Niños jugando cerca de los campos de petróleo incendiados en Qayyara, Irak, 2016 .
Existen diferentes formas de hacer una guerra, todas ellas ligadas al objetivo perseguido en el combate. En el caso de las guerras romanas el propósito era expandir el imperio, incorporando los pueblos conquistados después de la subyugación correspondiente. Existen guerras santas, guerras civiles, bacteriológicas, guerras de baja intensidad, campales, sucias, frías, guerras de guerrillas… Un fenómeno tan viejo como la historia del mundo, que ha ido adaptándose a los diferentes contextos desde que Sócrates abordará el concepto desde la necesidad, de manera que una ciudad habría de contentarse con lo necesario sin usurpar los bienes a la ciudad vecina precisamente para evitar el conflicto. De esta manera las ciudades en paz serían aquellas que aprendieran a subsistir con lo necesario, un axioma que después de siglos sigue tan vigente como incumplido.
Si existe una guerra transversal a estratos sociales, civilizaciones y geografías es la guerra contra el medio ambiente, una guerra sin declaración de guerra, que no responde a ninguna definición histórica conocida, tampoco existen cifras de muertos declaradas ni tratados, es incluso difícil precisar y llegar a distinguir las víctimas de los verdugos, el atacante del atacado. Una guerra sigilosa y despiadada que actúa a escala mundial desde hace décadas, atravesando las escalas temporales, jugando con el corto y largo plazo como argumento de defensa y su contrario. Un fenómeno violento que ha sabido enmascararse como ningún otro tras el cinismo imperante y su primera gran batalla ganada ha sido precisamente la de no dejarse nombrar. Nadie hablaría hasta hace muy poco de la evidente agresión del hombre al medio ambiente en los términos de una guerra ortodoxa, pero va siendo hora de que llamemos a las cosas por su nombre.
Los conceptos tradicionales se quedan cortos para definir la contienda contemporánea más importante a la que asistimos impávidos. Una guerra sin nombre y aparentemente sin bandos que tras años de sofisticada experimentación no ha perdido prácticamente una batalla. Si ya es complejo discernir el origen de una guerra, situar en ocasiones al bando victorioso frente al perdedor en el combate, debería serlo mucho más en una guerra que ni siquiera ha sido declarada y la cual es negada por un amplio sector de la población. Sin embargo, en la guerra contra el medio ambiente sí existe una certeza: no hay ninguna duda de quién va ganando.
Existe una metodología tradicional a la hora de catalogar las guerras sobre la base del número de muertos, una categorización fundamentada en cifras de manera que, a mayor número de víctimas, más importante será considerada la contienda. En la guerra contra el medio ambiente no existen dos potencias, al menos no de iguales. Existe un bando que lucha contra el ecosistema, dejando grandes cifras no declaradas de muertos por el camino. Víctimas humanas indiscriminadas que pueden estar incluso dentro del bando atacante. Esta singular concepción del conflicto bélico en relación con la no identificación ni declaración de las víctimas haría enmudecer a los más despiadados estrategas del pasado, pero la cosa no queda ahí.
Además de los muertos sin filiación, la facción atacante opera y ejecuta un expolio a escala planetaria. No se trata aquí de ampliar fronteras o bien limitarlas, de recuperar derechos perdidos o imponer una lengua o religión, se trata de usurpar el más preciado bien a todo ser humano, algo así como robar el aire que se respira sin posibilidad de ser recuperado.
El enemigo está contaminando las aguas potables de los ríos, convirtiendo los océanos en un estercolero, arrasando nuestros últimos bosques primarios, extinguiendo miles de especies de flora y fauna protegida con un único objetivo, conseguir el mayor «confort» individual en el cortísimo plazo de duración de una vida humana en relación con el largo plazo que supone la existencia sobre la faz de la tierra de una generación tras otra.
Los argumentos de defensa del enemigo son variopintos, pero basculan casi todos ellos sobre la siguiente idea fuerza: Una parte de la sociedad mundial ha llegado al consenso de que un sistema basado en la producción de bienes de consumo sin regulación de ninguna clase en relación con el daño originado al medio ambiente es la fórmula idónea para alcanzar la prosperidad y abrazar el progreso.
Los descabellados niveles de consumo de recursos, el aumento de las temperaturas globales, los vertidos en los mares, los monocultivos extensivos bien aliñados de productos tóxicos en favor de su obscena productividad son una pequeña parte de las causas y consecuencias del saqueo a escala global. El habitual análisis coste-beneficio al que se recurre como argumento principal de un enfrentamiento, cuando se estima que las ganancias superarán las pérdidas potenciales, no puede estar más errado en este caso. La destrucción del planeta sale realmente barata, apliquemos la lógica que apliquemos, ya sea de precio o de valor.
