡Te voy a cortar el pelo!». A mí me detuvieron varias veces y me hicieron pasar en el calabozo cuarenta y ocho horas gratis de monazo gordo, por la cara. Por la puta cara, porque a mí no me han cogido nunca una mierda. Tal y como los veía me comía el cartucho. Pero tenían la potestad para cogerte cuarenta y ocho horas por la cara, y aquello fue terrible.
Me imagino que habrás visto la película de Alberto Rodríguez.
Yo respeto mucho a Alberto. Es un gran director. El tío capta el tema pero no se lo han contado bien, porque la realidad fue mucho peor. Esa gente fue, de verdad, mala. Muy mala. Estaban cebados. Eran ellos los que vendían luego la droga en la Alameda. Tenían controlados los cuatro mejores sitios y le vendían a todas las putas. Uno de ellos, que se parecía al Roca, al político ese catalán, me tenía fichado. Cada vez que me pillaba me humillaba, me vacilaba, me tocaba la cara. Era una cosa que trascendía la mera relación gato-ratón. Durante la Expo tuvieron patente de corso absoluta. Así que en 1992 me fui de Sevilla y no volví hasta 1999.
La Alameda era entonces una zona durísima. ¿Te atreves a relatarnos cómo era aquel ambiente?
Mira, yo me he recorrido los barrios chungos de toda España, he ido a tocar allí y a pillar. El lumpen de Sevilla en los ochenta era durísimo, tanto en las Tres Mil como en el Polígono Sur, como en la calle Joaquín Costa, en la Alameda. Como tú entraras por esa calle en plan lila, te espabilaban las orejas rápido. Te quitaban la cartera y te llevabas además dos cables de regalo. La Alameda era un sitio muy duro. Cuando abrimos el Fun Club allí no había nada, ni un puto bar en esa onda. Había cuatro tascas de viejos que pasaban por allí porque luego se iban de puterío, y poco más. La calle Joaquín Costa era un hervidero de putas muy enganchadas. Con sus chulos, ¿eh? Eso era lo peor. Como sabes, la parte de atrás del Fun Club da a esa calle, y estando yo tantos años por aquella zona trabajando, cada dos por tres me tenía que pegar con alguien.
El único sitio amable de toda la Alameda era la plaza de los travelos. «Ay, rockero guapo, ¿dónde vas?», me decían [risas]. Como llevaba pantalones de cuero, en el lado de la polla se me hacía siempre una arruga gorda, y los travelos flipaban: «Ay, qué paquetón. Qué lametón te pegaba yo. Vamos a poner cien pavitos cada uno y nos vamos al políngano a comprar un cartucho de vaso, rockero guapo» [risas]. Esa era la cantinela. ¡Lo único amable de la Alameda, quillo! [risas]. Todo lo demás, palo duro como no he visto yo en otros sitios. Mis colegas de Madrid, cuando venían, tenían todo esto supermitificado por culpa de las pelis de quinquis de Eloy de la Iglesia. Y lo que allí salía era patio de colegio al lado de lo que pasaba en Sevilla.
Recuerdo una noche que salí a tirar los cascos al contenedor y vi a dos putas dándole un pedazo de paliza a un nota de esos que venían de Sanlúcar la Mayor o de por ahí, recién cobrados, con el fajo en el bolsillo, borracho. Mientras una le cogía la churra la otra le limpiaba la cartera. Como el nota no se podía defender, acabó en el suelo con las putas pisándole la cara. Con el tacón, ¿eh? Escenas como esa, que tú ves en una peli y dices que qué exagerado, eran bastante frecuentes en la puerta del Fun Club.
Terminas cambiando el lumpen de la Alameda por las playas de Ibiza.
Así es, y allí en Ibiza monto una fragua debajo de un algarrobo. Literal, ¿eh? La monté con un tío austriaco que tenía allí su mercado alemán. Me fui allí a vivir buscando otro rollo, hasta el punto de que yo la noche de Ibiza ni la pisé. Fui algún día a Pachá y al Privilege, cuando abrió. También a Es Paradis. Pero en Ibiza básicamente lo que hice es estar perdido por allí durante los dos primeros años y luego, cuando empecé a ver algo de dinero de la fragua, estar metido todo el día en una peña.
En el 99 volví a Sevilla y traté de montar una nueva banda con Pepe Suerito y Charlie Cepeda, también con Antonio de Los Sentíos, pero aquello no cuajaba. Me llamaban a veces de Barcelona para tocar, y nos veíamos obligados a montar un repertorio en tres o cuatro días. Juanjo estaba entonces en su otra época «mercenaria», al frente de Reincidentes, así que no podía contar con él.
¿Volviste con la intención de reflotar a Los Mercenarios?
No, no. Lo de Los Mercenarios estuvo bien así: tres discos, y ya está. De puta madre. Ahora estamos en trámites para que se reediten. Nos está ayudando mucho Juancho López, que fue manager de Dover y bajista de infinidad de grupos, como Paul Collins o Kurt Baker, y a quien he conocido en León, donde vivo ahora por culpa de mi mujer, porque ella tiene el curro allí. Para la edad que tengo y mis pretensiones vitales, León me parece un sitio genial. Hay muy buen rollo. En Elektra, donde se venden cómics, discos y tal, y se organizan muchas presentaciones de libros, está Alicia, una chavala muy interesante que tiene también un grupo, Los Platillos Volantes. Luego está El Gran Café, donde hay tela de conciertos.
Curiosamente en León nos pagaron en su día el caché más alto que hemos recibido nunca Los Mercenarios: un millón de calas de la época. Además sin tener que hacer nada, pero ya te cuento eso otro día [risas]. El caso es que se ve que caímos bien, que dejamos por aquí un bonito halo de «mercenariedad», porque me he encontrado con muchos amigos del grupo, empezando por Kike de Los Cardiacos, con quien tuvimos en los ochenta mucha relación.
Juancho es por otro lado el responsable de mi regreso a los escenarios. Ahora giro acompañado por Los Jichos, grupo formado por Jorge Colldan a la guitarra, Sam Malakian a la batería y el propio Juancho al bajo. Ellos son la sección rítmica de Kurt Baker, a la que hemos sumado a Xabi, de Señor No. Son una banda pa comérsela, tocan que te mueres y son tela de currantes. Hemos puesto un poco en pie el repertorio clásico de Los Mercenarios pero también con canciones mías y de Juanjo que hicimos en aquella época y nunca llegamos a grabar. Como ahora no me aprieta el zapato, lo quiero hacer todo con tranquilidad, sin premuras. La vida irá diciendo.
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