Mujeres trabajando en el High-Speed Flight Research Station, 1949. Fotografía: NASA.
Si tienes más de treinta, no eres joven. Muchos te dirán que sí y se referirán a tu generación como «vosotros, los jóvenes», pero no te dejes engañar porque no es verdad. No eres joven y cuando te etiquetan como tal, la mayoría de veces están despreciándote.
Esto es una cosa que me cabrea.
Os lo cuento ahora porque en unos días habré presentado un libro sobre jóvenes (El muro invisible, Debate) y ando preocupado. Es un libro con la gente de Politikon sobre los problemas de las nuevas generaciones: tienen difícil encontrar empleo, ganan poco dinero, retrasan tener niños, reciben menos ayudas, etcétera. El libro está bien, pero me supone un problema: creo que durante la promoción me van a llamar joven. Ya puedo oír eso de «vosotros, los jóvenes» y me cabrea. Porque resulta que tengo treinta y seis años y me cago en la vida si soy joven.
Que no soy joven me lo certificó el médico. Debía de tener yo treinta y dos años cuando me presenté en la consulta preocupado. Hacía un tiempo que no me sentía bien: la comida basura me sentaba fatal, tenía digestiones rarísimas y después de una borrachera no me encontraba. El médico me dio el diagnóstico sin paños calientes: «Es la edad». Dijo solo eso, pero yo escuche que decía «es la edad, hijoputa».
Alguno estará pensando que exagero, y que no es tan grave que te tomen por un chaval. Pero se equivoca.
La etiqueta «joven» esconde un desprecio. Cuando los señores mayores te dicen que eres joven —sin serlo— es porque creen que estás a medio hacer. No tienes lo que hay que tener, que normalmente es experiencia, pero también pueden ser cosas vaporosas y discutibles como instinto o carácter. Siempre es algo que a ellos les sobra.
Tampoco aclaran desde cuándo tienen esas virtudes. Y es que muchos señores ignoran su propia vida. Se olvidan que ellos a tu edad ya ocupaban puestos que ahora reservan para veteranos. Dirigían departamentos, decanatos, empresas, fábricas y hasta ministerios. No lo piensan, y si lo piensan lo justifican: no es tu culpa, pero sois una generación narcisista que lo ha tenido todo muy fácil. Esta actitud la he visto en la política, la prensa y la universidad, pero entiendo que pasa en todas partes.
Es peor con las mujeres, que son subestimadas por partida doble. Lo contó María Ramírez: «Suelo repetir más de lo necesario mi edad y tengo mi fecha de nacimiento en mi cuenta en Twitter (1977). Tal vez con la esperanza de que veinte años de experiencia profesional sirvan para superar el trato entre displicente y desconfiado que sufre cualquier mujer joven en España».
Cómo no cabrearse.
Esta actitud de (algunos) mayores esconde una guerra generacional que tiene muchas manifestaciones. Una de mis favoritas es el desprecio por lo nuevo. Lo habréis visto mil veces: veteranos que desechan cualquier cosa innovadora con el argumento de que son modas o distracciones. Nuevos autores, nuevas herramientas, el cine moderno o internet al completo, todo cosas sin verdadera importancia. Reconozco que tienen parte de razón, porque es verdad que las personas exageramos el impacto de cualquier innovación, como dice siempre Ramón González Férriz, pero también es evidente que su crítica es perezosa e interesada.
Es perezosa porque sirve para justificar su obsolescencia. ¿Sabéis esos intelectuales que dicen que todo estaba ya en Marx, Tocqueville, Cervantes o John Ford? Es un truco para ignorar autores nuevos.
Pero, sobre todo, es una actitud interesada. Las personas que nos ganamos la vida haciendo algo —programar, escribir o atender mesas— tenemos incentivos para que nada cambie. Nadie quiere quedarse anticuado. Desde los noventa hemos visto resistencias en masa, como los programadores que defendían el código máquina o los fotógrafos que renegaban del digital. Hace no mucho conocí a un ejecutivo que lidera transformaciones digitales imprimiéndose emails. Las personas que sabemos hacer las cosas de cierta manera exageramos las ventajas de hacerlo así… por puro egoísmo. Si quieres comprobarlo, pregúntale a un periodista qué virtudes debe tener un buen periodista: siempre contestamos con nuestras propias virtudes.
En fin. He visto cosas locas, como esas tertulias de «voces jóvenes» donde invitan a gente de casi cincuenta.
No voy a seguir porque la lucha generacional me abochorna. Creo que los señores mayores que se dedican a hacern la crítica millennial están hablando sobre todo de sí mismos (y quizás de sus hijos). Pero tampoco voy defender a tipos de treinta que ni conozco, ni a negar que existan corrientes históricas que nos hacen diferentes entre épocas. Menos interés tengo todavía en ir contra el valor de la experiencia: ¿quién sería tan idiota como para dejar de justificar sus errores del pasado con esa excusa? Yo tengo una lista larga de vergüenzas y me niego a asumirlas.
***
Ya no eres joven. Pero no importa: aún puedes salir, puedes jugar a videojuegos, puedes quejarte de cosas que no importan y tener cuenta en Tinder. Dejar la juventud no significa que debes ser otra persona.
Significa que eres un adulto.
Dejar de ser joven es reconocer que has aprendido suficiente para ser útil. Significa que no eres un chaval que se sacrifica invirtiendo en su yo del futuro: tú eres el del futuro. Querrás cosas razonables como un salario digno y un horario humano. Y tendrás, quizás, responsabilidades esperándote en casa al salir del trabajo: hijos que bañar, amigos que socorrer, padres que cuidar.
Ser un adulto, y que te reconozcan como tal, significa que nadie ignore esas cosas.
También significa que dejarás de entender a los jóvenes verdaderos. Quizás te pasa ya que no entiendes Instagram o que te ríes de las retransmisiones gamers. Quizás te has escuchado diciendo que los jóvenes de ahora no leen, no saben redactar o no aprenden a hacer integrales. Quizás te invade la duda, como me pasa a mí, cuando veo a mi hermano de trece años que vive pegado a un iPad. Ser adulto significa que tendrás la tentación de despreciar su mundo… pensando que son modas o pérdidas de tiempo. Por eso abandonar la juventud viene con una advertencia: no ignores a los jóvenes verdaderos, ni renuncies a asombrarte con lo que podrán enseñarte.
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