Arrebato, 1979. Imagen: N.A.P.C
[Nota preliminar: El siguiente texto es un pequeño homenaje a Will More, actor español maldito por excelencia, oveja negra de la movida madrileña, modelo afterpunk, yonqui irredento y mito eterno del underground ibérico. Se trata de una fantasía espiritista que nos permite recrear la peripecia vital de Will More, y está basada en distintas conversaciones que tuve con el interfecto y con su hermana Carmen, amén de entrevistas variadas, mucha información y algo de imaginación. Aunque esto no sea más que una farsa, he tratado de conservar el espíritu, la esencia del personaje, así como su florido verbo, trufado con latiguillos anglófilos y dotado de un tono altivo que disimulaba una galopante timidez. Valga este espectral obituario para honrar su memoria y contribuir al descanso de su alma allí, al otro lado del espejo negro].
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Soy y me llamo Will More. Pero fui bautizado como Joaquín Alonso Colmenares-Navascúes García-Loygorri de los Ríos. Nací en Madrid en 1949 a las 12 horas y 30 minutos, y me he muerto en la misma ciudad hoy, 10 de agosto de 2017, a horas intempestivas. Mi vida cabe en una raya: nací, crecí, molé, me chuté, me dejé de chutar, dejé de molar y adiós muy buenas. Ahora estoy en una sala de espera como de otra dimensión. Es como un sueño. Todo es blanco y no tengo cuerpo. Me encuentro estupendamente y ya nada me duele.
Nunca he creído en nada, pero ahora debo arrodillarme ante una cámara de Super 8 y confesar mi vida y milagros, mis lujos y miserias, mis grandezas e infortunios, para que Dios decida si me manda al cielo, al infierno o a hacer puñetas.
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Como es fácil de adivinar por los mil y un apellidos, vengo de una familia de rancio abolengo. Mi señor padre, un general de ascendencia navarra; mamá, una señorona de Guipúzcoa. Vivíamos en la calle Espartinas, junto a Goya. Yo atendía por Joaquín hasta que mi amigo y vecino José María empezó a llamarme Wildmore, por Lord Wilmore, un personaje de una novela de Salgari. Así que cuando tuve que ponerme un nombre artístico, no lo dudé: Will More fue mi 'abracadabra', dos palabras mágicas que van mutando según el día, la hora, la película: Willmore, Will More, Joaquín Alonso, Joaquín Navascués, etcétera, etcétera. Tampoco era cuestión de ponernos estupendos desplegando todo el arsenal de apellidos, ¿no? A ver quién se acuerda de un actor de tan kilométrico nombre. («¿Y quién se ha acordado de Will More? ¡Ni que tuvieras una estrella en Hollywood, chato! Que sepas que ningún periódico se ha hecho eco de tu muerte»). Disculpen, es mi hermana melliza: se llama Carmen, como Polo. Estábamos tan unidos que, aunque me he muerto, mi espíritu y su espíritu siguen… de alguna manera… comunicándose. ¿Telepatía o espiritismo? I dunno. Pero es un coñazo. Espero que los arcángeles arreglen la interferencia. En fin, que soy y me llamo Will More. O, al menos, lo fui y me llamé así. Detalles en la próxima caricatura.
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Siempre he sido un niño. Me quedé en los diez años, como Peter Pan. No se puede ser mayor de eso. Pero mi vida empezó a los dieciocho, cuando pude vestirme como a mí me daba la gana. En el barrio de Salamanca todos eran pijos menos yo, que debí nacer en Frisco. Paseando con mi perra Senta, luciendo una casaca rojiazul, me creía el sargento Pepper. De esa guisa iba con Carmen a las discotecas de moda: Stone's, Don Daniel, Club 42… Pero pronto aquella España de los sesenta se nos quedó enana, demasiado enana. («¿Qué se nos iba a quedar enana, Joaquín? ¡Si no habíamos hecho nada más que emborracharnos! ¡Nos fuimos a comprar ropa!»). Eso. Nos subimos a Londres, donde probamos nuevas prendas y nuevas sensaciones. Cuando volvíamos a Madrid, deslumbrábamos a propios y extraños con nuestros abrigos de pieles, nuestros pantalones de campana, nuestros enormes sombreros, nuestras negras sunglasses... Ahí fue cuando nuestra ilustrísima familia empezó a hacernos luz de gas. Decían que estábamos «un poco locos». No se enteraban. ¡Ni en Madrid ni en London! En Europa todo el mundo era… demasiado mayor. No me quedó más remedio que poner rumbo a las Américas. Me esperaban otros sitios, nuevas gentes, lugares famosos que nadie conoce… ¡Miles de ritmos ocultos que iba a descubrir! Así que dije: «¡Quietos todos! Quieto mundo… ¡que voy!».
