Miles Davis, 1960. Fotografía: John Bulmer / Getty.
Jot Down para 1906
Quisimos ser como ellos: los que llenan estadios, libros de historia, museos. Los que nos miran desafiantes desde las portadas porque han conseguido que su nombre sea inseparable del prefijo de «leyenda», «mito» o «símbolo». Aquellos cuya mención es ya una reverencia. De pequeños forrábamos las paredes con sus rostros plastificados y nos dormíamos fantaseando con —por lo menos— igualar sus proezas. Los recreos servían para imitarles, para replicar sus gestos. Repasábamos desesperadamente su trayectoria, en busca de aquella decisión esencial que les condujo hasta la cima.
Quizá no lo vieron entonces, pero siempre, en alguna de las esquinas, alguien luchaba por hacerse invisible. Escrutándose los zapatos, mascando incomodidad en la distancia. No sabían demasiado, pero eran conscientes de lo primordial: jamás podrían ser lo que se esperaba de ellos. No encajaban. Esa tribu no era la suya. Repelían, instintivamente, la noción prefabricada del éxito.
Aunque el mundo les hubiera puesto fácil la grandeza (una familia con posibles, unas destrezas innatas, una estirpe que continuar…) se resistían a ingresar en el rebaño. Crecieron sin adaptarse al ese níveo uniforme, al ritmo de la legendaria nana popular:
Baa, Baa, black Sheep,
Have you any Wool?
Yes merry I Have,
Three Bags full,
Two for my Master,
One for my Dame,
None for the Little Boy
That cries in the lane
Bah, Bah, oveja negra,
¿Tienes algo de lana?
Sí, señor, tengo,
Tres bolsas llenas,
Dos para mi maestro,
Una para mi dama,
Ninguna para el niño pequeño
que llora en el carril
.
Y sin embargo, allí afuera, en el mundo real, los vellones más preciados no eran precisamente los blancos. Tenían una ventaja (se contaban por millones) pero su lana era un producto menor. Era imperativo tratarlo artificialmente para dotarlo de vida, de color, de singularidad. Su versatilidad las hacía tan necesarias como irrelevantes. En cambio, los ejemplares distintos eran una rareza codiciada. Esa lana no necesitaba ser teñida y con ella podían confeccionarse prendas de una tonalidad auténtica, indeleble. Para los pastores, toparse con ellos era sinónimo de prosperidad.
A algunos, ese reconocimiento les llevó tiempo. Pero acabo encontrándolos.
La leyenda que prefirió el prestigio
¿Les suena el nombre de Beatrice Webb? No, porque no es una leyenda.
A principios del siglo XX, escritores y pensadores como Jack London y George Orwell hacían las delicias del público narrando cómo era vivir siendo pobre. Les gustaba disfrazarse de mendigos y vagabundear por las calles de Londres, atrapando el material con el que tejer épicas y conmovedoras historias. Hablaban con los desahuciados, con los harapientos, los que hacían de buscar refugio un oficio.
Pero una mujer —no especialmente sucia, no particularmente desvalida— siempre les esquivaba. Se escabullía entre la niebla cuando alguno de ellos rondaba por allí, diluyéndose en la multitud. Ella, en realidad, tampoco era precisamente pobre. Nació entre los algodones de una familia de empresarios y políticos londinenses que no perdonaban las partidas de criquet ni el té de las cinco. No hizo lo que se esperaba de ella. Beatrice estudió casi a escondidas. Y a escondidas, también, dentro de una falda harapienta se instaló en las calles del este de la ciudad. No quería parecer una mendiga: quería serlo. Trabajó en una fábrica, intimó con sus compañeros, comprendió los procesos industriales.
Su familia y el bochorno se hicieron uno cuando, tras largo tiempo desaparecida, reapareció andrajosa y con un manuscrito bajo el brazo: Pages From a Work-Girl's Diary. El libro causó sensación y sus contemporáneos —como Orwell— quedaron fascinados de su pormenorizado examen de la pobreza crónica. Ellos eran simples aficionados, buscadores de relatos de sofá.
