Thursday, October 26, 2017

Jot Down Cultural Magazine: In memoriam: Fats Domino

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
In memoriam: Fats Domino
Oct 26th 2017, 08:58, by Emilio de Gorgot

Fats Domino. Foto: Cordon Press.

Ayer se apagó una de las voces más bellas del mundo.

Pero hablemos de su Cadillac rosa.

Antoine Dominique Domino, «Fats», era un hombre muy adinerado. Había vendido más de sesenta millones de discos. Durante los años cincuenta, solamente Elvis Presley acumuló más éxitos que él. A mediados de los ochenta, Fats podía vivir muy confortablemente con los ingresos regulares que recibía por los derechos de autor de sus canciones y, tras varias décadas de conciertos y grabaciones, expresó su deseo de retirarse. Lo hizo, aunque en principio a medias, pero en los siguientes años fue apareciendo cada vez menos sobre los escenarios. En 1995 realizó su última gira en el extranjero, un mes tocando por Europa. Desde entonces, sus actuaciones fueron cada vez más esporádicas, limitadas a eventos especiales. Con todo, pese a su fortuna, él no quería mudarse a una urbanización de ricos. Continuó viviendo en el mismo barrio proletario en el que había nacido, el Ninth Ward de Nueva Orleans. En una ciudad plagada por la delincuencia, Fats aparcaba su Cadillac rosa en la calle. Nadie osó tocarlo. Robarlo, romperle un cristal, o rayarlo siquiera, hubiese supuesto buscarse un serio problema con los lugareños, para quienes Fats era una institución, un ente sagrado. Hablamos del hijo predilecto de la ciudad, el individuo más querido de Nueva Orleans junto a otra leyenda local, Louis Armstrong. Hablamos del Cadillac de Fats Domino, no se tocaba el Cadillac de Fats Domino. La gente lo veía pasar, conduciendo aquel automóvil, y lo veneraban como a un auténtico rey. Decía Maquiavelo que para un príncipe no hay fortaleza más inexpugnable que el amor de su pueblo. Y Fats tenía el amor de su pueblo.

El Ninth Ward, del que no quería marcharse, fue uno de los barrios destruidos por la catastrófica visita del huracán Katrina en agosto del 2005. Su casa quedó inundada. No se sabía nada de él. Su mánager, angustiado, dijo a la prensa que no tenía noticias suyas desde varios días atrás. El mundo lo dio por muerto, y a muchos nos dio un vuelco el corazón. En las ruinas de su domicilio apareció una pintada: RIP Fats. You will be missed («RIP Fats. Te echaremos de menos»). Sin embargo, apareció. Vivo. Pudimos ver en la prensa las sobrecogedoras imágenes de su rescate; allí estaba, acompañado por policías, con el agua llegándole hasta las rodillas. Había permanecido dentro de su casa, escondido. Se había negado a alejarse: «Pude con el último huracán, y podré también con este», había respondido, con cabezonería, a quienes le aconsejaron marcharse porque el Katrina, se preveía, iba a ser mucho peor que cualquier huracán conocido. Y lo fue. Fats sobrevivió, pero un periodista lo retrató junto a su viejo piano de pared, destruido por el agua. Recuerdo muy bien la impresión que me causó aquella fotografía: era la primera vez que veía a Fats Domino posando, pero sin sonreír. Se lo veía triste. Podía comprarse otro piano, desde luego; el mejor piano disponible. Podía comprarse diez, veinte pianos. De hecho, otro piano que tenía en casa, uno de cola, un Steinway blanco muchísimo más caro, fue rescatado y restaurado. Pero el de pared parecía irrecuperable, y era su piano. El dinero no puede comprar un piano al que amas. También su barrio había quedado destruido, y Fats tuvo que mudarse a un suburbio acomodado; amarga ironía, lo que todo el dinero del mundo no había logrado nunca, alejarlo del Ninth Ward, lo consiguió un infausto cataclismo que hirió de muerte a su amada Nueva Orleans y que, para sobrecogernos a todos, le borró a Fats aquella sonrisa que siempre había parecido eterna.

