Fotografía: Alberto Gamazo
Adaptando ligeramente el refranero al balompié, podríamos decir que cuando jugaba Raúl Tamudo (Santa Coloma de Gramenet, 1977) subía el pan. Se hinchó a meter goles en el último minuto que costaron descensos, ligas, copas, de todo. Incluso Luis Aragonés dio con la tecla de sacar a Xavi, Iniesta y Cesc juntos gracias a un gol de Tamudo a Dinamarca considerado el primero de la era triunfal del tiquitaca. Es el máximo goleador catalán de todos los tiempos. Retirado, mientras sopesa hacerse entrenador de categorías inferiores, quedamos con él para repasar su carrera tomando unos cafés en pleno barrio chino de Barcelona.
¿Cómo acaba tu familia en Cataluña?
Mis padres son de un pueblo de Badajoz que se llama Villas del Rey. Les pasó lo normal de la gente de allí: no tenían trabajo y tuvieron que venir a la gran ciudad, a Barcelona. Estuvieron trabajando hasta los cincuenta años más o menos, que les retiré. Les dije que no hacía falta que siguieran, que ya habían trabajado bastante; antes se empezaba a los catorce o quince años. Mi padre en la construcción y mi madre en una fábrica de enchufes.
Aprendiste a jugar al fútbol en la calle.
Siempre se lo digo a mi hermano, no sé cómo podíamos jugar en esas calles al fútbol. No paraba de pasar gente, coches. Las porterías eran los bajos de los coches. Como mis padres estaban siempre trabajando, pasábamos el día en la calle. Igual el fútbol nos salvó de otras tentaciones. Pero es una pena que se haya perdido el fútbol callejero. Ya no lo ves. Ni en Barcelona ni en Santa Coloma. Ahora es fútbol de escuela, donde se cuida mucho al niño. Antes era buscándote la vida y se aprendían muchísimas cosas. Creo que los futbolistas con un pasado callejero tienen un plus.
Probaste con el Barça.
Estaba en el Milán de Santa Coloma y en un partido en el campo del Adán que perdimos 7 a 6, íbamos ganando 2-6. Marqué cinco goles y fallé un penalti, pero no me echaron la culpa [risas]. Apareció un hombre preguntando si estaba por allí mi padre. Lo encontró, dijo que era ojeador del Barça y me cogieron. Estuve un año entrenando con el Barça y con el Milán, dos días de la semana con cada uno. Hasta que llegó el verano y me dijeron que, para decidirse tenía que ir a un torneo. Fui, marqué mis goles y al acabar me dijeron que estaban muy contentos y me iban a llamar para hacerme la ficha. Todavía no me han llamado [risas], ni siquiera para decir que no. En fin.
Apareció entonces José Manuel Casanova y me dijo que me quería para el Espanyol. El Barça no llamaba y mi padre me recomendó que le dijera que sí a José Manuel. Yo tenía trece o catorce años y nos invitó a mis padres y a mí a comer para que cogiéramos confianza. Para mí eso ya fue emocionante, era ir a comer con el tío que fichaba a los jugadores del Espanyol. Recuerdo que me dio una tarjetita con su nombre y el escudo del club bordado en oro. Cuando fui al cole y le enseñé la tarjeta a los compañeros, me decían «Tío, ¡ya tienes la vida resuelta!». Yo pensaba que flipaban. Y luego mira, muy equivocados no estaban.
Todos los de mi generación salimos gracias a José Manuel Casanova. Creo que no iba ni a casa a dormir, estaba todo el día viendo fútbol. Ahora anda por el Málaga haciendo lo mismo. Tenía controlado el mercado de futbolistas jóvenes de toda España. Porque antes el Espanyol no tenía cantera. Un día entrenábamos en el campo del Polígono Gornal, otros días íbamos a los campos de las casas baratas de la Zona Franca. Salía de mi casa a las cinco de la tarde y volvía a las once. Cogía el 38, nunca se me olvidará el número porque muchas veces había gente en el autobús metiéndose caballo. Yo hacía el trayecto solo cada día con quince años. Si nuestros padres lo hubieran visto igual no nos habrían dejado. Luego se hizo la Ciudad Deportiva y daba gusto ir a entrenar allí.
Tu generación en las categorías inferiores del Espanyol fue brillante.