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New York, 1968. Por el día, estudiaba interpretación; por la noche, bajaba a las cloacas. Dormir no me gustaba, me hacía crecer. Y mi objetivo era parar el tiempo, ser para siempre el gran moderno de rasgos fríos y bellos. («No tienes abuela, Joaquín. Ya estás tardando en contar lo del espantapájaros con canas»). ¿Warhol, dices? Se enamoró de mí y me fichó para su fábrica de mitos: «You are a superstar», dijo. Y no le faltaba razón. («¡Alucinas, Joaquín! ¿Qué mitos ni qué ocho cuartos? Te sacó cuatro fotos y no te pagó un centavo»). Y me pintó un cuadro, Carmen, pero se lo regalé a una novia que le quité a Sinatra: con ella pasé dos siglos en una suite del Chelsea Hotel. Por desgracia, tuve que plantarla y regresar a Europa, donde firmas de lujo como Valentino, Chanel o Fiorucci me reclamaban. Posé y desfilé en Roma, El Cairo, Bruselas… Y ahí sí, Carmen: cobré en papel moneda. También hice teatro, que viene a ser como desfilar, pero chapurreando. A principios de los setenta fui ovacionado en el Odeón de París, donde trabajé en el show de Joséphine Baker Pantomime for dreams, y en el Fantasio de Ámsterdam, donde me dirigió Graciela Martínez. Ahí conocí a Nicholas Ray, el director de Rebelde sin causa. Consciente de que yo era el novísimo James Dean («¡Anda ya!»), Ray rodó conmigo varias obras maestras. («¡Joaquín, nadie ha visto esas películas!»). No, Carmen, nunca se estrenaron, pero los resultados me colmaron. Fue ahí cuando me enganché al celuloide. («Ahora dirás que no era a ti a quien le gustaba el cine, sino al cine a quien le gustabas tú»). Me has quitado los palabros de la boca, mellizosca.
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Cuando ya me había comido el mundo y me hallaba en plena indigestión, volví a España para vomitar. («Querrás decir que te lo gastaste todo y volviste a casa con el rabo entre las piernas»). Lo importante es que en cierto cine de Madrid conocí al mejor director de la historia del ídem. («¿Hitchcock?») No, Iván; Iván Zulueta, chica. Conectamos enseguida. Éramos dos niños bien hartos del rollo franquista, y nos hicimos uña y esmalte. A lo largo de los setenta emprendimos largos trips con paradas en Formentera, en Berlín, en Ibiza, y hasta en Marruecos, donde dimos con nuestros huesos en la mazmorra fría por jugar a cosas prohibidas. Pero lo que más hicimos juntos es colocarnos, chutarnos las primeras dosis de Super 8: Aquarium, Mi ego está en babia, Na-Da… ¿Follar? Paparruchas. Lo que hacíamos Iván y yo con la cámara era muy superior al sexo. Piensa en el mejor orgasmo que hayas tenido, multiplícalo por mil y ni siquiera andarás cerca. («Que sí, chato, pero deja de soltar tópicos sobre la heroína»). No, Carmen, no hablo de la heroína, hablo de la cámara, del cine, de Iván filmándome y yo dejándome filmar. Pero esos Super 8 eran tan puros que corríamos el peligro de sufrir una overdose, y nos vimos obligados a cortarlos con cine comercial. Así nació Arrebato.
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Del rodaje de Arrebato no recuerdo nada. («Lógico, estabas con un colocón de aúpa»). Yo diría en plena fuga, Carmen. En éxtasis. Colgado en plena pausa. Arrebatado. Y luego estaba mi personaje, que se las traía. («Pues como tú, Joaquín. ¿O es que eres un santo?»). Ni santo ni pecador, sino todo lo contrario. Como Pedro: un personaje muy complicado porque era a la vez un adulto y un niño, como muchos personajes dentro de un mismo personaje, y yo me tuve que desdoblar en varios personajes a la vez. Tuve incluso que hacer varias voces; no es mi voz cotidiana, normal, sino que tuve que jugar con la voz y adaptarla a la personalidad de cada momento. Es decir, que Pedro es un personaje neurótico, muy esquizoide y a la vez muy dulce y muy infantil. («Pero si dice el productor, Augusto María Torres, que Iván tuvo que doblarte porque no dabas pie con bola»). ¡Mentira! ¡Miente como un bellaco! El personaje lo escribió Iván por y para mí, y la carne, la voz, los ojos, el pelo… todo el Pedro que sale en Arrebato es mío, mío, mío. Arrebato somos Iván y yo. El resto son figurantes. («¿Y Eusebio?»). Una señora. («¿Y Cecilia?»). Un pegote que se puso porque falló la modelo prevista. («¿Y Marta?»). Eso no es una actriz, es un hámster. Y para de contar.
