Sunday, September 24, 2017

Jot Down Cultural Magazine: Afganistán aún existe

Jot Down Cultural Magazine
Jot Down 
Afganistán aún existe
Sep 24th 2017, 08:31, by Jose Serralvo

Lorena (izquierda) y Verbena (derecha), junto a sus colegas del Centro de Rehabilitación del CICR en Kabul. © Verbena Bottini.

Para Lorena Enebral Pérez, in memoriam.


El tipo realmente importante de libertad implica atención, y conciencia, y disciplina, y esfuerzo, y ser capaz de preocuparse de verdad por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, en una infinidad de pequeñas y nada apetecibles formas, día tras día. (
David Foster Wallace, Esto es agua).

Primera parte: las leyes de la guerra

Habían ido allí para matarse los unos a los otros. Más de doscientos mil hombres de parte y parte, pertrechados con sables y fusiles, pistolas de arzón, bayonetas y unos cañones semioxidados que despedían un tufillo acre después de escupir su carga de plomo hacia los confines del cielo. Tras nueve horas de contienda, el balance no resultaba alentador: cinco mil muertos y veintitrés mil heridos se desangraban en el campo de batalla. El escenario era el pueblo italiano de Solferino. Corría el año 1859.

Henry Dunant, en cambio, no tenía intención de matar a nadie. La única razón por la que este suizo patilludo había acudido a Solferino era para tratar de entrevistarse con Napoleón III, quien además de capitanear uno de los ejércitos en liza era una suerte de influencer de la época predigital. (Dunant quería solicitar la ayuda del emperador para obtener concesiones en el norte de África, controlado aún por los franceses).

No tenía intención de matar a nadie, cierto, pero se topó de frente con la muerte. Y en vez de sortearla, se apresuró a movilizar a los ciudadanos de Solferino para atender a los miles de heridos y enterrar dignamente a los muertos. De regreso a su Ginebra natal, Dunant escribió un librito de apenas cincuenta páginas con el que cambió la vida de cientos de millones de personas: Recuerdo de Solferino. En él criticaba duramente la muy extendida costumbre de dejar que los soldados malheridos se pudriesen en el campo de batalla, para regocijo de invertebrados de cuerpo cilíndrico y aves de rapiña de toda clase. Aquel librito hizo furor entre las monarquías e imperios europeos de la época, que se miraron los unos a los otros con una mezcla de remordimiento y vergüenza. Poco después de su publicación, en 1863, se fundó el Comité Internacional de la Cruz Roja, precisamente con el objetivo de proteger y asistir a las víctimas de los conflictos armados. Un año más tarde, en 1864, se firmó el primer Convenio de Ginebra. Su principal disposición era tan sencilla como revolucionaria: los Estados firmantes se comprometían a recoger y cuidar a los heridos del campo de batalla, sea cual fuere su nacionalidad. Nacieron así las leyes de la guerra, conocidas también como Derecho Internacional Humanitario o Ley de los Conflictos Armados.

Avión del CICR sobrevolando las montañas en torno a Kabul. © Jose Serralvo.

Segunda parte: las reglas de juego Enebral

Cuentan en su barrio de Pozuelo —y no se trata de ninguna leyenda, el autor de estas líneas ha conocido a testigos presenciales de lo que a continuación se relata— que cuando Lorena Enebral tenía tres años se escapó de casa para visitar a un bebé recién nacido. El hijo de un vecino. Le acompañaba su primera y más fiel amiga, Andrea, quien rondaba su misma edad. Ambas iban desnudas. En cuanto cruzaron el umbral de aquel confiado vecino (la puerta debía estar abierta) alguien les advirtió que si querían ver al bebé tenían que entrar vestidas. Lorena se marchó a su casa a toda prisa, agarró unas braguitas de quién sabe dónde y regresó a ver al recién nacido. Su amiga Andrea aguardaba con paciencia en el jardín. Después de entrar al salón «casi» desnuda, hacer reír a todos los presentes y asomarse a la cuna, Lorena volvió a salir de allí enseguida, se quitó las braguitas y se las entregó a Andrea para que ella también pudiese entrar «vestida» a contemplar los pliegues de aquella criatura arrugada, aún más pequeña que ella. «Te toca», debió de decir mientras estiraba la mano.

Gracias a aquello, Lorena aprendió que le gustaban los niños.