La época contemporánea, al exacerbar la producción de bienes materiales, ha dejado en una desprotección absoluta al propio planeta y, por ende, a la humanidad.
¿Hasta cuando será considerado legítimo que las actividades humanas valoradas como prestigiosas solo estén reguladas por un mercado basado en el beneficio? ¿A qué se debe que otros muchos sistemas de valor, como la rentabilidad social, el amor al paisaje, la generosidad o la solidaridad no sean tenidos verdaderamente en cuenta para la conformación de nuestras sociedades? La miopía entre el precio de las cosas y su valor avanza sin pudor, y es desde esta miopía donde se explica, por ejemplo, que el bosque solo se entienda como receptáculo de madera con un alto precio de mercado, con la penosa consecuencia de los incendios provocados que asolan bosques y humedales o que la costa se venda a las promotoras inmobiliarias reproduciendo el modelo especulativo de máximo beneficio por metro cuadrado en prácticamente todo el borde litoral español.
La pasividad del bando atacado es también relevante; a pesar de las múltiples organizaciones y plataformas en defensa del medio ambiente, estas se han situado casi siempre en una posición defensiva frente a la escala monstruosa de la ofensa. Los diferentes movimientos ligados a la defensa de la naturaleza, desde el movimiento ecologista con su profusa actividad desde mediados del siglo XX a los cada vez más numerosos grupos políticos «verdes», pasando por la gran diversidad de ONG ligadas al fenómeno, no han dejado de considerarse luchas sectoriales llevadas a cabo por activistas amantes de la naturaleza o especialistas titulados con interés en el tema, digamos que la oposición a la guerra que nos ocupa se ha considerado siempre marginal y de unos pocos, llevada a cabo la mayoría de las veces por personajes tachados por el enemigo de extravagantes y antisistema en franca minoría. Cabe preguntarse en qué momento pasarán las víctimas de su posición defensiva a una ofensiva que desenmascare también los cínicos posicionamientos ecofriendly que abundan en la publicidad, en los Gobiernos de toda ideología y hasta en las compañías que atentan sistemáticamente contra la salud del planeta en favor de su máxima productividad y beneficio.
Recolectores de basura en Dandora, Kenia. Fotografía: Cordon.
La respuesta pasa seguramente por identificar al enemigo; reconocerlo y ponerle nombre ha de ser la clave primera para enfrentar a tan temido adversario. Recordemos que en cualquier tratado de estrategia bélica se parte de la premisa inicial de reconocimiento del enemigo. En el ataque contra la naturaleza y ante la inexistencia de declaración de guerra expresa, no se entiende a estas alturas la ausencia de respuesta ofensiva en forma de actos de hostilidad. Sin duda, el rescate del planeta es un motivo suficiente para argumentar la legitimidad de una lucha por un derecho que como habitantes del mismo nos corresponde.
Por el momento, el escenario está muy alejado de esta anhelada posición ofensiva y los hechos hablan por sí solos. En promedio, las temperaturas han subido este siglo dos grados centígrados. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que efectivamente la causa está perdida. Se mire por donde se mire, la economía va antes que la ecología, los empleos van antes que la ecología, el corto plazo y una comodidad mal entendida son la única perspectiva que impera a escala global. Hace tiempo que el calentamiento global es considerado un problema gravísimo, pero en 2014 se batió el récord histórico de emisiones de gases contaminantes a la atmósfera.
Hace veinte años, hombres como Donald Trump se apoderaban de barrios enteros de Nueva York para renovarlos, aumentar los alquileres y expulsar al mismo tiempo a decenas de millares de familias pobres. Hoy, ese mismo hombre es el presidente de Estados Unidos y el primer adalid del movimiento negacionista del cambio climático, grupúsculo de individuos que exhiben una oposición al consenso científico que sostiene que el calentamiento global es real y se debe, en su mayor parte, a actividades humanas.
Así, una de las acciones más polémicas de Trump en lo que lleva de mandato ha sido la retirada de Estados Unidos del histórico Acuerdo de París, apoyándose en el argumento de que su deber es proteger al país, justificando su decisión en que su Gobierno prioriza ante todo los empleos de los estadounidenses. «Fui elegido para gobernar Pittsburgh y no París» es una de las frases que pasarán a historia de las muchas manifestaciones aberrantes de uno de los hombres más poderosos del planeta.
Esta decisión ha supuesto una gran incertidumbre en el esfuerzo mundial para combatir el calentamiento global en favor de las energías limpias. La retirada deja a Estados Unidos en compañía de Siria y Nicaragua como los únicos países, de un total de ciento noventa y cinco naciones, que no forman parte del pacto mundial de reducción de emisiones de carbono que se firmó en diciembre de 2015.
Recordemos que Estados Unidos es el segundo mayor emisor de dióxido de carbono del mundo y, si nadie se lo impide, en breve ocupará el primer puesto.