Arrebato fue too much: una bomba de efectos retardados que destruyó los cimientos del cine español. («Sí, mucho blablablá, pero la bomba os borró del mapa, tanto a Iván como a ti. Esa película os gafó, os convirtió en malditos»). ¿Malditos? Bah, paparruchas de críticos seniles. Lo que pasó fue que nos colgamos con la heroína, la última frontera de la droga: incompatible con follar, con viajar, con moverse y, sobre todo, con trabajar. Pero, ya que estamos, Carmen, tampoco es que tú fueras muy laboriosa, ¿no? («No cambies de tema, Joaquín, que es tu confesión, no la mía. Te recuerdo que yo todavía estoy viva. Y no le eches la culpa al caballo de tu pereza, ya eras vago antes de chutarte»). Bueno, pues lo confieso: he sido un vago… o un diletante, que queda más bonito. ¿Y qué? Al fin y al cabo, no hay nada más honorable que no saber hacer nada, nada más noble que ser tímido y nada más grande que tener cierta habilidad para vivir.
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La movida fue un bluf, pero lo pasamos pipa. Nos pilló, eso sí, un poquito mayores, aunque tan guapos y tan yonquis que nos tomaban por teenagers. Todo el mundo quería follarnos, Carmen, ¿recuerdas? («Ejem»). Si hasta fuiste novia de Alaska, la albondiguilla aquella que se pasaba el día bailando. («¿Yo novia de Alaska? Ja ja ja. ¡Qué más quisiera ella! Nos dimos cuatro picos y poco más»). Vale, pero con el Antonio Vega te diste también más de un pico. («Sí, mal que te pese salí con Antonio entre 1980 y 1982»). Me refiero a otro tipo de picos. Antonio Vega te escribió aquello de «me asomo a la ventana y es la chica de ayer», pero me cayó gordo porque te metió en las drogas heavies. Un día le rompí una guitarra en la cabeza. («¡Uy, qué valor tienes!»). Y no, no, no lo podía soportar. («¡Tú estás flipando en colores!»). ¿Tu estás flipando en colores? («Sí, Joaquín, sí»). No, Carmen, no. («Él nunca estuvo metido en la droga hasta ese día en esa habitación de esa casa horrenda, con todos los que había allí metidos que eran todo momias vivientes, que ya estaban todos pallá. Tú eras el que no le podías ver y no sé por qué»). Él estaba metido en la droga… ¡pura y dura! («¡Se metió después! Cuando tú y yo fuimos a Londres. Si fue porque le dolió perder el hijo que pudo tener conmigo, no lo sé. Si le indujeron, no lo sé. Pero que me cuentes a mí que él antes se ponía, vamos, ¡no te lo crees ni tú harto de vino!»). ¿Tampoco lo metiste tú a él en la droga? («No, Joaquín, yo no me llamo Tesa, me llamo María del Carmen Alonso Colmenares-Navascúes García-Loygorri de los Ríos»). Bueno, pero sí te dejó embarazada, y eso… vamos… ¡punto y pelota! ¡Cabrón! Le dije: «¡Sal ahora mismo de mi casa porque te vuelo los sesos aquí ahora mismo!». Y yo tenía armamento pesao de mi padre, que era general del Estado Mayor y tal y tal. («Antonio no quería que abortara, me quitó el pasaporte y se lo tuviste que pedir tú. Yo sé que le dolió, pero aborté por su propio bien y también un poco obligada por mi familia»).