Jamás saldrá una hornada como esa. No solo futbolísticamente, sino a nivel humano. Se formó un grupo muy fuerte, de amigos; la mayoría habían coincidido en el juvenil. El primero que subió fue Soldevilla. Le expulsaron porque lo primero que hizo nada más salir fue darle una hostia en San Mamés a Alkiza o Julen Guerrero, no sé cuál. Lo que vimos fue que si él podía llegar, los demás también. En lo personal, mi mejor amigo fue De Lucas. Congeniábamos muy bien. Él ponía la cara y yo… digamos que me lo pasaba muy bien a su lado [risas]. Una vez en un aeropuerto un montón de japoneses lo confundieron con Ricky Martin. Se acercaron a él gritando… yo me descojonaba.
De los rivales que tuvimos, con Xavi me llevaba muy bien. Siempre ha tenido mucha calidad. A la sub-21 llegó con diecisiete años. Cada vez que me ve me recuerda que coincidimos una vez en un derbi Espanyol B-Barça B. Yo no le conocía de nada, solo sabía que le habían dado un trofeo individual en el Mundial que había jugado. Me acerqué y le dije «deja de protestar, ¿piensas que porque te han nombrado mejor jugador del Mundial tienes que ir de crack aquí o qué?». No lo olvida [risas].
Cuando debutas en primera, marcas y El País titula «Un nuevo Raúl en el fútbol español».
Sí, Raúl hacía tiempo que había debutado, creo que con diecisiete años. Yo con diecinueve, la verdad es que no me puedo quejar. Del gol de Alicante tengo la camiseta guardada. Me cambió la vida. Me llamó Juan Manuel y me dijo que iba con el primer equipo. Yo pensaba: «hostia, se habrán equivocado». Pero no, fui. Y marqué. Íbamos perdiendo, la cosa se iba a poner mal, no sé si hasta para meternos en puestos de descenso. Me dio la señal Paco Flores para que me pusiera a calentar y me soltó: «No tengo nada que decirte, ya sabes lo que tienes que hacer». Iba a jugar. Estaba nerviosísimo. Salí, tuve una ocasión nada más entrar y la fallé. Me dije: «Vale, ya no vuelvo a jugar más en Primera División». Y luego tuve la suerte en el minuto 80 de que me llegara un balón, hice una vaselina y entró. Gol. Para mí fue… vamos.
¿No te dio miedo jugártela con una vaselina?
Fue un gesto automático, no te paras a pensar que igual la fallas. Lo había hecho mil veces en entrenamientos. La Primera División es muy complicada. Muchas veces lo que hacíamos era defender bien y confiar en que ahí estaba yo. Al final te haces a ese rol. Y no me costaba porque siempre, o casi siempre, había jugado igual. Me sentía solo, no tenía a ningún compañero al lado, pero terminé acostumbrándome. También a los centrales. Cuando jugabas contra López, por ejemplo, del Atleti, tenías que tener los siete sentidos enchufados porque le daba igual pierna que balón. «Pues llévate el balón, tío, no te preocupes», pensaba yo, «que ya me llegará en otro momento». He tenido suerte con las lesiones, pero en Primera cuando jugabas con gente como López, Pablo Alfaro o Ballesteros y tenías el balón de espaldas a ellos, había que tener cuidado.
¿Se te subió a la cabeza?
Vengo de un barrio muy humilde. Durante muchos años he estado viendo a mis padres levantarse a las cinco de la mañana para darme de comer y porque de repente me pusiera a ganar dinero o a salir en la televisión no perdí la esencia de lo que soy.
Hiciste pareja con Lardín.
Me ayudó muchísimo. No sabía cómo me iban a recibir y me apoyó desde el primer día. Me sentí querido y valorado. Fui como un hermano pequeño para ese grupo de veteranos, me perdonaban todo lo que fallaba. Lardín como jugador era el espejo en el que nos mirábamos todos. Era el capitán, marcaba goles, también al Madrid y al Barça. Los pequeños nos quedábamos con eso. Recuerdo que mi padre me llevaba a Sarriá y disfrutábamos mucho con aquel equipo. Estaba Urzaiz, que era supercorpulento, y luego a los lados Lardín y Benítez entrando como balas. Hacían unos partidos espectaculares.
Te cedieron al Alavés.
Casi me congelo al llegar. Me dijo el representante que me abrigara y cogí una chaquetilla. Hostia, cuando bajé del avión… Tuve que pedir ropa a mi sponsor.