Y aprendió a compartir.

La niña Lorena en los tiempos de Pozuelo. © Alfonso Enebral.

Andrea describe a Lorena como «un terremoto». Le gustaba disfrazarse, arrastrar a primos y hermanos de un tobogán al siguiente, y practicar todo tipo de deportes: voleibol, fútbol, hockey, béisbol. Al béisbol jugaban más de veinte personas a la vez, sin orden ni concierto. No había bases fijas, ni límite en el número de intentos para batear. Según Arancha, la hermana de Lorena, aquellos encuentros se regían por las «reglas de juego Enebral». Todo estaba permitido. El único requisito era divertirse lo más posible y reírse sin parar. Disfrutar de lo que la propia Lorena llamaba «la alegría de estar vivos».

Años más tarde, mientras trabajaba para el Comité Internacional de la Cruz Roja en Afganistán, Lorena —deportista incansable, exprofesora de aerobic— iba al gimnasio todos los días, nada más despertarse. Rubis Mena, una de sus mejores amigas, e ingeniera de Agua y Saneamiento en la misma organización, solía llegar cinco o diez minutos antes que ella. Sobre las seis de la mañana Lorena abría la puerta del gimnasio de un envite y entraba bailando, contoneando hombros y caderas, con los dedos índice de ambas manos izados hacia el techo, muñecas en vaivén, y esbozando una de sus infinitas sonrisas, cálidas como un fuego en inverno, holgadas como la línea del horizonte en un atardecer frente al mar.

De niña, Lorena empezó a jugar a la vida conforme a las «reglas de juego Enebral».

Y continuó haciéndolo hasta su muerte.

Centro de Rehabilitación del CICR en Kabul. © Thomas Glass.

Tercera parte: Afganistán aún existe

Aún existe, sí, pese que a veces es fácil olvidarlo.

Y es fácil olvidar que el país lleva casi cuarenta años en guerra.

La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) invadió Afganistán en 1979 y permaneció allí casi una década: hasta febrero de 1989. El conflicto entre la URSS y los muyahidines, «los que luchan por su fe», se compara a menudo con la guerra de Vietnam. Los muyahidines fueron para los soviéticos lo que el Viet Cong representó para Estados Unidos: un enemigo acérrimo e imbatible. Arabia Saudí y el propio Estados Unidos fueron los principales adalides de estos guerreros religiosos. El primero pretendía poner coto a la amenaza atea de la URSS, el segundo a la expansión comunista. A lo largo de aquel conflicto, ambos suministraron a los muyahidines billones de dólares en armamento, incluidos los infames misiles Stinger. Fue así como los afganos cayeron víctimas del más cruento (y certero) de los aforismos latinos: bellum se ipsum alet. La guerra se alimenta a sí misma. Para cuando Gorbachov anunció la retirada soviética del país, los muyahidines andaban matándose los unos a los otros y cometiendo masacres por doquier. Los talibanes fueron una reacción al caos imperante: su intención primigenia no era otra que desarmar a los muyahidines e imponer un poco de paz en Afganistán, que estaba virtualmente destruido tras el enfrentamiento con la URSS y las luchas fratricidas entre las distintas facciones afganas.

Poco a poco, los talibanes fueron haciéndose con el control de la mayor parte de las provincias. (Muchos civiles, hastiados de tanta violencia, les daban la bienvenida aun cuando no comulgaban con su agenda religiosa. La paz era más importante). Luego llegó Bin Laden, y el 11 de septiembre —lean La torre elevada, el genial ensayo de Lawrence Wright— y la enésima guerra: esta vez entre el gobierno talibán y una coalición internacional liderada por Estados Unidos. Aquel nuevo conflicto, y otros muchos entreverados con él a través de relaciones de causalidad sumamente complejas (e imposibles de esbozar siquiera en este artículo), comenzó a finales de 2001 y dura hasta nuestros días.

