Saturday, September 2, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Desafío y perdición de Nina Simone

Jot Down Cultural Magazine
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Desafío y perdición de Nina Simone
Sep 2nd 2017, 09:53, by Diego E. Barros

Nina Simone, 1988. Fotografía: Cordon.

En 1969, Nina Simone declaró al Ebony Magazine: «Deseo que llegue el día en que sea capaz de cantar más canciones de amor, cuando la necesidad de cantar canción protesta no sea tan imperante, pero por ahora no me importa». Nacida Eunice Kathleen Waymon un 21 de febrero de 1933 en la cochambrosa localidad de Tyron, Carolina del Norte, había decidido colocarse en primera línea de la lucha. De alguna manera, su sacrificio acabó con su carrera en EE. UU. pero también la convirtió en mito universal. Porque aquella decisión, la de alzar la voz y gritar basta más alto que nadie, fue la segunda de las tres afrentas cometidas por la niña que un día, en un mísero pueblo del profundo sur estadounidense, había soñado en convertirse en la primera pianista clásica afroamericana sin sospechar que la vida nunca es como una la sueña. Nina Simone acabó sus días semiexiliada en Francia, enferma y disfrutando de una breve segunda celebridad motivada por su versión de «My Baby Just Care For Me», que ponía sintonía al anuncio televisivo de una conocida marca de perfumes.

Hay una imagen desgarradora. Es 1976, Festival de Jazz de Montreux, Suiza. La cantante reaparece tras ocho años de silencio autoimpuesto. Ha estado viviendo en África, concretamente en Liberia, una especie de tierra prometida para sus iguales, el país fundado por la Sociedad Americana de Colonización junto a esclavos americanos libertos en 1847 pues ya entonces abolicionistas blancos y negros sabían que, una vez superada la vergüenza de la esclavitud, la convivencia era lo difícil, así que mejor tener una salida a mano. Solo la necesidad ha sacado a Nina de su escondite al borde de la playa. El Movimiento por los Derechos Civiles ha muerto, como también casi todos sus amigos comenzando por el reverendo King. A él le llegó a espetar, en tono desafiante: «Lo siento, pero yo no soy pacifista, no creo en la no violencia». Ante «el Rey del Amor», como ella misma lo había bautizado en una canción que junto a su bajista Gene Taylor había compuesto en los tres días transcurridos desde su asesinato a la grabación en directo del disco Nuff Said, en el Festival de Westbury, Simone hacía explícito su deseo de hacer saltar por los aires la sociedad en la que había nacido. No sería la primera vez. Aquella noche, en mitad de su interpretación de «Why? (The King Of Love Is Dead)», Simone imploró entre sollozos: «No podemos permitirnos ninguna pérdida más… Nos están matando uno a uno».

Estaba en la cresta de la ola pero eso ya es pasado. Ahora en Montreux, el escenario es bien distinto. Aparece delgada y enfundada en un vestido negro ceñido, hace una reverencia y el público, entregado y expectante por su supuesto regreso, rompe en un aplauso de casi dos minutos. Otea la sala sin ver a nadie, con la vista fijada en el infinito. Se sienta, saluda y alguien grita: «¡Estamos listos!». Simone deja escapar una tímida sonrisa y comienza a hablar con la voz entrecortada: «Empezaremos por el principio, esto es, sobre una niña pequeña y su nombre es Blue». Dice Blue pero quiere decir Nina y, más concretamente, Eunice.

Eunice, la niña prodigio. Negra y mujer en un lugar y un momento en el que ambas cosas están penadas. El primer pecado, como el bíblico, es siempre innato y por tanto involuntario. Sin embargo, la niña tiene algo especial. Con cuatro años toca el piano en la iglesia en la que su madre predica. Semejante don llama la atención de dos mujeres blancas. La primera emplea a su madre, la segunda cambiará la vida de la niña para siempre. La señora Muriel Mazzanovich es una antigua profesora de piano y la acoge como protegida, quiere hacer de ella la primera afroamericana concertista clásica. Eunice, tampoco había mucha alternativa, acepta y se pasa horas y horas delante del teclado profundizando en el conocimiento de un tal Bach. Por primera vez conoce la soledad y el miedo, diría muchos años más tarde en sus memorias, I Put a Spell on You (2003). La soledad de quien se convierte en objeto para el disfrute de otros ―«Siempre estaba tocando, incluso los otros niños me pedían que tocara»―; y el miedo. El gran tabú puesto que en aquellos años cuarenta los negros del sur no hablaban de cuestiones raciales, simplemente era un hecho, una barrera simbolizada en las vías del tren que separaban a barrios negros y blancos: Eunice, un cordero entre los lobos que habían puesto en pie el esqueleto de Jim Crow.