Vino Camacho y me dijo que me tenía que decidir antes de las doce de la noche. No quería bajar al Espanyol B así que me fui sin despedirme en persona de mis padres, se lo tuve que decir por teléfono. Luego no jugué casi nada, pero me divertí mucho con Javi Moreno. Si no fuese por él lo habría pasado peor. Tenía problemas con el peso y en Vitoria se ponía de pinchos que no veas. Había que decirle: «Javi, tío, que eres futbolista, cuídate un poco».
Cuando vuelves al Espanyol, Bielsa no confió en ti.
Normal. Tienen que ver a muchos jugadores. No sé si mañana seré entrenador, pero si lo soy, también me equivocaré. Me mandaron a Lleida y estuve encantado porque estaba al lado de Barcelona y jugué mucho. Solo durante cuatro meses, eso sí, que el Espanyol me repescó y se enfadaron mucho. Los clubes rompieron relaciones.
Como dorsal, en el Espanyol, cogiste el 23 de Michael Jordan.
Cuando vivía en Santa Coloma siempre me quedaba a ver los partidos de la NBA. Mi padre no paraba de decirme que al día siguiente tenía que ir al colegio. Y yo contestaba que sí, pero que… Es que no me podía perder a Magic, a Jordan. Espectaculares, irrepetibles. En cuanto pude me cogí su dorsal. Hacer lo que hacía ese hombre era increíble, porque además lo hacía sabiendo que le estaba viendo todo el mundo, todo el planeta. ¿Cómo canalizaba todo eso?
Paco Flores fue el entrenador clave en tu carrera.
No le puedo estar más agradecido, aunque empezamos mal. Subí al filial y le contesté el primer día: «Qué pasa, nen». No veas cómo se puso: «¿A mí me vas a contestar? Venga, todo el equipo a correr». Los veteranos me dijeron que tuviese más cuidado. Unos años después jugábamos contra el Werder Bremen y había uno que se llamaba Pasanen [risas]. Al final del partido le pedí la camiseta para regalársela a Paco Flores. Se descojonaba: «Todavía te acuerdas de aquello». La tiene guardada. Él me subió del juvenil al A y del B al primer equipo. Es muy buena persona, pero con mucho carácter. A mí siempre me ha cuidado y me encanta ir a comer a su casa y hablar de fútbol. Además, su mujer cocina que es un espectáculo.
Vaya gol en la Copa del Rey de 2000.
Ese gol solo lo vi yo. La gente estaba sentándose o entrando en el campo, era el minuto uno. Se acabó una jugada, iba a sacar el portero. Me han dicho muchos que estuvieron allí que tuvieron que llamar a su casa para que les contaran qué había pasado. Vi que Toni tenía el balón, que lo botó y me dije: «Voy a meter la cabeza a ver qué pasa, como mucho me van a pitar falta». Y la que lie.
Di Stefano dijo: «Intenté marcar ese gol muchas veces pero nunca lo conseguí, si eres el portero es para morirse».
Toni estuvo enfadado conmigo mucho tiempo. Me dijo de todo en el descanso. Encima, cada vez que se juega la final de la Copa del Rey, en las previas, siempre repiten ese gol. Cuando subí al primer equipo, precisamente él fue de los que más me cuidó. A los dos días de conocerme me regaló un neceser… [risas]. Le dije: «Toni, si yo te hubiera tirado un penalti, ¿te lo habrías dejado?». Pues esto es lo que hay. En su época había sido uno de los mejores porteros de España, pero también su posición, guardameta, es de las más complicadas que hay. A veces se ven solo los fallos.
Tú empezaste de portero.
Sí, sí. Le pedí a mi madre para Reyes unos guantes, unas rodilleras y unas coderas. Me molaba eso de hacer palomitas. Pero cuando vi que venían a chutarme con toda el alma, pensé: «No, quiero ser de esos, de los que marcan los goles». Mi padre me dijo que me pusiera delante y corriera siempre para arriba. Tenía miedo por lo escuchimizado que era de que un día me metieran un viaje y me quedara ahí. Pero me fue bien. Entendí bien eso de coger la pelota y echar a correr para la portería sin pensármelo dos veces.
Tu padre sabía de fútbol.