Afganistán aún existe y los afganos llevan casi cuatro décadas soportando la lacra de la guerra, pese a que otros conflictos más recientes hayan desplazado a este noble pueblo de los diversos productos electrónicos de pantalla plana con los que Usted, querido lector, se entera de una ínfima parte de lo que ocurre en el mundo. Afganistán aún existe, y cuando pensemos en los afganos, en cualquier afgano, deberíamos tomar en consideración al menos tres cosas:

  1. Que las guerras se luchan con armas y Afganistán no es uno de los países que las producen y se enriquecen comerciando con ellas.
  2. Que a lo largo de estas más de tres décadas de conflictos cambiantes, una miríada de naciones han decidido convertir las áridas montañas afganas en su patio de recreo. Rusia, Estados Unidos, Irán, Paquistán, Arabia Saudí y los miembros de la OTAN (incluido España) forman parte de los actores que, por tal o cual razón, han prestado su apoyo a alguna de las facciones en liza en el curso de los años.
  3. Que las principales víctimas de esta sucesión de guerras son los propios afganos.

Centro de Rehabilitación del CICR en Lashkar Gah. © Thomas Glass.

Desde hace dieciséis meses comparto mi oficina afgana con Ezat Gul, consejero jurídico del Comité Internacional de la Cruz Roja. Siendo adolescente, mientras un grupo de jóvenes de su misma edad jugaba al béisbol en Pozuelo, una bomba estalló en un autobús de Kabul. Ezat fue uno de los afortunados que salió con vida, pero perdió su brazo derecho. Acudió entonces a uno de los Centros de Rehabilitación Física en los que trabajaba Lorena Enebral hasta el día en que fue asesinada. Además de recibir una prótesis, Ezat recibió una oferta de empleo. En efecto, los centros a los que Lorena consagró su último año y pico de vida no solo cuidan a sus pacientes, sino que intentan reintegrarlos en la sociedad. Mi constante y disciplinado compañero de oficina aprovechó su primer empleo con el CICR para costearse la carrera de Derecho y convertirse en abogado de la organización que le había devuelto la esperanza.

Ezat tiene treinta y cuatro años. Desconoce lo que es la paz. Cuando le pregunté qué implicaba para él vivir en Afganistán, me dio la siguiente respuesta, que les recomiendo leer dos veces, tres, cuatro, hasta que entiendan (entiendan de verdad) lo que significa: «Aunque uno desarrolla un agudo sentido de la resiliencia al nacer y crecer en un estado constante de guerra, no deja de ser triste darle un beso de despedida a tus hijos cada mañana con el horrible pensamiento de que podría ser la última vez que los ves. Supongo que eso es un buen resumen».

Residencia del CICR en Herat. De derecha a izquierda: Paula Restrepo, Rubis Mena y Lorena Enebral. © Rubis Mena.

Cuarta parte: todo recto no se puede ir muy lejos

Hay quien de pequeño quiere ser bombero o astronauta, piloto de avión, policía, maestro. La vida se mueve y los sueños fluctúan. Paula Minguell, compañera y amiga de Lorena, lo tenía claro desde el principio. A los cinco años compartió con sus progenitores su deseo de ser «médico sin fronteras». Su padre había sido opositor al régimen de Pinochet (por cuyas cárceles pasó en un par de ocasiones) y logró exiliarse en España con una beca. Paula creció en un hogar donde la dicotomía justicia-injusticia venía acompaña de verdades apodícticas.

Felipe Ramírez Mock-Kow conoció a Lorena Enebral en mayo de 2016, el día en que esta última aterrizó en Kabul para trabajar como fisioterapeuta para el Comité Internacional de la Cruz Roja. Junto con otros colegas, cenaron tortilla de patatas y embutidos recién importados. Felipe nació en Colombia, otro país con décadas de conflictos a las espaldas. «Crecí en una familia privilegiada que, como muchas otras en Colombia, se vieron afectadas por las diferentes dinámicas del conflicto». Asesinatos, amenazas, secuestros, desplazamientos forzados. Para cuando llegó la hora de resolver su futuro, Felipe también lo tenía claro: «Sabía que quería trabajar para el CICR».

El español Juan Carlos Real fue compañero de Lorena en Mazar-e Sarif hasta la mañana en que lo secuestraron. Juan Carlos permaneció veintiocho días en manos de sus captores, de cueva en cueva, casi siempre con esposas en los tobillos. («Eran esposas para las manos, pero me las ponían en los pies. Hacían un daño de la hostia»). Antes de unirse al CICR, Juan Carlos trabajó una veintena de años para distintas ONG. A la primera, Acción Contra el Hambre, llegó de casualidad: era objetor de conciencia y aquel empleo le ayudó a librarse del servicio militar obligatorio. Desde entonces, el trabajo humanitario se convirtió en una forma de vida: «Siempre he pensado que el mundo es muy mejorable», me dijo Juan Carlos, «y siempre me he preguntado qué puedo hacer yo para mejorarlo. No quiero pasar por este mundo e irme diciendo: "No he hecho nada"».

