Cógete una rebequita, que por la noche refresca. Imagen: Netflix.
El año pasado Stranger Things se convirtió en uno de esos productos interesantes que la gente acaba odiando con facilidad por culpa de lo pesados que han llegado a resultar sus fans, un destino que también sufrieron artículos pop tan dispares como Amelie, El club de la lucha, Minecraft, la comida vegana, Pesadilla antes de navidad, la banda sonora de Frozen o todas las religiones a lo largo de la historia, Apple incluida. Pero la existencia de una fanbase cojonera no le restaba mérito a un juguete que se había presentado de manera discreta y bajo la batuta de unos gemelos, Matt y Ross Duffer, con antecedentes escasos: en su currículo solo figuraban un par de cortometrajes, una película que pasó de puntillas (Hidden: terror en Kingsville) y labores como guionistas del Wayward Pines de M. Night Shyamalan. A estos hermanos el éxito les llegó con Stranger Things, una obra donde aprovecharon el tirón de la nostalgia ochentera de regusto a neones y low-fi como ya hiciera J. J. Abrams cuando se dejó inseminar por Steven Spielberg para alumbrar Super 8, pero demostrando ser más mañosos que el director neoyorquino a la hora de masticar los referentes de las producciones Amblin para construir algo nuevo en lugar de fotocopiar lo ya visto. Utilizar el formato de serie de ocho capítulos para revivir ese cine añejo también fue un acierto porque permitía a la historia tomarse las cosas con calma sin llegar a hacerse pesada, y a los Duffer se les dio bien lo de racionar el misterio principal durante media temporada a base de levantar la manta poco a poco.
El principal problema que le encontramos el pasado verano a Stranger Things era un detalle estrictamente comercial y ajeno a las propias virtudes del producto: la amenaza de una segunda temporada. Algo que en realidad era ineludible teniendo en cuenta que en la industria audiovisual actual todas las secuelas, reboots, remakes y spin-offs de cualquier cosa ya están firmados antes de que el equipo se recupere de las drogas consumidas durante la fiesta de fin de rodaje. Lo malo de gestar una secuela con celeridad es que supone meterse demasiada prisa para aprovechar el rebufo, especialmente cuando el reparto de tu serie está formado por un grupo de actores infantes, esos artistas de hormonas irrespetuosas que tienen la desfachatez de crecer con extraordinaria rapidez. Urgencias similares obligaron a Robert Zemeckis a rodar las dos secuelas de Regreso al futuro al mismo tiempo, porque Michael J. Fox no iba a tener jeta de adolescente eternamente por mucho que derrapase a través del tiempo. El anuncio de la segunda temporada de Stranger Things (con campañas promocionales que lo mismo homenajeaban pósteres clásicos como fichaban a Leticia Sabater o Paco Lobatón) auguraba un futuro incierto por aquella premura: en tan solo un año los hermanos Duffer tenían que ensamblar una nueva hornada de capítulos y estirar una historia a la que no le hubiese sentado mal haber puesto el punto final en el octavo capítulo. Si en algún lugar del universo una deidad estrangulase y despellejase un gatito cada vez que un crítico escribe las palabras «secuela innecesaria» a estas alturas dicha divinidad debería de comandar una franquicia de peleterías. Stranger Things 2 se resume rápidamente: no es una mala serie y resulta entretenida, pero era difícil estar a la altura, y no lo ha estado.
«Me ha moqueado». Imagen: Netflix.
Discografía
Manos de topo, aquel grupo barcelonés que en lugar de fans pesados tiene detractores pesadísimos que no dejan de recordarte lo estrafalario de la voz cantante, bautizó su segundo disco como El primero era mejor adelantándose a aquella ajada opinión popular que sentencia que el segundo disco de una banda con cierto éxito nunca está a la altura del primero. Un argumento de cimentación lógica y difícilmente criticable: cuando una formación musical con talento entra en un estudio de grabación por primera vez suele hacerlo con un repertorio de temas pulidos a base de años de ensayos y conciertos en directo donde ha sido posible comprobar qué piezas calaban mejor entre el público, obteniendo como resultado de todo eso un primer disco de elaboración sosegada y sin presiones externas. Las prisas suelen llegar cuando, en caso de éxito, hay que parir un segundo álbum más por inercia que por ganas y se acaba construyendo un disco a base de piezas menos rodadas o descartadas con anterioridad. La segunda temporada de Stranger Things ofrece una impresión similar al segundo disco de alguien que ha abrazado la fama repentinamente: todo lo que la primera vez funcionaba con ritmo aquí intenta ser replicado de manera atropellada y mucho menos pulcra. Creativamente hablando habría sido más refrescante olvidarse de los niños de Hawkins y contar otro relato distinto manteniendo el tono general y el rebozado fantástico, pero para cualquier estudio aquello hubiese sido una opción imprudente: el público siempre reclama más de lo mismo sin pensárselo demasiado y por culpa de esas demandas todavía tenemos a Johnny Depp con los pantalones de Jack Sparrow a mano en el perchero.