Fue entrenador de fútbol base de la Gramenet. Mi hermano también ha jugado, se retiró hará tres o cuatro años. Me ayudó mucho que mi hermano me diese patadas desde pequeño y no poderme quejar porque era familia. Me apretaba para que mejorase. Ahora agradezco todas las patadas que me dio [risas]. Es importante respetar al rival aunque te dé cera.
¿Cómo fue la experiencia de los Juegos Olímpicos de Sídney 2000?
Estuve tres o cuatro días con jet lag porque el viaje era de veinticuatro horas. Perdimos contra la Camerún de Eto'o y Kameni, que decía que tenía diecisiete años y creo que ya tenía treinta. Ahora dice que tiene treinta y debe andar por los cuarenta y cinco [risas].
Jugamos también contra Pirlo, que ya era una estrella. Abbiati, Ambrosini… Les ganamos 1-0. Sabíamos que si superábamos ese partido contra Italia llegábamos a la final, porque Estados Unidos era buena selección, pero no tan potente como ahora. Y a esa final no creáis que fuimos confiados. Camerún había eliminado a la Brasil de Ronaldinho. Los equipos africanos en los mundiales, sobre todo en categorías inferiores, son muy buenos. Pero habíamos jugado siete partidos y a la final llegamos reventados. Eran a las doce de la mañana, en el estadio olímpico con ciento veinte mil personas. Íbamos ganando 2-0, fallamos un penalti. Angulo, hubiera sido el 3-0. A mí me lesionó Wome, no me podía ni mover y no pude jugar la segunda parte. Luego expulsaron a José Mari, empataron y en penaltis palmamos. El arbitraje fue lamentable y se nos fue el oro.
Al llegar te había fichado el Rangers.
Cogí un avión de vuelta dos días después de la final. El hematoma se hizo más grande por la presión. No debía flexionar la rodilla y toma: veinticuatro horas sentado sin poder estirar la pierna. Tenía al lado a Iván Pérez, el cubano de waterpolo, que es dos por dos, y me tenía encajonado. Me bajó el hematoma por la rodilla y me llegó al tobillo. Así fui a hacerme la revisión al Rangers y el médico me tuvo dos horas en la resonancia. Me dijo: «O te operas o te retiras del fútbol, tienes toda la rodilla reventada». El tío pensó que se la quería colar el Espanyol, iban a soltar dieciocho millones de euros. Lo cachondo es que esa misma semana jugué y le metí un gol al Oviedo, al médico le echaron [risas]. El presidente del Rangers me había hecho ir desde Barcelona en su jet privado. De los nervios me comí todos los sándwiches que había en ese avión. Era un vuelo de hora y media, engordé dos kilos. Y luego para volver, como no me habían fichado, me metieron en un low cost [risas].
Te habías ido llorando.
No me quería ir. Estaba en un momento bueno en el Espanyol, estaba creciendo como futbolista. Mi representante me habló del fichaje mientras estaba concentrado en Puente Viesgo con la olímpica. Era un dineral lo que iban a darle al club. Yo les decía que no me iba. Y él: «Que es Dick Advocaat, terminarás en la Premier». Pero yo me negaba. Joder, que son ocho equipos en Escocia, juegas cuatro veces con los mismos. ¿Y la ciudad, con todo cerrado a las cinco? Oye, soy de Barcelona [risas]. Y al final me sentaron los representantes y me dijeron: «Raúl, o te vas o tus compañeros no cobran». ¿Y qué haces en una situación así? Aceptar, irme a casa y hacer las maletas. Por mis compañeros y por mí, que si no yo tampoco cobraba.
El Espanyol poco después se trajo a un japonés, Akinori Nishizawa.
Le encantaba el jamón y la paella. Estaba todo el día comiendo lo mismo. Le daba igual la hora. Íbamos a cenar: paella y jamón. Desayunar: paella, y jamón. También vino, por supuesto. Recuerdo que un día acabó vomitando cuando salió de un restaurante, potando en plena calle. Pero le cuidábamos, sabíamos que para un japonés era complicado estar aquí. Luego vino otro años después, Shunsuke Nakamura, que ya era una estrella en su país. Llevaba siempre a treinta tíos detrás cámara en mano grabándole. En Japón contaban cada minuto de su vida. Pero no se adaptó su mujer y… mal. Metieron a los hijos en un colegio japonés que hay San Cugat, pero se volvieron.
