Gracias a Leopoldo Gandarias, vi la intervención de Frank Stephens ante el Congreso de Estados Unidos. Véanla ustedes también, si no han tenido ya ocasión:
Qué asunto más difícil el que nos expone el señor Stephens. Al menos, para mí. La opinión balbuciente que expondré, provisional, en semipenumbra, es una forma de dialogar con él, de empezar a intentar responder a alguna de esas preguntas bien jodidas que nos zurran desde la sinceridad radical de su discurso. Una en particular: ¿tiene que justificar su vida?
Vamos allá.
Aquí mismo expuse mi posición sobre el aborto. Creo en un sistema de plazos. Creo también en un sistema que permita el aborto en el caso de fetos a los que se diagnostique determinadas patologías o síndromes. Incluyo, entre ellos, la trisomía del cromosoma 21 [abro este paréntesis para explicar por qué no utilizo la expresión más habitual para referirme a este síndrome: hacerlo me parecería una manera de contribuir a inmortalizar a un racista; esta es mi pequeña manera de protestar].
¿Es esto una solución final? La respuesta de «primera capa» es no. El aborto como opción es muy diferente del aborto obligatorio. Las mujeres embarazadas de fetos a los que se detecta la trisomía pueden escoger abortar o no. Una solución final implica no solo la existencia de un problema, sino la imposición de la respuesta. Es una respuesta de «primera capa» porque el asunto es mucho más espinoso. Hay países en los que son muy inusuales, desde hace algunos años, nacimientos de personas con trisomía del cromosoma 21. Precisamente, cierta expresión cruda utilizada el 7 de enero de este año por un ginecólogo irlandés (minuto 7'30'') sobre la existencia de un 100% de abortos de fetos con trisomía en Islandia, dio lugar a una polémica aventada sobre todo por organizaciones antiabortistas. Esa polémica, como casi todo en este asunto, se vio desenfocada por una utilización enfática y desventurada de términos como «Holocausto»; ese exceso aparece también en la intervención y en los gestos del señor Stephens. Más aún cuando ni siquiera el dato era correcto: en Islandia han seguido naciendo personas con trisomía.
Pero esto no cambia algo evidente: el diagnóstico prenatal permite identificar, cada vez de forma más precisa y menos invasiva, determinadas patologías y síndromes, y cada vez más mujeres embarazadas, lógicamente en países con sistemas de salud avanzados, optan por el aborto en estos casos. Que sea una opción no excluye una consecuencia real de estas prácticas: las personas nacidas con esas patologías y síndromes —en particular aquellas que sean compatibles con una vida «suficientemente» larga— serán cada vez más infrecuentes. Estarán cada vez más solas; cada vez más con la sensación de ser algo así como especímenes, aberraciones de un mundo pasado, de un mundo que se verá como peor. La paradoja de este proceso es la siguiente: se trata mejor, de forma más inclusiva e igualitaria (en el más elevado sentido de esta palabra), a determinadas personas que, por los avances médicos, observan cómo su vida se alarga y enriquece, a la vez que cada vez son menos, como si ellos mismos fuesen una «enfermedad rara».
Así, cuando Frank Stephens pregunta si ha de justificar su existencia hace una pregunta legítima. No estamos en presencia de una solución final, pero el resultado práctico puede ser similar. La respuesta moralmente inobjetable es esta: si tratamos a un ser humano con dignidad, la conducta no debería ser reprobable. En este sentido, la pregunta del señor Stephens es retórica: no tiene por qué justificar su existencia, porque existe y porque el mundo ha mejorado hasta el punto de que hayamos superado los prejuicios que habrían impedido que testificase ante el Congreso hace cien años, y porque su propia vida, desde la infancia, demuestra que alguien que tiempo atrás no habría pasado probablemente de la decena de años y no habría aprendido siquiera a hablar, es perfectamente capaz de exponer un argumento elaborado. Esta es la trampa ética: hay una diferencia entre los seres que existen, los que tienen una biografía, y aquellos que podrían haberla tenido, incluidas las incalculables posibilidades que se derivan de la potencia de la herencia genética. Más aún, el propio señor Stephens sería «otra» persona de haber nacido sin trisomía. Somos únicos, resultado de la herencia y el entorno, y de la miríada de relaciones encadenadas y dependientes que surgen entre ambos.
Si la existencia de seres hipotéticos frente a personas reales no es suficiente razón, menos aún las otras tres que enumera el señor Stephens: ningún ser pensante debería justificarse como objeto. La posibilidad de encontrar una cura para enfermedades como el alzhéimer no justificaría que se provocase el nacimiento de personas con trisomía para experimentar con ellas, ¿verdad? Esto implica que, siendo como es ético que personas con trisomía se presten a ese tipo de investigaciones, esto solo es resultado precisamente de su existencia previa y de su consentimiento. Tampoco es una razón para su existencia el que las personas con trisomía sean una «fuente inusual» de felicidad para sus familias. Ignoro si el dato estadístico es cierto o no, pero aunque lo sea, de nuevo la existencia de un ser pensante se estaría justificando no por su dignidad sino por los beneficios que aporta a los demás (aclaro que el concepto de dignidad con el que me encuentro más cómodo no es un resultado absoluto, producto de alguna norma ajena y preexistente, sino un producto histórico, casi artesanal; una joya de la civilización, que debemos cuidar porque es el humus del bien). El último de los argumentos del señor Stephens parece potentísimo, más en boca de una persona con trisomía, pero también es sutilmente falaz: ¿se justifica la existencia de los supervivientes del genocidio judío como prueba de lo que sucedió y como señal de alarma para evitar que suceda de nuevo? Vean que parto de la premisa del autor del argumento, premisa que no comparto (la pregunta ética sobre qué seres humanos merecen vivir o no es insatisfactoria si no se amplía y matiza, incluyendo en la ecuación otros factores, algo que no admiten aquellos que sostienen que el cigoto es igual al nacido). Es decir, en sus propios términos, todas las razones expuestas convierten al señor Stephens en una especie de regalo y este es el error. No somos regalos. Somos.
Lo anterior, sin embargo, es insuficiente. El señor Stephens no hace preguntas por capricho. Las hace porque confundimos a aquellos que padecen (esta es la palabra) una trisomía con su síndrome. Los cosificamos. Quizás cada vez menos. Pero, ¿cómo no ver una cosificación precisamente en el hecho de que la detección en el feto de una trisomía sea la razón para que sus padres decidan que viva o que muera? Sobre todo, ¿cómo no va a verlo él así? Sí, las preguntas del señor Stephens proceden de un contrafáctico, porque él vive, él es. Pero ese mundo, esa distopía para los afectados por trisomía [para ellos] amenaza con aplastarlos, con convertirlos en una nota al pie de un mundo feliz.
Se me han acabado las reflexiones. Solo me queda un deseo: ojalá este mundo tornadizo tenga la integridad suficiente para tratar a los que son no como regalos valiosos, sino como protagonistas. Estuvo bien que así se hiciera en el Congreso de Estados Unidos.
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