Michael Hastings, 1957. Fotografía: Getty.
Un día de 1999 me encontré con un remanente de adjetivos. Ocurrió después de haber escrito la crónica municipal para el periódico, y fue un acontecimiento extraño porque por aquel entonces yo tenía una misión en la vida, llenar la página como fuese, y un método para hacerlo: endosarle tres o cuatro adjetivos a cada palabra. Había veces que el sustantivo ya no sabía a qué atenerse. Los alcaldes llegaban a tener colores. Las carreteras no solo eran cortas o largas, también «mansas», «de una grisura otoñal» o directamente «férvidas». Visto en perspectiva tenía gracia, porque al fin y al cabo aquellas crónicas se escribían para un diario local y lo que trataban de contar era el concurso de contratación de las obras de un atajo entre dos parroquias. Pero, bien, así era mi vida entonces, y así mi estilo desgraciado de escribir. Tan desgraciado que el día en que me encontré con adjetivos de más y no supe qué hacer con ellos, llamé al periódico y pedí que en la parte inferior de la página me pusiesen el titular en cursiva y mi firma un poco más gorda, en negrita, con un empaque solemne. Lo último que iba a hacer con esos adjetivos que me sobraron era tirarlos, con lo caros que estaban en el periodismo local. Iba a meterlos en una columna, aunque para eso tuviese que pasar el trance de convertirme en columnista. Había cosas peores: podía ser columnista deportivo. Así que una semana después pedí columna también en esa sección.
Yo entonces concebía ese espacio como un depósito de objetos literarios, de imágenes y recursos juguetones y cargantes. La columna que me hice confeccionar en la página era una especie de campo abierto que usaba como práctica de tiro, o sea, unos entrenamientos pagados. De ese modo el estilo era lo único que me importaba. Eso y recuperar a Lourditas, mi exnovia, a la que le mandaba mensajes entre líneas, le dedicaba metáforas crípticas y elegantes poemas en prosa hasta que un día le pedí directamente que volviese, lo que me costó un aviso de la empresa (años más tarde ella me contó que no sabía que estaba trabajando en un periódico).
Con esas intenciones públicas, el estilo y el amor, suena menos raro que mi último día en Diario de Pontevedra, cuando pensaba que me iba derechito a la gloria, quisiese prender fuego a los tomos de la hemeroteca para no dejar testigos. Así empezó todo y así debería haber acabado, entre llamas.
Pero sobrevivió algo de aquellos años de mucha importancia para el futuro, y que suelo aconsejar para esta faceta tan rara en un periodista como la de ponerse a hacer columnas. Ser un invitado. Es tal su importancia que he trasladado esa sensación que tengo en una columna a la propia vida: no pertenecer a nada, no poner reglas ni dictar leyes, no dejarse guiar por el resto en una especie de comunidad con idénticos derechos y deberes. Llegar tarde, marcharse pronto.
No conozco a columnistas per se, aunque algunos de los más grandes hayan encontrado finalmente en ese formato su gran género. Ningún chaval que quiere ser periodista sueña con tener columna propia en la que hacer algo parecido a sentar cátedra, o al menos fingirlo: si existe, es que no quiere ser periodista, quiere ser otra cosa.
Por eso, a lo largo de los años, cuando de repente me daba cuenta de que para mucha gente pasaba solo por columnista, o se me reconocía así, me sentía como el invitado a una gran fiesta en la que de pronto desaparece todo el mundo y se le informa de que es el anfitrión: lo has dejado todo perdido para recogerlo tú mismo.
El periodismo es un oficio con consecuencias y la columna es una de ellas. Querer dedicarse a escribir opinión es como decirles a tus papás hace cincuenta años que quieres ser artista: si quieres hacer lo mismo que haces en el bar con los amigotes, primero búscate un oficio serio. Pero en el caso del columnismo la petición de tus padres será al revés: si quieres dedicarte a algo tan aburrido, primero búscate un trabajo divertido.
Aquí hemos de hacer una pausa importante. Yo no quise hacer este texto, y de hecho creo que he batido el récord mundial de tardanza en la entrega. No lo quise hacer por varias razones, la primera de ellas es que el del columnismo me parece un trabajo absurdo para explicar. Más que nada, porque ni siquiera lo considero un trabajo, y prueba de ello es que es un trabajo que suele estar bastante bien pagado. Si he conseguido que me divierta es porque hago otras cosas que alivian el papelón de un tipo de menos de cuarenta años ejerciendo la práctica de la opinión, palabra de connotaciones criminales en este oficio. Esa es una de las razones que me ha movido a escribirlo: el morbo de lo que está mal visto. La segunda es el nombre del editor de este libro, que espero no sea un seudónimo. Al fin y al cabo, él es una de las razones por las que yo ando en los periódicos: uno nunca termina de saber lo que le debe a alguien.
