Nov 2nd 2017, 10:13, by Pilar R. Laguna
Jennifer Connelly y Dario Argento durante el rodaje de Phenomena (1985). Imagen: DACFILM Rome.
Dario Argento es un loco. Necesariamente ha de serlo. Casi todos los genios lo son.
¿Cómo podría si no haber matado tantas y tan escabrosas veces a su propia mujer en la gran pantalla? ¿Cómo si no habría elegido a su propia hija como protagonista de historias tan verdaderamente traumáticas? El nombre del director italiano es de obligada mención en cualquier conversación sobre el cine de terror o sobre cine italiano en términos generales. Su visión fresca y a la vez metódica del género giallo —en italiano «amarillo», como las tapas de los relatos policiacos italianos en los años treinta— que encumbró con rapidez, lo convirtió en director de culto, con un séquito de fans que se rindieron a sus pies allá por los setenta y que después menguó con rapidez conforme su cine trataba, sin éxito, de buscar una renovación efectiva.
Aunque el romano aún conserva un buen puñado de esos fanáticos de la luz de neón —a pesar de que él nunca usó neones— algunos hemos tenido que abrir bien la garganta para tragar sus últimos films, pero siempre con los ojos bien abiertos por si se nos escapa alguna genialidad. Argento es un transgresor que ha marcado tendencia y cuya influencia se puede encontrar por doquier en las creaciones cinematográficas más recientes: desde Winding Refn, reconocido fan con iluminaciones neónicas en sus míticas Drive o la más reciente The Neon Demon, o el también italiano Luca Guadagnino, que tiene entre manos el remake de la obra más rompedora del romano, Suspiria, pasando por muchos otros. Un rastro que es casi imposible seguir, pero que recuperamos rápidamente siempre que vemos altos contrastes coloristas, y especialmente si se trata —véase el primer capítulo de American Horror Story: Coven— de una historia de brujas.
Todo el mundo debería conocer, aunque solo fuera un poco, la obra de Dario Argento. Eso sí, dejemos una cosa clara antes de empezar:
A un espectador que se enfrente hoy en día al cine del romano sus creaciones le parecerán, casi seguro, cosa de risa. Las películas de Argento, las mejores al menos, eran ciertamente pobres en recursos. No obstante, es probable que ahí radique la grandeza de sus obras maestras: la sangre es falsa a más no poder; los actores en su mayoría son flojos; los efectos en general se dejan notar mucho… Pero la historia nos sigue intrigando, las composiciones e iluminaciones siguen siendo genialidades, y desde luego la narrativa engaña y engancha. Es quizás por eso que se ganó el apodo de «el Hitchcock italiano», porque el director inglés siempre antepuso la fluidez de la trama a la verosimilitud.
Dario siempre consigue contar lo que hay detrás de tanta sangre de mentira y cuchillo —visiblemente— de plástico. Y es que si algo tiene el cine de Argento es que hay que hacer un ejercicio de voluntad y lograr ver más allá de tanto efecto especial cutre para dejarse encandilar por la historia. Es decir, cuando estamos ante una de esas superproducciones muy conseguidas, seguimos sabiendo que se trata de una película, y entonces debemos entender que lo importante debe ser el fondo y el estilo. Para Argento las muertes en sus películas son una especie de fiesta o de baile, hermosas a su manera, sin necesidad de ser creíbles.
Sea o no sea merecedor a todas luces de tal comparación, lo que sí hay que adjudicarle al realizador es el mérito de haber encumbrado a nivel internacional un género propiamente italiano, aun partiendo de la serie B. Haber transformado el cine de terror y slasher con música rock y e iluminación colorista, haber cambiado los sustos inesperados por una suerte de psicodelia posthippie con un estilo que ocupa la vanguardia, se coloca entre el culto y abandera el experimentalismo.
Su trabajo, que comienza siendo muy Hitchcock y muy Bava, pronto adopta los aires propios de su época, con más rock, más color y en general, más libertad.
Rodaje de Tenebre (1982). Imagen: Sigma Cinematografica Roma.
La marca Argento, por decirlo de alguna forma, queda patente en la manera en que presenta a los asesinos. Siempre con un plano subjetivo, con guantes, a menudo podemos ver solamente sus ojos y sus manos —las del propio Argento, desde El pájaro de las plumas de cristal—. Suele jugar al despiste con nosotros, y cuanto más seguro está uno de saber quién es el asesino, más atrapado está en la trampa del italiano. Porque él es así: adora el enrevesamiento. Las muertes son siempre estrambóticas, ortopédicas, torpes.
Sus tres primeras películas — la Trilogía de las bestias— lo sitúan como referente giallo, el género al que dio a luz Mario Bava. A pesar de su inexperiencia logra llamar la atención del público internacional con una trilogía bastante completa en la que además se puede apreciar sin esfuerzo la mejoría en sus facultades como director. Así, calienta motores para la que será su máxima obra a ojos de la crítica internacional: Rojo Oscuro, de nuevo un thriller de asesinatos que reúne todas las particularidades de su cine y las eleva al siguiente nivel. Una cinta de culto en cuya trama se inspiraría John Carpenter para La noche de Halloween.