Había algo desconcertante, erróneo, incomprensible, en la imagen de un Fats Domino entristecido. Era un fallo en el tejido de la realidad, una grotesca incorrección. Si Dios escribe recto con renglones torcidos, aquello era aún peor, un borrón imperdonable. Era como contemplar el sol saliendo del revés, o a Blancanieves haciendo la calle. Algo que tu niño interior no debería ver. Los millones de fans que este maravilloso individuo se ganó a lo largo de varias generaciones, entre quienes me incluyo, teníamos una palabra perfecta para definir lo que él nos transmitía: felicidad. Es difícil describirlo, pero cuando has escuchado sus canciones desde la infancia, su aterciopelada voz era como la de un familiar cercano, alguien que te hubiese criado y al que podías volver para contarle cualquier problema. Un refugio, un bálsamo. Lo escuchabas cantando sobre el triste lunes y sobre la alegría del sábado por la mañana, y sonreías al instante.

Todo esto es subjetivo, si quieren, pero hay un hecho objetivo e indiscutible: Fats Domino fue uno de los cuatro o cinco músicos más importantes en la era del rock and roll, uno de quienes le dieron forma a la música popular de las siguientes décadas. También fue el que se mantuvo más fiel al rhythm & blues, al boogie woogie de Lousiana. Little Richard le añadió energía atómica; Elvis, Chuck Berry y Jerry Lee Lewis lo mezclaron con el country. Pero Fats conservó intacto el frasco de las esencias, como una especie de guardián de la tradición que había heredado. Marcó una diferencia a principios de los cincuenta, pero después su personalidad ya era demasiado fuerte, estaba demasiado definida. Él mismo se convirtió en tradición antes de haber cumplido los treinta años. Y, por esa misma personalidad musical tan arrolladora, podía cantar cualquier tema ajeno y convertirlo en suyo. Así empezó a hacerse un hueco. Su primer éxito fue una canción escrita por otro; el «Junker’s Blues» de Champion Jack Dupree. Era el tipo de música que Fats andaba tocando por los bares de mala muerte de su barrio, donde lo descubrieron los ojeadores de talentos de Imperial Records. Fats, en sus actuaciones, hacía una versión extraordinaria, pero la letra original era demasiado oscura: «Algunos me llaman junkie porque estoy colocado todo el tiempo. Algunos dicen que uso una jeringuilla, otros que esnifo cocaína». El luminoso Fats era tipo al que le confiarías tu billetera sin conocerlo; como decía Ricardo Darín en la extraordinaria película Nueve Reinas, «tenés algo que te hará la vida más fácil, algo que no se compra: tenés cara de buen tipo».

Fats no tenía aspecto de cantar canciones sobre drogadictos, y cuando grabó su versión tuvo el buen juicio de cambiar la letra. Fats, haciendo honor a su apodo, la convirtió en un luminoso himno a sí mismo: «Me llaman el gordo, porque peso doscientas libras». Y, sobre todo, convirtió aquel blues melancólico, en un enérgico boogie. En 1951 estaba ayudando a dar a luz al rock and roll. Estaba su inconfundible piano, estaba su inconfundible voz. Y estaba aquel falso solo de trompeta con sordina, que el propio Fats cantaba en falsete. Su habilidad para apropiarse de cualquier melodía se haría legendaria; a mitad de los cincuenta reventó las listas con una vieja canción, escrita originalmente para una película, The Singing Hill, donde la cantaba Gene Autry. Otros artistas, cerca de una docena, la grabaron durante los años cuarenta. Pero nadie la hizo tan bien como Fats. La suya fue la mejor. Su voz, como la de Sinatra, ponía la etiqueta de «versión definitiva» en todo lo que tocaba. Tanto era así, que cuando los Beatles escribieron una canción directamente inspirada por su estilo —no era una impresión de los críticos; el propio Paul McCartney reconoció que era un homenaje—, Fats la grabó a su vez, ¡y parecía que la hubiese escrito él mismo!

