Soldados alemanes obligados a contemplar un documental sobre los campos de exterminio. Imagen: United States Holocaust Memorial Museum.
Llama la atención que ahora que creemos haberlo visto todo haya gente que ande por ahí en busca de una imagen. Hemos visto a Selena Gómez bebiendo un refresco, los pies de medio país y a casi todos los gatos del mundo. Además, gracias a Google, ahora podemos ascender al campo base del Everest o adentrarnos en el Parque Natural de Gombe en Tanzania sin salir de casa. El catálogo de fotos a nuestro alcance parece infinito; sin embargo, nos faltan imágenes.
El director Rithy Panh buscó durante años una imagen perdida, una foto tomada entre 1975 y 1979 durante el régimen de los Jemeres Rojos. La buscó en archivos, en las aldeas más pequeñas de Camboya, y no la encontró. El régimen de Pol Pot se había encargado de borrar todo rastro. Los cráneos, en cambio, no dejaban de aparecer por todas partes. Como cuenta David Jiménez, se mostraban en museos y memoriales, brotaban en los arrozales, especialmente en temporada de lluvias. Los cráneos dan fe del genocidio, pero no cuentan la historia de las víctimas. En el documental La imagen perdida, Panh dota de carne, o más bien de arcilla, a los huesos de sus familiares y amigos desaparecidos. A falta de retratos, y partiendo de sus recuerdos, les da vida con ayuda de unas figuritas de barro.
Por supuesto, la de las víctimas del genocidio camboyano no es la única imagen que se ha quedado en la cuneta de la historia. En la película Los rubios, Albertina Carri reconstruye la vida de sus padres, desaparecidos durante la dictadura de Videla, y la suya propia, mediante clicks de Playmobil. Como dice la autora, «construirse a sí misma sin aquella figura que dio comienzo a la propia existencia se convierte en una obsesión». Una obsesión muy humana, hay que decir. No en vano, Pascal Quignard definió al hombre como «aquel a quien le falta una imagen», una imagen que no puede dejar de buscar.
Sobre estos documentales y películas, entre otros muchos, escribe Hilario J. Rodríguez en Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine (Micromegas, 2016), un ensayo en forma de novela de detectives que parte de la búsqueda de una persona que aparecía en The Interview Project, de David Lynch y su hijo Austin. Tal y como ha dicho Rodríguez en una entrevista, esta búsqueda le sirve de excusa para colocar ante el lector una serie de imágenes «perdidas, olvidadas o malinterpretadas, para proponer un nuevo comienzo a nuestro futuro a partir de una nueva conciencia del presente».
Para evitar la desaparición de algunas imágenes (es decir, el olvido), Rodríguez destaca algunas iniciativas, como el citado Interview Project, que recoge entrevistas a más de un centenar de personas humildes que recuerdan al Alvin Straight de Una historia verdadera, o los vídeos que el colectivo de cineastas anónimos Abounaddara Films ha ido colgando en la red para mostrar el día a día de la guerra de Siria. En una entrevista concedida a Cahiers du Cinéma, Michel Foucault habla del papel del cine y la televisión a la hora de formar, o deformar, el recuerdo de un acontecimiento. Estos medios, dice Foucault, muestran a las personas no «lo que han sido, sino lo que deben recordar que han sido». Así, el conocimiento que el pueblo llano tiene de su propia historia, lo que él llama la memoria popular, es cada vez menor. Los miembros de Abounaddara Films pretenden mostrar una visión alternativa de la sociedad siria, pues consideran que su imagen ha sido vapuleada tanto por el régimen como por los medios internacionales. Creen que en el exterior el conflicto se percibe como una lucha entre dos bandos: el régimen de Bashar al-Ásad, por un lado, y los yihadistas, por otro. Para ellos, las caras de la revolución, las de las personas que, inspiradas por la Primavera Árabe, se manifestaron contra el régimen a favor de la democracia, corren el riesgo de borrarse para siempre, difuminadas entre los dos bandos. Los vídeos que muestran a estas personas en su realidad cotidiana impiden que se hagan invisibles. Para contrarrestar otras imágenes del conflicto más sensacionalistas y, de paso, nuestro «tropismo innato hacia lo espeluznante», como decía Susan Sontag, los miembros de Abounaddara Films proponen fotografiar algo que nunca se ha fotografiado: la dignidad. La dignidad de las personas que a diario sufren las guerras que libran otros.
Las imágenes pueden borrarse, por tanto, al poner otras encima (las fotos oficiales, por ejemplo, suelen opacar al resto). Otras desaparecen de forma natural a fuerza de ser ignoradas. En Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald habla de aquellas escenas de la historia reciente de Alemania que «nunca traspasaron realmente el umbral de la conciencia nacional». En esa ocasión no se trataba de un intento de manipular la historia, o no solo de eso, sino que era, ante todo, una cuestión de supervivencia. Lo que ocurrió en muchas ciudades alemanas en el último tramo de la Segunda Guerra Mundial se convirtió en tabú. Al regresar del frente, Heinrich Böll encontró un país en estado de shock. Escribió sobre ello en El ángel callaba, un libro que no vería la luz hasta 1992. Algo similar ocurrió con Una mujer en Berlín, que relataba el hambre de la posguerra y las violaciones que sufrieron las mujeres alemanas por soldados del Ejército Rojo. Cuando fue publicado, de forma anónima, en 1959, la autora fue acusada de dañar el honor de las mujeres alemanas. Nadie quería hablar de ello, y mucho menos volver a verlo, aunque algunos no tuvieron otro remedio… En el libro de Rodríguez se incluye una foto que captura el momento en que algunos soldados alemanes fueron obligados a ver un documental sobre los campos de exterminio. La instantánea muestra cómo muchos se tapaban los ojos para no verlo. Cabe preguntarse qué habría pasado si hubieran obligado a toda la población a ver no solo lo que los alemanes hicieron, sino también lo que les hicieron a ellos. La verdad hace daño a la vista. Cuando supo la verdad, Edipo se clavó un broche del vestido de Yocasta en los ojos para no ver más desgracias. Pero, claro, Edipo es un ser mítico. Como ha demostrado tantas veces la historia, los humanos somos muy capaces de saber la verdad y seguir adelante con nuestras vidas.