Pero lo verdaderamente interesante viene después. El director deja a un lado su género predilecto y se embarca en la realización de una trilogía que mezcla el terror y el slasher y que tardará varios años en concluir. La hazaña comienza magistralmente en 1977 con Suspiria, y termina desastrosamente en 2007 con La madre del mal, reafirmando la idea de que el cine más moderno del italiano nunca ha logrado alcanzar el esplendor de sus obras pretéritas.
Suspiria es, sin ninguna duda, la mejor película que nos ha dejado Argento. Es a todas luces —y nunca mejor dicho— la joya de la corona. La trama es interesante y nos mantiene en vilo hasta el final, con una tensión que se construye y se mantiene de forma genial gracias a unos personajes simples y unas situaciones realmente macabras. Como dato interesante, a pesar de lo perturbadora que la película es ya de por sí —amén de unos efectos especiales bastante pobres— la idea original de Argento era grabarla con protagonistas de unos once años de edad. Sin embargo la productora encontró la idea demasiado arriesgada teniendo en cuenta lo macabro de las muertes, y presionó al realizador para que en su lugar escogiera a adolescentes.
Lo más llamativo y rompedor de Suspiria es la mezcla de música compuesta por un grupo de rock progresivo y una técnica de iluminación rompedora que básicamente se trataba de explotar al máximo las posibilidades que ofrece el Technicolor para colorear la cinta, creando ambientes nunca vistos, como de un sueño, o una pesadilla multicolor. Rojo, azul, verde: peligro, silencio, oscuridad.
Llena, según el propio autor, de alusiones a Kokoschka y Escher, la película es un deleite visual que la coloca entre las películas más coloridas de la época, con la particularidad de tratarse de un horror film. El magnífico resultado se lo debemos a la capacidad exploratoria de Argento y al ingenio del director de fotografía Luciano Tovoli, conocido en aquella época por su trabajo con Antonioni, y más tarde aclamado por su labor en Suspiria.
Con esta película, Argento se estrena en un género distinto al que está acostumbrado y no solo logra salir airoso, sino que deja tras de sí una pieza que, tanto en su conjunto como de manera pormenorizada, es única.
Cada uno de los fotogramas de la película son fácilmente reconocibles por la colorista saturación que el director quiso darle a la cinta. Junto con el trabajo de Tovoli, ambos crearon un concepto revolucionario, un estilo innovador que, en la actualidad y con sistemas de iluminación mucho más modernos, toman como referencia numerosos cineastas. Un estilo abiertamente experimental que denota el entusiasmo de Argento por no caer en el cine comercial —a pesar de que muchos le hayan tildado de hacer películas fáciles y poco innovadoras.
Sin embargo, aun con todo lo mencionado, lo mejor de Suspiria probablemente sea su banda sonora. Se dice que Argento está fuertemente influenciado por Mario Bava, pero si alguna influencia se puede percibir —más bien hablando de coetáneos— sería sin duda la de Michelangelo Antonioni. Quizás esta sea la influencia más importante que contiene su cine porque es la que definitivamente lo transforma. Con su conocimiento de la obra de Bava, Dario perfecciona un cine con estilo propio dentro de un género particularmente italiano. Digamos que emula a Bava hasta superarlo, en términos de fama al menos. Sin embargo, es gracias a su fijación por la labor de Antonioni que consigue definitivamente resaltar entre los cineastas internacionales. Si Antonioni no hubiera contado con los ingleses Pink Floyd para confeccionar la banda sonora de su oda a los años de la revolución sexual, Zabriskie Point, probablemente Argento nunca hubiera considerado pedirle a la misma banda que le ayudaran con su trabajo en Rojo Oscuro. Y en ese caso, los Pink Floyd nunca hubieran rechazado dicho trabajo, recayendo la labor en los italianos Goblin y comenzando una relación que duraría años y que marcaría definitivamente la personalidad del cine de Argento.
Suspiria (1977). Imagen: Seda Spettacoli.
El gran nombre que aparece cuando se habla de la música de Argento es, indudablemente, el de Ennio Morricone. Cuando el director novato se aventura en la creación de su ópera prima, El pájaro con las plumas de cristal, la productora tiene tan poca fe en el muchacho que decide reunir a un puñado de grandes nombres para que colaboren en la empresa y así salvar medianamente la película. Entre aquellas estrellas se encontraba Morricone, quien no solo consiguió cumplir las expectativas de un exigente director novel, sino que además comenzó a dibujar la línea de lo que sería uno de los sellos más reconocibles del cine de Dario.
Después de esa primera colaboración son muchas las bandas sonoras que el genial Morricone había compuesto para el romano, pero no es hasta que los Goblin llegan a su cine que este se transforma y adquiere un carácter propio e inconfundible.
Ya en Cuatro moscas sobre el terciopelo gris Morricone utiliza rock de la época, seguramente bajo los deseos de Argento de emular a Antonioni. Y si queda alguna duda de esto, véase el final de la cinta: una secuencia a cámara superlenta con algo de rock de fondo y explosiones. Definitivamente una copia —o tributo, más bien— al impresionante final de Zabriskie Point, que se había estrenado un año antes, en el que Antonioni grabó —también con una Pentacet— diversos objetos explotando a cámara lenta mientras suena «Be careful with that axe Eugene» de Pink Floyd.