Para una gran parte de la sociedad no necesariamente negacionista, el problema ambiental se limita a la defensa de la naturaleza por parte de una minoría más bien naíf de apasionados de la naturaleza y románticos observadores de aves y mariposas. Regenerar el pulmón verde de las ciudades, frenar el proceso de desertización del territorio y proteger nuestro bosques atlánticos de las quemas incontroladas son horizontes demasiado alejados de las preocupaciones sociales y, por supuesto, políticas. La mayoría de las personas son conscientes de que cada vez hay menos golondrinas anidando en la ciudad, pero para casi nadie es el principal de sus problemas.
Amo los pájaros. ¿Ha mirado usted atentamente un pájaro? Hágalo alguna vez. Son hermosos. Tienen sangre caliente, vuelan, cantan, están en todas partes. En el desierto de Atacama, en Chile, donde no existe ningún tipo de vida, apenas bacterias, hay gaviotas sobrevolando. Constituyen una dimensión especial del mundo a la que prestamos poca atención. Yo empecé a observarlos hace unos quince años. No tengo hijos y quizá mi cariño hacia los pájaros aporte algo necesario a mi vida. Es una teoría como otra cualquiera, porque los pájaros no me quieren, prefieren más bien que no me acerque a ellos. Y me parece bien. (Jonathan Franzen).
Jonathan Franzen publicó en abril de 2015 un artículo en el que decía que ya no valía la pena luchar contra el cambio climático al considerarlo una guerra perdida y no había absolutamente nada que hacer al respecto. Franzen, considerado para muchos el mayor talento de la nueva novela americana, es un reconocido ecologista, con una especial sensibilidad hacia los pájaros. Se declara birdwhatcher y amante incondicional de todo aquello que tenga que ver con la ornitología, sus novelas están plagadas de pasajes que revelan una defensa a ultranza de la naturaleza. Los pájaros también fueron protagonistas de una de sus novelas más afamadas: en Libertad hacía un bellísimo canto a la reinita cerúlea, una especie de ave migratoria que cría en América del Norte y pasa el invierno en América del Sur. La protección del minúsculo pájaro azul encubrirá sin pretenderlo las maniobras de un empresario sin escrúpulos que explota minas de carbón, sin reparar en cuestiones morales ni medioambientales.
«Carbon Capture», es el título del polémico artículo publicado en el New Yorker, donde Franzen lamentaba que todos los esfuerzos de la lucha medioambiental se centraran únicamente en el cambio climático y olvidasen el corto plazo, donde todavía es posible la protección y conservación de lo que como ciudadanos individuales está en nuestras manos. Para Franzen, nada de lo que hagamos podrá impedir ya que la temperatura global supere la barrera de lo realmente preocupante mucho antes de que acabe el siglo. La reacción desde grupos ecologistas en la redes al posicionamiento del artículo fue extremadamente violenta, aun así, no parece descabellado optar por una opción de salvaguarda inmediata y al alcance de nuestras limitadas posibilidades sin esperar a que los Gobiernos sean capaces de incentivar acciones cuyos resultados tardarán al menos cien años en notarse. La preservación de la flora y la fauna, la protección del paisaje mediante leyes de ordenación del territorio responsables y efectivas pueden dar verdaderos resultados y no una guerra perdida como la del calentamiento del planeta.
De Donald Trump a Jonathan Franzen, las dos caras de un mismo país considerado a día de hoy la primera potencia del planeta, que se divide en posicionamientos extremos y enfrentados sobre la cuestión medioambiental, cuya sola enunciación genera estados de opinión que se propagan como la pólvora en todo el mundo. Lo valioso de la reflexión de Franzen es que muestra una salida operativa, que señalando y nombrando claramente al enemigo intenta pasar a una posición abiertamente ofensiva, paradójicamente actuando en el mismo escenario donde el enemigo ataca, el aquí y el ahora, el corto plazo como marco de la contienda, sin apearse en la disculpa del cambio climático que por su posición a nivel estratégico de escala global se sitúa tan lejana que se convierte en inútil. ¿Cuántas veces los Gobiernos concienciados se escudan en el argumento del cambio climático para eludir responsabilidades? Es mucho más fácil echar la culpa a un enemigo invisible, que actúa a escala planetaria y que nadie sabe identificar realmente, que asumir la responsabilidad en el momento presente. Ha llegado el momento de preocuparnos por lo posible y lo próximo: que las golondrinas vuelvan a anidar en la ciudad no es solo una pequeña batalla de la misma gran contienda, esa victoria puede estar a nuestro alcance.
Fotografía: Cordon.
Este artículo es un avance de nuestra revista trimestral dedicada a las guerras #JD20, disponible ya en nuestra store.
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