Tuviste a todo un Iván de la Peña como pasador.
Disfruté mucho esa época. Sabía que Iván me iba a poner el balón delante estuviera donde estuviera. Solo pensaba en correr, él me daría el pase. No tenía más que salir embalado sin mirar atrás y aparecía el balón frente a mí. Nos llevábamos muy bien fuera del vestuario y se notaba en el campo.
Iván venía de jugar en la Lazio y en el Olympique, luego otra vez en el Barça, pero en el Espanyol es donde se sintió bien. Era una persona muy familiar y eso solo lo encontró con nosotros; una tranquilidad que en otros sitios no tenía. En la Lazio, con lo que le pagaban, tuvo mucha presión. En Francia creo que se rompió el peroné… Solo aquí se sintió importante y a gusto. Era un enfermo del futbol, le encantaba. Una vez dijo que los mejores delanteros con los que había jugado eran Ronaldo y Tamudo. Para mí fue un privilegio escuchar algo así.
Te entrenó Javier Clemente.
Cómo nos reíamos con él. Era especial, muy práctico. Juego sencillo y ganar. De toque, nada. Había un central del filial que subió al primer equipo, en un entrenamiento se complicó la vida en un par de jugadas y le dijo: «Mira, chaval, ¿ves aquella portería de ahí? Pues cada vez que tengas el balón chutas a puerta» [risas]. Tenía su forma de trabajar. En el fútbol de hoy en día ese sistema no es tan atractivo como lo que hacen otros equipos, pero a Clemente mal no le ha ido.
Otra pareja en la delantera, Savo Milosevic.
El jugador que más Coca-Cola he visto beberse en mi vida. No sé si cinco litros al día. Compartí habitación con él y al levantarse tomaba Coca-Cola, bajaba al desayuno y al subir a la habitación, más Coca-Cola. Era increíble. Como futbolista era un matador. Además, como era tan grande y tan fuerte, los centrales lo fijaban a él y yo estaba siempre esperando a ver lo que caía.
Luis Fernández, otro entrenador especial.
Marqué catorce goles desde que llegó él en una vuelta. Hoy solo puedes hacer eso en el Barça o el Madrid. Llegó con el equipo a cinco puntos del descenso y con su alegría nos quitó la presión. Nunca le veías preocupado, y eso se contagia. Nos salvamos en el último partido. Con Clemente teníamos un sistema mucho más serio, metódico. Nos decía: «Marcar, ya marcaremos, lo primero es defender». Y Luis Fernández no, salía a ganar. Fuimos a ganar todos los partidos. También fichó muy bien, por ejemplo a Mustapha Hadji. La segunda vuelta que hicimos fue de Champions.
¿Qué pasó con esa información, que resultó ser falsa, de que reivindicabas la selección catalana?
Me pidieron una foto para apoyar el deporte catalán, para que hubiera más dinero en el fútbol base, mejores instalaciones, etcétera. Cómo no me voy a sumar. Soy un deportista catalán. Lo que nadie me dijo es que mi foto se iba a utilizar para algo así. Acepté para apoyar el deporte catalán, nada relacionado con la política.
¿Cómo te sentó que Josep Cuní reflexionara durante una entrevista a Pasqual Maragall sobre la posible inconveniencia de que fueras elegido catalán del año por no hablar catalán en público?
No entro en esas cosas. Soy tan catalán como el que más, he nacido aquí. Si él opina eso, lo respeto.
En 2006 cayó otra Copa del Rey contra el Zaragoza.
Fue un oasis en una temporada desértica. El Zaragoza venía de eliminar a sus rivales haciendo buen fútbol. De hecho, eran los favoritos; le habían metido seis al Madrid en las semifinales y antes habían eliminado al Atleti y al Barça. Pero no fuimos a Madrid pensando que íbamos a perder, la verdad es que teníamos un equipazo. Íbamos en el autocar por la Castellana y Pandiani empezó a cantar, le siguió Zabaleta y les seguimos todos. Alrededor teníamos unas treinta mil personas. Nos miramos y nos dijimos: «¿Vamos a perder, con toda la gente que hay? Imposible». Mira [se señala el brazo], se me pone la carne de gallina. Saltamos al campo enchufados y nos benefició no ser favoritos; eso, y marcar en el minuto 4. Ellos empataron con gol de Ewerthon, pero poco después Luis metió el segundo y, ya en la segunda, con el tres a uno, lo vimos todo más claro. Pero luego teníamos partido contra el Betis en Liga jugándonos el descenso. Nos salvamos por la jugada del gol de Coro, casi me da un infarto.