Hospital de Mirwais, Kandahar. © Thomas Glass.

En cuanto a mí, llegué al CICR huyendo de un gran despacho de abogados en el que trabajaba una media de dieciséis horas al día —en flagrante violación de la leyes laborales españolas— para lograr cosas tan inmorales como que una gran entidad financiera (hoy felizmente extinta) pudiese lavarse las manos después de perder los ahorros de cientos de pensionistas. Cada noche salía de mi despacho bien entrada la madrugada, me subía a un taxi a cuenta del cliente de turno y escuchaba a una vocecita terca, la conciencia, royéndome las entrañas. (Otros dirían que el alma). No es una coincidencia que en mi primera novela, ambientada en un trasunto de aquel bufete, los protagonistas flirteasen con las soluciones más expeditas al absurdo camusiano de la existencia.

Las razones por las que una persona decide convertirse en trabajador humanitario son variopintas y a menudo enigmáticas.

Es fácil imaginar que cuando Lorena decidió dedicar su vida a ayudar a los demás no hizo más que seguir las reglas de juego Enebral, de las que era guardiana y principal promotora. Durante cinco años trabajó en el Centro Contigo, una clínica de Pozuelo dedicada al tratamiento y rehabilitación de niños discapacitados. Allí puso su experiencia como fisioterapeuta al servicio de los más pequeños y se convirtió en una experta en la materia.

Hasta que de repente entendió que algunos seres humanos la necesitaban más que otros.

En plena conformidad con las reglas de juego Enebral, Lorena hizo las maletas y se marchó a ayudarlos.

Trabajó para la ONG África Directo en Malawi y Tanzania. Luego se unió al Comité Internacional de la Cruz Roja. Su primer destino fue Etiopía. El segundo, Afganistán.

Estuviese donde estuviese, Lorena no se permitía ni un minuto de respiro. Siempre había algo que hacer. Aurora y Julián, sus admirables padres, cuentan que cada vez que regresaba a España organizaba eventos para recaudar fondos con fines humanitarios. Construir una nueva escuela, renovar letrinas. Cualquier excusa era buena para invitar a sus amigos a cenar y espetarles en plena sobremesa que necesitaba que todos arrimasen el hombro para financiar tal o cual proyecto. Y era igual de eficaz desde su exilio afgano: si escuchaba que alguien andaba de vacaciones por Europa, enseguida le mandaba un WhatsApp y le pedía que trajese juguetes de buena calidad para estimular la psicomotricidad de «sus niños».

Lorena vivía para ayudar a los demás, dentro y fuera del trabajo.

Era libre.

Y regía su existencia por lo que Wallace llamó «el tipo realmente importante de libertad».

Al igual que El Principito de Saint-Exupéry, Lorena comprendía que «Todo recto no se puede ir muy lejos».

Diseminación de Derecho Internacional Humanitario en la provincia de Helmand. © Jose Serralvo.

Quinta parte: las leyes de la guerra (II)

El Comité Internacional de la Cruz Roja lleva más de un siglo y medio ayudando a las víctimas de la guerra. Además de sus labores de asistencia, el CICR es también el llamado «guardián del Derecho Internacional Humanitario», una rama del derecho internacional cuya piedra angular son los cuatro Convenios de Ginebra de 1949. Estos tratados han sido universalmente ratificados. Es decir, todos los Estados del planeta se han comprometido a respetar y, en conformidad con el primer artículo de los cuatro convenios, «hacer respetar» las leyes de la guerra. A día de hoy, el Derecho Internacional Humanitario no solo prescribe la obligación de cuidar a los heridos en el campo de batalla, sino que regula aspectos como el trato a personas privadas de libertad, la protección de los civiles y las limitaciones en el uso de ciertos métodos y medios de hacer la guerra.

En la actualidad, es un mantra mil veces repetido el afirmar que el Derecho Internacional Humanitario se viola de forma sistemática. El autor de estas líneas no comparte dicha opinión. Siempre digo que las leyes de la guerra son como las reglas de tráfico: se respetan una buena parte del tiempo, pero solo oímos hablar de ellas cuando han sido transgredidas. Sin ir más lejos, el trabajo del propio Comité Internacional de la Cruz Roja —como el de numerosas organizaciones humanitarias y otros actores varios— son un buen ejemplo de dicho cumplimiento.