Gracias a Beatrice la corriente para mejorar las condiciones de vida de las fábricas tuvo un fuelle insólito. Impulsó los movimientos cooperativos británicos y acabó fundando la London School of Economics. No fue leyenda por una sola razón: no quiso.
El valor de lo auténtico
«La gente como nosotros no toca la trompeta», susurró su madre. Puso en sus manos un violín, que compró con meses de ahorro de sus clases. Miles se resistía a defraudarla e intentó aceptar que, en una sociedad aún segregada, una educación musical clásica sería lo adecuado. De veras lo intentó. Pero cuando acudía a los locales de moda en St. Louis, de aquellos instrumentos brillantes salía un embrujo al que no podía dar esquinazo. Miraba las trompetas y le flotaban los pies. Supo entonces que su alma era de viento, no de cuerda. Se lo confesó a su padre, que luchaba por encaminar los pasos del muchacho en dirección del negocio familiar. Nada le habría complacido más que Miles fuera dentista. Aún así, le regaló una trompeta a hurtadillas. También algunas clases.
Cuando Miles Davis estaba a punto de cambiar la música para siempre en 1958 con el album Kind Of Blue, descubrió que —contrariamente a lo que sintió durante años— no era el raro de la familia. Era el auténtico. En una de sus visitas a la casa familiar, sorprendió a su madre sentada al piano, tocando melodías de blues. Nada clásico, como siempre hacía. Funky, Blues. Ella también escondía un elegante y auténtico secreto.
La oveja negra
Kris Kristofferson. 2010. Fotografía: Bryan Ledgard (CC).
Tenía un pelo envidiable, una habilidad extraordinaria en los deportes y un Summa Cumm Laude. El mundo se había postrado a sus pies: Kristopher poseía inteligencia, belleza y tesón. Estudió en Oxford, llegó a capitán en el Ejército, salió en las páginas del Sports Illustrated. Pudo contentar a su padre (general de la Fuerza Aérea de Estados Unidos) continuando sus logros en la academia militar. O su madre (más inclinada hacia la placidez de las letras) aceptando aquel puesto para enseñar literatura en la universidad. Pero rechazó ambos. Quiso ser la oveja negra, dejar atrás el rebaño de Texas. Que sus únicas reglas fueran las cinco líneas del pentagrama: Kris Kristofferson iba a ser músico.
Su familia lo repudió. No volvió a asistir a otra cena de Navidad, y su retrato fue arrancado de los álbumes de fotos. Había tirado por tierra su camino de gloria para echarse a perder en un terreno polvoriento de moteles y antros.
Si alguien les hubiera anticipado que el nombre de aquel joven crearía escuela, no le habrían dado crédito. Kristopher solo cogió desvío. Acabó componiendo para Johnny Cash. Para Elvis. Para Waylon Jennings. Para Gladys Knight & The Pips. Toda una deshonra.
Hoy ellos están está en la cima. Alimentando ilusiones y sueños de nuevos rebaños para los que ser «la oveja negra» queda muy romántico visto desde la distancia. La mayoría aspira a emularles, a teñir sus pieles. Solo algunos, desde las esquinas, lo lograrán. Y cambiarán el mundo, cosechando premios, inspirando imitaciones.
Había otras cuatrocientas ochenta y uno, pero todos se rindieron a ella. La 1906 Black Coupage se convirtió en la mejor cerveza del mundo en el World Beer Challenge. Una verdadera oveja negra, que embelesó a los paladares expertos de los Internacional Brewing Awards por sus aromas tostados, con recuerdos a regaliz y cacao. Y no fue la única de la familia 1906 en alcanzar la codiciada cima: el sabor único y auténtico de la 1906 Reserva Especial le valió una Medalla de Oro, y la 1906 Red Vintage alcanzó el valor de leyenda con una Medalla de Plata gracias a su elegantes notas de caramelo y café. Y como estos, otros veinte premios más. Los maestros cerveceros Hijos de Rivera podrían haberse ceñido al camino prefijado, pero escogieron el tesón para hacer que su pasión fuera también la del resto. Solo hubo truco: ser auténticos.
1906
Red Vintage – La Colorada
Reserva Especial
Black Coupage
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