Potlatch, forma de agasajo (a menudo destruyendo pertenencias) entre grupos indígenas subárticos para mostrar su poder, siglo XIX. Fotografía: Edward S. Curtis (DP).
Desde hace cuatro años viajo con cierta periodicidad a Barcelona. Lo hago por trabajo, ya que doy un curso de teoría de redes para Transmitting Science, una excelente iniciativa académica independiente que inició una antigua alumna mía de la universidad. Desde 2015 viajo también para preparar un nuevo proyecto sobre ajedrez y cognición junto con el gran maestro Miguell Illescas. Mis coordenadas allí son bastante estables: estación de Sants, plaza de Cataluña y barrio de Gracia, donde está la escuela de ajedrez de Miguel, EDAMI. Cada vez que voy suelo caminar mucho porque me encanta negociar los chaflanes y casi siempre me desvío para recorrer la Rambla desde la plaza hasta el mercado de la Boquería; desgraciadamente no tengo que detallar cómo es este recorrido, lo que significa y significaba antes y después del atentado, cómo atraviesa —literalmente— el corazón de la misma naturaleza de esta maravillosa ciudad. Es un recorrido obligado que hace todo visitante, comparable en Madrid a la obligatoriedad de caminar de la Puerta del Sol a la Cibeles o en Valencia desde la plaza de la Reina a la estación del Norte. Son puntos de encuentro comparables, enigmas de la conciencia histórica de las ciudades que revelan todo tipo de memorias. Las comparaciones son el material del que está hecha nuestra mismísima noción de la realidad.
Relata Johan Huizinga en su imprescindible Homo ludens que muchos grupos sociales del pasado no muy lejano demostraban lo poderosos que eran deshaciéndose de sus propiedades y hasta matando a su propia gente (normalmente esclavos) para mandar mensajes de esplendor: soy tan poderoso que me puedo permitir el lujo de matar a los míos. Esto, que pudiera parecer tan extraño (y a la luz de los últimos actos terroristas, tan familiar) es un impulso universal que deriva de nuestro ser agonista, una mezcla de lo lúdico y lo sagrado: una comunión entre conocimiento de la realidad y la propia naturaleza. Según el genial sociólogo holandés, los dados y el ajedrez pertenecen al reino de lo sagrado precisamente porque son juegos y son una expresión de este principio por el cual se destruyen las pertenencias o incluso se mata a los propios miembros del clan para demostrar el poder sobre otro grupo. Sacrificios de peones. Gambitos. Te juego sin dama y te gano.
Homo ludens, como no podía ser de otra manera, es un libro lleno de comparaciones. Algunas tienen carácter científico; otras no, otras son simple observaciones, meras anécdotas y analogías que no pasarían un test científico riguroso. Pero la comparación es conocimiento, a veces peligrosamente superficial y anecdótico, como la observación de que alguien se ha curado «gracias» a la presencia de un cristal sin atender a la causa misma. Y así con las pseudociencias y las mal llamadas medicinas alternativas (solo hay una medicina, lo demás son des/esperanzas). ¿Qué ocurre cuando comparamos?
Si comparo, digo: esto es parecido a aquello. Como el beso y el silencio, como la bruma y el miedo, como la oscuridad y el tiempo. Cada día hacemos eso, en la vida y en la ciencia: comparamos pesos y medidas, tiempos y espacios, velocidades y masas, purinas y pirimidinas, embriones y fósiles, felicidades y melancolías, sicilianas y francesas. La comparación es el principio del conocimiento. No hay saberes puros, que no admitan una regla sobre la cual generar gradientes o particiones o rangos o cuantificaciones precisas de sustancias minutas, despreciables. Si tengo un átomo lo comparo con el átomo de hidrógeno, si tengo una galaxia la comparo con un año luz, si tengo un anfibio lo comparo con un reptil y un ave y un mamífero. Caín y Abel, URRS y EE. UU., nacionales y republicanos, palestinos e israelíes, piezas blancas y piezas negras.
