Fotografía: Susana Vera / Cordon.
En el infierno me imagino una protesta, en forma de manifestación, con todos los condenados tras una pancarta en la que se lee: «Los monstruos también somos personas». Y no les falta razón.
¿Es incompatible ser un infame desalmado con ser un tío de puta madre en plena posesión de tus facultades mentales? La respuesta correcta es la aterradora: no.
Personalmente me encontré tal evidencia hace unas semanas en Cataluña, concretamente en la localidad de Ripoll, donde estuve instalado varios días cubriendo los atentados islamistas de Barcelona y Cambrils. Sus autores, los miembros de la célula yihadista, eran vecinos de este pueblo. Universalmente, ya había evidencias. Hitler era un erudito, con una vasta biblioteca entre las que figuraban títulos como Don Quijote, Los Viajes de Gulliver o Robinson Crusoe. Lo mismo Iósif Stalin, dueño de más de veinte mil libros, ávido lector. El totalitarismo no se cura leyendo. Tampoco el nacionalismo desaparece viajando. La compatibilidad está demostrada empíricamente y desmonta eslóganes. De hecho —vuelvo a lo personal—, sostengo que un imbécil que lee mucho no reduce un ápice su imbecilidad. Si acaso, se convierte en un imbécil leído. La conclusión desasosiega un tanto.
Sucede parecido con los terroristas.
Recuerdo un reportaje que vi hace tiempo, en televisión, sobre familiares de presos de ETA. No recuerdo quién era el autor o autora, solo quedó grabado en mi memoria un fragmento en el que el periodista acompañaba, cámara en mano, a un autobús de familiares que se desplazaban a una prisión andaluza para llevar a cabo una visita. La pareja de un etarra contaba que su novio, asesino condenado, trabajaba en varias ONG, ayudaba en varias causas y donaba dinero cada mes a asociaciones de ayuda humanitaria. Un etarra solidario.
Ayudar en una ONG no te convierte en buena persona. Y menos si eres un asesino. Porque esto no es una cuestión de suma y resta. Sin embargo, demuestra, de nuevo, una compatibilidad que asusta. Es posible ser una persona cariñosa, solidaria, servicial, amable y simpática. Una persona cuerda y lúcida; culta y leída. Y ser un asesino. Todo a la vez. La vida real es un bofetón a mano abierta contra prejuicios e ideas preconcebidas. Contra supuestos creados en nuestras mentes para tranquilizarnos. La complejidad es imprevisible. Por tanto, aterradora.
No es que los yihadistas de Ripoll fueran eruditos bondadosos que salvaban gatitos desamparados. Pero eran chavales normales. Lo que entendemos por normales. Chavales que estudiaron, socializaron con su entorno, se buscaron las habichuelas para trabajar y veían los partidos del Barça. Tenían problemas, claro. Uno en casa, con un padre alcohólico. Otro par de ellos en la calle, trapicheando con hachís. Tampoco estaban integrados al cien por cien, por más que insistan las instituciones. «Siempre seremos los moros», me contaba el primo de uno de los terroristas. «Las chicas no querían salir con nosotros en el colegio y muchos mayores cambian de acera por la noche si nos cruzamos con ellos». El debate está servido: ¿de verdad estaban integrados? Y: ¿qué es estar integrado?
Es un interesantísimo planteamiento, pero no nos ocupa. No nos ocupa porque no importa. Al menos de forma definitiva. La integración es un factor importante, pero un factor más de varios que podrían —solo podrían— explicar el porqué de una radicalización. Centrar todo el foco en si estaban integrados o no es volver, otra vez, a la simplificación, a la búsqueda desesperada de una explicación que confirme nuestros prejuicios y sosiegue nuestros miedos mediante respuestas que se aparecen como la solución a una ecuación.
¿No estaban integrados? = Potencialmente malos.
¿Estaban integrados? = Potencialmente buenos.
Por desgracia, no funciona así. La respuesta de cómo alguien llega a ser un terrorista despreciable pasa por la cabeza de estos chicos: ¿qué grietas había en ellas para que un desconocido llegue, ponga sus vidas patas arriba y les convenza en apenas un año de matar y morir? Ahí está lo interesante. Y ahí tiene mucho que decir la psiquiatría, la psicología, la medicina. Campos que han estado en silencio mediático comparados con la sociología, la religión y la política. Porque son estos últimos campos los que reconfortan más. Los que ofrecen respuestas más claras y comprensibles. O deberían.
Si la sociología nos muestra a unos marginales, inadaptados, violentos y resentidos jóvenes, que hayan desembocado en terroristas tiene una balsámica lógica. ¿Pero qué ocurre cuando nos topamos con que los chicos eran amables, inteligentes, con vida social, trabajo y familia? Que no nos lo creemos. Que nos lo negamos. Y, entonces, matamos al mensajero: que si la familia miente, que si el entorno no quiso ver, que si las educadoras hacen política, que si los periodistas blanqueamos. Algo no encaja, alguien inventa, alguien manipula. ¿Cómo es posible decir que estos terroristas desalmados eran chavales de puta madre? ¿Cómo es posible?
La respuesta ya la propuse hace varios párrafos: porque, desgraciada y terroríficamente, no es incompatible. No es blanquearlos, es contar una verdad dura, difícil de encajar. Sobre la que —todavía— no tenemos todas las respuestas. Una realidad espesa que exige madurar, que exige abrir la mente y desligarnos de preceptos a los que nos aferramos.
También, de paso, una realidad que señala algo de poco rédito político: el único responsable y culpable de un asesinato es quien lo comete. Buscar explicaciones está bien, pero los factores no son responsabilidades compartidas. Encontrar porqués no es hallar justificaciones. Una obviedad tan grande parece ser invocada a gritos tras cada atentado. Y, de nuevo, me temo que tiene que ver con esa procura de respuestas que nos apacigüen. «El banco los desahució y la policía lo arrestó sin motivo. Acabó apuñalando a varios peatones». La secuencia nos ayuda íntimamente a creer que comprendemos y, de paso, alimenta nuestros esquemas mentales. Pero es solo eso: un placebo. Este tipo de causalidades no son solo incorrectas. Son inmorales.
Lo que los atentados de Cataluña nos han demostrado, una vez más, es que cualquiera puede ser un asesino. Cualquiera. Y que saber por qué alguien es un asesino es tremendamente complejo. Depende de demasiadas cosas, ninguna definitiva y no todas incompatibles con aspectos amables de la personalidad y la vida.
Y eso asusta.
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