Secuelas
Un gigantesco número dos corona los créditos de cada capítulo de esta nueva temporada recordando que aquí se ha apostado por el formato de secuela clásica de blockbuster. Aquella que trata de compensar la ausencia de elemento sorpresa y frescura multiplicando volumen y escala, confundiendo a propósito el «mejor» con el «más grande» e inflándolo todo: el nuevo mal tiene ahora dimensiones titánicas y la criatura que ejercía de villano en la anterior temporada se ha transformado en horda. Una estrategia para sustituir misterio por ganas de epatar que renuncia por el camino de manera inexplicable a elementos que podían haber dado mucho juego: el mundo del Otro lado, ese Upside down a modo de universo paralelo jodido, se desaprovecha aquí hasta quedar convertido en una salida de emergencia para un montón de bichejos cabrones. En general, esta segunda tanda llega escrita con menos soltura y a modo de versión aguada de su antecesora, la serie asume como muerto y enterrado el suspense original y opta por repetir los mismos trucos pero de manera menos interesante: aquel icónico Art attack que, durante la primera temporada, Joyce (Wynona Ryder) montaba en casa, con unas luces de navidad y un abecedario en la pared, intenta replicarse aquí a modo de puzle con folios garabateados y una absurda escena donde se calca una silueta (que se distingue perfectamente) de la pantalla de un televisor. Incluso la referencia al juego Dungeons & Dragons o el «Should I Stay or Should I Go» de The Clash se insertan ahora de manera forzada y repentina porque en algún lado había que colarlos.
Sean Astin, o para qué homenajear a los ochenta cuando podemos comprar un pedazo de ellos. Imagen: Netflix.
A efectos narrativos es el guion el que opta por hacer cosas bastante extrañas. Se molesta en escuchar a aquellos fans de las redes sociales que invocaron el síndrome de Boba Fett sobre el desaparecido personaje de Barb el año pasado y decide utilizarla como excusa para una subtrama, pero también se atreve a cuestionar la capacidad de atención de su público al tener los huevos de meter flashbacks de escenas que han sucedido cinco minutos antes. El resultado final, incluso obviando los agujeros de guion y las concesiones de la ficción, acaba antojándose deslavazado y toma decisiones tan cuestionables como dispersar y separar a los personajes durante casi toda la historia o desaprovechar en exceso elementos tan interesantes como aquella posesión que sufre Will (Noah Schnapp). La buena noticia es que el juguete pese a decepcionante no es espantoso, sigue resultando un show entretenido aunque haya decidido alojarse bajo su propia sombra.
Here comes a new challenger
Los nuevos personajes son una de las novedades más interesantes de la temporada a pesar de ofrecer resultados muy dispares. Fichar a uno de Los Goonies (el competente Sean Astin) para interpretar a Bob, un empollón y bonachón osito de gominola, resulta tan poco discreto como para que el propio personaje bromee en pantalla con buscar un tesoro pirata. Max (Sadie Sink) se luce bastante como nueva incorporación a la pandilla de chavales, el conspiranoico interpretado por Brett Gelman se queda en un detalle trivial y mientras tanto Paul Reiser cumple como doctor Owens sin demasiados alardes. En el caso de Billy (Dacre Montgomery) es más asombroso cómo el departamento de casting ha logrado clonar con tanto éxito al Rob Lowe de St. Elmo que lo que la serie ha hecho con él: el nuevo antagonista macarra tiene potencial pero no llega a ningún puerto a pesar de que la trama amenaza con escarbar sus demonios personales y decide enredarlo en escenas tan disparatadas como una conversación con la madre de Nancy, que más que a los ochenta parece homenajear a los vídeos sobre MILF de PornTube, y una charla en las duchas con tanto homoerotismo accidental como para formar parte de Pesadilla en Elm Street II. En el caso del reparto conocido la serie hace un movimiento curioso y agradecido al redistribuir los roles protagonistas: Lucas (Caleb McLaughlin), Dustin (Gaten Matarazzo) y Steve (Joe Keery) pasan a convertirse en valiosos protagonistas (en especial en el caso de Steve) con arcos argumentales propios, mientras la historia de Eleven (Millie Bobby Brown) avanza a tumbos, Nancy (Natalia Dyer) y Jonathan (Charlie Heaton) se pasean por ahí, David Harbour revisita un Jim Hopper encabronado, y Mike (Finn Wolfhard) queda relegado a ser un secundario con eventuales arranques histéricos que ha logrado que el propio Wolfhard, descontento con el guion, se refiera a su personaje como Emo Mike. El caso de Kali (Linnea Berthelsen) y su pandilla punki con furgoneta a lo Scooby-Doo durante el séptimo capítulo es para darle de comer aparte, hasta el punto de que un par de párrafos más abajo tiene sección propia.