Así que el momento en que uno se toma en serio su trabajo es el mismo momento en que uno se toma en serio los adjetivos. Cuando la columna deja de ser el podio en que uno hace sus ejercicios elásticos esperando las notas de los jueces, esta pasa a ser un lugar más habitable no solo para el lector, sino también para el autor. El hecho de que empezase tan joven a escribir en la parte inferior de una página aquello que me venía en gana pervirtió varios años de mi vida en la profesión, haciéndome creer hasta los treinta que un espacio de opinión estaba a mi servicio para mi exploración personal y a veces metafísica. Que no me arrepienta es otra cosa: la verdad es que me divirtió bastante.
Pero uno se lo pasa mejor cuando decide hablar de los otros, especialmente si son importantes. Así de paso hace su trabajo de forma menos exótica. No al punto de tener que explicarlo, pero sí de una manera que al lector no se le atragante el cómo y se centre en el qué. La columna que diga algo y no diga nada de forma bonita; la columna que diga algo y, en mi caso, no lo suficientemente contundente como para creer que se tiene razón ni demasiado frágil para que se note que lo prefiera el otro.
Supongo que hay muchas maneras de escribir un artículo. Yo tengo tres. La primera de todas, mi preferida, es leer los periódicos y buscar en las noticias más importantes del día algo que decir. Tener algo que decir es uno de los trabajos más cansados del mundo, pero, si de repente uno encuentro algo verdaderamente valioso, ese trabajo se vuelve muy agradecido. Para eso se necesita leer la noticia una vez tras otra hasta conseguir escapar de las obviedades que se piensan en un primer momento. Yo siempre pongo un ejemplo, y ese ejemplo es Arcadi Espada, probablemente el mejor columnista «de ideas» que yo haya leído: un tipo que busca el otro lado, a veces de forma temeraria.
¿Recuerdan el caso de Jesús Neira? Jesús Neira fue un hombre que se cruzó por la calle con un hombre que le estaba pegando a una mujer y actuó en consecuencia, metiéndose en medio. La consecuencia fue que recibió un golpe que lo mandó al hospital. Naturalmente, Jesús Neira se convirtió en un héroe, y desde entonces su vida pegó una gran vuelta. Una de ellas fue que Esperanza Aguirre le dio un cargo en el Observatorio de Igualdad de Género. Neira para entonces ya era un personaje público de opiniones polémicas, y poco después fue detenido en la carretera por conducir en estado de embriaguez.
Espada hizo una conexión maravillosa: puso al lector a pensar, que es a lo que aspiramos todos. ¿Por qué no habríamos de pensar que el alcohol que mancilló la reputación de Neira fue el mismo que lo encumbró? ¿No nos envalentonamos más tras haber bebido, y no somos más decididos y pensamos menos en las consecuencias cuando hemos tomado tres copas? Si presencia una agresión callejera, ¿no se lo piensa más un hombre sobrio que uno que ha bebido? Es una columna estupenda. Tiene todo cuanto pido a un artículo de opinión, esto es: que no opine el autor, al menos no del todo, pero sí que ayude a opinar al lector.
Las columnas funcionan con ese tipo de conexiones: ideas que de repente tienen que ver porque el autor consigue armonizarlas, y provocan el debate, el enfado, el estupor o el asentimiento del lector. No son columnas simples ni meros reforzamientos ideológicos para satisfacción del público. Son artículos incómodos que, al menos en mi caso, provocan exactamente la reacción que busco como lector de periódicos: que me hagan pensar, no que me aplaudan como a un mono. Que me den argumentos para contradecir, en muchos casos, algo que yo pensaba basándome en mis prejuicios, mi ignorancia o mis lecturas. A veces —muchas menos de las que debiera— consigo escribir alguna columna así. Cuando no lo logro es responsabilidad a menudo mía y en otras ocasiones de la actualidad, insensible con los articulistas.
Es fácil saber cuándo no consigo llegar a esa columna de ideas porque entonces, a falta de tirar de la actualidad, uno recurre a un asunto mucho menos dramático: la vida. La puta vida, concretamente. Esto no quiere decir que el artículo vaya a ser peor, ni mucho menos. De hecho, exceptuando al PP, hay pocas cosas más interesantes que la vida en general. El problema que tiene la vida propia es que no es la vida de los demás, y por tanto escribir de ella en el periódico supone un problema: se aspira a venderlo a alguien más que tu propia familia. Por eso se necesitan dos cosas para sospechar que tu vida interesa a los demás, bien porque se parece a sus vidas o bien porque se diferencia de ellas: ego y juventud.
Una de esas dos enfermedades es curable. «Cuando era joven leía para aprender; hoy leo para olvidar», escribió un autor italiano que se llamaba Papini. Una de las ventajas que tiene escribir de la vida propia es que uno no opina, y no opinar en una columna de opinión debería ser obligatorio. Esa es una de las razones por las que me gustan estas columnas. Otra razón es que, cada vez más, yo no soy el protagonista, así que no paso por la vergüenza de considerar que mi vida es interesante a los ojos del lector: es la vida de los demás, del propio lector, y el «yo» del artículo es un «yo» espectador, pasivo, a veces hasta irónico. Me ocurrió hace poco con una pareja de adolescentes que eligieron mi escalera del piso como nido de sus amoríos; esa historia que ocurría en mi vida real, y en la cual yo no era el protagonista, la utilicé para reflexionar sobre el amor adolescente, el primer amor irrompible.