Por otro lado, advierte Rodríguez, «el borrado de las imágenes es tan dañino como su indiscriminada proliferación». Hemos visto selfies de chicas sonriendo en Auschwitz o en el Memorial del Holocausto de Berlín. Otros persiguen Pokémon entre los cráneos del Museo de los Crímenes Genocidas en Phnom Penh. Sin duda, hablar de la banalidad del mal en esta época sería redundante. Sontag decía que «a partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia» y a mí me parece oportuno recordarlo. Pero, aparte de esta epidemia de attention whores, otra amenaza se propaga por las redes sociales. Claude Lanzmann, recuerda Rodríguez, rehusó utilizar imágenes de archivo para el documental Shoah porque «repetir una imagen terrible cuando ya está instalada en el inconsciente colectivo puede contribuir a banalizarla». Hoy día las fotos llegan a cualquier rincón del mundo en cuestión de segundos, pero, al hacerse virales, se «queman» antes (por no hablar de que, en menos que canta un gallo, son reemplazadas por el trending topic de turno). Tal vez eso explique que imágenes como la de Aylan Kurdi, el niño que murió en una playa turca, dejen rápido de surtir efecto. Hace poco François Cheval y Audrey Hoareau, comisarios de la exposición fotográfica ¡A las puertas del paraíso!, cuestionaban la eficacia del fotoperiodismo: «Estamos hartos de ver fotos de niños muertos. No sirven para cambiar las cosas. Queremos algo que invite, de verdad, a la reflexión». Puede que la foto de Aylan no sirviera para que los políticos tomasen medidas para ayudar a los migrantes, como argumentaban ellos, pero si no se hubiera hecho, estas personas serían todavía más invisibles de lo que son.
Sobre el poder de las imágenes, entre otras cosas, escribió Sontag en Ante el dolor de los demás. Una de las preguntas que sobrevuelan el texto es: ¿puede una foto detener la barbarie? Sontag nos recuerda el caso de Guerra a la guerra, un libro de fotografías que Ernst Friedrich publicó en 1924. El libro mostraba sin tapujos los desastres de la guerra: cementerios militares profanados, montones de cuerpos pudriéndose, las caras completamente destrozadas de los soldados. En 1938, Abel Gance mostró los rostros desfigurados de los combatientes en una nueva versión de J’acusse. ¿Sirvieron de algo aquellas imágenes tan explícitas? Cuesta creer que un solo hombre fuera a alistarse después de ver aquello… Sin embargo, como señala escuetamente Sontag, al año siguiente llegó la guerra. En un primer momento pensé que el escaso poder disuasorio de aquellas fotografías se debía a que no habían tenido la difusión que habrían tenido ahora. Me equivocaba. Guerra a la guerra fue perseguido por las autoridades, es cierto, pero fue un éxito de ventas traducido a más de cuarenta idiomas. De hecho, la intención del autor de llegar a todos los rincones del mundo queda clara desde el principio, cuando apela a los «seres humanos de todos los países» y exhorta a todas las madres del mundo a unirse. Pese a ello, nadie pareció sentirse aludido por esas fotografías. Seguramente, hoy sucedería algo parecido. Cuando se sabe que hay otros testigos, la responsabilidad se diluye y al final nadie hace nada.
El problema no está en las fotos, sino en nuestra mirada. Para Sontag, la fotografía es el formato más adecuado, el que cala más hondo en la memoria, pero hace falta un «espacio equivalente al sagrado o meditativo en el cual se puedan mirar. Es difícil encontrar espacio reservado para la seriedad en una sociedad moderna». De hecho, yo diría que cada vez hay menos lugares sagrados. Esto precisamente es lo que pone de manifiesto el controvertido artista judío Shahak Shapira con su proyecto Yolocaust. Shapira superpone las risas y las poses de los turistas en el Memorial del Holocausto de Berlín a las fotos de las víctimas a las que honra ese monumento. En La imagen que hoy nos falta (Cuatro, 2016), Quignard afirma que en toda imagen hay una imagen ausente… Y, en cierto modo, Shapira se las ingenia para desvelarla, sacando a la luz lo que yace en el fondo, oculto bajo el manto de las apariencias (nunca mejor dicho). Polémicas aparte, montajes como este invitan a la reflexión. Cada vez que vemos una fotografía, deberíamos preguntarnos si no está velando otra, qué pasó antes de que la tomaran, qué pasó después… En definitiva, buscar la imagen que falta. Por ejemplo, no se puede ver por completo la foto del papa Francisco rezando en silencio en Auschwitz si no ampliamos el encuadre hasta incluir la instantánea de la visita de Benedicto XVI en 2006 y la de Juan Pablo II en 1979. Antes o después, aparecerá, de fondo, la figura de Pío XII, protector de los judíos para algunos, testigo impasible de su tragedia para otros. Seguramente, con este tipo de reflexiones no vamos a cambiar el mundo. Sin embargo, nos ayudará a ampliar nuestro reducido campo de visión. Puede que así, cuando un día volvamos la vista atrás, recordemos algo más de lo que nos dicen que debemos recordar.
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