El primer episodio de su inevitable despertar si hacemos caso a sus propias memorias tuvo lugar a los doce, en un recital en una iglesia local. Sus padres, Mary Kate y John, se sentaron en la primera fila para escuchar a su hija. Fueron obligados a irse al fondo para dejar sitio a espectadores blancos. Cuenta la propia Nina que se negó a tocar hasta ver de nuevo a sus padres en primera fila. De ser cierta la anécdota podríamos subtitularla: Y así me nació la conciencia. Pero eso sería correcto solo a medias ya que al menos hay otros dos momentos. A los diecinueve ya es una concertista contrastada y está a punto de cumplir su sueño de entrar a estudiar en el prestigioso Instituto Curtis de Filadelfia. La audición tuvo lugar el 7 de abril de 1951 y, para la ocasión, la pianista eligió piezas de Czerny, Rajmáninov, Liszt y, por supuesto, su amado Bach. La primera afroamericana en intentarlo; por supuesto dijeron no. Si Eunice tenía alguna duda sobre su condición subalterna, en seis meses no le quedó ninguna. El tiempo en el que se comió sus pocos ahorros y se dio cuenta de que era ahora su familia quien dependía de ella, una pianista clásica con el color de piel equivocado en el país equivocado.

Con la conciencia a cuestas y la necesidad llamando a la puerta, comenzó a tocar el piano en un tugurio de Atlantic City, desde la medianoche a las siete de la mañana a cambio de noventa dólares la jornada. No era ni horario ni lugar para una señorita decente, así que murió Eunice y nació Nina Simone. Nina por la voz española «niña», como la llamaban en sus primeros años, y Simone por la francesa Simone Signoret, de la que se había enamorado tras ver Casque d'Or (París, bajos fondos, 1952). En sus memorias, Nina reconocería: «Nunca fue una elección, era tocar o no comer». Décadas más tarde, en plena espiral de su enfermedad mental, llegará a odiar el instrumento al cual entregó su vida.

Pero hasta entonces ahí estaba Nina. Como recordaría Al Schackman, su guitarrista durante casi toda su carrera, «lo suyo no era interpretar canciones, las hacía suyas, como si nunca nadie las hubiera cantado antes». Basta con escuchar su «I Put a Spell on You», la canción de Screamin' Jay Hawkins, una de las más versionadas de la historia, pero que sigue siendo la canción de Nina. En 1960 la invitan al Festival de Newport. Sobre el escenario se puede ver a una muchacha negra, algo tímida y con voz de contralto que mezcla folk, góspel y jazz. Sin saberlo, iniciaría una revolución semejante a la que, cinco años después, catapultaría a Dylan al osar introducir la electricidad en la música tradicional americana. Había nacido la cantante «de jazz» aunque ella misma nunca se reconocería como tal. El propio Sonny Rollins dijo que si lo suyo era jazz, entonces él «no entendía nada».

En 1963 verá cumplido su sueño de tocar en el Carnegie Hall de Nueva York, sin embargo la alegría no será completa ya que no son las sonatas de Bach las que interpreta en el templo de la alta cultura americana. Quiere que la gente escuche su música con el mismo respeto que profesarían a una intérprete clásica. «Si no saben, que se jodan, hay que enseñarles», le confesaría esa misma noche a Schakman.

Es en el cénit de su carrera cuando hacen aparición los demonios. Su marido, un rudo expolicía, dirige su carrera con mano de hierro, la misma que aplica impunemente sobre la piel de Nina, quien confesará, de nuevo, sentirse una esclava en manos de otros. «Qué es la libertad, la libertad es no tener miedo», confiesa en una entrevista, «muy pocas veces he sido libre». La Nina bipolar comienza a dar los primeros pasos, aunque nadie es todavía consciente de ello ya que en los años sesenta las enfermedades mentales tienen más que ver con una «cuestión de carácter» que con los desequilibrios químicos. Fue su último estigma: Nina la loca.

El 15 de septiembre de 1963, supremacistas blancos colocan un artefacto explosivo en una iglesia de Birmingham, Alabama, matando a cuatro niñas de corta edad. La conciencia que Nina carga estalla. El resultado es «Mississippi Goddam», una canción que compone en una hora y con la que abre la caja de Pandora de la sociedad blanca biempensante. Su suerte está echada, la Suma Sacerdotisa del soul se coloca en primera línea de las barricadas: «No tengo opción ―confiesa en una entrevista―, cómo puedes llamarte artista y no reflejar lo que está pasando, eso es para mí ser artista». Aún no sabe que el precio a pagar será alto.

El pecado de Nina consistió en dejar de ser la diva de la canción y pasar a ser la negra que grita «Maldito Mississippi». Un acto transgresor desde la misma literalidad de la expresión. Los siempre mojigatos medios estadounidenses se negaron a pinchar una canción que usaba un malsonante slang y escupía a la cara de la nación la incómoda verdad que se afanaba en ocultar:

Oh, este país está lleno de mentiras
Todos vamos a morir y morimos como moscas
Ya no confío más en ti
Ustedes siguen diciéndome «¡Vaya despacio!»
«¡Vaya despacio!»
Ese es el único problema
«¡Hágalo despacio!».