Otro error común es pensar que en el Comité Internacional de la Cruz Roja todos somos médicos o enfermeros.

Paula Restrepo era una de las mejores amigas de Lorena en Afganistán. Se conocieron a bordo del Red, el avión de la organización a la que ambas pertenecían. Se saludaron en inglés, pero el acento las delató de inmediato. Pronto fueron inseparables. Además de escuchar a todas horas canciones de Panjabi MC junto a Lorena y la ingeniera Rubis, Paula ha pasado sus últimos meses trabajando como gestora de los programas de alimento del CICR. Así describe esta colombiana sus quehaceres en tierra afgana:  

En el departamento de Seguridad Económica damos soporte a las comunidades que por motivos del conflicto ven afectados sus medios de vida. Tenemos proyectos para ayudar a personas en situación de emergencia, como los desplazados, proyectos de producción de alimentos, proyectos de generación de ingresos… No seremos capaces de resolver todos los problemas del mundo. No somos magos. Pero hacer una diferencia en la vida de las personas que sufren me hace sentir y pensar que vale la pena seguir adelante.

Almacén de alimentos del CICR en Lashkar Gah. © Thomas Glass.

En 2016, más de ciento cincuenta mi afganos recibieron ayuda material gracias al Comité Internacional de la Cruz Roja. Las leyes de la guerra prescriben que, en caso de desplazamiento, se han de tomar todas las medidas posibles para que las personas afectadas sean acogidas en condiciones satisfactorias de alojamiento, higiene, salubridad, seguridad y alimentación. Cada vez que Paula va a su oficina o supervisa alguno de sus proyectos, se respeta el Derecho Internacional Humanitario.

Los delegados del CICR también discuten de forma confidencial con las partes al conflicto para promover el respeto a las leyes de la guerra. Este trabajo, conocido internamente como «Diálogo para la Protección», incluye entre otras cosas recordar a los actores armados que deben tomar precauciones para evitar que la población civil se vea afectada por las hostilidades. Incluye también las visitas a prisiones de toda índole, con el fin de evitar desapariciones, prevenir malos tratos y garantizar que los detenidos disfrutan de unas condiciones materiales aceptables. En 2016, los delegados del CICR visitaron más de treinta y cinco centros de detención en Afganistán. Nelson Mandela, quien se benefició de estas visitas durante su encierro en la Isla Robben, dijo en una ocasión que «lo más importante del Comité Internacional de la Cruz Roja no es el bien que hace, sino el mal que ayuda a prevenir».

Delegada del CICR charlando con un detenido en la Prisión Provincial de Herat. © Jessica Barry.

Durante sus visitas a prisiones afganas en el transcurso del pasado año, el CICR intercambió casi once mil Mensajes Cruz Roja con los detenidos. Los Mensajes Cruz Roja no son más que pedacitos de papel a través de los cuales las personas privadas de libertad se mantienen en contacto con sus familiares. El Derecho Internacional Humanitario establece que las personas privadas de libertad tienen derecho a mantener correspondencia con sus familiares, y cada mes el CICR contribuye a que esta norma se respete cientos de veces en Afganistán.

En lo que representa su mayor constante desde los remotos tiempos de Solferino, el Derecho Internacional Humanitario también prescribe la obligación de prestar asistencia sanitaria a las víctimas del conflicto. Tan solo en 2016, el CIRC transfirió más de mil quinientos heridos de guerra a centros de salud afganos y apoyó dos hospitales que tratan a decenas de miles de pacientes. Por costumbres mediáticas que deberíamos intentar cambiar, ninguno de estos miles de ejemplos de respeto a las leyes de la guerra fue noticia en los telediarios.

Los Convenios de Ginebra también exigen que el Derecho Internacional Humanitario sea difundido lo más ampliamente posible y que los restos mortales de las personas fallecidas se entreguen a sus familiares. El año pasado el CICR —por medio, entre otros muchos colegas, del autor de estas líneas— diseminó las leyes de la guerra entre más de cuarenta mil afganos y entregó mil trescientos cincuenta y cinco restos mortales de combatientes y civiles a sus familias, permitiendo un entierro digno.