En ajedrez, si tengo una cadena de peones la comparo con la cadena contraria y, de esta manera, surgen las estructuras básicas: simetrías y asimetrías, centros móviles o bloqueados. En ciencia, hay una metáfora muy profunda: la metáfora del elefante y la esfera, o de las vacas circulares. En ella se cuenta que un grupo de matemáticos se reunieron para contribuir al conocimiento biológico; después de varios días de trabajo concluyeron que su enunciado debería comenzar del siguiente modo: sea un elefante esférico. Colorín colorado. La moraleja de esta pequeña historia es que no se trata de una broma: la ciencia, y la biología en particular, no se beneficiará de la posibilidad de avanzar si se toma la noción de un elefante esférico como algo cómico, imposible, no biológico, en definitiva, ridículo siquiera de emplearse como punto de partida para avanzar en algún punto concreto de la naturaleza del elefante y, por extensión, de la naturaleza entera.
El elefante esférico. Imagen: Diego Rasskin Gutman.
Al contrario, la metáfora de la esfera puede llegar a ser iluminadora, puede generar conocimiento al abstraer los detalles de la biología del elefante y quedarse con una aproximación de su compleja ontología: el volúmen de un elefante es muy cercano al volúmen de una esfera con un diámetro de la altura del paquidermo. El modelo, entonces, proporciona aproximaciones válidas respecto a algunas preguntas (no todas, pero algunas). En la tradición zen hay un recurso que va más allá del modelo, más allá de la metáfora e incluso más allá de la analogía, se trata del koan. Es una estructura de conocimiento que introduce una comparación muy superficial, casi tangencial, a veces aleatoria, a veces fortuita, a veces paradójica, a veces simplemente descabellada: un beso y un lago, la bruma y el tiempo, el peso del silencio, la oscuridad y el miedo. En tanto que el koan lleva a cabo dicha comparación disparatada, la trasciende, generando una analogía entre cosas o conceptos que no tienen nada que ver y que al ponerlos en un mismo plano, el de lo comparado, puede llegar a sugerir o revelar ideas profundas como un lago en invierno. Lo peligroso es tomarlas como verdaderas.
Y así sucede en la archiconocida leyenda que da origen al ajedrez, la de aquel filósofo llamado Sissa que le ofrece al rey un juego pidiendo como recompensa un tablero con trigo. El rey, satisfecho con tal petición, no entiende el alcance de la misma; el astuto filósofo le pedirá que doble la cantidad de granos al tiempo que va rellenando cada casilla: 1 grano en la primera, 2 en la segunda, 4 en la tercera, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024… y poco a poco la tarea resulta imposible: 2 elevado a 63, una cifra astronómica que invita a pensar en un koan, en una metáfora fabulosa que ilustra la esfericidad de los elefantes con precisión matemática. Lo simple construye lo complejo: una serie exponencial que explota en las manos del rey. Como las variantes de ajedrez que se adentran en esos números astronómicos y, a pesar de que el tablero se puebla una y otra vez de las mismas estructuras, de esos peones móviles o bloqueados, de esas mayorías en el ala de dama o del ala de rey, de cuatro contra tres o de tres contra dos, las sutilezas de la posición de las otras piezas proporcionan siempre un elemento nuevo, una excepción, una particularidad que singulariza cada partida convirtiéndola en un habitante único de esa población de 2 elevado a 63 granos de trigo y más allá, hasta 10 elevado a 120 posiciones posibles del ajedrez.
Siete por diez elevado a nueve. Parece una nimiedad al lado de los números astronómicos del ajedrez. Y lo es. Pero no es un número cualquiera, siete por diez elevado a nueve somos todos, todos los seres humanos que poblamos nuestro planeta. Cada día mueren y nacen unos cuantos; normalmente nacen más que mueren, por eso la curva de la población sigue aumentando a un ritmo alarmante. Cada día algún desastre rasca un poco más el número de muertos: inundaciones, terremotos, huracanes, hambrunas; cada día algún troglodita que se ha creído el koan de lo divino mata peones en las calles de alguna gran ciudad: en Buenos Aires, Madrid, Kabul, Damasco, Bagdad, Jerusalén, Manchester, Nueva York, Londres, París, Niza y ahora Barcelona. Los granos de trigo se marchitan en el tablero, el lago y la bruma, el tiempo y el beso, el silencio y el miedo, el peso de la oscuridad. Malditas las metáforas que animan a la muerte, malditos los koan que pretenden dar sentido profundo a lo que no lo tiene: los dogmas, las creencias absurdas, desde la religión fanática al nacionalismo obtuso, las espadas que se empuñan por todas ellas, los que fabrican las espadas y los que las trafican. Malditos todos los que ignoran que los peones y las torres y los caballos y los alfiles y las damas y los reyes también sufren las inconsecuencias de la vida.
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