Para la industria, Nina dejó de ser el «buen esclavo» ―el Tío Tom de la novela de Harriet Beecher Stowe―, bien representado por otras cantantes afroamericanas del momento. A medida que iba siendo expulsada, sus conciertos se volvían más políticos, presididos por temas como «Four Women» o su versión del clásico «Strange Fruit», entre otros. Disparos dirigidos a un público, de mayoría blanca, que nunca había reparado en que cuerpos de jóvenes negros se balanceaban en la brisa rompiendo el horizonte de los campos del profundo sur. «Quiero golpear a mi audiencia tanto y tan fuerte que, cuando salgan de mis conciertos, se vayan destrozados», justificaba ante la desesperación (es malo para el negocio) de su marido-manager.

Nina cruza la raya y se convierte en Blake, el personaje de la convenientemente olvidada obra de Martin R. Delany (1859-1861) que, antes del estallido de la guerra civil estadounidense, quiso liderar una rebelión de esclavos. Ya no había tiempo para el romanticismo, había que hacer una revolución. El punto álgido de su pequeña rebelión tiene lugar el 17 de agosto de 1969 en el Harlem Renaissance Festival. Ataviada con vistosos colores de inspiración africana, sube al escenario y hace suyo un poema de David Nelson y su grupo The Last Poets. Ante un público eminentemente negro recita:

¿Estás listo para hacer lo que sea necesario?
¿Estás listo, hombre negro?
¿Estás lista, mujer negra?
¿Estáis listos para matar si es necesario?
¿Estáis listos para aplastar cosas de blancos y quemar edificios?
¿Listos para construir cosas de negros?.

Su radicalismo creciente consuma su acercamiento a los Panteras Negras. En paralelo, los síntomas de su enfermedad mental, que incluyen episodios de furia, ataques de pánico o pasajes alucinatorios ―«Tuve visiones de rayos láser hacia el cielo, donde la piel (siempre la piel) estaba presente en alguna parte», escribió―, son cada vez más agudos. Vive los convulsos años sesenta en el ojo del huracán. Frecuenta los ambientes intelectuales de la negritud. El poeta Langston Hughes le regala la impresionante «Backlash Blues», mientras que su amistad con la dramaturga y activista Lorraine Hansberry le inspira «To Be Young, Gifted and Black», que se convertirá en uno de los himnos del Movimiento por los Derechos Civiles. Basta con escuchar las primeras estrofas de «Ain't got no… I've got life!» para darse cuenta de que se trata de un órdago al debate en torno a la compleja identidad afroamericana.

Pero todo eso ha quedado atrás. Nina está sobre el escenario de Montreaux y sigue con su actuación. Habla al público aunque, en realidad, conversa consigo misma: «La gente dice "antes era una estrella pero ahora ha caído tan bajo que no es nadie" y otras idioteces que a mí no me importan». Comienza a cantar «Stars», de Janis Ian, y, de repente, se detiene y se encara con una persona en el público. Los asistentes se ríen, nerviosos, dudan de si la intérprete habla en serio o no. Lo hace y está desquiciada. Se marcha a París pero la vuelta a los escenarios no es como esperaba y acaba tocando en bares de mala muerte por trescientos dólares la noche. En el Grand Hotel casi agrede a un cliente que cruza su mirada con la suya.

Los pocos amigos que le quedan tratan de rescatarla y se la llevan a la localidad holandesa de Nijmegen, donde un médico, por fin, da con el problema. Nina es diagnosticada como maníaco-depresiva y sufre un trastorno bipolar. Todo cobra sentido. Ante ella se dibuja una encrucijada: o tomar las medicinas o los pocos que la siguen queriendo se hacen a un lado; ella escoge las medicinas pero el genio que vive en su interior debe ser alimentado. Hay una anécdota fascinante relatada por Warren Ellis, violinista de los Bad Seeds, a Nick Cave en 20.000 days on earth (2014). En el 99 comparten escenario y Cave debe presentarla. Se acerca a ella y le pregunta cómo debe hacerlo:

«Como Doctora Simone», dice ella.

Antes de la actuación, uno de los asistentes pregunta a la diva si desea algo y ella contesta:

«Quiero champán, cocaína y salchichas».

«Apareció completamente perdida en el escenario, mascando chicle, se lo sacó de la boca y lo pegó en un lateral del piano», relata Cave. «Cuando acabó el concierto volví al escenario y recogí el chicle con la toalla con la que se enjugaba el sudor. Todavía los conservo», señala Ellis, quien asegura que aquel de Simone fue uno de los mejores conciertos que ha visto nunca.

Dos días antes de morir, la misma escuela de música de Filadelfia que cincuenta años antes no la había aceptado, le hizo entrega de un diploma honorario. Nina Simone se fue en 2003 en Bouc-Bel-Air, al sur de Francia, rodeada de unos pocos amigos y el cariño de los fans que le profesan un amor incondicional que tiene visos de religión pagana. La cofradía de los santos devotos de Nina, la jodida y más perfecta voz que ha osado sentarse ante un piano.

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