Y aunque Argento nunca consiguió a la banda inglesa para sus películas, la música de su cine será inolvidable. Recordaremos los primeros y tímidos tonteos con el rock en Cuatro moscas sobre el terciopelo gris, el tintineo de Suspiria —en cuyo remake está trabajando Thom Yorke de Radiohead como compositor—, o la genial «Tenebrae», versionada por los franceses Justice con su «Phantom».
Sus colaboraciones con Goblin llevarían la fama a la banda italiana, que después logró aparecer a menudo en la televisión interpretando sus scores más exitosas. Dario le debe mucho a esta pequeña banda de rock progresivo, porque su música contribuyó enormemente a darle personalidad al cine del romano y lo situó como eminencia dentro del género.
Esta relación director-banda se ha mantenido durante toda su carrera y, salvo alguna colaboración más con el gran Morricone, ha sido el teclista y compositor de Goblin, Claudio Simonetti, el encargado de dar a luz a la mayoría de las composiciones que acompañan a las películas de Argento.
Sin embargo, ni la mejor música ha podido salvar al cine de Argento de una caída brutal. Suspiria le dio la inmortalidad. Lo tomó al punto más alto y desde allí, cuando ya no podía subir más, tuvo necesariamente que caer. Y fue una caída estrepitosa que le costó muchos fans, incluso aquellos más incondicionales que le habían aguantado alguna que otra pifia.
¿Puede un director conservar un estilo como el de Argento y no quedarse obsoleto? ¿Es acaso mejor tratar de adaptarse a los nuevos tiempos a toda costa?
Si algo falló en el plan de Argento fue pretender mantenerse fiel a un estilo que ya no vende. Los tiempos cambian, el cine cambia y el público ya no quiere cualquier cosa. La prensa tiene los dientes afilados y el ocio, y el cine en concreto, es definitivamente demasiado caro como para dejar pasar por alto los constantes tropezones del último cine de Argento.
En 1982 se estrena Tenebrae, la que fuera la vuelta del realizador romano a su género predilecto. Aquí se respiran, muy brevemente, aires de Pasolini. Sigue guardando un estilo propio inconfundible y no descuida los planos, aunque se olvida de los colores intensos. Goblin sigue sonando de fondo, esta vez con un tema que les llevará un paso más lejos, su música se adecúa cada vez más a las exigencias del guión, consiguen crear ambiente y además el tema principal está incluido en la trama mediante una de esas escenas en las que alguien pone a girar un vinilo.
Phenomena (1985). Imagen: DACFILM Rome.
Después llegará Phenomena con una jovencísima Jennifer Connelly como protagonista de una macabra historia en la que el director conjuga con gracia el terror paranormal, el slasher y los tintes de su cine más puramente giallo. La luz es preciosa y la trama innovadora. Es el principio del fin.
Unas pocas piezas más se libran de su caída en picado: Ópera marca una cierta renovación en las técnicas del director, contando con efectos especiales mucho más logrados sin perder nunca su estilo propio y sus raíces en el cine de suspense, pero no solo fracasa en taquilla y con la crítica, sino que además se transforma en una verdadera pesadilla para el propio Dario por la cantidad de problemas que surgen durante la grabación, entre otros, la muerte de su padre, el accidente de uno de los actores, las constantes peleas con su mujer…
Por último, El síndrome de Stendhall será uno de los breves repuntes en su filmografía, y a partir de ahí la calificación del resto de su cine se vuelve una tarea ampliamente subjetiva: por un lado quedan los fans más acérrimos del género, a quienes no les molesta que el director se repita incansablemente; por otro, aquellos que esperaban de él nuevas sorpresas que nunca llegaron; y por último, quienes directamente no soportan ni el ritmo ni el estilo de su cine, una parte amplia del público.
Sea como fuere, Argento es un director querido y respetado. Un señor incombustible. Todos en Italia lo conocen y reconocen como uno de los más grandes directores que ha tenido el país, tal vez no como un virtuoso sino como un genio. Es decir: sus películas tienen muchos fallos. Algunos se corrigen con el tiempo a lo largo de su filmografía y otros surgen de improvisto a medida que avanza su carrera y se pierde la frescura inicial de sus ideas. No es perfecto, pero es innovador y tiene un sello propio muy reconocible en todas sus creaciones. No ha inventado nada, pero le ha dado la vuelta a todo lo que ha tocado. Nos ha regalado Suspiria, una de las mejores películas de terror que se han hecho y cuyo remake está ahora fraguándose —peligrosamente— en las manos de Luca Guadagnino. Tal vez aún tenga mucho que ofrecer. Quizás aún le quede bajo la manga alguna obra maestra que retome la grandeza de sus primeras películas. O quizás ya esté todo hecho y solo podamos regocijarnos en las joyas que ha dejado tras de sí y aceptar su decadencia como un proceso natural e inevitable.
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