El pánico al descenso.
Aquel día a todos los jugadores nos pesaban las piernas quinientas toneladas. Es muy duro. La semana anterior se nos hizo larguísima. La responsabilidad era enorme. Pensar que podíamos fallar a toda la gente que nos seguía es una presión terrorífica. Durante el partido el Alavés iba ganando y estábamos en Segunda en el minuto 85, con la Real que no paraba de atacarnos. Yo estaba desesperado. Minuto 89. «¿Qué podemos hacer, qué podemos hacer?». Terrible. Y de repente, gol. Madre mía, qué alegrón. Lloré por la tensión. Qué mal se pasa. Estuve una semana entera en estado de shock. Agotado, me dolía todo, y psicológicamente hecho una mierda. Creí que nunca más iba a volver a vivir nada así y años después me tocó marcar el gol del Rayo.
Aquel Rayo-Granada.
Ojo, que el Granada, si el Atlético de Madrid llega a meter un gol más en el campo del Villarreal, se va a Segunda. ¡No te lo pierdas! Son partidos, tío… Estás desesperado. Me acuerdo de que Michu les decía: «Oyeeee, que paréis ya, joder». Y ellos: «¡Cómo vamos a parar! ¡Si el Atleti marca otro bajamos nosotros!». Luego eso se malinterpretó. Se llegó a decir que les estábamos pidiendo que se dejaran meter otro. En fin, un caos.
Tu gol inmortal es el Tamudazo.
¡Cada día me lo recuerda alguien por la calle! Da igual donde esté. Cuando estuve en el Pachuca, en México, fuimos a jugar un partido a Los Ángeles y allí todos eran del Madrid o del Barça. Uno me decía: «Ehhh, nos jodiste la Liga, nos jodiste la Liga». Y otro: «Gracias, tío, ¡nos diste la Liga!». ¡Hasta en Dubái! Fui a Emiratos Árabes y en el control de pasaportes un empleado me dijo algo muy entusiasmado. Pedí que me lo tradujeran: «Dice que les jodisteis la Liga».
Siempre digo lo mismo: cuando marqué el segundo gol no sabía lo que estaba pasando. Si el Madrid iba a ganar la Liga o qué. Y, más que joderle la Liga al Barcelona, lo que pensaba era en que había marcado en el Camp Nou, que habíamos empatado, que superaba a Marañón como máximo goleador del club y que el año anterior nos habían cantado: «¡A Segunda, a Segunda!». Acabó el partido, entré en el vestuario y alguien me dijo «Madre mía, la que has liado». Por fin me enteré [risas]. Se agotaron las camisetas con mi nombre, me llegaron mensajes de todos lados… Y yendo por Barcelona, la gente te decía cosas que… en fin, yo lo comprendo.
El Sevilla os derrotó en la final de la Europa League.
Si no nos quedamos con uno menos, esa Europa League estaría en Barcelona. Y aun así, llegamos a empatar el partido con aquel golazo de Jônatas. En ese momento pensé que el destino quería que fuéramos campeones. Pero ya ves… ¡Un hijoputa, el destino! Fue una lástima [el Espanyol perdió en los penaltis]. Fuimos el único equipo de la historia que, sin perder un solo partido, no ganaba el torneo.
Tu última pretemporada en el Espanyol es también la de la muerte de Dani Jarque.
Mauricio nos había dado la tarde libre y fuimos a dar una vuelta por Florencia. Estábamos concentrados donde suele hacerlo la selección italiana [se refiere al Centro Técnico Federal de la FIGC, en el barrio florentino de Coverciano]. Dani se quedó en la habitación. Al volver al hotel notamos que ocurría algo. Abrimos la puerta de la habitación y lo vimos… No se me olvidará en la vida. Llamamos a una ambulancia, intentaron reanimarlo. Fue el momento más doloroso que he vivido. Un compañero con el que habías entrenado por la mañana.
Después del fallecimiento de Dani Jarque, en el Corriere della Sera apareció un artículo que vinculaba su muerte y la de Antonio Puerta con el dopaje. Decía que estaban «bajo sospecha».
