El caballero y la muerte, óleo atribuido a Pedro de Camprobín (s. XVII), Sevilla, Hospital de la Caridad.
Terry Pratchett dijo que le gustaría morir con un vaso de coñac en la mano y con Thomas Tallis en el iPod. «Porque su música podría elevar, incluso a un ateo, un poco más cerca del cielo». Los teólogos habrían asentido con gusto. Pocas cosas como la belleza hacen verosímil la existencia de un Dios providente.
Las religiones han encontrado un terreno abonado para su negociado en lo de morirse; y la liturgia, que trata de hacer verosímil algo que es incomprensible, ha hecho florituras. Para este menester, los grandes compositores han desfilado uno detrás de otro componiendo misas de difuntos, porque cuando no se moría un papa lo hacía un rey. «Allí, los ríos caudales, allí los otros medianos, y más chicos». La muerte iguala, pero no los fastos; pero gracias a estos dispendios nos han llegado unos artefactos espirituales poderosísimos. Aquí recapitulo unos cuantos ejemplos singulares, porque creer durante un rato que hay una vida eterna no hace daño a nadie.
Missa Pro Defunctis – Cristóbal de Morales
En 1544 Cristóbal de Morales estaba en Roma, cantando en la capilla pontificia. Por este azar, sus dos primeros libros de misas se publican en esta ciudad. Es posible, sin embargo, que el objeto de la Misa de difuntos a cinco voces fuese la memoria de Isabel de Portugal, la esposa del emperador Carlos, cuyos funerales se celebraron en San Pedro en 1539. También se conserva un Oficio de difuntos en la catedral de Puebla, del que se sospecha que pudo ser cantado a beneficio del alma del mismo Carlos I. La misa se cantó también en Toledo, en 1598, en sufragio de Felipe II. Casi nada.
La Pro defunctis es una misa polifónica de estilo severo. Sigue el texto del misal, conservando en muchos pasajes las entonaciones del Graduale, y avanza por él con solemnidad y con austeridad, sin ornamentación, desplegando poco a poco una música sutil y contundente, de una profundidad insólita, llena de serenidad y de esperanza, que hace justicia a aquella afirmación de san Pablo: la fe entra por el oído.
Requiem de guerra – Benjamin Britten
El Requiem de guerra tiene la particularidad de no haber sido escrito para un difunto, sino para el mundo o para la historia. Britten, que no pegó un tiro en su vida a pesar de vivir dos guerras mundiales, recibió el encargo de escribir la música para la consagración de la catedral de Coventry (que la Luftwaffe se había esmerado mucho en destruir). A sus compatriotas no les había sentado demasiado bien que se hubiese largado a Estados Unidos cuando había que arrimar el hombro contra los alemanes. La circunstancia le permitía, de algún modo, resarcirse. Britten mezcla en la obra dos textos dispares: el de la misa de difuntos y poemas de Wilfred Owen, quien murió en el frente pocos días antes del final de la Primera Guerra Mundial y cuyos textos están lleno de espanto y de desilusión.
La música de Britten contagia el horror y el desconcierto de la guerra. No hay ni un momento épico, ni un solo instante de heroísmo o de patriotismo. «He wars on Death – for Life; not men – for flags». Para el estreno, el compositor quiso reunir a tres solistas de las nacionalidades particularmente aludidas: inglesa (Peter Pears), alemana (Dietrich Fischer-Dieskau) y soviética (Galina Vishnévskaia), a quien las autoridades no dejaron cruzar el telón y que fue sustituida por Heather Harper. La obra reparte sus fuerzas de manera desigual: mientras que el texto latino corre de parte de la soprano, de la orquesta y de un coro de niños, los poemas de Owen los canta el tenor y el barítono junto a una orquesta de cámara. El Requiem termina con «Strange Meeting», un desolador poema de Owen en el que el un combatiente inglés se encuentra, bajo tierra, con uno alemán al que al mismo ha dado muerte. «The hopelessness. Whatever hope is yours, Was my life also; I went hunting wild After the wildest beauty in the world. […] I am the enemy you killed, my friend. I knew you in this dark; for so you frowned». Durmamos juntos ahora, se dicen, mientras el coro de niños pide a los ángeles que los lleven al Paraíso.