La voz de Fats, como la cara de buen tipo, es algo que se tiene o no se tiene; es un timbre con el que se nace. Como el color de ojos. No se puede comprar. Siendo ya un anciano de más de ochenta años, apareció en la serie Treme, cantando «Blueberry Hill». Ya no era capaz de tocar el piano como antaño, pero incluso a tan avanzada edad, y por más que —como es lógico— su garganta estuviese más débil, el mágico color de su voz estaba ahí, intacto. Su voz seguía siendo de terciopelo. Uno lo veía ahí sentado, tan mayor, y de repente abría la boca y cantaba, y un reconfortante calor te envolvía el espíritu. La tan familiar belleza de su voz.

Era imposible duplicar a Fats. No hace falta saber mucho inglés para notar que su tan musical pronunciación era bastante particular. Durante sus primeros años de vida, Antoine Domino solo habló en francés. Su lengua materna era el criollo de Lousiana, que, para hacernos una idea, es para el francés como el acento porteño de Buenos Aires al español. Cuando Fats empezó a hablar inglés, aquel deje peculiar permaneció disuelto en su acento sureño, como una especia en un guiso. No sabes exactamente qué es, pero hace que sepa distinto. Uno de los varios motivos por los que su manera de cantar era tan especial. Algunos lo imitaron. El propio Elvis acortaba las palabras de una manera parecida, pero ni siquiera él conseguía el mismo efecto. Ese algo indefinible, signo de un mestizaje que no sería posible producir en laboratorio. De nuevo, se tiene o no se tiene.

Fats jamás perdió su actitud humilde, pero tampoco pecó de falsa modestia. «Esto que llaman rock and roll, no es más que rhythm & blues, y llevo quince años tocándolo en Nueva Orleans», es la frase célebre con la que respondió a un reportero de la televisión cuando el rock revolucionó las radios de todo el mundo. Y tenía razón. Little Richard lo expresó de otro modo: «El rock and roll es rhythm & blues, pero tocado más deprisa». Los dos intérpretes más sonrientes del rock, sin embargo, se tomaban las cosas de distinto modo. Richard no pareció molesto cuando un descafeinado cantante blanco llamado Pat Boone hacía versiones de sus canciones, domesticadas hasta el vómito. Según Little Richard, esto ayudaba a llevar la música negra a oídos de mucha gente que no la hubiese escuchado de otro modo, y que terminarían dándose cuenta de quiénes eran los verdaderos rockeros. Tenía razón; Pat Boone vendió muchos discos, pero incluso entonces era considerado un artificio por muchos jóvenes, al menos por quienes buscaban lo auténtico. Fats Domino, en cambio, tardó más en asimilar el empeño de la industria por blanquear su música. Se indignó cuando el primer gran éxito escrito por él mismo, «Ain't That A Shame», fue transformado en una broma (exitosa, pero enervante) por Boone. Que un blanco sin mucho talento la lanzase al mercado poco después de que él la hubiese publicado se le antojaba un insulto, un robo, un asalto para despojarle del que debía ser su público por derecho propio.