Antes he escrito que es peligroso escribir de la vida de uno: uno puede hacer el ridículo contando algo que le parece muy interesante y no lo es, uno puede exponer una intimidad abrasiva, uno puede terminar asfixiado en su propia nadería. Ahora lean esto. Es una de las columnas más importantes que se han escrito en un periódico español. No habla de política, ni de costumbres sociales, ni narra una historia simpática y definitoria de un país en la cola de una ventanilla. Habla del autor, y al hablar del autor habla al mismo tiempo de todos los que leen ese artículo. Escribir de la vida es peligroso, entre otras cosas, porque puedes convertir una columna en un texto de valor tan incalculable que sale de tu casa para quedarse a vivir en las de los demás. Es de David Gistau en El Mundo y está dirigida a un tipo de lector muy acotado: el que haya sido hijo.
Uno de los argumentos de Paul Auster esbozados por William Hurt en el estanco de Smoke trataba de un hombre que se perdía en la montaña y permanecía congelado durante años, sin envejecer. Al regresar, por fin, una primavera a su pueblo, llamaba a la puerta de casa y descubría que su propio hijo era ya más viejo que él.
Mi padre no va a llamar a la puerta de casa, y hace años que olvidé su último número de teléfono. Sin embargo, este 23 de septiembre será distinto a los veintisiete anteriores, que habían ido cauterizándose con el paso del tiempo. Esta vez, llego al aniversario teniendo casi exactamente, con una diferencia de apenas cinco días, la edad con que murió. Sí, ya lo sé, no me lo repitan, hace veintisiete años que oigo decir que le ocurrió muy pronto, que cómo fue posible. Pero, a partir de ahora, cada vez que me entregue a un recuerdo de mi padre, me estaré acordando de un hombre más joven que yo.
Esta revelación es impresionante. Sobre todo, porque me acuerdo de él como alguien muy erosionado por la vida, en el que no palpitaba una sola reminiscencia de la juventud, pues hasta el sentido del humor se le había hecho ácido, y buscaba, como por instinto animal, un lugar en el que terminar solo. Yo soy más viejo que él, y todavía me parece que todo está empezando. Tanto que hasta me siento un poco culpable por no aceptar como herencia, en la edad de su muerte, la progresiva, discreta extinción de quien ya no es sino desánimo y renuncia.
En una de sus hermosas columnas terapéuticas, Cuartango agregaba entre sus motivos para la tristeza el momento en el que se veía a sí mismo en las fotografías de su padre. Esa sensación, yo la tuve muy pronto, desde que me dejé barba. No voy al encuentro de un viejo. Al revés, mi familia podrá imaginar cómo habría sido la vejez de mi padre mirando las fotos que yo deje en los próximos años, que seguirán siendo los de la corrección de un error, los de la revancha de un fracaso. Esta frase está dedicada a Israel Vicente: «Me he convertido en el partido de vuelta de mi padre contra la vida», y más en este 23 de septiembre en el que amaneceré joven y vital, con dos niños saltando en la cama. Añado, para que la conozca Israel, otra frase, la que pensé para mi primer hijo cuando me lo pusieron en los brazos: «Te juro que tú no serás un adolescente enfadado con el mundo por culpa de tu padre».
Ahora ustedes podrían preguntarme por qué no son entonces Arcadi Espada o David Gistau, por ejemplo, los que estén en este volumen escribiendo acerca de la columna y sus circunstancias. Probablemente lo hayan rechazado, lo cual probaría que son mejores columnistas porque además son más inteligentes.
Cada uno delante del folio en blanco es de su madre y de su padre, y si lo que se me pregunta es mi método diré la verdad: yo no sé de lo que voy a escribir hasta que llevo quinientas palabras. Solo entonces algo arranca hacia la actualidad, hacia la calle, hacia mi vida o hacia la del papa Benedicto; solo entonces, cuando la muñeca se calienta, se empiezan a calentar las ideas. Y entonces uno procede a borrar de tal forma que quede el hueso expuesto.
De aquel remanente de adjetivos que me sobraba en 1999 creo que los he gastado todos, para mi suerte y para la del lector. Como uno es adicto por naturaleza, cuando juega el Madrid los uso indiscriminadamente para recordarme a mí mismo que en el fútbol uno no deja de ser un niño. Para las demás ocasiones trato de escribir según venga el viento, con el estilo que mejor se adapte al tema, intentando por todos los medios no dar un puñetazo en la mesa, no dármelas de auténtico o importante y, en cualquier caso, dudar siempre de lo que escribo y querer cambiarlo al día siguiente.
A mí eso me parece lo más importante; al fin y al cabo, es antinatural opinar y enamorarse antes de los cuarenta años. Debe de ser por eso que lo hacemos tan a menudo.
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Este texto es un capítulo del libro Cada mesa, un Vietnam: el oficio del peridismo, disponible en nuestra tienda online y en nuestra red de librerías.
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