Cantus in Memoriam Benjamin Britten – Arvo Pärt
Arvo Pärt admiraba la obra de Britten por su «pureza inusual de su música» y le entristeció de tal modo su muerte que compuso un canto a su memoria. Formalmente es una pieza muy sencilla, como toda la música de Pärt. Es un canon en la menor donde cada repetición entra una octava por debajo y dos veces más lenta. Tres golpes de campana y comienzan los violines. Es una música de una increíble fragilidad y de una profunda tristeza, que va agolpándose hacia el final con una respiración pesada, con el tañido inflexible de la campana. «He intentado conocer a Britteh personalmente durante mucho tiempo y eso ahora ya no podrá pasar».
Requiem For My Friend – Zbigniew Preisner
La música de las películas de Kieslowski la escribía Preisner. Tenían incluso un heterónimo barroco para firmar algunas piezas: Van den Budenmayer, un falso músico holandés del XVIII. Cuando en 1996 un ataque al corazón acabó con la vida del cineasta, su amigo le escribió un réquiem. La obra tiene dos partes claramente distinguibles: los nueve primeros movimientos siguen, vagamente, el canon de la misa de difuntos. Está escrito para soprano, órgano, dos contratenores, tenor, bajo, quinteto de cuerdas y percusión. Instantáneamente crea una atmósfera muy singular, como meditabunda; y de entre eso, de improviso, la música salta con violencia, porque aquí se está tratando un tema misterioso y tremendo.
La segunda parte también tiene nueve movimientos y está escrita para soprano, contratenor, flauta, saxofón alto, piano, orquesta y coro. Se llama «Life», en contraposición a la anterior, que se llama «Requiem». Explora, de algún modo más cinematográfico que la primera (conviene apuntar que esta es la primera obra orquestal de Preisner que no es una banda sonora) el drama de nacer, crecer y morir. Es mucho más ambiental y me parece que funciona mucho peor. Las dos partes están conectadas por la repetición de una pieza obsesiva, «Lacrimosa», que está escrita sobre un crescendo obstinado. Puestos a llorar, se llora dos veces.
Bonus Track
Como vivimos tiempos convulsos en los que se va con prisa a todas partes, lo mismo usted no encuentra el rato para sentarse a escuchar un réquiem de una sentada. ¡Ningún problema! Aquí van unas recomendaciones prêt-à-porter.
Maurice Ravel, ese hombre que compuso ese bolero tan machachón («¿Bolero? ¡Si no hay maracas!», como en aquel chiste de Les Luthiers) escribió una pieza para piano a la que tituló «Pavana para una infanta difunta» por razones estrictamente fonéticas (le gustaba la aliteración). Luego la orquestó, que es la versión más conocida. Una pavana es una danza renacentista, de ritmo muy lento, y según se ve, a Ravel le gustaba imaginarse a una infanta de las que pintó Velázquez bailando a este compás.
Una pieza particularmente divertida es la «Danza macabra» de Camille Saint-Saëns, un poema sinfónico que recrea el popular tema medieval. La muerte empieza a tocar el violín y los esqueletos se levantan de las tumbas y empiezan a bailar. Contiene además el pequeño chistecillo de usar el diabolus in musica, llamado así no porque convoque al demonio, sino porque el intervalo de quinta disminuida es muy disonante o, como se dice técnicamente, suena a rayos.
Terminemos con dignidad. Hay una piadosa costumbre que consiste en rezar el De profundis cuando se entra a un cementerio. «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor escucha mi voz». La letra, como se ve, es poderosa. Josquin des Pres, que vivió en la segunda mitad del siglo XV, nos ha dejado esta versión hermosísima.
Morales, en la dedicatoria de su segundo libro de misas, escribe que la «la música sana los cuerpos y disminuye y aligera el alma de las tentaciones de los espíritus malos». Aunque morirse ya no es lo que era y el consuelo de una vida futura ha perdido partidarios, la música sigue intacta. No es poco.
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