Porque Boone no era Elvis, no era alguien que había crecido interpretando música negra como si fuese negro. Sabía cantar, pero poco más; era un Justin Bieber de la época, aunque —sea dicho en su honor— sin los risibles aires de malote de guardería del susodicho Bieber. Tanto era así que el muy pelagatos había intentado que su compañía cambiase el «Ain't» del título (incorrecto pero muy usado a nivel popular) por el más académico «Isn't It». No llegó a hacerse el cambio (lo único que le hubiese faltado a Fats, que Boone lo dejase por analfabeto), pero la versión de Boone era una atrocidad de cualquier modo. Era un producto, una impostura dirigida al mercado pop. Y eso de por sí ya era un insulto a un músico que trataba de abrirse camino sin traicionar sus raíces. Con todo, Fats era demasiado amable para permanecer cabreado mucho tiempo. El éxito de Boone hizo que mucha gente prestara atención al autor de la canción, y Fats empezó a colar un single detrás de otro en lo alto de las listas. Cuando ya ganaba dinero a espuertas, Domino invitó a su antigua némesis a uno de sus conciertos. Dirigiéndose al público, enseñó un vistoso anillo de oro y dijo: «Esto lo ha pagado Pat Boone». No me entiendan mal; Boone parece un buen tipo, pero su contribución a la era del rock and roll podría ser borrada del mapa y la pérdida cultural sería nula. En cambio, el legado de Fats es de valor incalculable. Solo había que preguntarle a los Beatles, que lo adoraban como a un dios. Hay por ahí unas fotos maravillosas en las que los cuatro de Liverpool rodean a Fats, tocando sus guitarras y poniendo cara de estar junto a Papá Noel.

Llevamos una racha infame en la que están cayendo iconos de la música rock, y desde hace un tiempo no pasa un mes sin que tenga que escribir uno de estos artículos, que son los que uno no querría escribir nunca. Ahora se ha ido un hombre al que los propios pioneros consideraban el pionero, un padre fundador. Para muchos de nosotros es alguien que nos ha proporcionado más momentos de felicidad que unas cuantas personas a las que conocemos en carne y hueso. Es extraño cuando te duele la desaparición de alguien a quien nunca conociste —por desgracia, ni siquiera pude verlo en directo—, pero esa es la magia de la música: un tipo de Nueva Orleans se sienta ante el piano, graba sus canciones, y tú las escuchas a miles de kilómetros de distancia, varias décadas más tarde, y esa música entra a formar parte de tu vida. Una parte importante, la que te ayuda a ser feliz y también a superar momentos malos. Y así, cuando él se marcha, un pedazo de tu vida se marcha también. Quisieras poder haberle devuelto lo que él, que ni siquiera sabía que existes, te ha dado. Pero así son las cosas. Si la música es la más importante y la más trascendental de todas las artes, que lo es, y si es la obra cultural por la que nuestra civilización más merece ser recordada, que lo es, la pérdida de un músico de tal magnitud es un inevitable motivo de duelo. Cuando sus canciones conectan con la fibra infantil que todos tenemos dentro, queremos pensar que alguien como Fats Domino es un ser perteneciente a un mundo mágico en el que no existe la muerte. Pero no, era un ser humano. Ha muerto, como nos sucederá a todos. Y quizá por ello su obra resulta más asombrosa. Que fuese capaz de conmovernos y llegar hasta nosotros, que hiciese parecer estúpidas la distancia, las fronteras, la preocupación por el idioma que se habla o, peor aún, la indecente preocupación por el color de la piel de cada cual. La música es un lenguaje universal, y esto no es un tópico, es tan verdad como que el aire es necesario para respirar. Si yo, un niño de la remota España, podía escuchar y, a mi manera, entender su música, era porque Fats Domino fue un ser sobrenatural, dueño de un poder que solamente un puñado de personas en cada generación posee. Solo espero que le hagan una estatua, o que le pongan su nombre a un planeta, o que algún país (¿qué tal el nuestro?) adopte una de sus melodías como himno nacional. Y si resulta que hay cielo, y si Dios tiene buen gusto, que suene su versión de «Blueberry Hill» cuando entremos en él.

Nota: Permítanme que, además de a Fats, dedique este artículo a Joe. Un amigo que se marchó esta misma semana y que amaba la música como pocas personas que haya conocido. Al menos te has ido en buena compañía. Tú a la guitarra y Fats al piano. Hasta siempre.

You are receiving this email because you subscribed to this feed at blogtrottr.com. By using Blogtrottr, you agree to our polices, terms and conditions.

If you no longer wish to receive these emails, you can unsubscribe from this feed, or manage all your subscriptions.

No comments:

Post a Comment