Benditos ochenta
La rendición nostálgica a décadas pasadas sigue ahí, pero no molesta tanto como los más quejicas gustan de proclamar. Las máquinas recreativas de Dragon's Lair y Dig Dug, la banda sonora a base de hits sobadísimos de la época, las cintas de vídeo caseras, el primer Terminator plantado en las marquesinas de los cines y los anuncios añejos de KFC en televisiones de tubo conforman una veneración a la producción pop ochentera que resulta más divertida que molesta. Reverencias variadas disparadas a diferentes niveles: los Duffer utilizan Halloween como excusa para pasear disfraces de Cazafantasmas, Jason Voorhees, Michael Myers y sábanas con tufo a E.T. Pero también emulan a pequeña escala escenas de Encuentros en la tercera fase, El resplandor, Poltergeist, Indiana Jones en el templo maldito, Cuenta conmigo o El exorcista. En algunos casos el guiño es evidente, la sumisión a Aliens: el regreso hace uso del inevitable radar, mientras que otros tienen más gracia por resultar menos obvios: un peinado erigido a base de laca nos dirige a La chica de rosa de John Hughes y, durante el que probablemente sea el homenaje más sutil de la serie, unas notas musicales juegan a imitar la maravillosa banda sonora de Gremlins cuando un monstruito cabrón comienza a la liarla en el tercer capítulo.
Los chavales pasan más tiempo juntos en esta escena que durante toda la serie. Imagen: Netflix.
Siete
Hay un consenso sobre el séptimo episodio de Stranger Things 2 que viene a decir que es mejor ahorrárselo porque vaya mierda bien gorda que está hecho. Un capítulo, protagonizado por Eleven y la recién llegada Kali, que merece apartado propio por ser una de esas ideas a las que se les divisa un calzador gigantesco ya desde la lejanía. Se trata de un accidente muy curioso de ver porque pocas veces uno de los personajes principales se larga de su show (de manera literal, subiéndose a un autobús mientras suena el Runaway de Bon Jovi) para embarcarse en lo que parece otra serie completamente distinta que ni pega con el conjunto ni nadie vio venir por mucho que su reparto hubiese inaugurado fugazmente la presente temporada. Para mayor recochineo aquello llegaba justo después de un sexto capítulo que finalizaba con un cliffhanger de los de triturar uñas a mordiscos. Tras el estreno de la temporada, y ante la avalancha de críticas, Matt Duffer se apresuró a asegurar que ese séptimo episodio no era un simple relleno y el desenlace de la historia dependía de su existencia, pero no se la logró colar a nadie. Aquella subtrama era tan ajena al conjunto como para rechinar y casi cargarse el propio espíritu de la serie: se atrevía a cambiar radicalmente el escenario de evocador pueblecito por el de la gran urbe de Chicago, se montaba una remezcla de The Warriors y Misfits encabezada por personajes de peluquería cuestionable con el carisma en números negativos y aprovechaba para disfrazar a Eleven de manera bochornosa. Los Duffer parecían justificar aquel capítulo como una especie de entrenamiento para Eleven al estilo de la excursión de Luke Skywalker por Dagobah en El Imperio contrataataca, pero no funcionaba porque el personaje ya había demostrado durante la primera temporada que podía mandar una furgoneta a tomar vientos si la cosa se ponía tensa. La propia narración ni siquiera se molestó en camuflar el alma de pegote de todo aquello y al finalizar el episodio el personaje se subió de nuevo a un bus para volver a la historia principal como si no hubiese pasado nada. Por fortuna, los dos capítulos posteriores que despachan la temporada remontan el asunto y otorgan un cierre más digno a esta secuela.
El primero era mejor
Los Duffer ya hablan de la tercera y cuarta temporada mientras los rumores apuntan a que la quinta está asegurada. El problema de enfocarlo así, y no como si cada entrega fuese la última, es que la idea original corre el riesgo de diluirse hasta transformarse en un entretenimiento mecánico. Algo que comienza a notarse con una Stranger Things 2 más interesada en precalentar para futuros episodios que en centrarse en sí misma, como una gallina que se sabe a punto de ser exprimida. El primer disco era mejor y lo que ha ocurrido aquí no sorprende tanto, tenemos más de lo mismo sin llegar al mismo nivel y con todo lo que eso conlleva: quienes disfrutaron de la primera entrega tienen aquí una extensión menor pero los que la odiaron en su momento y no conectaron con su juego no van a encontrar razones en Stranger Things 2 para cambiar de opinión. Y todos van a cagarse con mucho esmero sobre el capítulo de La hermana perdida.
Nancy y Johnathan en busca de la química perdida. Imagen: Netflix.
PS: El Boba Fett de la presente entrega es la pequeña Erica (Priah Ferguson), una chavala que gracias al interés de los fans ya tiene reservada silla en la tercera temporada. Matt y Ross aseguran que han intuido en la niña combustible para toda una colección de GIF animados (textualmente: «She’s very GIF-able, if that’s a word»).
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