No le dimos ningún crédito. En todos los años que he jugado en Primera División nunca he visto a nadie utilizar esa clase de sustancias. Y, por supuesto, tampoco las he utilizado yo. Bastante dolor teníamos ya como para pensar en tonterías.
En casi todas las crónicas de la muerte de Jarque, figura incrustada la frase: «Dani Jarque, que había reemplazado a Raúl Tamudo como capitán del equipo».
Fue una decisión del entrenador, Mauricio Pochettino. Él creyó que lo mejor para el equipo era que Jarque fuera el capitán y yo le cedí el brazalete. El entrenador tiene que tomar decisiones y hace lo que cree que conviene al equipo. Yo no estaba de acuerdo con su criterio, pero no quería que la entidad saliera perjudicada. Lo mejor era irme.
Al día siguiente de aquella rueda de prensa en que Germán de la Cruz y Ramón Planes afirman que el club había tratado de que recuperaras el brazalete y que tú lo habías rechazado, estallaste.
Es doloroso que tu propia gente, después de tantos años, ponga en duda tu compromiso con el club. No me lo esperaba, la verdad. Para mí era surrealista que estuviera sucediendo algo así. Ahí están los números, el rendimiento y, sobre todo, una afición que siempre que tiene ocasión me muestra su cariño, como el día del homenaje.
Con España, queda en el recuerdo tu gol frente a Dinamarca.
Villa estaba lesionado y yo iba de reserva de Torres. Unas horas antes del partido se lesionó Fernando. Yo, acojonado. No sabía si Luis iba a jugar con nueve, sin nueve, con Luis García, conmigo… Me dijo: «Raúl, vas a jugar, y sé que lo vas a hacer espectacular, como siempre, así que sal y disfruta». Si no ganábamos, la clasificación para la Eurocopa se nos complicaba. Yo pensaba: «¿Y si voy y me hago un Cardeñosa? Madre mía, no voy a poder pisar la calle». Y en eso que centra Iniesta, remato y gol. Solo pensé: «¡Qué peso me he quitado de encima!».
Celebraste… ¡que te habías quitado el marrón de encima!
¡Ponte en mi lugar! A la selección vas encantado, sabiendo que tienes un papel secundario y dándote por satisfecho si sales a jugar un ratito. Y Luis te dice que vas a jugar.
¿Que tal con Luis?
Era un tío entrañable, daba la cara por los jugadores, nos protegía mucho. Prefería que la prensa se metiera con él a que tocaran a uno de los suyos.
Saliste del Espanyol y fuiste a la Real Sociedad.
Me vino muy bien después de esa última temporada tan mala. Era una plantilla muy joven, recién ascendidos; el entrenador, Lasarte, una bellísima persona, me trató como a un hijo. Si volviera a ser futbolista con todo lo que ahora sé, no me retiraría sin vivir al menos un año en San Sebastián.
Luego el Rayo Vallecano.
Me instalé en Madrid y cada vez que entraba en Vallecas me parecía estar entrando en Santa Coloma. Era igual y me encantaba. Otro club muy familiar del que no te irías nunca.
Después hiciste las Américas.
El Pachuca mexicano, sí. Recibo la llamada de Hugo Sánchez, que estaba trabajando en un proyecto para hacer del Pachuca un equipo campeón, y fui pensando que sería una ocasión para vivir una experiencia interesante, pero no salió nada. No nos clasificamos ni para el playoff y Hugo fue destituido a mitad de temporada. Regresé a España, me llamó Felipe Miñambres y volví al Rayo más contento que unas castañuelas. Lo de Hugo en México era alucinante. Era dios. Iba con el bolsillo de la americana lleno de fotos suyas. Si le pedían un autógrafo, y le pedían una docena cada día, decía «no, en ese papelucho no». Sacaba su foto, con todo su currículum detrás, y la firmaba [risas].
¿Qué planes tienes?
Espero fechas en Madrid para sacarme el carné de entrenador, quiero formarme. Mientras tanto lo que hago es cuidarme, no me gusta la imagen del exfutbolista dejado. Como no puedo correr, porque estoy operado del cartílago, hago spinning. Y desde hace tres semanas, boxeo. Me encanta porque te pone al límite. De fútbol, lo máximo que hago, es devolvérsela a mi hijo cuando me la pasa. Tiene tres años.
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