Fotografía de Alberto Gamazo.
El paseante evoca una ruta urbana que, de manera casual y en cierto modo vergonzante, inauguró él mismo un sábado por la tarde allá por el verano de 1946, en una época en la que no podía ni remotamente sospechar la importancia que iban a adquirir en su vida algunos escenarios que recoge dicha ruta. Y es que la vida emite extrañas resonancias.
El recorrido que seguidamente vamos a trazar carece, me temo, de interés turístico relevante, y si alguno asoma será más literario que arquitectónico o artístico. Tiene además un preámbulo azaroso de adolescentes en sus primeros tanteos eróticos, ya que todo empieza con cuatro amigos de la barriada de La Salut, en la zona alta de Barcelona, muchachos de catorce y quince años (uno de ellos, el paseante de hoy, acababa entonces de cumplir trece, y aunque ya no iba al cole, aún no trabajaba). Aquella tarde habían emprendido una excursión al barrio chino con la intención de fisgar furtivamente en algún burdel y ver de cerca a las putas.
La empresa tuvo escaso éxito y el paseante no recuerda si las últimas collejas que mereció la travesura del cuarteto cayeron en La Maña o en El Jardín, dos de los burdeles más cutres y tronados de la calle Robadors, pero sí recuerda que uno de ellos se convirtió en el kilómetro cero, por decirlo así, de la ruta que seguidamente le llevaría a pie del barrio chino al Monte Carmelo. Y fue cuando en la misma entrada del burdel un tipo forzudo le agarró por el pescuezo y lo arrojó en medio de la calle sin contemplaciones. Ocurrió entonces que perdió contacto con los tres amigos debido a la confusión que se originó en la calle abarrotada de hombres que entraban y salían de las tabernas, y no volvió a dar con ellos. Decidió regresar a su barrio, pero solo y con una poca calderilla en el bolsillo, tan poca que no le alcanzaba ni para el tranvía ni para el metro; se veía obligado a remontar la ciudad a pie. Quería llegar al parque Güell, en cuyo bar sobre la plaza la pandilla había acordado reunirse a última hora de la tarde si alguno se perdía durante la expedición al chino, pero antes de emprender el regreso decidió hacer una ronda por algunos lugares muy animados donde la curiosidad podía haber retenido a sus amigos: el bar Cádiz, donde se podía bailar, el Pastís, el Dancing Colón, el Cosmos, el Saint Germain de la gorda y cariñosa Encarna (donde veinte años después el Pijoaparte se mediría con los amigos universitarios de Teresa), el Panam´s (donde cincuenta años después el señor Mir obligaría a Carol Buil a prostituirse), fijando sin saberlo la nómina de locales que años después poblarían no pocas de sus aventis convertidas en novelas.
Pero la ruta no había hecho más que empezar. La búsqueda en el chino acabó en nada y emprendió el regreso. Zancada larga y Ramblas arriba, americana colgada al hombro y mangas de la camisa arremangadas, plaza de Cataluña, luego paseo de Gracia hasta arriba del todo, dejando atrás la Barcelona burguesa, ensanchada y arbolada y artesonada, llegó a los Jardinets, el edificio donde vivió Salvador Espriu (¡casat, nen!), Mayor de Gracia, siempre arriba, entrando en una zona ya más pueblerina, más familiar, cines oliendo a desinfectante que tantas veces me acogieron, el Mundial, el Proyecciones, el Bosque (girando a la izquierda en la Rambla del Prat) y, aún más arriba, el cine Selecto y sus pobres varietés, con Mirco, el bailarín de los pies de Oro y la atractiva Gata con Botas y Antifaz Rojo (equilibrista de bonitas piernas pintadas de purpurina para otra ficción de muchos años después). Al poco rato el chico llega a la plaza Lesseps y pasa por delante del cine Roxy (que cantaría Serrat, y que hoy es un banco), enfila Travessera de Dalt (en la parada del 24 en el cruce con Escorial, la Pelirroja está leyendo un libro mientras espera el tranvía) y seguidamente sube por la avenida Virgen de Montserrat hasta la plaza Sanllehy (en uno de cuyos bancos, dos años después, el 8 de mayo de 1945, se sentarán el vetusto inspector de la Brigada Político-Social y Rosita, la niña huérfana de la Casa de Familia de la calle Verdi, antes de reemprender la marcha hacia el Hospital Clínico donde Rosita deberá reconocer el cadáver).
Una variante de la ruta para llegar aquí habría sido, en lugar de subir por Mayor de Gracia desde la Diagonal, hacerlo por el paseo de San Juan y después por la calle Escorial, arteria importante tanto en la infancia como en la vida futura del paseante, y habríamos rozado el cine Delicias (en cuyo vestíbulo el vagabundo Mianet espiaba con espejitos en un zapato la entrepierna de las muchachas que se paraban a ver el panel con fotos de la película, adelantando furtivamente el pie) y alcanzado más arriba las viejas tapias de Can Compte, donde fue asesinada y enterrada Carmen Broto en Si te dicen que caí. Y aún más arriba, el Colegio del Divino Maestro en la esquina con la calle Laurel (la calle de Tina Climent y sus hermanos, encerrados con un solo juguete) y la iglesia a medio construir llamada popularmente Las Animas (Capilla Expiatoria de las Animas del Purgatorio era su nombre completo) con el sótano donde la Fueguiña simulaba torturas en manos de Java y su pandilla de charnegos desarrapados. Pero esta sería una ruta muy accidentada y más bien tenebrosa.
Estamos con el solitario andarín dejando atrás la ciudad y enfilando la carretera del Carmelo, donde el restaurante Tibet queda a la derecha, subiendo (ahí están, en una mesa con vistas sobre las pistas de tenis del Club La Salut, el Pijoaparte y Teresa fagocitando sus mitomanías y su romántico generoso y equívoco) y poco después alcanzamos el parque Güell por su entrada lateral. La Montaña Pelada queda cerca, a la derecha. Es un enclave muy especial. Habrán de pasar treinta años para que este adolescente que nos guía, y que ahora se ha parado un instante a contemplar la Montaña Pelada desde la carretera del Carmelo, se decida a describir el paisaje en alguna aventi («La colina se levanta junto al parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro…») y para que treinta años más tarde la señora Mir suba por esta ladera en busca de tomillo y otras hierbas aromáticas para sus ungüentos para friegas.
Por lo demás, ni rastro de la pandilla en el parque Güell, ni en la terraza del bar sobre la plaza, ni en el Salón de las Cien Columnas, ni en la escalinata del Dragón, ni en las Tres Cruces. La tarde está cayendo con las primeras sombras, pero algo empuja al paseante a seguir la búsqueda de sus compañeros y se anima a subir hasta el Monte Carmelo. Desde allá arriba podrá divisar la ciudad y será como si hubiese cumplido la promesa del día. Así que finalmente, por la carretera llena de revueltas, alcanzamos ya en lo alto la calle Gran Vista sobre el conjunto de barracas donde habitará el Pijoaparte veinticinco años después (no serán derruidas hasta 1983) y el bar Delicias, donde en lo largos inviernos el joven soñador juega a la manilla con los viejos del lugar. Ya llegará su hora.
Desde aquí arriba, el panorama que hoy se ofrece a la vista ya no es un decorado gris y amorfo, ni el mar más allá del puerto es un espejismo sin futuro ni libertad como era entonces. Pero no poco vestigios de aquella ciudad cautiva y humillada persisten, son los mismos perros con otros collares y otras banderas, así que atentos. En el bar Delicias sirven unas memorables patatas bravas.
Este artículo está extraído de la Jot Down nº4, especial rutas.
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