Alberto Cairo junto a uno de los trabajadores del Centro de Rehabilitación del CICR en Kabul. © Jose Serralvo.

Pero, de entre los muchos quehaceres del Comité Internacional de la Cruz Roja en el corazón de Asia, es difícil pensar en uno más encomiable que los Centros de Rehabilitación Física para los que trabajaba Lorena Enebral. Al año, alrededor de ciento treinta mil personas con discapacidad reciben apoyo en alguna de las siete clínicas que la organización gestiona a lo largo y ancho del país. El CICR fabrica además prótesis, órtesis y sillas de rueda, que distribuye entre algunas de las personas más vulnerables de Afganistán —que es tanto como decir algunas de las personas más vulnerables del planeta—. El capitán de este extraordinario proyecto es Alberto Cairo, un italiano de rostro afilado y brazos largos que llegó a Afganistán hace más de un cuarto de siglo. Alberto ha sido el encargado no solo de dirigir el trabajo del CICR en favor de millones de discapacitados —muchos de ellos lo son por culpa del conflicto, incluidos los que han perdido una o ambas piernas al caer en una mina antipersona—, sino de asegurar que los pacientes que visitan los centros de la organización se reintegran en la sociedad. «No es suficiente con curar el cuerpo. Hay que rehabilitar también la mente», me confesó el día en que fui a visitarlo. Desde su llegada a Afganistán, Alberto se ha encargado de fomentar las competiciones deportivas entre sus pacientes y de dar una primera oportunidad laboral a cientos de discapacitados. Fue Alberto quien contrató hace más de una década a mi colega Ezat Gul, que como mencioné más arriba es ahora un prominente abogado. Cuando le pregunté a Alberto cuál era el secreto para llevar veintisiete años al timón de uno de los proyectos más encomiables del CICR en todo el mundo, su respuesta fue clara y contundente, y se hallaba en feliz armonía con las reglas de juego Enebral: «Nos reímos mucho. Tanto como podemos».

Alberto Cairo (al fondo) durante un partido de baloncesto. © Thomas Glass.

Pero Alberto, como todos nosotros, perdió la sonrisa.

El 11 de septiembre de 2017, en el Centro de Rehabilitación Física del CICR en Mazar-e Sarif, un discapacitado en silla de ruedas disparó contra Lorena Enebral, de treinta y ocho años. Una única bala. Lorena murió poco después de sus heridas.

Esta tragedia era el tercer incidente de seguridad que el Comité Internacional de la Cruz Roja sufría en Afganistán en menos de un año. Primero, en diciembre de 2016, fue el secuestro del español Juan Carlos Real. Apenas dos meses más tarde, en febrero de 2017, seis trabajadores del CICR (Maqsood, Shah Agha, Rassoul, Najibullah, Murtaza y Khalid Jan) fueron asesinados en la provincia de Jawzjan y otros dos colegas afganos fueron también secuestrados. Como respuesta a estos incidentes, el CICR lanzó una campaña para recordar que, de acuerdo con las leyes de la guerra, los trabajadores humanitarios deben ser respetados y protegidos en todo momento.

#NoSoyUnObjetivo

No es cierto que las leyes de la guerra carezcan de validez. Miles de individuos se benefician de ellas y las respetan —o fomentan su respeto— cada día. Pero cualquier violación del Derecho Internacional Humanitario acarrea terribles consecuencias.

Lorena Enebral en Malawi. © Alfonso Enebral.

Sexta parte: la alegría de estar vivos

Sus antiguos colegas de la ONG África Directo describen a Lorena como «un sol de persona», que «con solo su presencia iluminaba el lugar en el que estaba». Todos los que tuvieron la suerte de conocerla se refieren a ella en términos análogos. Su buena amiga Paula Restrepo compartió conmigo lo siguiente: «Si me preguntan cómo describir a Lorena en dos palabras, diría alegría y generosidad. En una analogía, diría el Sol». Paula Minguell, nuestra querida médica hispano-chilena, afirma que «Lorena era un sol. Era energía, positivismo, un rayo de luz. Siempre con palabras amables para todo el mundo, siempre con palabras de apoyo para todo el mundo». El día en que Mónica Zanarelli, la jefa de Delegación del Comité Internacional de la Cruz Roja en Afganistán, anunció el asesinato de Lorena, la describió como «el corazón de nuestra oficina en Mazar». Ninguno de ellos exageraba.