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La gente piensa que hice Arrebato y luego se me tragó la tierra. Pero no. En 1983 volví a hacer de yonqui en Entre tinieblas, de ese pésimo director que atiende por Almodóvar, que luego me engañó para salir travestido en la portada de su espantoso disco con McNamara. Más serio fue lo de Las bicicletas son para el verano, de Jaimito Chávarri, o lo de La venganza, de Stephen Frears. Y luego mucho cortometraje, Patas en la cabeza con un imberbe Julio Medem («eso es una birria, Joaquín»), o capítulos sueltos de series como La huella del crimen o Pepe Carvalho. Pero no volví a hacer cine español hasta 1987 o 1988: Berlin Blues, de Ricardo Franco. («¿Y Delirios de amor?»). Eso era tele. Y no salgo en Párpados, el capítulo de Iván, sino en el de Ceesepe («Menudo pintamonas»), que lo tituló El eterno adolescente: ese soy yo. («Ese fuiste tú hasta que pillaste lo que pillaste»). Eso ya fue en los noventa. Alguien me contagió una terrible enfermedad y empecé a crecer, pero aún tuve fuerzas para hacer de pistolero, en Continental, y el disparate de Fresnadillo. («Ahí lo que hiciste fue el indio, disfrazado de Mefistófeles junto la estatua satánica del Retiro. ¡Que conste ese pecado!»). También me junté con el luciferino Leopoldo María Panero, que estaba enamorado de mí y me escribía poesías guarras y me convidaba a polvos mágicos. («Ya, pero sigue con lo del cine. Confiesa lo del bodrio argentino, que eso sí que es para ir al infierno de cabeza»). Sí, Martín (Hache), pero eso no cuenta; salgo un segundo; hablan tanto la Poncela y la Roth que se comen todo el metraje: la culpa la tuvo el director por darles farlopa en lugar de caballo. Si te pasas, no vale.
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Espantao por el efecto 2000, me fui de España años, siglos, toda una mañana, imposible saberlo. «¿Dónde está Will More?», se preguntaban algunos. («Y otros contestaban que si estabas muerto, que si internado en un manicomio, que si en una clínica para enfermos de sida, que si en un burdel de las Bahamas, que si en un penal mexicano, que si en un punto de un poblao…). Pues frío, frío, frío. Estaba vivito y coleando: me fui a hacer las Américas, pero esta vez sin trabajar. Viví («sobreviviste») en San Francisco, en Massachusetts, en Los Ángeles, pero sobre todo en Miami Beach. Tenía motivos: escapar del potro, ver a mi hija, tomar el sol, recibir fármacos gratis… En Miami me junté con Carlos de France, el de Objetivo Birmania, y con los amigos de sus amigos, que eran mis amigos. Vivíamos a salto de mata, fumando porros, hablando mucho, gastando poco, cuando Miami era jauja. («Y te dormiste en los laureles, Joaquín, que no se te vio el pelo en España hasta 2010»). Volví para el homenaje a Iván, of course. Ahí acabó el misterio: no estaba muerto, estaba de parranda. Así que escribí unas memorias que nadie se atrevió a publicar («normal, ponías verde a todo el mundo»), Andrés Duque me grabó para una cosa experimental, el blog Rayos C en la oscuridad siguió mi rastro, un tal Landeira me hizo un reportaje en la revista Cinemanía, me invitaron a cineclubs, protagonicé cortometrajes, salí contigo en un documental sobre Antonio Vega… ¡Will More resucitó! («Sí, pero esto es una confesión, Joaquín, no una hagiografía. Habla de tu bastón, de tu metadona, de tu hepatitis, de tu operación de cadera, de tu fémur machacado…»). Vale, y tú habla de cómo malvivíamos en el zulo malasañero. («¿Dónde querías que viviéramos, en un palacio? Para eso está nuestra parentela. Mira nuestra señora prima, doña Soraya Sáenz de Santamaría, viviendo a todo tren y negándonos hasta la hora»). Lo que tú digas, Carmen. Yo ya estoy harto de blablablá. He confesado todo y ahora le toca a Dios mandarme a donde le salga de la túnica. De momento, me largo a flotar en el limbo. («Joaquín… antes de irte… ¿me haces un último favor?)». Dime, mellizosca, dime. («¿Podrías… imitar a Franco?»). Este no es momento ni lugar, Carmen. («Venga, solo un ratito»). ¡No! («Pleaaaase»). Weeeell, un siglo es un siglo, tiremos la casa por la ventana: «¡Españoooles, quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje, en ningún momento puede acogerse legítimamente al relevo ni al descanso!». («Ja ja ja. Me mondo, ja ja ja»). Se acabó, Carmen, bye bye bye. Nos volveremos a ver más pronto que tarde. Y no temas a la muerte. Es un lujo. La pausa eterna. Aquí se acaban los recuerditos y la droga y el cine y las pajas sin corrida. El verdadero éxtasis, el auténtico arrebato, es la muerte. Y que quede claro que el más allá es luz blanca de proyector de Super 8, no fundido en negro como creen los incrédulos. ¡Mira!
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