Lorena hacía latir el mundo.

Cuando estábamos juntos en Kabul, Lorena y yo solíamos quedarnos en la misma casa. La recuerdo compartiendo sus tabletas de chocolate Valor («Tú come, hijo, come») y su colección de quesos. Una noche en la que ella no estaba, un visitante de paso saqueó nuestra nevera y se zampó la mitad de una bandeja de lomo en caña que Lorena había traído de España. El pillo de turno no se molestó siquiera en quitar la etiqueta: 22€. Enseguida llamé a Lorena para advertírselo. Pensaba que estaría enfadada, molesta. (Yo lo estaba). Pero Lorena era demasiado positiva. Simplemente se rió de aquella pequeña transgresión y aprovechó para hacer lo que siempre hacía, sonreírle a la vida: «Pues aprovecha y cómete tú lo que haya quedado, anda», me respondió entre risas.

Lorena convertía los problemas en oportunidades.

Engrandecía todo lo que tocaba.

Paciente del Centro de Rehabilitación del CICR en Kabul. © Jose Serralvo.

Podría compartir decenas de testimonios que describen a Lorena como alguien «especial», «optimista», «que irradiaba buena vibra», «entregada a los demás». Todo se quedaría corto. Sería insuficiente. Imperfecto. Quizás la mejor descripción de este ser humano sin parangón sea el puñado de líneas que ella misma escribió, con caligrafía sinuosa y tinta negra, para felicitar a sus seres queridos las Navidades de hace casi cuatro años:  

Querida familia, me encantaría que el 2013 fuese un año maravilloso. Espero que no os toque la lotería ni que os regalen cosas caras ni preciosas. Sino que os riais sin parar, que continuéis aprendiendo de las personas y compartáis con todos vuestros amigos, hijos, hermanos, vecinos y desconocidos la alegría de estar vivos. Yo, aunque estaré lejos, siempre estaré con vosotros… Os quiero, Lorena.

Lorena difundió por doquier las reglas de juego Enebral, que incluyen reír a todas horas y abrirse a los desconocidos.

Compartió con nosotros la alegría de estar vivos.

El poeta bengalí Rabindranath Tagore, galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1913, escribió unos versos a los que he procurado aferrarme siempre en momentos de pérdida: «No llores cuando se oculta el sol, o las lágrimas no te dejarán ver las estrellas». Lorena, lo afirman cuantos la conocieron, era el sol. Pero su muerte, injusta, inexplicable, odiosamente precoz, es como un inmenso astro naranja hundiéndose lentamente en el firmamento. Aún no han desaparecido los últimos parches de arrebol del horizonte cuando ya pululan por el cielo cientos de motas centelleantes.  

Lorena ayudó a caminar a miles de personas.

Mejoró la vida de innumerables niños con minusvalía.

Compartió con otros sus conocimientos y experiencia, para que ellos también pudiesen socorrer a los más vulnerables.

Llenó de calidez a sus familiares, amigos, colegas y pacientes. A todos los hizo sentirse especiales.

Sembró a su paso un tupido reguero de estrellas.

Su gran amiga Verbena, su «alma gemela», también fisioterapeuta en el Comité Internacional de la Cruz Roja, lo expresó de forma elocuente: «Lorena es el mejor ejemplo de generosidad, preocupación por los demás, hermosura, energía positiva y amor incondicional en el que puedo pensar. ¡Ningún disparo puede anular eso!».

Lo mismo opina su amiga y colega Paula Restrepo: «Su generosidad y bondad eran interminables. Y podría decir que siguen siendo interminables, porque aun habiendo fallecido sus enseñanzas y su ejemplo de vida nos siguen marcando».

Las estrellas continuarán brillando.

Brillarán siempre.

Última foto juntas de Lorena (izquierda) y Verbena (derecha). © Verbena Bottini.

Epílogo

Por haber fundado el Comité Internacional de la Cruz Roja y contribuido a aliviar el sufrimiento de las víctimas de la guerra, Henry Dunant fue galardonado en 1901 con el primer Premio Nobel de la Paz.

Por sus valores y su distinguida labor humanitaria, Lorena Enebral Pérez recibió el 22 de septiembre de 2017 la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil.

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